Hernán
Celorrio*
REDAV, N° 27, 2023, pp. 9-29
Resumen:
El artículo aborda la importancia de la eficiencia como uno de los principios
que deben regir a la actividad administrativa, a fin de que la Administración
cumpla con las funciones que le asigna la sociedad democrática; especialmente
en cuanto a la salvaguarda de los derechos económicos, sociales y culturales.
Palabras clave: Buena administración – Democracia – Eficiencia.
Abstract: The article addresses the importance of efficiency as one of the
principles that must govern administrative activity, so that the Administration
fulfills the functions assigned to it by democratic society; especially
regarding the safeguarding of economic, social and cultural rights.
Keywords: Good
administration – Democracy
– Efficiency.
Recibido |
20-06-2024 |
Aceptado |
12-07-2024 |
La nota de eficiencia[1]
no ha sido objeto de especial interés en la doctrina administrativista
tradicional, la cual ha dedicado su celo máximo a la profundización de los
aspectos que hacen a la legitimidad del accionar público y con particular
énfasis en la interdicción de arbitrariedad en los procedimientos de la
Administración. Dicho enfoque ha constituido un camino virtuoso en cuanto fuere
atinente al debido resguardo de los derechos individuales ante el ejercicio
indebido del prerrogativas públicas, pero a la vez denota insuficiencia cuando
la magnitud de los cometidos estatales involucrados en la extensa difusión de
derechos fundamentales inserta en las perspectivas neo constitucionalistas
exige compromisos de actuación pública a ser operados en condiciones ordinarias
de eficiencia administrativa.
Tradicionalmente no constituía equívoco sustancial descartar mayores
referencias a las consideraciones de eficiencia en cuanto la connotación
jurídica se limitaba a parámetros de legalidad, evaluables con mayor o menor
espectro y dimensión, en tanto que lo atinente a las modalidades operativas,
tales como los propios de Ciencias de la Administración, o bien de elaboración
de políticas públicas resultaban postergadas. Sin embargo al presente la nota
de eficiencia ha sido plenamente incorporada al espectro normativo, y más aún
en varios sistemas, con rango constitucional, extremo que obliga, sin dudas, a
actualizar aquellas premisas tradicionales, asimilando a condiciones de
legitimidad los términos de eficiencia, sin perjuicio de admitir las notorias
diferencias que hacen a su sustantividad y naturaleza, y sin desconocer la
evolución histórica que condujo a su consagración y reconocimiento
constitucional.
En tal sentido, recordaba Descalzo
González[2]
que:
…la eficacia
requerida en toda actuación administrativa de la Administración Pública
constituye un verdadero principio jurídico del que no obstante su carácter
ciertamente genérico o indeterminado cabe extraer de manera resuelta, muy
claras consecuencias en orden a la entera organización y actividad de la misma.
Planteada
y reconocida la formal juridización del concepto de
eficiencia, resulta evidente, dada su notoria gravitación, que el control de la
actividad administrativa, preventivo o ulterior, plenamente aceptado en notas
de legitimidad, debe también contemplar, con perspectivas, diversas acordes con
el objeto de la fiscalización. Tal contralor operará con pautas muy
diferenciadas de las que habitualmente entendemos connaturales a las propias de
legitimidad, lo cual no implica desconocer la gravitante relevancia de la
condición de eficiencia. En efecto, debido a la ya apuntada proficua extensión
de los cometidos estatales, las condiciones presupuestarias han adquirido muy
particular énfasis prioritario, y a nadie escapa la muy directa vinculación
entre un proceder eficiente y la calidad de la erogación fiscal involucrada.
La evaluación de la eficiencia supone técnicas muy diversas de aquellas
utilizables en el contralor de la legitimidad, más aún cuando se comprende en
su real proyección la vinculación sustancial entre la eficiencia y la
concreción del interés general involucrado dado que este por definición supone
compleja composición dado la heterogeneidad de los intereses públicos, y
consecuentemente, supone también visiones integrales y excluye análisis
estancos, en dinámica muy diversa a las propias de la revisión de legitimidad.
Lo expuesto no implica en modo alguno que la condición de eficiencia deba
excluir o limitar los alcances de las condiciones ordinarias de legitimidad.
Lejos de ello, la acción eficaz debe comprenderse en los carriles ordinarios de
la juridicidad plena de la cual es parte constitutiva, entendiendo también que
la ley no puede por definición y condicionamiento constitucional exigir comportamientos
que tornen impracticable una actuación eficaz. Se trata pues de un abordaje
conceptual integral con aptitud hermenéutica amplia enmarcada en los Principios
Generales de Derecho Público.
La complementación entre las condiciones de legitimidad y eficiencia es hoy
definitoria y hace a la esencia de la actividad pública, por cuanto se
estructura en función de una doble finalidad: la interdicción de arbitrariedad
y la eficacia de la acción administrativa, y como puntualizara Vaquer Caballeria[3],
“el ordenamiento jurídico no solo goza de validez y eficiencia formal, sino
que persigue tener eficacia material efectividad y eficiencia”, utilizando
la terminología más amplia para precisar el concepto propio de accionar
eficiente.
Las aseveraciones precedentes, de notoria evidencia, en cuanto precisan la
ineluctable necesidad de una adecuada composición de legitimidad y eficacia, no
han sido, sin embargo, tradicionalmente así comprendidas, a punto tal que en
varias ocasiones han sido planteadas en condiciones antagónicas. Es del caso
referenciar la acotación de Nieto[4]
quien señalara que muchas veces la Administración desquicia su funcionamiento
en las vías del Derecho. Las prescripciones constitucionales vigentes
revitalizan la juridicidad ínsita en la concepción de eficacia administrativa y
por ende sería absurdo desconocer la exigibilidad de su contralor interno, más
allá de eventuales revisiones judiciales que plantean disquisiciones jurídicas
más complejas.
Así la operativa del contralor de eficiencia deberá contemplar
esencialmente factores propios de los regímenes de Políticas Públicas y de
Ciencias de la Administración, a diferencia del control de legitimidad, que ha
de mantenerse en sus vías tradicionales, pero sustancialmente deberá
instrumentarse en el marco de una visión integral de los intereses generales a
cuya consecución se proyecta la acción administrativa evaluada.
La consagración constitucional amplia del Estado Social de Derecho
acarrea un replanteo sustancial de las consideraciones jurídicas tradicionales
aplicables a la gestión pública. En efecto dicha definición constitucional trae
aparejadas proyecciones relevantes de activismo estatal, y en especial de
dinámica regulatoria, inconcebibles en épocas en las cuales la retracción de la
acción estatal se constituía en piedra basal y más aún si se evalúa
paralelamente la interacción de los sectores públicos y privados en lugar de la
caracterización antagónica anterior.
Consecuente a esa ampliación de la órbita de acción directa estatal,
corolario de la expansión de los cometidos estatales y de la exigibilidad
directa de una extensa gama de derechos fundamentales, surge gravitante la
obligación de un desempeño eficiente en consonancia con las pautas
razonablemente exigibles para la consecución de tales objetivos y con adecuado
encuadre en las condiciones presupuestarias arbitradas. En tal contexto, el
recaudo de eficiencia es equiparable al requerimiento de legalidad[5]
pero dada su naturaleza y sus modalidades no caben a su respecto rígidas
posiciones de responsabilidad estatal, de plena aplicabilidad en cuanto a
legitimidad forma atañe.
La exigencia de eficiencia debe ser evaluada en parámetros de apreciación
integral de la actividad y por ende, no es adaptable a los criterios ordinarios
de contralor de legitimidad formal, en las cuales la referencia analítica
excluye la visión integral, todo ello por cuanto el objeto último de la
estimación es la realización del interés general. Estas dificultades también se
agigantan en cuanto las pautas propias, constituidas por los criterios
reconocidos en Ciencias de la Administración son de aplicación relativa, dado
que mucho difieren los targets de la empresa privada y las finalidades
propias de los entes públicos, además de las limitantes propias de los esquemas
procedimentales públicos.
Se
ha señalado con acierto que la ampliación constitucional de los derechos
fundamentales ha forzado a un activismo estatal con significativos recaudos eficientistas pero abundando en tal conceptos se visualiza
como factor determinante el reconocimiento constitucional de los derechos
económicos, sociales y culturales (DESC) que se constituyen en el centro
inequívoco de tal activismo, por su exigibilidad.
En efecto, la tendencia tradicional de limitar la prescripción
constitucional de los DESC a una condición programática ha sido superada a
través de una firme evolución internacional y asimismo en función de la
doctrina a favor de plena normatividad intrínseca inherente a toda disposición
constitucional.
Lo expuesto no inhibe la debilitación operativa de los DESC, en los
supuestos en que el mismo texto constitucional condiciona su vigencia a una
definición legislativa previa, no implicando desmedro a su operatividad
natural, sino condición constitucional de implementación[6];
siendo del caso poner de relieve que la afirmación de operatividad del derecho,
no supone de por sí la efectividad de su tutela judicial, en una visión
pragmática, pero sí apunta a la posibilidad real de requerirlo, aun cuando no
se hayan previsto las vías procedimentales hábiles, en una normativa
específica.
Así, en el régimen constitucional argentino, todos los derechos reconocidos
por la Constitución son operativos, y en el caso de los DESC, aun sin
jurisprudencia consolidada al respecto, es procedente entender que no existe
limitante constitucional que derive la efectividad de su tutela a legislación
ulterior especial, en lo atinente a aquellos DESC estatuidos por prescripción
constitucional directa. Por el contrario aquellos integrados a la Constitución por
prescripción de la Convención Americana sobre Derechos Humanos y el Pacto
Internacional de DESC, reconocen dicho condicionamiento (art. 23 del Pacto de
San José de Costa Rica y art. 2 de la Parte II de dicho Pacto Internacional),
en función de la denominada “cláusula de progresividad”.
La tutela judicial efectiva hace a la plena exigibilidad de los DESC; y
obviamente, su consideración solo puede analizarse cuanto revistan condición
operativa directa. A este respecto deben analizarse en segmentos diversos, tres
situaciones: (i) la exigibilidad de conducta negativas, (ii) la procedencia del requerimiento de prestaciones
positivas y
(iii) la problemática especial de la “dependencia
legislativa”.
La
exigibilidad de conductas negativas, de “no interferencia” es propia de los derechos
civiles y políticos (DCP), pero no exclusiva, pues
también en numerosos supuestos la adecuada protección de los DESC así se
configura (p. ej.: los derechos al medio ambiente y algunos casos de derecho a
la salud). Cuando así acaece el tratamiento de DESC y DCP
en cuanto a su protección es absolutamente similar, lo cual demuestra que la
plena operatividad de los mismos y su cabal tutela judicial no difieren de los DCP en su naturaleza, sino en la modalidad de
implementación, según fuere la conducta debida exigible.
Por todo ello, ante la exigibilidad de conductas negativas se hace presente
el principio establecido en la Opinión General N° 9 del comité de DESC del
Pacto, precisando que “la adopción de una clasificación rígida de los DESC
que los sitúe por definición fuera del ámbito de los tribunales, sería
arbitraria e incompatible con el principio de que los dos grupos de derechos
son indivisibles e interdependientes”.
El principio expuesto no queda desvirtuado por el dispar tratamiento
judicial de DCP y DESC cuando se trata de las
denominadas “prestaciones positivas”, diversidad exclusivamente motivada en las
condiciones prácticas de su concreción, pues en general los DCP
no requieren conductas debidas positivas.
En cuanto a “prestaciones positivas” debe deslindarse los casos en que las
mismas se encuentran predeterminadas por legislación formal o bien por
disposiciones reglamentarias que carecen de tal soporte. En el primer supuesto,
la tutela judicial efectiva procede cabal en cuanto se trata de exigir
conductas debidas, ya estatuidas por normas vigentes, cuya implementación
corresponde a órganos ejecutivos. Como es notorio, la exigibilidad se proyecta
a la Administración, y la calidad positiva de la prestación no limita su
obligatoriedad ordinaria, pues se encuentra predeterminada; salvo el supuesto
de que la misma quede condicionada a una habilitación presupuestaria
inexistente. Por ello, en estos casos la tutela judicial efectiva, opera en
términos ordinario, sin diferencia con los DCP.
Situación diversa surge en el tercer supuesto cuando la habilitación
constitucional del DESC está condicionando a la emisión de normativa previa.
Dos casos diferentes se presentan en este contexto: (i)
aquellos cuya existencia efectiva queda condicionada por definición
constitucional, al dictado de una norma legislativa específica; y (ii) aquellos cuya existencia efectiva surge del
mismo texto constitucional, y la legislación ulterior ha de precisar la
modalidad y funcionamiento de su materialización.
En el primer caso, no cabe exigibilidad por cuanto el DESC en cuestión
carece de efectividad directa por el condicionante emergente de la misma
Constitución, lo cual impide la configuración de una exigencia efectiva, en su
sentido propio, al carecer de precisa conformación del derecho y correlativa
conducta debida. Ello no excluye la posibilidad de que la Justicia declare la
ilegitimidad de la omisión estatal, aunque no disponga de facultades para
compeler a la reparación adecuada, extremo ajeno a una tutela efectiva de valor
jurídico cierto.
Por el contrario, en el segundo supuesto, se verifica la existencia de un
derecho acabado desde su prescripción constitucional, constituyendo la omisión
legislativa o reglamentaria un obstáculo antijurídico para su correcta
implementación. En estos casos, ante la configuración de un derecho operativo,
proceden las vías procesales para su protección, aunque su exigibilidad
correcta, suele limitarse por una eventual autorrestricción
judicial en materias que exigen específicos requerimientos dependiente de definiciones
legislativas formales.
En síntesis, la operatividad congénita de los DESC puede ver opacada en
grado sumo la efectividad de su protección, por limitantes judiciales basada en
la ineficacia de las vías procesales idóneas para su satisfacción y en la
ausencia de un esquema normativo hábil para suplir las omisiones legislativas;
todo lo cual torna de especifica gravitación la exigibilidad de conductas
administrativas eficientes, con contralor interno preciso.
Entre las notas fundamentales del Derecho Administrativo luce el constante
proceso de transformación de su contenido, así como la velocidad y la
persistencia de dicho proceso, afirmación de innegable realidad, cuyas
consecuencias directas conducen a la configuración de estructuras teóricas de
máxima flexibilidad para acompasar sus alcances, preservando al máximo la
certera proyección de los Principios Generales de Derecho que arbitran el plexo
vertebral del derecho público liberal aplicable[7].
En sentido equivalente, Garrido
Falla en su obra “Las Transformaciones del Régimen Administrativo”,
publicada en la década de 1950 sostenía, a partir del análisis del desarrollo
de ciertos institutos, que las constantes modificaciones del accionar estatal,
tanto en lo que se refiere a su estructura como a sus alcances, obligaba
necesariamente a la adecuación de las mismas, a las exigencias de las nuevas
realidades, habilitando su continuidad en un contexto de severa movilidad.
Tales aseveraciones de estos calificados juristas son terminantes en
evidenciar la relevancia de este fenómeno evolutivo que hace a la esencia del
Derecho Administrativo, pese a lo cual en líneas generales, no ha sido
comprendido en su debida magnitud en su tratamiento doctrinario específico y
menos en su gravitación real sobre los institutos y figuras del Régimen
Administrativo.
Ya en 1897 el profesor Vittorio
Orlando señalaba que “ninguna rama del Derecho se ocupa tanto del
mundo moderno como el Derecho Administrativo”, y esa aseveración del
Maestro del Derecho Administrativo italiano, la corrobora el profesor Cassese quien
afirma que el “Derecho Administrativo posee una enorme extensión que no es
parangonable a la de cualquier otra rama del Derecho”, pues dirige las
Administraciones Públicas y la vida social, constituyéndose en el Derecho de la
Sociedad Organizada, ambos en nítida deferencia a la proyección normativa
ordenadora del Régimen Administrativo, sobre un amplio espectro de la vida
social definida básicamente a través de las acciones de la Administración[8].
Indudablemente, algunas precisiones, con más de una centuria de diferencia
entre ambas, presentan un Derecho de tal dinamismo, que pese a la vertiginosa
calidad y profundidad de los cambios sociales acaecidos en el siglo, mantiene
la vigencia de su supremacía, fundamentalmente por su directa conectividad con
el actor principal de la evolución social: el Estado, y primordialmente en su
espectro, la Administración; pero claro está, el Estado, no solo por acción
directa sino a consecuencia de los requerimientos sociales, como receptor de
los mismos, y con la integración y participación activa del sector privado.
He aquí un aspecto crucial, de aquel Derecho Administrativo finisecular,
afincado en la acción directa estatal, en el régimen de los servicios públicos,
en la preocupación por la delimitación correcta del intervencionismo público, y
en clarificaciones sobre la contextura dicotómica (Autoridad ante Libertad) del
régimen publicístico; mientras que hoy nos
enfrentamos a un contexto en el cual el dinamismo del sector privado lo
convierte en actor complementario inexcusable de las políticas públicas, en un
titular de derechos fundamentales exigibles de conductas públicas activas, y en
un responsable directo de la consecución de cometidos estatales de interés
general, triple rol en el cual no es excepcional que en sí confluyan a la vez
derechos y obligaciones con visos de contradicción.
Así, en la fraseología de los distinguidos profesores italianos referidos,
evolucionamos del Derecho de la Administración al Derecho de la Sociedad, pero
su trascendencia jurídica en la normatividad social se mantiene incólume.
Las premisas expuestas conducen ineluctablemente a contemplar la necesidad
de adecuar el valioso instrumental jurídico tradicional a las nuevas realidades
sociales y constitucionales a afrontar, y ello de por sí, obliga al
reconocimiento previo de los cometidos públicos a satisfacer, y en su función
perfilar correctamente su utilización.
Algunos de estos aspectos se presentan como singularmente novedosos. Así
cabe destacar como tales a la expansión de derechos fundamentales de
exigibilidad directa de acciones públicas positivas eficientes o bien, la
concatenación del accionar público-privado, con derivaciones normativas al
sector privado; pero, todo ello bien puede enmarcarse en los carriles
doctrinarios tradicionales, a condición de que fortalezcamos una visión
realista, y no confundamos lo instrumental con lo sustancial.
Considerando la naturaleza instrumental que ostenta el orden jurídico, como
elemento básico en toda técnica de organización social, surge con evidencia,
esencialmente, la consecuente necesidad de una constante readaptación
acompasada con las transformaciones socio-políticas, incluido el vector
económico, que cada sociedad exige en función de su desarrollo histórico; y
esta connotación propia del plexo jurídico en plenitud, se exacerba en el
Derecho Administrativo, sea cual fuere la definición o caracterización
sustancial que se pretenda, pues conforma básicamente el régimen jurídico de la
Administración, brazo ejecutivo del Estado, y por ende aquel debe operar con
continuidad y eficiencia, para la debida satisfacción de los cometidos
estatales que la sociedad civil en instancias diversas determina. Y es desde ya
imperioso preferenciar la nota de eficiencia en
sentido lato, históricamente delegada en los análisis jurídicos
administrativistas y hoy reconocida con nivel constitucional.
Al respecto cabe recordar que el profesor Scmuck[9] señalaba,
en un severo análisis sobre la necesidad de la legitimación política de las
agencias públicas, es decir de la Administración, que, sin perjuicio de que su
legitimidad constitucional resulte cabalmente consolidada, es necesario
apuntalar su legitimación política, extremo urgente en la actualidad, con mayor
rigor aún que en los tiempos del New Deal; y en tal sentido, puntualizó que aunque
tradicionalmente la conformación política de Estados Unidos no se había sentido
proclive al “Administrative State”, la condición de
eficiencia como elemento definitorio de legitimación, se proyectó como uno de
los principales sustentos del “New Deal”.
Es relevante el aspecto evolutivo hacia la eficiencia de la actuación de la
Administración y, por tanto, a una configuración de un Derecho Administrativo
que le da sustancial basamento esbozando un tratamiento normativo en el cual la
condición de legitimidad formal no sea la única variable a controlar y precisar
sino que también la eficiencia sea objeto de un adecuado contralor
administrativo más aun cuando tradicionalmente ha sido ajena a una pertinente
revisión judicial ulterior.
Perfilada así, a grandes trazos, la relevancia superior de esta connotación
evolutiva corresponde precisar que sus alcances no apuntan sólo y
exclusivamente a un análisis individualizado de sus principales figuras
jurídicas, sino que lejos de ello, alude a los aspectos vertebrales de su
estructuración.
Por ello, es imperioso enfocar correctamente el objetivo final a cuya
consecución tienden los instrumentos jurídicos esenciales del Régimen
administrativo, pues precisamente tal vector finalista constituirá el epicentro
interpretativo que facilitará la integración contextual de dichos instrumentos,
los cuales en reiteradas ocasiones, presentan individualmente grados de
evolución diversos, y por ende, requieren, como se señalara, de una fuerte
interpretación contextual integral, para evitar contradicciones soslayables. Es relevante
puntualizar que la condición de eficiencia supone de por si la conformación de
una visión integral del accionar administrativo.
Así pues, sin riesgo de equívocos, cabe sostener que, en una maraña de
institutos dispersos, la alternativa válida excluyente es la debida apreciación
de los cometidos a cumplimentar, y en su consecuencia, precisar con algún grado
de certeza y precisión los alcances de los instrumentos jurídicos que el
Régimen administrativo habilita para su consecución. Tal es una primera
aproximación clave para la valoración de una gestión eficiente y se constituye
en el parámetro central de una correcta configuración de un control
administrativo de la Administración, que también debe adentrarse en la
apreciación de su actividad reglamentaria involucrada.
En el campo específico de los esquemas regulatorios y su análisis sobre su
condición de eficiencia, el profesor Offe
insiste en la consideración de la condición del ciudadano, que sin perjuicio de
ser el generador primario de la autoridad estatal, queda potencialmente
amenazado por la coerción pública y dependiente de los servicios y provisiones
organizadas por el Estado; y al respecto apunta a la composición de un modelo
estable, en la comunión de los principios básicos del rule of law y del welfare state, en
el marco de una representative democracy, con
pautas de eficiencia en la conformación práctica de los cometidos estatales,
derivados de dichos principios[10].
En esta proyección analítica, tampoco cabe obviar que la generación de
nuevos cometidos estatales, propios del Welfare
State, y más aún del Estado Social de Derecho y
sus sucedáneos, no implica exclusión de objetivos anteriores ni mera
yuxtaposición, sino muy por el contrario, como liminarmente
se refería ut supra, supone ampliación y consecuente prelación de
finalidades o cometidos no excluyentes, en continua expansión como bien
recuerda Cass Sustein
en la configuración de los llamados nuevos Bill of
Rights[11].
Este parámetro, que si bien, en muchas ocasiones, no ha sido objeto del
debido reconocimiento en numerosos textos constitucionales clásicos, se
evidencia en forma expresa en los desarrollos constitucionales modernos donde
la vasta ampliación de derechos fundamentales con protección constitucional
conduce a serias dificultades interpretativas, para evitar colisión
indiscriminada de derechos; forzando clasificaciones heterodoxas al
constitucionalismo tradicional, con derechos de distinta generación justificativos
de prelación en sus alcances, en pos de
interpretaciones integrativas que eviten demerito constitucional. Aunque en
correcta hermenéutica, la única distinción relativa relevante, debe originarse
de la diversidad del régimen de garantías (v.gr. Constitución Española de 1978)[12].
Esa ampliación del espectro de los derechos fundamentales se configura
básicamente por la incorporación de los DESC en un proceso de
constitucionalización de los mismos, precedido por un amplio reconocimiento
internacional formalizado en diversos tratados. La tendencia internacional
apunta a su interpretación cabal en un plexo normativo unitario, abarcativo del conjunto de los DESC, sin perjuicio de su
enumeración específica; y paralelamente, en contraposición a los DESC, se
difunde también un espectro unitario de los derechos civiles y políticos (DCP), lo cual se proyecta en regímenes diferenciales de
garantías entre DESC y DCP. Como se expusiera en
parágrafos anteriores, en principio, los DCP gozan de
reconocimiento constitucional directo, mientras que la normativa internacional
prefiere un esquema de “progresividad”, condicionado a aspectos técnicos y
económicos, para la plena vigencia de los DESC.
Históricamente, la doctrina tradicional postula que el Derecho
Administrativo se configuró en función de la dicotomía antagónica entre la
autoridad estatal y la protección de los derechos de los administrados,
apuntando sustancialmente a la conformación de un régimen jurídico protector
que impidiera o limitara significativamente la posibilidad de abusos de la
preeminencia estatal, fundada en la preferencia jurídica que la consecución de
intereses público habilita; pero como bien ha sostenido Parejo Alfonso, la evolución se proyecta en un panorama del
Derecho Administrativo no monopolizado ni siquiera protagonizado por la clásica
relación bilateral Administración-administrado singularizada por lo cual “la
construcción de la relación jurídico-administrativa como establecida entre dos
sujetos con status bien definido y único es insuficiente para explicar el
conjunto de relaciones de la Administración”[13].
De esta forma, sin invalidar en modo alguno esta concepción tradicional, de
plena y muy justificada vigencia, no es procedente desconocer que nuevos
aspectos que también hacen a la esencia de la acción administrativa, deben
serle integrados; y entre ellos, cabe especial énfasis en el principio de
eficiencia en la gestión de los cometidos estatales y en particular en la
prestación de servicios públicos en sentido amplio, como hoy se reconoce con
amplia recepción constitucional.
Tal condición de “eficiencia”, en líneas generales, exige la consideración
de derivativos que conjugan con la acción estatal para satisfacer cometidos de
mayor complejidad, por configurarse con elementos económico sociales de
apreciación internacional, respecto a las cuales los alcances de la soberanía
tradicional ha quedado severamente limitada, y en algunos supuestos, cercenada[14].
Y, obviamente, tratándose de conductas exigibles a la Administración, mal
podríamos excluir consideraciones amplias de control administrativo a su
respecto.
En sumario análisis de muy limitada extensión, y por ende susceptible de
objeciones por no integrar suficientemente a otros factores influyentes, cabe
sostener la prioridad de composición de dos parámetros sustanciales: la debida
protección de los derechos de los administrados, y la eficiente consecución de
los cometidos estatales. En cuanto a estos últimos, si bien alguna doctrina
pretende enmarcarlos en una amplia concepción del servicio público, su
constante expansión y complejidad de realización, torna inocuo y poco certero
su integración en conceptualizaciones unitarias[15].
Tampoco se adicionarían mayores clarificaciones enmarcando el segundo
término de la ecuación bajo un concepto amplio de interés público, pues su
mutabilidad en términos espaciales y temporales, es manifiesta. Así, solíamos
ejemplificar la nota diferencial sustancial entre la relación de derecho
público y la relación jurídica privada, conforme a su mayor o menor distancia
al interés público comprometido, simbolizando a este como una llama cuyo calor
irradiado dotaba de tono publicístico las relaciones
jurídicas en función de su cercanía, con la grave dificultad adicional, de no
tratarse de una llama inmóvil, sino por el contrario de alta movilidad espacio
temporal.
El esquema sustancial del régimen jurídico administrativo debe elucidarse
bajo la condición básica de generar el instrumental jurídico adecuado para
habilitar a la Administración la eficiente prestación de los servicios
inherentes a los cometidos estatales mutables, con debida protección de los
derechos constitucionales de los administrados, en coherente prelación
interpretativa, conforme a la generación de los derechos que se trate, y con el
necesario ajuste entre derechos individuales y de acción colectiva, de habitual
conflictividad intrínseca.
Constituye un aspecto decisivo entender el régimen jurídico administrativo
en este marco, lo cual de por sí, libera de equívocos, que en muchas ocasiones,
han impedido o bien dificultado seriamente el desarrollo pleno de figuras
jurídicas de cuño administrativista. Típico ejemplo de tales limitantes, han
sido las consabidas forzadas relaciones con institutos de Derecho Civil;
extremo lógicamente inapropiado, pues siendo de absoluta evidencia las
proyecciones y finalidades diversas entre ambos regímenes jurídicos, se hace
indispensable un muy prudente tratamiento de semejanzas que habiliten esquemas
de analogía, o bien interpretaciones integrativas.
Así, ya un principio básico de lógica aristotélica indica que las cosas se
diferencian en función de una cualidad común, lo cual no es una referencia
paradojal, sino un nítido elemento lógico que facilita entre otras, la
clasificación entre género y especies: y precisamente, la diferencia no se
estructura in se, sino sobre las bases de un criterio selector exterior
a las cosas diferenciales, que se concreta en relación a la finalidad
pretendida y en cuyo análisis, las consideraciones que hagan procedente la
cumplimentación eficiente de los cometidos exigibles se perfilan en un papel
relevante.
Por ello, si se apunta a asimilaciones o diferencias jurídicas, el criterio
selector debe ser el régimen jurídico aplicable, y dado el carácter
instrumental que reviste la normativa, la distinción opera en función de la
finalidad que hace a la esencia del régimen. Consecuentemente, siendo
indubitable la cabal distinción de la naturaleza de la relación de derecho
público ante aquella de cuño civilista, no caben asimilaciones amplias, lo cual
no excluye la existencia de institutos con notas comunes, o bien de figuras que
por razón histórica surgen del tenor de las prescripciones del Código Civil,
extremo que como anteriormente se señalara, no justifica de por sí, arbitrarias
asimilaciones.
En esta perspectiva, muchos son los ejemplos que podrían precisarse, y
quizás el tema del régimen de la responsabilidad del Estado reviste un carácter
claramente representativo por su muy especial significado respecto de los
alcances de la conectividad entre institutos de derecho público y aquellos de
cuño privado; y a cuyo respecto es gravitante el análisis integral, que la
condición de eficiencia, exige.
La concepción jurídica de la responsabilidad no es exclusiva del régimen
público o bien del derecho privado, sino que los excede, configurándose a un
orden superior a ambos comprensivo, lo cual no impide observar, que se
implementa a través de modalidades y alcances diferentes. En el campo de la
responsabilidad del Estado, el efecto presupuestario contingente asume un rol
relevante ausente en el régimen privado, mientras en éste, las transformaciones
acaecidas en décadas pasadas respecto al factor de atribución han sido
reflejadas con mayor intensidad que en el régimen público.
Es de sumo interés, evaluar la evolución de la responsabilidad civil, en
cuyo origen y concepción tradicional el aspecto subjetivo de la culpabilidad
asumía función relevante y primigenia; y por el contrario, al presente, la
calidad del daño configurado y la capacidad económica de asumirlo determina el
criterio sustancial para apreciar la responsabilidad emergente, transformándose
el régimen ancestral de responsabilidad en el llamado “derecho de daños”.
Por el contrario, el análisis de la responsabilidad del Estado, instituto
propio del Derecho Público, obliga a precisar su real dimensión en el contexto
del esquema global de cometidos estatales a cumplimentar, de modo tal de no
conformar un régimen de responsabilidad de corte faraónico cuya gravitación presupuestaria
actué en el detrimento del eficiente cumplimiento de los cometidos antedichos[16].
Esta nota peculiar del régimen público, es muy ajena a consideraciones propias
de derecho privado, dado que el análisis de los institutos de Derecho
Administrativos carece de sentido sin su contextualización y valoración de
conjunto, en función de un vector final: habilidad instrumental para la
eficiente satisfacción de cometidos estatales, sin agravio de derechos
individuales, constitucionalmente reconocidos.
Por ello, en lo atinente a la responsabilidad del Estado, la barrera
presupuestaria supone limitantes de alto significado, más aún al presente,
cuando sus connotaciones internacionales obligan a un muy delicado tratamiento,
como lo acreditan los extremos presupuestarios estructurales de la Unión Europea,
y su incidencia constitucional (art. 135 Const. Española).
En ningún caso puede excluirse una visión integradora de la acción
pública, concatenando el debido respeto de los derechos de los administrados
con la definición del móvil régimen jurídico para el eficiente cumplimiento de
los cometidos estatales constitucionalmente impuestos. En este marco, no cabe
ya apuntar a responsabilidades del Estado de alcances paquidérmicos, sino que
corresponde precisar sus límites, dejando de lado el antiguo dogma de que el
mejor sistema de responsabilidades administrativas era el más amplio posible y
es necesario descartar sistemas que constituyan criterios de responsabilidad
objetiva global de la Administración, con carácter excluyente.
En breve conclusión, en los institutos de Derecho Público la interpretación
integrativa en función de criterios finalistas, definidos por la gestión
eficiente de los cometidos estatales es una necesidad, a la inversa del régimen
privado, en el cual carece de esa esencia vertebral.
En esta línea de pensamiento, de
Juan Asenjo, al aludir a
los preceptos del capítulo III del Título I de la Constitución Española, admite
que el texto constitucional niega eficacia subjetiva e inmediata a los derechos
sociales, pero dado su reconocimiento como principios del ordenamiento jurídico
surge la necesidad de que los poderes públicos los “respeten y protejan”;
y con tales miras, considera que califican de eficacia negativa y positiva,
conforme a los siguientes parámetros: (i) eficacia
negativa o impeditiva válida para conformar “la ilegitimidad de las acciones
de los poderes públicos que se muevan en dirección contraria a la marcada por
esos objetivos orientadores” y (i) eficacia
positiva o legitimadora en cuanto postula “la auto enajenación a los poderes
públicos para ejercer sus competencias” en tal dirección, en una concepción
dinámica constitucional.
No puede
soslayarse tampoco la incidencia del fenómeno del intervencionismo estatal y de
las consecuencias propias del Estado Social de Derecho en la evolución del
Derecho Administrativo, por su proyección directa en la ampliación de los
cometidos estatales y en la mayor precisión constitucional para su debida
consecución aunque el amplio reconocimiento doctrinario del fenómeno, torna
inapropiado su desarrollo en esta instancia.
Por el contrario, merece especial énfasis el enfoque de la configuración de
notas del Derecho “postmoderno”, que si bien no son exclusivas del Derecho
Administrativo, le alcanzan en plenitud y se proyectan sobre los alcances de la
exigibilidad y de un accionar eficiente.
Al respecto cabe recordar a Alli Aranguren[17]
quien señala que a diferencia del Derecho Moderno caracterizado por su
sistematización, su generalidad basada en conceptos generales concatenados y su
estabilidad, la posmodernidad implica que los derechos son relativos, que
existe una complejidad de fuentes creadoras de normas jurídicas, y que se “impone
el pragmatismo, la flexibilidad y la adaptación”. Así el autor señala entre
las notas básicas de las concepciones postmodernas: (i) el
pluralismo de las fuentes de derecho, (ii) el
desconocimiento de un poder normativo intrínseco, (iii) flexibilidad y
adaptabilidad normativa, (iv) contenido
técnico de las normas, (v) preponderancia
de su instrumentalidad. Obviamente, en tal contexto, se generan perspectivas
amplias para las figuras del soft law; y como telón de fondo, surge notoria la figura de la
gestión eficiente como soporte angular del sistema.
En efecto, así como el Derecho Moderno se caracterizó por su
sistematización, estabilidad y generalidad, basada en conceptos abstractos, el
derecho “postmoderno” es esencialmente relativo, con heterogeneidad y
complejidad de fuentes normativas, y sus notas propias son el pragmatismo y la
flexibilidad. Esta sucinta descripción desde ya, perfila una correlación
sustancial con las connotaciones insertas en la acción eficiente de la
Administración, y por ende, con su régimen jurídico.
La impronta del derecho “postmoderno”, con clara preponderancia de la
instrumentalidad y del pluralismo de fuentes mucho se compadece con principios
de eficiencia de la gestión administrativa, y también se ajusta liminarmente con el desgajamiento de la noción tradicional
de la soberanía estatal, acosada al nivel superior por regulaciones
internacionales de aplicación directas (p. ej. normas comunitarias), y en el
otro extremo por regulaciones locales de entes territoriales con habilitación
normativa (p. ej. Comunidades Autónomas en España).
Acápite de especial relevancia constituye la preponderancia adquirida por
el rol del reglamento, en cuanto atiende a la eficiencia de la acción
administrativa, en desmedro de la prelación tradicional a favor del acto
administrativo. Precisamente, la ampliación de la gestión de la Administración,
exigida por el “Welfare State”,
o bien por el Estado Social de Derecho, conjugada con el aludido requerimiento
de eficiencia en la consecución de los cometidos han convertido al acto
reglamentario, en el instrumento hábil de la gestión de la Administración
Pública.
Completando este sucinto panorama corresponde referir la importancia
adquirida por el Derecho Administrativo especial en cuanto se adecua a
necesidades específicas a gestionar, y el cual sin desmedro de los principios
generales permite, mediante una focalización directa, estructurar el
instrumental normativo adecuado a las exigencias que el cumplimiento eficiente
de los cometidos determina, no siendo sobreabundante reiterar que el
pragmatismo involucrado apunta a una flexibilidad normativa, a través de interpretaciones
hábiles, lejos de criterios emergentes de clasificaciones anticuadas, con
evidentes incongruencias ante las transformaciones que la gestión eficiente de
cometidos estatales exige.
Sin adentrarse en la profundización del espectro moderno de la intervención
administrativa, puede verificarse que la acción positiva de la Administración
excede ampliamente la órbita tradicional del servicio público, para adentrarse
en técnicas de fomento y en especial de policía administrativa. Ello constituye
un fenómeno especial moderno, pues los prismas tradicionales administrativistas
ordinariamente entendían las técnicas policiales como limitativas de derechos
individuales, y por ende negatorias o restrictivas de la actividad privada,
cuando hoy precisamente se configura la situación inversa, pues tales técnicas
pueden bien orientarse de por sí también a ampliar y mejorar el campo de las
acciones privadas. He ahí una clara correspondencia con el enfoque del Derecho
Administrativo como Derecho de la Sociedad.
La complejidad de los cometidos cuya consecución compete al Estado, obliga
a éste, además de su de acción directa, a generar campos de ajustada
delimitación para que la actividad privada se desarrolle con amplitud
coadyuvando a la realización de tales finalidades, para lo cual la utilización
de técnicas policiales adquieren connotaciones positivas de beneficio directo
para la actividad privada en su conjunto (p. ej. normativa regulatoria del
régimen de Defensa de la Competencia); a lo cual debe sumarse una adecuada
complementación con los esquemas propios de una correcta y extensa
aplicabilidad del principio de subsidiariedad.
Los aspectos puntuales reseñados, constituyen elementos orientados a la condición
de eficiencia en la gestión estatal a través de la Administración, con la
conceptualización cabal del carácter instrumental de un régimen jurídico, lo
cual no inhibe la legítima preocupación de la doctrina tradicional por el
debido resguardo de los derechos individuales ante los abusos, reales o
eventuales, falazmente justificados con referencia al interés público
comprometido, representado excluyentemente por la Administración.
En realidad, hoy se trata de concatenar hábilmente ambos factores, para lo
cual el Derecho Administrativo debe activar su calidad intrínseca de
flexibilidad y capacidad de adaptación, para evitar la profundización del
fenómeno conocido como “huida del Derecho Administrativo”. En tal sentido, Alli Aranguren textualmente señala que “el
Derecho Administrativo se halla hoy en una agonía, en sentido griego de lucha y
contienda, por servir a la persona a sus derechos y libertades, tratando de
hacerlos efectivos como supremo interés general”.
Cabe hoy la insistencia en la necesidad de dotar a la Administración del
instrumental jurídico adecuado a la eficiente acción administrativa, en función
de los cometidos a cumplimentar, susceptibles de muy rápida modificación
evolutiva, en función de las exigencias sociopolíticas de la comunidad; y para
ello, debe variarse sustancialmente la prelación tradicional de institutos
administrativos.
Sin perjuicio de ello con muy especial énfasis debe valorarse que la
eficiencia esté directamente concatenada con el principio básico de cabal
respeto de derechos individuales, en constante expansión, aspecto que aún no se
ha receptado en su debida dimensión, dada la sanción constitucional de un
amplísimo abanico de derechos de distinta generación y complicada integración,
y con la certeza de que la ampliación notoria de los derechos fundamentales,
arbitrada por el llamado Neoconstitucionalismo, apuntala el activismo estatal,
lo cual naturalmente exige un mejoramiento de las técnicas garantistas
tradicionales, y una afirmación plena y coherente del principio de tutela
judicial efectiva.
El régimen administrativo tradicional se estructuró en relación con dos
polos opuestos simbolizables como la oposición entre libertad y autoridad,
apuntando a configurar regímenes de equilibrio que conjugaran márgenes
razonables de libertad, que hacían a los derechos constitucionales de los
administrados, con un marco aceptable para el ejercicio de las competencias
públicas, orientadas a la satisfacción de intereses generales de la comunidad.
En este contexto bipolar, el acento mayor se puso en el sector
considerado más débil, presente en tal relación como parte minusválida y, por
ello, la proyección tuitiva del régimen administrativo tradicional, en el cual
la protección de los derechos de los administrados constituyó el aspecto
cardinal.
Con la irrupción de la amplia gama de derechos fundamentales y la
habilitación constitucional del requerimiento de eficiencia se suma un nuevo
elemento sustancial en la relación bipolar descripta, pues se configura una
afirmación contundente de la obligatoriedad constitucional de conductas activas
con condición de eficiencia al Estado. No es esto totalmente nuevo porque
siempre la satisfacción debida de intereses públicos fue obligación pública,
pero sin duda este planteo constitucional de severa gravitación, consecuente
con la formulación del Estado Social de Derecho, proyectó con contundencia
especial este requerimiento, a punto tal de interponer en aquella condición binómica un tercer elemento: la acción positiva eficiente.
Por ello, en la actualidad, los institutos administrativos deben
contemplar estos tres aspectos con especial y similar relevancia; es decir, en
modo alguno se descuidan los anteriores y tampoco puede menoscabarse la
condición proteccionista, sino que corresponde adicionar y correlacionar el
nuevo elemento. No son tiempos de reformulaciones, sino de adecuaciones
interpretativas.
En suma, los institutos deben integrarse en un plexo superior definido
por el vector sustancial de la actividad exigible a la Administración,
precisado en la conjunción integral de los tres elementos aludidos.
Finalmente, corresponde puntualizar que precisamente la mutabilidad de
los cometidos y su consecuente incidencia sobre el régimen jurídico aplicable
hace necesario dotar a éste de la calidad de flexibilidad operativa razonable
para evitar bruscos cambios normativos que habiliten perspectivas evolutivas
sin sobresaltos. En tal sentido, el notorio desarrollo reciente del soft law presenta
pautas precisas de los requerimientos de flexibilidad. No cabe olvidar que los
esquemas de codificación, si bien implicaron tradicionalmente un eslabón
relevante de evolución jurídica, no pueden escapar a su naturaleza estratificante que poco condice con sistema legales que
requieren constantes adecuaciones y, por ende, la solución viable consiste en
dotar al hard law
de la amplitud necesaria para facilitar los procesos de adecuación sin cortes
bruscos que deterioren los avances doctrinarios y jurisprudenciales
concentrados en su marco.
La
consecuencia obvia de habilitar esquemas de flexibilidad operativa exige el
requerimiento formal de una sólida rigidez y contundencia constitucional, que
establezca con singular gravitación el marco rígido en el cual pueda
desenvolverse la flexibilidad normativa apuntada. Y, a todas luces, tal rigidez
implica naturalmente limitantes severas para modificaciones o enmiendas
constitucionales que sólo deberían proceder muy excepcionalmente cuando las
variaciones en los alcances de los cometidos estatales supongan variación
sustancial del modelo del Estado que la Sociedad exija.
La expansión de los derechos fundamentales y en modo muy especial lo
atinente a los DESC, sumado a los amplios cauces que el neoconstitucionalismo
ha habilitado en el marco del Estado Social de Derecho, provocaron una exacerbación
de la actividad estatal directa o indirecta. Por ello se ha ampliado
paralelamente el alcance del intervencionismo estatal, lo cual en modo alguno
implica acción directa pública sino adecuada concatenación de la iniciativa
económica publica con la iniciativa privada, que en la práctica se visualiza a
través de una notoria dinámica regulatoria y un pujante despertar del soft law.
Dichas notas aparejan de por sí una especial gravitación del concepto de
eficiencia en cuanto en todo esquema proactivo subyace con énfasis la necesidad
de una debida integración entre recursos disponibles y cometidos a cumplimentar
a través de la concreción de procedimiento hábiles al efecto. Estas
consideraciones se manifiestan con mayor contundencia cuando las limitantes
presupuestarias además de las severas razones económicas que las fundamentan
revisten sesgo constitucional (v.gr. Art. 135 de la Constitución Española).
Las dificultades señaladas se agigantan en materia de contralor en
cuanto las criterios de revisión de legitimidad presentan una contextura y una
tradición que aseguran pautas precisas de valoración, lo cual no acaece en el
análisis de las condiciones de eficiencia más aún cuando en estas últimas no
surge con claridad y gravitación el caveat de
los alcances del principio de tutela judicial efectiva. Esta falencia torna
determinante la necesidad de configurar un esquema de contralor administrativo
de la eficiencia que no sólo hace a una correcta gestión púbica sino que se
constituye en un relevante garantía para el particular de la operatividad de
principios de Buena Administración en tópicos respecto a los cuales no se
visualiza con evidencia una revisión judicial certera.
Doctrinas modernas tienden a equiparar la condición de legalidad a la de
eficiencia[18],
lo cual por simple desarrollo lógico conduce a la afirmación de la necesidad de
su contralor administrativo, en parámetros asimilables al control de legalidad
sin desmedro de las dificultades referidos, pero también es dable poner de
relieve que las mismas se agudizan en materia de regulación. En efecto, la
naturaleza de la actividad reglamentaria obliga a un debido contralor
preventivo pues la revisión post-facto supone
serias dificultades interpretativas sobre sus alcances.
Estas consideraciones adquieren interés especial si avanzamos en una
visión global del Derecho Administrativo como Derecho de la Sociedad lo cual
supone una especial dinámica regulatoria con profusión normativa abierta de
nivel sub-lege y en clara consistencia directa
con la acción privada en la consecución de los objetivos públicos económicos y
sociales constitutivos del interés general. Nuevamente surge la necesidad de
enfoques integrales respecto a la evaluación de la eficiencia en contraposición
al enfoque analítico y particularizado que caracteriza a los controles de
legitimidad.
La condición de eficiencia se manifiesta en todo aspecto de la actividad
administrativa y debe ser evaluada sin desmedro alguno de las condiciones de
legalidad, extrema que en muchas ocasiones alumbra dificultades de correcta
concatenación que deben ser dirimidas con los criterios de ponderación
habilitadas en una estricta aplicación de los principios generales de Derecho
Público, superadores de atisbos positivistas previos.
Estas apreciaciones adquieren mayor relevancia al vislumbrarse el Derecho Administrativo como genuino Derecho de la Sociedad, dado que, al decir del profesor Barnes “buena parte de sus normas tienen por objeto propio el establecimiento de una sociedad organizada y no imponer un mandato a la Administración”[19]. ■
* Abogado especialista en Derecho
Administrativo y aduanero, Derecho Minero y Regímenes de la Inversión Minera,
Recursos Naturales e Inversiones Extranjeras. Desde 1997 es Profesor Titular de
Derecho Administrativo General y Derecho Administrativo Económico, Universidad
del Museo Social Argentino y Profesor Adjunto Ordinario de la Cátedra de
Derecho Administrativo, Universidad de Buenos Aires.
[1] Sin
desconocer las diferencias conceptuales que en estricta apreciación
terminológica corresponde establecer entre “eficacia” y “eficiencia”, se ha
optado por una caracterización global bajo el segundo concepto, en función de
lo acotado de esta presentación que impide discriminaciones cereras entre las
mismas y por cuanto el planteo básico a desarrollar apunta a la correlación
entre Administración Activa, gestión eficiente, control administrativo y Buena
Administración como criterios sustantivos y ello no torna indispensable la
precisión terminológica antedicha. En líneas generales, el concepto de eficacia
apunta a la capacidad de lograr el efecto deseado o prescripto, y la eficiencia
a la capacidad de hacerlo optimizando recursos; pero las normativas vigentes
constitucionales, legales y reglamentarias carecen de competencia al respecto.
[2] Antonio
Descalzo Gonzales, “Eficacia administrativa”, Economía N° 2, 2012, pp.
145-156.
[3] Marcos
Vaquer Caballería, “El criterio de la eficacia en el Derecho Administrativo”, RAP
N° 186, 2011, pp. 91-135.
[4] Alejandro
Nieto, La nueva organización del desgobierno, Ed. Ariel, 2003, Cap. I,
pág. 21-42.
[5] Recuerda
Vaquer Caballería que la eficacia
es un concepto final y la eficiencia una noción modal, y como principio
jurídico la eficacia es un mandato de optimización mientras que la eficiencia
es un conjunto complejo y tecnificado de criterios para dicha optimización. Las
nociones de eficacia y eficiencia de la Administración son diferentes pero
inescindibles pues la eficacia global pasa por la eficiencia (ob. cit. p. 103).
[6] Ampliar
en Robert Alexy, “Los derechos fundamentales en el Estado Constitucional
Democrático”, en Neo Constitucionalismo, Ed. Trotta, 2009, pp. 31-47.
[7] Javier
Barnes, “El Derecho Administrativo como el verdadero Derecho de la Sociedad”, Revista
Digital de la Asociación Argentina de Derecho Administrativo N° 1, 2016, pp.
45-48.
[8] Sabino
Cassese, Derecho Administrativo: Historia y futuro, Global Law Press,
2014, pp. 447-459.
[9] Foundations
of Administrative Law, Peter Scmuck Foundation Press, New York, 2004, pp.
7-14. James Landis, The Administrative Process, Yale University Press,
1938.
[10] Claus
Offe, Modernity and the State, The MIT Press, Cambridge Massachusetts,
1996, pp. 72-74, 81-85 y 147-157.
[11] Cass
R. Sunstein, La revolución en los Derechos, Ed. Universidad Ramón Areces,
1990, pp. XV a XIX.
[12] Silvio
Basile, “Los valores superiores, los principios fundamentales y los derechos y
libertades públicas”, Estudio sistemático de la Constitución Española de
1978, Civitas, Madrid, 1980, pp. 263 y 55.
[13] Luciano
Parejo Alfonso, Manual de Derecho Administrativo, Ed. Ariel, Barcelona,
1990, pp. 12-30.
[14] Juan
Alli Aranguren, Derecho Administrativo y Globalización, Cívitas Ediciones, Madrid, 2004, pp. 247-272.
Es interesante verificar que en el orden jurídico europeo la primacía de la
ética de los derechos humanos constituye una clave de interpretación y de
legitimación del orden jurídico que conduce necesariamente a una aproximación
de los sistemas jurídicos nacionales al aplicar las mismas normas y
jurisprudencia. En el mismo sentido, Ricardo
Falk, de Princeton University, señala que debe contemplarse junto con
una globalización de alto nivel (“globalization from above”) basada en Estados
líderes, una globalización “de abajo” (“globalization from below”) que apunta a
la configuración de una comunidad universal (“one world community”) animada,
entre otras, por preocupaciones ambientales, derechos humanos y proyecciones
sociales, que infunden contenido especial a las relaciones jurídicas
administrativas, al conjuro de proyecciones universales, que tienden a
normativizarse, en detrimento de parámetros tradicionales de soberanía. Global
Visions, Beyond The New World Order, Southend Press, Boston, pp. IX-XVII y
39-48.
[15] Paula
Ilveskivi, “Fundamental Social Rights in the Finnish Constitution” The
Welfare State and Constitutionalism in the Nordic Countries, Copenhagen,
Denmark, 2001, pp. 219-245. Revela particular interés la conformación de la
concepción de los derechos fundamentales en la doctrina legal finlandesa, en la
cual se plantean en una dicotomía calificable como status negativo o status
positivo. La dimensión negativa de los derechos fundamentales se enfatizaba por
décadas hasta la reforma constitucional de 1993, pues hasta entonces los derechos
fundamentales apuntaban a la protección individual frente a los poderes
públicos, especialmente por la legislatura. Por el contrario, la prevalencia de
la perspectiva positiva debe ser comprendida no solo como protección contra la
violación de derechos individuales, sino como justificativo de requerimiento de
medidas activas, a través de las cuales las autoridades públicas deben
garantizar derechos. Agust Thor Arnason
refiere que en la generación de las constituciones escritas se proyectaba
esencialmente la lucha por el reconocimiento de derechos políticos, y en
general de los DC y P, por lo cual no es extraño ver en el nacimiento del
constitucionalismo escrito, la ausencia de principios de social welfare,
lo cual no excluye la visión presente de que tanto DC y P como DESC, se
encuentran en el centro del concepto de derechos humanos, avalado por la
Comunidad Internacional (A.T. Arnason, Constitutionalism:
Popular Legitimacy of the State en Welfare State and Constitutionalism-Nordic
Perspectives). Y, es precisamente para la debida exigibilidad de los
derechos sociales, cuando la eficiencia se constituye en valor determinante de
la acción estatal.
[16] Oscar
de Juan Asenjo, La Constitución Económica Española, Centro de Estudios
Constitucionales, Madrid, 1984, pp. 120-132. El autor señala con precisión que
las transformaciones a las cuales se ha visto sometido el Estado Contemporáneo
ha traído consigo un cambio no menos profundo de la naturaleza y funciones del
Derecho, provocando la obsolescencia de algunas instituciones y categorías
jurídicas tradicionales, antes de que acabaran de cristalizar otras
alternativas. Así “a lo largo del siglo XIX la doctrina jurídica elaboro un
paradigma de Derecho Público de signo negativo que giraba en torno a al
concepto del límite”. Tal paradigma permanece en vigor y su necesidad es
indubitable como manifiesta es su incapacidad para satisfacer los
requerimientos del Estado Social de Derecho, con razonable eficiencia.
[17] Alli
Aranguren, ob. cit., pp. 167-177.
[18] G.
Gardaiz Ondarza, “El control de legalidad y la eficiencia y eficacia como principios
jurídicos fiscalizables”, Revista de Derecho de la Universidad Católica de
Valparaíso XXIII, 2002, pp. 323-340.
[19] Barnes,
ob. cit., p. 43.