REDAV, N° 22, 2021, pp. 33-84
Resumen:
La potestad sancionatoria de la administración es una manifestación del ius
puniendi del Estado, que ejerce la administración pública a través de la
actividad de policía, por medio de la cual impone a los administrados
sanciones, previamente determinadas por la ley y mediante un procedimiento,
cuando incumplen las disposiciones legales preestablecidas, con el fin de
salvaguardar el interés general y el orden público. La Constitución de 1999
reconoció que la potestad sancionatoria de la administración, al igual que la
judicial, está sometida a los principios que rigen el debido proceso. Sin
embargo, en el ordenamiento jurídico venezolano encontramos casos de
deslegalización y violación de las garantías procedimentales que rigen la
potestad sancionatoria de la administración.
Palabras clave: Actividad administrativa – Debido proceso – Potestad sancionatoria –
Principio de legalidad.
Abstract: The sanctioning power of the administration is a manifestation of the
ius puniendi of the State, which is exercised by the public administration
through police activity, by means of which it imposes sanctions, previously
determined by the law and following the due process, when the people fail to
comply with the provisions of the law, in order to safeguard the general
interest and public order. The 1999 Constitution recognized that the
sanctioning power of the administration, likewise judicial, is subject to the
principles that govern the due process. However, in Venezuela, many examples of
delegalization and violation of the procedural guarantees that govern the
sanctioning power of the administration can be found.
Keywords: Administrative activity – Due process –
Sanctioning power – Rule of law.
Recibido |
26-04-2022 |
Aceptado |
10-05-2022 |
La potestad sancionatoria de la administración
es una manifestación del ius puniendi del Estado, que ejerce la administración pública a través de la
actividad de policía, por medio de la cual impone sanciones a los
administrados, previamente determinadas por la ley y previo el cumplimiento de
un procedimiento administrativo, cuando incumplen las disposiciones legales
preestablecidas, con el fin de salvaguardar el interés general y el orden
público.
Vamos a formular
algunas consideraciones sobre la potestad administrativa sancionatoria en
general y, en particular, sobre la manera como se presenta esta forma de la
actividad de la administración en Venezuela, sobre todo teniendo en cuenta que la Constitución de
1999 reconoció que esa potestad sancionatoria de la administración, al igual
que la judicial, está sometida a los principios que rigen el debido proceso.
Para cumplir con ese
propósito haremos algunas precisiones generales sobre el origen, concepto,
contenido y la delimitación de la potestad sancionatoria; luego nos referiremos
a la regulación constitucional y legal de este tema en Venezuela, así como a su
tratamiento doctrinal. En particular voy a resaltar la valiosa doctrina
venezolana, así como también referirme a los aspectos jurisprudenciales del
tema.
La noción de potestad
sancionatoria es producto de una importante evolución doctrinal,
jurisprudencial y legal. Recordemos que el criterio que comienza a introducirse
desde la Carta Magna de 1215, es que se reconocía un monopolio judicial penal
respecto de la imposición de sanciones frente a conductas tipificadas como
infracciones; se impuso al Rey la norma de que ningún hombre libre podía ser
detenido, preso, exiliado ni arruinado sino por legale iudicium
parium y según la
lex terrae (previo el juicio legal de sus pares y según la ley
del país). Esto dio origen a la institución del jurado y la incapacidad
represiva del monarca y del ejecutivo, pues se consideraba exclusiva de los
tribunales[1].
Sin embargo, en
algunos países como Alemania y Austria se produjo en el siglo XVI un
reforzamiento de la potestad sancionatoria ejercida por el poder ejecutivo del
Estado sobre la potestad jurisdiccional, “que obedeció, entre otras razones,
a que durante largo tiempo no estuvo consolidada una organización judicial
suficiente e independiente a la que poder deferir el enjuiciamiento de los
ilícitos de menor importancia”[2].
En parte de Europa
durante el Estado absolutista, se postulaba la existencia de un poder de
policía que reposaba en la administración pública y le permitía realizar actos,
coactivos o no, para impedir o prevenir la realización de males a los miembros
de la comunidad para lograr el bienestar de los súbditos[3].
Posteriormente, en el
siglo XVII, concretamente en el año 1607, con motivo del desarrollo y estabilidad
de la actividad de los tribunales en Europa, la concepción del monopolio
judicial sancionatorio fue acentuada con la decisión del Chief Justice
Edward Coke, en el conocido caso de las “Prohibiciones del Rey”,
mediante la cual sostuvo que el juzgamiento criminal debía ser realizado por
los tribunales de la justicia, pues tales decisiones no eran guiadas por la
razón natural sino por el juicio y la razón del derecho. De este modo se
reconoció que, aunque la justicia se administraba en nombre del Rey, este no
podía ejercerla por sí mismo, si no que existía una delegación permanente e
irrevocable en los tribunales[4]. De forma que se aceptó de
manera general, y así lo determinaban las leyes promulgadas entre los siglos
XIII y XVIII, que las sanciones serían impuestas por las denominadas “Justicias”,
es decir por órganos de naturaleza estrictamente judicial.
En ese sentido Alejandro Nieto señala que si bien las
sanciones administrativas son hoy en día, indudablemente, consecuencia del
ejercicio de la potestad de policía ejercida por los órganos y entes de la
administración pública, es cierto que “Hasta
el siglo XVIII, no resulta correcto, por tanto, hablar de sanciones
administrativas, aunque sea por la conocida circunstancia de que, no habiendo separación
de poderes, los mismos órganos, de naturaleza sustancialmente judicial, aplican
toda clase de sanciones”[5].
En España a mediados
del siglo XVIII comenzó a encomendarse de manera excepcional a determinados
órganos no judiciales, la represión directa de las conductas infractoras sin
necesidad de acudir a las Justicias[6]. Alejandro Nieto señala al respecto que una de las normas más
significativas de la época fue la Instrucción del 21-10-1768, que dio origen a
la autonomía de las autoridades de policía permitiéndoles exigir multas sin
necesidad de acudir a los jueces; además, a partir de dicha Instrucción se
crearon los llamados “alcaldes de barrio”, que se establecieron en las
ciudades más importantes con el objeto de velar por el cumplimiento de los
bandos de policía sobre temas de alumbrado y limpieza, pudiendo imponer multas
en caso del incumplimiento[7]. Posteriormente, se dictó el
Real Decreto de 17-03-1782, el cual establecía lo siguiente:
Se crea una superintendencia general de policía para velar en
la ejecución de las leyes, autos acordados, bandos, decretos y demás
providencias tocando a la policía material y formal, corrigiendo y multando a
los contraventores […] y que estas facultades y jurisdicción del
superintendente fuese por vía económica, gubernativa y ejecutiva, como son
todas las leyes y bandos de policía, sin apelación o recurso […] y en los casos
en que de los procedimientos resultase descubrirse algún delito, perjuicio de
tercero, o motivo de formal instancia judicial, cuidaría el superintendente de
remitirlo todo al juez correspondiente[8].
Sin embargo,
reiteramos que esa regulación era excepcional, debido a que en gran parte del
territorio español se conservaba el antiguo modelo de represión conforme al
cual:
[…] en las villas y pueblos castellanos la represión
correspondía a los alcaldes –jueces o
“Justicias” y al tiempo cabezas del concejo local que era un órgano político
administrativo– quienes actuaban, según la naturaleza de las causas, con o sin “estrépito
judicial”, es decir, con arreglo a un procedimiento judicial o meramente
gubernativo[9].
Los alcaldes actuaban
en ambos tipos de causas, judicial y administrativa, de una manera muy fluida,
pues para entonces el principio de tipicidad legal no había adquirido rigidez.
A finales del siglo
XVIII, con el triunfo de los principios que promovía la Revolución Francesa, en
especial, el principio de separación de poderes, se adoptó nuevamente el
monopolio de la potestad punitiva en la función jurisdiccional, de manera que “la
idea de que los jueces eran los únicos titulares del aludido poder represivo […]
encuentra su sustento teórico en la Europa continental, a partir de la
Revolución Francesa”[10]. En efecto, con el
advenimiento de la separación de poderes cambia el panorama “en la medida en
que los tribunales abandonan sus antiguas funciones acumuladas de
administración y jurisdicción, para concentrarse únicamente en las
jurisdiccionales”[11].
Así, la gran
revolución del sistema represivo supuso la adopción del derecho penal legalizado
y judicializado bajo el principio rector nulla
crimen, nulla poena sine lege; nulla poena sine lege iudicium. Bajo esta impronta se dictó en Francia el
primer Código Penal en 1791, que estuvo regido por los principios penales
contenidos en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789[12].
Tras la revolución
francesa, las monarquías del siglo XIX –incluso las más alejadas de los
principios de la Revolución– se animaron a adoptar el nuevo sistema represivo,
abandonando el Antiguo Régimen; no obstante, estas monarquías no apartaron sus
propios poderes sancionatorios en virtud del viejo principio del siglo XVII, el
cual consistía en el uso del poder de justicia por parte de la policía
administrativa[13].
En España, por
ejemplo, el sistema represivo de policía se mantuvo hasta la entrada en vigor
del Código Penal de 1848, quedando todas las penas judicializadas, sin embargo,
este acontecimiento no produjo el desplazamiento total de los poderes de
policía de la administración. Posteriormente entró en vigencia el nuevo Código
Penal: el Real Decreto de Competencia de 1849, promulgado sobre un dictamen del
Consejo de Estado que resolvió el primer conflicto entre la autoridad judicial
y administrativa[14].
En este sentido el
Real Decreto de 1849 se inclinaba en favor de un gobernador frente al juez de
primera instancia el cual reclamaba la competencia que, en principio, le
confería el referido Código Penal de 1848, sin embargo, el Real Decreto
estableció la existencia de la competencia subjetiva de los alcaldes para
imponer multas gubernativamente, como una atribución necesaria para el
desempeño de esas funciones[15].
Esta decisión fue de
especial importancia para la configuración del sistema administrativo español,
quedando establecido que la judicialización de las faltas contenidas en el
Código Penal de 1849 no eliminaba realmente los poderes represivos de los
alcaldes y gobernadores, quienes podían ejercer paralelamente los poderes
judiciales y administrativos. Por tanto esto sirvió para invocar el principio
de separación de poderes entre la administración y la justicia, en virtud de
que la independencia de la administración podría verse comprometida si no
tuviese ninguna potestad coercitiva, pues eran funciones propias del poder
judicial delegados a la administración. Así quedó establecido en la práctica en
el derecho español[16].
De este modo para el
siglo XIX quedó asentado el principio de legalidad penal en la mayoría de los
países del continente europeo. Ahora bien, las diversas formas de interpretación
de los principios de separación de poderes y de legalidad penal, produjo en
algunos países el monopolio del poder represivo en el poder judicial y la
absoluta interdicción de la administración pública para su ejercicio, mientras
que en otros, derivó en una especie de paralelismo de poderes, confiriéndole
por una parte la potestad sancionatoria a los tribunales y por otra, a la
administración pública[17].
En efecto, como
afirma Alejandro Nieto, durante el
siglo XIX algunos países europeos siguieron vías diversas de regulación de la
potestad sancionatoria de la administración pública en virtud de la distinta
recepción e interpretación del principio de la separación de poderes que tuvo
lugar en cada país. Reseña Nieto
que:
[…] en Francia y Alemania, por ejemplo, se procedió a una
radical jurisdiccionalización de la potestad sancionadora en cuanto que su
ejercicio fue encomendado, con ligerísimas excepciones, a los Tribunales,
mientras que en otros países, como Suiza, Austria y España, el mismo principio
de la separación constitucional de poderes de modo alguno impidió a la
Administración ser titular de una potestad sancionadora propia, que incluso, y
aunque fuera excepcionalmente, podía ejercer casi con absoluta impunidad[18].
José
Peña Solís indica que
paradójicamente:
[…] a pesar del blindaje que proporcionaba el principio de
legalidad al Estado de derecho, el referido poder de policía se “coló” en el
mismo, e inclusive […] los revolucionarios franceses llegaron a justificarlo sobre
la base del argumento relativo a que todos los ciudadanos tenían el deber
genérico de no perturbar el orden público, razón por la cual el incumplimiento
de dicho deber, bastaba por sí solo, sin necesidad de ley que lo habilitase,
para legitimar el ejercicio de todas las potestades implicadas en ese poder de
policía[19].
Por tanto, la
admisión de este poder de policía al margen absoluto del principio de legalidad
sirvió de fundamento para que la administración pública ejerciera de forma
válida la potestad represiva.
En el sistema
español, durante el siglo XX comenzó a desarrollarse la potestad sancionatoria
debido a una serie de leyes que tendieron a conferir dicho poder a los órganos
centrales; en primer lugar, durante la dictadura de Primo Rivera, se dictó el
Decreto-Ley de 18-05-1926 que establecía que en materia gubernativa y
disciplinaria el gobierno usaría las facultades discrecionales en la adopción
de medidas e imposición de sanciones sin otro límite más que el bienestar de la
nación, todo ello conjuntamente con la atribución de facultades sancionatorias
a los órganos de la administración central. Luego, en la Segunda República, se
dictó la Ley de Defensa de la República de 1931; posteriormente, la
administración logra alcanzar mayor protagonismo represor en 1939; y
finalmente, en el régimen franquista, se produjo de forma ampliamente desmedida
la potestad administrativa de sanciones “convirtiendo lo penal en
administrativo”, en virtud de la atribución prima facie a la
administración de sancionar algunas conductas en materias como urbanismo
y publicidad[20].
A esta situación
histórica se le suma el fenómeno de despenalización, el cual surgió como un
proceso generalizado en los países europeos, que supuso el traslado del poder
represivo desde los jueces penales a la administración sobre los llamados “delitos
bagatela”, que eran delitos merecedores de sanciones muy leves. Sin embargo
en esta instancia se permitía la intervención del juez en caso de existir
alguna discrepancia con el infractor[21].
Ramón
Parada sostiene que este proceso
surgió como una configuración de determinados ilícitos penales, civiles y
administrativos cuya represión era encomendada a la vía administrativa sin
necesidad de una posterior intervención judicial[22].
Además, en algunos ordenamientos jurídicos como los de Suiza, Austria y
Portugal, se llevaron a cabo operaciones legislativas de despenalización de
determinadas conductas, lo que permitió dotar a la administración pública de
poderes represivos, acompañado de regulaciones materiales y procedimentales de
la actividad represiva sancionatoria de la administración[23].
Al respecto, indica Garberí Llobregat que:
[…] en los Estados liberal y social se producen una serie de
circunstancias que colaboraron decisivamente a la expansión del poder
sancionatorio gubernativo, como lo son el mayor intervencionismo estatal en
campos sociales y económicos diversos, el aumento de la actividad
administrativa del Estado, la expansión de la legislación especial o el auge
del fenómeno despenalizador[24].
A mitad del siglo XX,
aún se cuestionaba el ejercicio de la potestad sancionatoria por la
administración pública en virtud de que este gran poder represivo no estaba
limitado por garantías individuales, pues su ejercicio implicaba una enorme
incidencia sobre ciertos derechos individuales tales como la libertad y la
propiedad. Sin embargo, la doctrina poco a poco comenzó a abandonar sus
antiguos planteamientos de monopolización judicial del ejercicio de ius
puniendi y fue promoviendo la idea de que la actividad represiva de la
administración pública debía estar rodeada de ciertas garantías sobre la base
del principio de legalidad penal, obteniendo finalmente su reconocimiento por
parte de los órganos jurisdiccionales, y la constitucionalización de la
potestad sancionatoria de la administración pública[25].
Luciano
Parejo afirma que el
conferimiento de la potestad sancionatoria a la administración pública, “responde a una necesidad práctica o real,
organizativa y de funcionamiento del Estado en el cumplimiento de su función,
necesidad que la evolución misma del Estado no ha hecho más que incrementar”[26].
La Revolución
francesa, el constitucionalismo moderno, los procesos y fenómenos que han
surgido en torno a la despenalización y la consideración de que no puede haber
administración sin esta potestad, ha traído como consecuencia el reconocimiento
por parte de la doctrina, luego de la jurisprudencia y después de la
Constitución y la ley de la existencia de un único poder represivo del Estado,
dividido en dos ramas: la penal y la administrativa. De forma que la rama
penal, derivada del ejercicio de la función judicial, estaría destinada a
condenar las conductas constitutivas de delito y la rama administrativa que se
endereza a reprochar los ilícitos considerados como infracciones
administrativas y, tiene como fin la protección de determinados bienes
jurídicos como lo son el interés general y la eficacia del orden jurídico
administrativo[27].
La potestad
sancionatoria es una de las típicas manifestaciones de la actividad de la
administración, por medio de la cual los órganos del poder público, previamente
facultados por la ley para ello (principio de legalidad) imponen sanciones,
previamente definidas en la ley, por la comisión de hechos o la omisión de
actuaciones establecidos en la ley como faltas en cuanto ponen en riesgo o
atentan contra el orden público.
La doctrina define de
forma más o menos amplia la potestad sancionatoria de la administración como
una manifestación de la actividad de policía que se corresponde con aquella
dirigida al mantenimiento del orden público (entendido en sentido amplio),
mediante la limitación de las actividades privadas. La potestad sancionatoria,
en principio, forma parte del “conjunto
de medidas coactivas arbitradas por el derecho para que el particular ajuste su
actividad a un fin de utilidad pública”[28].
De esta forma, Alejandro Nieto con
sabiduría indica que:
[…] el Derecho Administrativo Sancionador es, como su mismo
nombre lo indica, Derecho Administrativo engarzado directamente en el Derecho
público estatal y no un Derecho penal; de la misma manera que la potestad
administrativa sancionatoria es una potestad aneja a toda potestad atribuida a
la Administración para la gestión de los intereses públicos. No es un azar,
desde luego, que hasta el nombre del viejo Derecho Penal Administrativo haya
sustituido desde hace muchos años por el más propio de Derecho Administrativo
Sancionador[29].
La potestad sancionatoria
de la administración es la facultad pública que permite imponer medidas
restrictivas a los administrados, en aras de “hacer más eficaz el ejercicio de otras potestades que el Ordenamiento
atribuye a la Administración para satisfacer intereses generales”[30]. De forma que la potestad sancionatoria no
es un fin en sí mismo, sino un medio dirigido a la preservación del
ordenamiento jurídico administrativo y el alcance de determinado cometido de
interés general[31]. En efecto:
La potestad sancionatoria surge de la necesidad de controlar
las posibles infracciones por parte de los particulares respecto de los deberes
administrativos que el ordenamiento jurídico-administrativo les impone,
corrigiendo así la infracción y reprimiendo además la conducta ilícita a través
de una sanción, ello con la finalidad de mantener el orden público que a la
Administración corresponde tutelar[32].
La potestad
sancionatoria consiste en una manifestación del ius puniendi del Estado, que ejerce la administración pública a
través de la actividad de policía, por medio de la cual impone sanciones a los
administrados, previamente determinadas en la ley, cuando incumplen o
contravienen las disposiciones legales preestablecidas, con el fin de
salvaguardar el interés general y el orden público.
A objeto de delimitar
el concepto de potestad sancionatoria, tengamos en cuenta la discusión
doctrinaria que existe en torno a si debe incluirse la potestad disciplinaria
dentro de la potestad sancionatoria de la administración, o por el contrario,
se trata de dos potestades diferenciadas.
Un determinado sector de la doctrina –Eduardo García de Enterría
y Tomás Fernández, Marienhoff, José
Canasi y Montoro Puerto– considera que la potestad
sancionatoria incluye no solo el poder de la administración de penar a todos
los administrados, sino además, la facultad de imponer castigos dirigidos
exclusivamente a las personas que tienen una relación especial de sujeción con
la administración pública, estos son, los funcionarios y empleados administrativos,
es decir, los agentes de la
administración pública tanto centralizada como descentralizada política o
administrativamente[33].
Por ejemplo Marienhoff ha señalado que la potestad
sancionatoria de la administración es la atribución que le compete a esta para (i) imponer correcciones a los ciudadanos o administrados, por actos de
estos contrarios a lo ordenado por la administración, y (ii) para imponer sanciones disciplinarias “a los funcionarios o empleados por faltas
cometidas en el ejercicio de su cargo, todo ello sin perjuicio de la acción de
los tribunales judiciales”[34].
De otra parte, Montoro Puerto explica al respecto que:
[…] el hecho de que mediante aquella (sancionatoria) se
tienda a reprimir las infracciones debidas a incumplimiento de deberes
genéricos de los ciudadanos y mediante la otra (disciplinaria) a los de
carácter específico nacidos de una relación especial de sujeción, no es
obstáculo para estimar que, en ambos casos, la administración actúa por
idénticas razones y el fundamento de la potestad en virtud de la cual impone
sanciones sea el mismo[35].
Sin embargo, otra
parte de la doctrina considera que tal posición está hoy en día superada, teniendo
en cuenta que si bien la sanción administrativa y la sanción disciplinaria
coinciden formalmente, esto es, en su forma de exteriorización, ambas responden
al ejercicio de potestades administrativas diferenciadas que pueden coexistir
porque cada una persigue cometidos diferentes –poder propiamente de represión y
poder de organización– y por tanto, no es una tributaria de la otra[36].
Así lo ha afirmado
inclusive la Sala Político-Administrativa de la Corte Suprema de Justicia
mediante sentencia del 01-10-1998 (caso Aníbal Ricardo Pirela Rodríguez),
cuando estableció que “la potestad disciplinaria es totalmente independiente
del poder punitivo de tipo general con que cuenta el Estado, el cual,
adicionalmente, no deriva de este poder estatal, sino que por el contrario,
tiene un origen y régimen jurídico propio”.
De igual modo señala
la profesora Urosa Maggi que:
Tampoco es la potestad disciplinaria, inherente ni derivada
del poder punitivo estatal, pues no está concebida en cuanto poder de represión
típico y exclusivo de los órganos del Poder Público, únicos con capacidad de
imperio, sino que es atributo de la Administración en cuanto organización que
es, tal como sucedería respecto de cualquier ente organizado, incluso de
naturaleza privada, a fin de ejercer control sobre la actividad de sus miembros
y en consecuencia sobre la eficacia de la actuación de ese aparato, de esa
organización[37].
Araujo-Juárez con el mismo criterio distingue entre las
sanciones orientadas a la protección del orden general –entendido como la
potestad sancionatoria correctiva– y las que se sitúan dentro de una relación
especial de sujeción, entendida como potestad sancionatoria disciplinaria.
Respecto a esta última indica que:
La doctrina distingue “cualitativamente” tales sanciones de
las anteriores, situando las diferencias fundamentales según que los sujetos
activos –personas físicas o jurídicas– de la infracción estén inmersos en una
previa relación especial de sujeción con la Administración Pública. Asimismo la
finalidad perseguida es diferente a las de las sanciones de protección del
orden general, por cuanto en aquellas privaría el aspecto de “autoprotección”
de la Administración Pública y sus intereses, del orden disciplinario de las
funciones, del buen funcionamiento de la concesión del servicio público, etc.;
mientras que en las sanciones de protección del orden general privaría el
interés por el mantenimiento del orden y la paz social en general[38].
Consideramos que la potestad disciplinaria y la potestad sancionatoria
persiguen fines distintos. La primera se corresponde con un fin de instrucción,
que busca poner en orden las conductas de los funcionarios o personas que se
encuentran en una relación especial de sujeción respecto de la organización
administrativa pública, para asegurar que las funciones públicas sean ejercidas
de forma regular y eficiente, mediante sanciones como la amonestación,
suspensión en el cargo, postergación en el ascenso, remoción o destitución,
entre otras[39]; mientras que la
segunda está dirigida a proteger y asegurar el orden público o interés general
y puede ser ejercida sobre una pluralidad de sujetos (cualquier persona), esté
o no sujeta a una relación especial de sujeción. De allí que, necesariamente, la
doctrina haya tenido que diferenciar una potestad de la otra.
La sanción, en
sentido general, consiste en una retribución o consecuencia negativa dispuesta
por el ordenamiento jurídico como respuesta a la realización de una conducta
que infringe una disposición legal. En concreto, la sanción “administrativa” es
el producto de una decisión impuesta a un administrado por la administración
pública. Esta sanción administrativa es la consecuencia de la potestad
represiva de la administración pública inherente a la actividad administrativa[40], entendida como un mal
infligido por la administración al administrado por una conducta reprochable
que debe estar legalmente tipificada en el ordenamiento jurídico
administrativo.
Bartolomé
Fiorini señala que toda sanción
administrativa “es manifestación de las
funciones que corresponden a la función administrativa y por lo tanto es y debe
ser un acto administrativo”, además, agrega que es una “creación normativa estatal”[41].
Por su parte, Dromi sostiene que las sanciones
administrativas “son las que se aplican a
los habitantes del Estado, por faltas que cometen, al incumplir el deber
administrativo impuesto o al cumplirlo de forma irregular o deficiente”[42].
En la doctrina
española, Eduardo García de Enterría
y Tomás-Ramón Fernández han
definido la sanción administrativa como “un mal infligido por la
Administración a un administrado como consecuencia de una conducta ilegal”[43]. Asimismo, la
jurisprudencia del Tribunal Superior Español ha definido la sanción
administrativa como aquella que “implica la imposición por la Administración
de un perjuicio jurídico al sancionado por haber incurrido en una actividad
ilegal tipificada por el ordenamiento jurídico como infracción”[44].
Las sanciones administrativas también han sido definidas como “penas
en sentido técnico impuestas por la Administración, utilizando sus
prerrogativas, y, por ello, por medio de actos administrativos ejecutivos”[45].
En consecuencia de los anterior, podemos definir la sanción
administrativa como el acto administrativo dictado por la administración
pública, previo el cumplimiento del procedimiento legalmente establecido, que
consiste en la imposición de una aflicción, mal o detrimento en la esfera jurídica
del administrado, previamente determinado por la ley, por la comisión de una
infracción administrativa, igualmente establecida en la ley. Esta sanción administrativa es la consecuencia
jurídica negativa de carácter administrativo, que deriva de la verificación –mediante
procedimiento– de una infracción, cometida por personas naturales o jurídicas,
que contraviene disposiciones legales de naturaleza administrativa.
Las sanciones administrativas pueden manifestarse de diversas formas, de allí que la doctrina haya dispuesto distintos criterios de
clasificación. Veamos algunos de ellos:
Una clasificación es aquella que tiene como criterio clasificador la
norma o disposición infringida por el administrado y por ello distingue entre
las llamadas “sanciones penales-administrativas” o “administrativas en sentido
estricto”, las sanciones disciplinarias y las sanciones contractuales.
Así pues, las sanciones administrativas en sentido estricto son
aquellas que se imponen como consecuencia de una violación a las disposiciones
que tutelan el orden público general y abstracto[46]. En
este orden, las sanciones administrativas en sentido estricto son las que están dirigidas al control de orden social
general y que por su mayor alcance en el orden administrativo en su régimen
debe ser aplicable con mayor rigor las garantías constitucionales. Las
sanciones administrativas en sentido estricto pueden ser clasificadas a su vez
en sanciones generales o especiales, dependiendo de si están dirigidas al
control de orden social general o al control y efectividad de sectores de la
acción administrativa tales como el urbanismo, sanidad, seguridad social, libre
competencia, consumo, comercio, entre otros[47].
Como señala Cassagne:
[…] las sanciones penales-administrativas se pueden
clasificar conforme a la materia en que se imponen y así desde las sanciones de
policía general y especial –incluidas las relativas a la policía que el Estado
ejerce sobre los bienes del dominio público– hasta las sanciones de naturaleza
tributaria[48].
En efecto, dentro de
las sanciones penales-administrativas se incluyen especialmente aquellas
dirigidas a perseguir y castigar las conductas antijurídicas relacionadas con
la vulneración de bienes jurídicos vinculados a los tributos, en aras de
proteger el orden económico[49].
Como ha señalado Carlos Weffe, “el Derecho sancionador, sector del
ordenamiento que orienta el ejercicio de la máxima coacción estatal a la
protección de los valores fundamentales de la sociedad, encuentra justificación
en la protección del orden económico”,
de forma que:
[…] la sanción es, así, reacción frente a la violación de la
norma tributaria, que pone de manifiesto la preeminencia del valor protegido
por la regla fiscal –el orden económico,
y la solidaridad social instrumentalizada en la distribución equitativa de las
cargas públicas de acuerdo con la ley–, sirve a su protección y exterioriza
–por ello– el mandato estatal de obediencia a la norma. Esta respuesta, la
pena, tiene siempre lugar a costa del responsable por haber infringido la
norma, en este caso, tributaria[50].
De otra parte, las
sanciones disciplinarias son las que la administración impone a los integrantes
de sus cuadros funcionales cuando verifican un comportamiento que “altere, o
sea susceptible de alterar, el buen funcionamiento de sus servicios, y tienen
origen en el poder de mando derivado de la existencia de la relación jerárquica”.
Por último, las
sanciones contractuales, como su nombre lo indica, son aquellas que puede
aplicar la administración con ocasión del incumplimiento de las obligaciones
asumidas en el marco de una relación contractual con la administración. Estas
sanciones administrativas contractuales tienen origen en el respectivo acuerdo
de voluntades[51].
Recapitulando, las
sanciones administrativas se pueden estructurar bajo distintas formas,
dependiendo de la fuente de donde surjan sanciones derivadas de la policía
administrativa cuya fuente es la ley y va dirigida al orden público en sus
distintas manifestaciones y las sanciones que derivan de las actividades
regulatorias; hay sanciones disciplinarias que tienen la fuente en la ley
estatutaria; y sanciones provenientes de la infracción de incumplimiento de los
contratos[52].
Otro criterio de
clasificación de las sanciones administrativas depende de la forma en que la
administración interviene en la esfera jurídica de los administrados en el
momento de aplicar la sanción.
Aquí tenemos las sanciones administrativas de naturaleza
económica que inciden directamente sobre los bienes e intereses económicos del
administrado sancionado. Entre estas sanciones de naturaleza económica destacan
las de finanzas dentro del derecho tributario, aduanero y fiscal, tales como el
recargo, la multa, intereses punitorios, comiso, retención, caducidad,
suspensión de las publicaciones, entre otros[53].
También hay sanciones
prohibitivas o interdictivas, que pueden consistir en la inhabilitación para
ejercer cargos públicos, la suspensión temporal de permisos y licencias,
inhabilitación para solicitar autorizaciones para prestar determinados
servicios públicos[54]. Como puede observarse,
este tipo de sanciones están dirigidas a coartar o limitar la actividad
desplegada por la persona sujeta a la sanción. En efecto, este tipo de
sanciones no pecuniarias tienen por finalidad impedir que la conducta
infractora del administrado persista en perjuicio del interés general.
La
Constitución de 1999 reconoció que la potestad sancionatoria de la
administración, al igual que la actividad jurisdiccional de los tribunales
penales es una manifestación del ius puniendi del Estado, y como tal
está sometida a los principios que rigen el debido proceso. De esta forma, la
Constitución de 1999 extendió el ámbito de aplicación del principio de
legalidad penal recogido en las constituciones anteriores a todas las
actuaciones administrativas, consolidando de esta forma el principio de
legalidad sancionatorio[55].
Esos principios quedaron recogidos en el
artículo 49 de la Constitución, en igual sentido para los procesos judiciales
como para los administrativos, e incluyen los principios de legalidad,
tipicidad, la garantía del debido proceso y derecho a la defensa,
proporcionalidad, irretroactividad de las leyes, presunción de inocencia, non
bis in ídem y de prescripción. En efecto, dispone el artículo 49 de la Constitución que:
Artículo 49. El debido proceso se aplicará a todas las
actuaciones judiciales y administrativas; en consecuencia:
1. La defensa y la asistencia jurídica son derechos
inviolables en todo estado y grado de la investigación y del proceso. Toda
persona tiene derecho a ser notificada de los cargos por los cuales se le
investiga, de acceder a las pruebas y de disponer del tiempo y de los medios
adecuados para ejercer su defensa. Serán nulas las pruebas obtenidas mediante
violación del debido proceso. Toda persona declarada culpable tiene derecho a
recurrir del fallo, con las excepciones establecidas en esta Constitución y en
la ley.
2. Toda persona se presume inocente mientras no se pruebe lo
contrario.
3. Toda persona tiene derecho a ser oída en cualquier clase
de proceso, con las debidas garantías y dentro del plazo razonable determinado
legalmente por un tribunal competente, independiente e imparcial establecido
con anterioridad. Quien no hable castellano, o no pueda comunicarse de manera
verbal, tiene derecho a un intérprete.
4. Toda persona tiene derecho a ser juzgada por sus jueces
naturales en las jurisdicciones ordinarias o especiales, con las garantías
establecidas en esta Constitución y en la ley. Ninguna persona podrá ser
sometida a juicio sin conocer la identidad de quien la juzga, ni podrá ser
procesada por tribunales de excepción o por comisiones creadas para tal efecto.
5. Ninguna persona podrá ser obligada a confesarse culpable o
declarar contra sí misma, su cónyuge, concubino o concubina, o pariente dentro
del cuarto grado de consanguinidad y segundo de afinidad.
La confesión solamente será válida si fuere hecha sin
coacción de ninguna naturaleza.
6. Ninguna persona podrá ser sancionada por actos u omisiones
que no fueren previstos como delitos, faltas o infracciones en leyes
preexistentes.
7. Ninguna persona podrá ser sometida a juicio por los mismos
hechos en virtud de los cuales hubiese sido juzgada anteriormente.
8. Toda persona podrá solicitar del Estado el
restablecimiento o reparación de la situación jurídica lesionada por error
judicial, retardo u omisión injustificados. Queda a salvo el derecho del o de
la particular de exigir la responsabilidad personal del magistrado o de la
magistrada, del juez o de la jueza; y el derecho del Estado de actuar contra
éstos o éstas.
En efecto, desde la
Constitución de 1811 hasta la de 1961 solo se había previsto el principio de
legalidad penal, según el cual los ciudadanos no podían “ser reconvenidos en juicio, acusados, presos ni detenidos sino en los
casos, y en las formas determinadas por la Ley” (art. 158 de la Constitución de 1811), mas no se había
reconocido expresamente la potestad sancionatoria de la administración, como lo
hizo la Constitución de 1999.
Sin embargo, pese a
que la potestad sancionatoria de la administración no tuvo asidero
constitucional en todo el siglo XIX y casi todo el siglo XX, la misma estuvo
contemplada en variados instrumentos normativos dictados a partir de 1830, año
en el que se creó por ley, el 14-10-1830, la Tesorería Nacional, que fue uno de
los primeros órganos contralores de la nueva nación, cuyas funciones eran las
de centralizar la contabilidad estatal y ejercer control fiscal previo de los
gastos del Estado[56]. Esta ley estableció una
serie de normas que atribuyeron la potestad sancionatoria a órganos de la
administración, así por ejemplo, el artículo 37 sobre los jefes políticos de
los cantones, dispuso que “Los jefes políticos podrán imponer y exigir
coactivamente multas desde uno hasta veinticinco pesos y arrestos que pasen de
tres días, a los que desobedezcan sus órdenes, precediendo la exposición breve
del motivo”[57]. Asimismo, en su artículo 52 dicha ley estableció que:
[…] los alcaldes municipales deben promover el orden y
tranquilidad, la decencia y moralidad pública cuidando de la observancia de la
Constitución, de las leyes y de las órdenes superiores que les comunique el
jefe político a quien están inmediatamente subordinados en estas materias.
Esta misma ley en su artículo 93 estableció una sanción que puede
calificarse como administrativa sobre la privación del empleo o cargo. En este
sentido, dispuso que:
La falta de cumplimiento de cualquier ley o decreto del
Congreso, sea por lentitud, negligencia u omisión culpable, sea por pura
malicia, será castigada en el funcionario público que la cometa, en el primer
caso con la privación del empleo o cargo y resarcimiento de perjuicios; y en el
segundo además de estas penas, con la inhabilitación perpetua para obtener otro
cargo público, a no ser que incurra en casos que por las leyes vigentes tengan
señalada pena mayor.
Posteriormente, en
mayo 1836, se sancionó la Ley de Elecciones[58], que estableció algunas sanciones de naturaleza administrativa como la
inhabilitación; así, el artículo 63 dispuso que:
Los funcionarios públicos que omitan el cumplimiento de
alguno o algunos de los deberes que en materia de elecciones les impone la
Constitución o la presente ley, son culpables por mal desempeño de sus
funciones, y serán juzgados y castigados con la deposición de sus destinos e
inhabilitados para obtener otros de confianza u honor por cuatro años.
El artículo 69 ejusdem dispuso que:
Los notables, el juez de parroquia y conjueces que no
desempeñen sus encargos o los que los desempeñen mal […] serán multados por el
concejo municipal del respectivo cantón, ante quien se justifique el hecho, con
diez pesos cada uno por cada individuo que incluyan o admitan ilegalmente.
De manera que la
mencionada ley estableció una
infracción administrativa y su sanción respectiva, y, además, le atribuyó la
potestad de sancionar al concejo municipal.
Otras leyes dictadas
entre 1840 y 1850 también contenían sanciones de naturaleza administrativa,
como la Ley del 31-03-1841 sobre las oficinas de correo[59], la cual en su capítulo “De la
responsabilidad y penas en que incurren los que contravienen a esta ley”,
clasificó las faltas en graves, menos graves y leves, y estableció las
sanciones pecuniarias correspondiente a las infracciones cometidas. Así, su
artículo 37 dispuso que:
[…] las faltas se dividen en graves, menos graves y leves.
Las faltas graves se castigarán con multas que no bajen de cincuenta pesos, o
con prisión de quince a cuarenta y cinco días. Las faltas menos graves se
castigarán con multas desde dos a veinte pesos o prisión desde uno a diez días.
Las faltas leves se castigarán con la mitad de la pena señalada a las menos
graves.
Asimismo, la Ley del 07-03-1849,
que reformó el Código de Instrucción Pública sobre Catedráticos de las
Universidades[60], estableció que por faltar
a sus deberes los catedráticos debían ser sancionados con multa, suspensión o
destitución (art. 1), además que los catedráticos por faltas leves serían
amonestados por el rector, vicerrector o junta directiva (art. 7).
Más adelante, en la
segunda década del siglo XX, se promulgó una serie de leyes, cuyas
disposiciones profundizaron el contenido sancionatorio al que nos hemos
referido. Entre estas leyes podemos mencionar, por ejemplo, la Ley de Ejercicio
de la Farmacia de 1928[61], la cual dispuso sanciones
de naturaleza administrativa como la suspensión del ejercicio de la profesión a
quienes incurriesen en las infracciones que identifica la ley (art. 18), multas
y decomiso (art. 19). Además, estableció que cuando la infracción solo
constituyera una falta, le corresponderá a la autoridad de sanidad imponer la
sanción correspondiente (art. 17).
De la misma forma, la
Ley de Estupefactivos de 1934 estableció sanciones como multas, arrestos,
anulación de la matrícula, suspensión del ejercicio de la profesión y la
clausura del establecimiento y además dispuso que los funcionarios competentes
para imponer estas sanciones eran el ministro de salubridad y agricultura y el
director de sanidad del Distrito Federal[62].
Luego de la entrada
en vigencia de la Constitución de 1961, las leyes sancionadas a partir de
entonces continuaron atribuyendo el ejercicio de la potestad sancionatoria a
determinados órganos de la administración pública. Así por ejemplo, la Ley
Orgánica de Identificación de 1973[63],
en el artículo 26, dispuso que los mayores de 18 años que incumplieran con la
obligación de obtener su cédula de identidad y quienes incumplieran con la
obligación de renovar su cédula de identidad serían sancionado con las multas
que determinaba esta ley y dichas sanciones “serán impuestas por las
autoridades de identificación, quienes podrán abstenerse de aplicarlas cuando,
a su juicio, existan motivos que justifiquen la falta de cumplimiento a las
expresadas obligaciones”.
Otras leyes
establecían sanciones de naturaleza administrativa como el arresto, así como la
conversión de multas en arrestos, como por ejemplo la Ley de Mercado de
Capitales de 1975[64] que dispuso en su artículo
138 “Cuando el sancionado no pague la multa, se la convertirá en arresto”.
La Ley Orgánica del Poder Judicial de 1998[65],
dispuso en su artículo 93 que “los Jueces sancionarán […] de ocho
días de arresto, a quienes irrespetaren a los funcionarios o empleados
judiciales; o a las partes que ante ellos actúen”; el artículo 94 del mismo
modo estableció que “los tribunales podrán sancionar […] con arresto
hasta por ocho (8) días, a los abogados que intervienen en las causas de que
aquéllos conocen”.
Posteriormente se
sancionó la Ley Orgánica de Procedimientos Administrativos de 1981[66], que expresamente establece
como distintas categorías de ilícitos los penales, civiles y administrativos,
diferenciándolos entre sí. En efecto, el artículo 101 dispone que “La
sanción prevista en el artículo anterior se aplicará sin perjuicio de las acciones
civiles, penales o administrativas a que haya lugar. Igualmente, quedan a salvo
las demás sanciones previstas en la Ley de Carrera Administrativa”.
En Venezuela, el tema
de la potestad sancionatoria ha sido estudiado por una valiosa doctrina. Al
igual que en el derecho comparado, en Venezuela la noción, esencia y límites de
la potestad sancionatoria de la administración pública partieron de un
extraordinario desarrollo doctrinario, que luego sería recogido por la
jurisprudencia nacional y finalmente por la Constitución y la ley.
Téngase en cuenta, en
primer lugar, a Tulio Chiossone
quien, con una orientación dirigida al estudio de derecho penal, consideraba
que la rama de derecho sancionatorio pertenecía al
derecho penal y en este sentido llegó a afirmar que “el Derecho Administrativo no es ‘sancionador’, pero dentro de su
preceptiva crea tipos de naturaleza penal en algunos casos en que se
transgreden los deberes jurídicos frente a la Administración”[67].
La doctrina administrativista ha considerado
lo contrario. Cecilia Sosa Gómez señaló que los
principios aplicables a la actividad represiva administrativa son de orden
constitucional, no penal, por lo que debía abandonarse el criterio de la
existencia de un “derecho penal administrativo”. Para Sosa Gómez “la
Constitución de la República de Venezuela consagra un bloque normativo base del
Poder Sancionador del Estado, en sus diversas manifestaciones, todo ello en
consonancia con la doctrina dominante: como es la existencia del ius puniendi
único del Estado”. En este orden Sosa Gómez señaló que el ejercicio de la potestad sancionatoria en el
contexto constitucional:
[…] viene a limitar
el ejercicio de los derechos individuales, a los que el Estado sobrepone un
interés público y social. Por ello el objetivo fundamental de la actividad
administrativa represiva, no es la sanción en sí misma, sino evitar que el daño
se produzca[68].
De otra parte, Hildegard
Rondón de Sansó, sobre la potestad sancionatoria de la
administración señaló que:
[…] el Derecho Sancionatorio es la rama del Derecho
Administrativo que estudia el ejercicio del ius puniendi, ejercido por la
Administración, ya que esta potestad punitiva del Estado se manifiesta en la
represión de los delitos y de las penas que corresponde en el ámbito sustantivo
al Derecho Penal y en el adjetivo al Enjuiciamiento Criminal y, en la
infracción administrativa cuya aplicación corresponde a los órganos de la
Administración, y en consecuencia, está sometida en su parte tanto sustantivo
como procedimental al Derecho Administrativo, conformando una especialidad
dentro del mismo denominado Derecho Sancionatorio o Derecho Represivo[69].
De esta forma, según Hildegard Rondón de Sansó, la potestad
sancionatoria “Está dirigida a penar la falta del administrado derivada del
incumplimiento de una norma legal preexistente, cuya obediencia tutela la
Administración”[70]. Es la facultad-deber de la
administración de imponer sanciones administrativas, las cuales son a su vez
definidas como “un mal infligido a un
administrado como consecuencia de una conducta ilegal”[71].
Brewer-Carías, ha definido la potestad sancionatoria como
“el poder de sancionar determinadas conductas que contraríen
disposiciones de la ley”, que puede establecerse “tanto
en relación a los funcionarios públicos como en relación a la actuación de los
particulares”. Brewer-Carías considera
que la potestad sancionadora de
la administración está necesariamente sometida a las garantías del debido
proceso, el cual, junto con el acceso a la justicia y el derecho a la tutela
judicial efectiva, es la más importante de las garantías constitucionales[72].
Por su parte, José Peña Solís[73], la define como:
[…] la situación de poder originada en una norma expresa de
la Constitución que faculta a la Administración Pública para infligir un mal a
los ciudadanos, que en términos generales no se traduce en privación de la
libertad, cuando éstos infrinjan una orden o prohibición definida en una norma
legal, previa determinación de la culpabilidad del imputado, mediante el debido
procedimiento administrativo.
Y además identificó
como “ejes básicos” de la potestad sancionatoria en general, y en particular de
la administrativa: “a) las infracciones, que por supuesto están
estrechamente vinculadas con el principio de tipificación y con la reserva
legal; b) las sanciones administrativas, también vinculadas con las garantías
de la tipificación y la reserva legal; y, c) el debido procedimiento previo”.
Todos esos ejes, de acuerdo con el autor, encuentran un sólido sustento
normativo configurado en forma de garantías en el artículo 49 de la
Constitución, y más específicamente en los numerales 1, 2, y 6 de dicho
artículo.
Daniela Urosa Maggi también ha hecho importantes consideraciones sobre
la potestad sancionatoria, a la que –como ya comentamos– diferencia de la
potestad disciplinaria, en tanto que:
[…] el ejercicio de la potestad sancionatoria no se verifica
en el seno de una relación específica frente a determinado particular, sino con
ocasión de la sujeción existente entre la generalidad de los administrados y la
Administración, surgida simplemente del poder de imperio de ésta
frente a aquéllos, en aras del interés general[74].
En algunos de los estudios de Víctor
Hernández-Mendible, dedicados a la potestad sancionatoria, resalta que los
derechos humanos constituyen un límite a la actividad estatal de todo órgano o
funcionario del Estado en situación de poder, y como consecuencia, explica que
la potestad sancionatoria está condicionada a criterios procesales, y está
sujeta, a su vez, al ejercicio del denominado control de convencionalidad de la
Corte Interamericana de Derechos Humanos en virtud de la consagración del
derecho al debido proceso en la Convención Americana sobre Derechos Humanos
(art. 8). Es por ello que todo ejercicio de dicha potestad que viole o
menoscabe los derechos reconocidos por la referida Convención será ilícito[75].
Hernández-Mendible expresa que:
[…] cuando el Estado ejerce su poder sancionatorio, […] éste
no sólo presupone la actuación de las autoridades con un total apego al
ordenamiento jurídico, sino que además implica la concesión de las garantías
mínimas del debido proceso a todas las personas que se encuentran sujetas a su
jurisdicción, bajo las exigencias establecidas en la Convención[76].
José Gregorio Silva, de otra parte, también ha realizado un importante aporte en el estudio de todas y
cada una de las garantías del debido proceso legal, y sostiene que cuando nos
referimos al debido proceso consagrado
en el artículo 49 constitucional:
[…] no se trata solo de la existencia del proceso en sí mismo
como hecho objetivo, sino que debe tener cobertura en la ley, adecuado, que se
trate de un proceso efectivamente garantista, y que no se trate solo de una
mascarada, para dar apariencia de legalidad […] No se trata meramente del
cumplimiento de las formas que pudiere contener la norma que regula el proceso,
sino que exige igualmente el cumplimiento de elementos subjetivos como en el
caso de la presunción de inocencia[77].
En Venezuela a través
de la jurisprudencia se ha explicado también este tema de la potestad
sancionatoria de la administración. Tengamos presente por ejemplo que luego de
la entrada en vigencia de la Constitución de 1961, cuando aún no se habían
regulado constitucional ni legalmente los límites de la potestad sancionatoria,
la Corte Suprema de Justicia estableció el criterio según el cual los órganos y
entes de la administración pública, al momento de ejercer la potestad sancionatoria
debían estar sujetos al principio de legalidad penal, dispuesto en los
artículos 60.2 y 69 de la Constitución para el ejercicio de la jurisdicción
penal, con el objeto de asegurar la tutela de las garantías de los ciudadanos
frente al poder sancionatorio de la administración pública.
Entre esas
decisiones, destaca en primer lugar la sentencia
de fecha 05-06-1986 de la Sala Político Administrativa de la Corte Suprema de
Justicia, con ponencia de la Magistrada Josefina Calcaño de Temeltas (caso Difedemer,
C.A. vs. Superintendencia de Protección al Consumidor), en la que se estableció
que:
El principio constitucional de legalidad en materia
sancionatoria (nullum delictum, nulla poena sine lege) expresado en el ordinal
2 del artículo 60 de la Constitución […] no se limita, como bien advierte la
recurrente, al campo penal, ya que su fundamentación y finalidad es la de
proteger al ciudadano de posibles arbitrariedades y abusos de poder en la
aplicación discrecional de penas y sanciones, sean de tipo penal o
administrativo.
Así también, resalta
la sentencia de fecha 09-08-1990, que decidió sobre la inconstitucionalidad de
los artículos 75 y 82 de la Ley Orgánica del Sistema Nacional de Ahorro y
Préstamo, y determinó que, dicho artículo 75, que establecía que “toda
infracción de la presente Ley no sancionada por ésta o por otras leyes, de su
Reglamento o de sus Normas de operación, será castigada administrativamente con
multa de […] Bs. 500 […]
a […] Bs. 30.000 […], según la clase y gravedad de la infracción”, era violatorio del principio de legalidad
penal, dado que no especificaba el hecho infractor que daba lugar a la
imposición de multa, haciendo énfasis en que la actuación de la administración
pública debía acatar las garantías derivadas del principio de legalidad penal,
especialmente las relativas a la tipicidad de la conducta infractora y la
reserva legal, ello conforme a la condición de validez del ejercicio de la
potestad sancionatoria de la administración.
Este mismo criterio
fue ratificado por la Corte Suprema en la sentencia de fecha 23-02-1996, por
medio de la cual resolvió la acción de inconstitucionalidad interpuesta contra
tres artículos de la Ley de Mercado de Capitales. Dicho fallo contuvo una
motivación mucho más explícita sobre la obligación de la administración de
respetar las garantías derivadas del principio legalidad penal. En este
sentido, expresó que el enunciado del numeral 2 del artículo 60 de la
Constitución, era consagratorio del “principio de tipicidad de los delitos y
de las penas”, de este modo, sostuvo que la legalidad de la acción exigida
por esa norma, no solo se refería a las sanciones privativas de la libertad,
sino a cualquiera que recayera como sanción a un sujeto del ordenamiento
jurídico. Fue así como la sentencia declaró que, el principio de tipicidad de
los delitos y las penas forma parte de los principios absolutos de la tutela de
los derechos humanos, tratándose ambas sentencias de una interpretación
dirigida a tutelar derechos fundamentales de los ciudadanos.
Una muy importante
decisión fue la del 13-08-1996, por medio de la cual la Corte Suprema de
Justicia en Pleno, resolvió el recurso de nulidad por inconstitucionalidad
ejercido conjuntamente con la acción de amparo constitucional contra la última
parte del ordinal 15 del artículo 133 de la Ley Orgánica de la Contraloría
General de la República, por la violación de la garantía de legalidad de las
infracciones y penas contempladas en el artículo 60, numeral 2 y 69 de la
Constitución. Esa norma establecía que:
Son hechos generadores de responsabilidad administrativa,
independientemente de la responsabilidad civil o penal a que haya lugar, además
de lo previsto en el título IV de la Ley Orgánica de Salvaguarda del Patrimonio
Público, los que se mencionan a continuación: […] 15) El incumplimiento de las
finalidades previstas en las leyes o en la normativa de que se trate.
La Corte Suprema de
Justicia señaló en esta oportunidad que se trataba de una norma sancionatoria
inconstitucional por violación del principio de tipicidad, ya que la misma era
una disposición sancionatoria genérica[78].
Siguiendo esta línea
jurisprudencial, corresponde mencionar también la sentencia de la Corte Primera de lo Contencioso Administrativo de fecha
22-08-1996, sobre la acción de amparo constitucional ejercida por los
miembros de la Junta de Emergencia Financiera y otros directivos del Fondo de
Garantía de Depósito y Protección Bancaria (FODAGE), contra la Dirección de
Averiguaciones Administrativas de la Dirección General de Control de la
Administración Central y Descentralizada de la Contraloría General de la
República sobre la imposición de sanción administrativa. A algunos de estos
solicitantes les dictaron auto de responsabilidad administrativa por retraso en
la medida de intervención respecto al Banco Progreso prevista en la Ley General
de Bancos y Otras Instituciones Financieras[79].
Los solicitantes
señalaron que a la Junta de Emergencia Financiera es a la que le correspondía
determinar, dentro de sus funciones, cuáles eran las medidas necesarias para
solventar la emergencia financiera y que la Contraloría no podía entrar a
conocer sobre el mérito de las decisiones tomadas por los mismos. Asimismo,
sostuvieron los solicitantes que las medidas tomadas por la Contraloría además
de incurrir en el vicio de usurpación de funciones, violaron el derecho a la
defensa y presunción de inocencia consagrados en la Constitución de 1961 (art.
68), la Convención de Derechos Humanos (art. 11) y la Convención Americana de
Derechos Humanos (art. 8, numeral 2)[80].
La Corte Suprema de
Justicia declaró con lugar la acción de amparo y sin efecto las medidas
impuestas por la Contraloría, estimando que la presunción de inocencia en los
procedimientos administrativos tiene rango constitucional, que este derecho
fundamental es aplicable al procedimiento de las sanciones administrativas y
que prescindir del mismo es violatorio del principio in dubio pro reo[81].
Luego de la entrada
en vigencia de la Constitución de 1999, la jurisprudencia, concretamente de la
Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia en sentencia N° 307 del
06-03-2001, ha señalado que la potestad sancionatoria es:
[…] el objeto de estudio y aplicación del Derecho
Administrativo Sancionador, es el ejercicio de la potestad punitiva realizada
por los órganos del Poder Público actuando en función administrativa, requerida
a los fines de hacer ejecutables sus competencias de índole administrativo, que
le han sido conferidas para garantizar el objeto de utilidad general de la
actividad pública. Esto es así, debido a la necesidad de la Administración de
contar con mecanismos coercitivos para cumplir sus fines, ya que de lo
contrario la actividad administrativa quedaría vacía de contenido ante la
imposibilidad de ejercer el ius puniendi del Estado frente a la inobservancia
de los particulares en el cumplimiento de las obligaciones que les han sido
impuestas por ley, de contribuir a las cargas públicas y las necesidades de la
colectividad.
En efecto, la Constitución expresamente establece que el debido proceso
se aplica a todas y cada una de las actuaciones judiciales o administrativas,
por lo que no se permite ninguna interpretación contraria que evada su
aplicación[82].
La administración
pública goza de la potestad sancionatoria para castigar las conductas
infractoras de los administrados, sin embargo, tal potestad no es ilimitada,
por el contrario, la administración pública se encuentra sometida a
determinados límites que debe observar para que sus actos sean válidos y
produzca plenos efectos jurídicos[83]. En este sentido, la
actuación de la administración pública en ejercicio de la potestad
sancionatoria se rige por determinados principios, los cuales necesariamente
deben seguirse en el momento de imposición de las respectivas sanciones, debido
que, por medio de esta potestad, la administración interviene en la esfera
jurídica de los particulares[84].
Afirma, Carlos Reverón Boulton que “estos principios son verdaderos derechos subjetivos
de los ciudadanos, ya que están destinados a evitar que la Administración actúe
de manera arbitraria o ilegítima”[85].
Estos son los
principios de legalidad, tipicidad,
del debido proceso, presunción de
inocencia, culpabilidad, irretroactividad de las leyes, cosa juzgada,
prescripción y proporcionalidad.
El principio de
legalidad en el ámbito punitivo, bien sea penal o administrativo, está
consagrado en el artículo 49.6 de la Constitución, y se corresponde con el
principio de nullum crimen, nulla poena, sine praevia lege, según el
cual “Ninguna persona podrá ser sancionada por actos u omisiones que no
fueren previstos como delitos, faltas o infracciones en leyes preexistentes”.
Esta regla nullum
crimen, nulla poena sine lege, que se extiende al ámbito del derecho
administrativo sancionador, comprende una doble garantía:
La primera, de alcance material y absoluto, se refiere a la
imperiosa exigencia de la predeterminación normativa de las conductas ilícitas
y de las sanciones correspondientes, es decir, la existencia de preceptos
jurídicos (lex previa) que permitan predecir con el suficiente grado de certeza
(lex certa) dichas conductas, y se sepa a qué atenerse en cuanto a la aneja
responsabilidad y la eventual sanción; la otra, de alcance formal, hace
referencia al rango necesario de las normas tipificadoras de dichas conductas y
sanciones[86].
Lo anterior, toda vez
que cuando la Constitución se refiere a leyes preexistentes, dicho término
alude a una reserva de ley en materia sancionatoria.
En los mismos
términos ha señalado el Tribunal Constitucional español, que el principio de
legalidad (dispuesto en la Constitución de España en el artículo 25.1) supone
una doble garantía, formal y material. De una parte, la garantía formal, “o
reserva de la ley en sentido estricto, exige que sea una norma legal, una ley,
la que introduzca y regule las infracciones y sanciones administrativas”,
de forma que no puede haber en esta materia reglamentos u otras normas de
carácter sublegal independientes de la ley; y de otra parte, la garantía
material, supone la exigencia de predeterminación normativa y que se concreta
en la exigencia de que la norma que establezca infracciones y sanciones sea
previa a la comisión de los hechos, y estricta en la definición de sus
elementos[87].
Esta reserva de ley
en materia sancionatoria viene justificada en que, de conformidad con los
postulados democráticos clásicos, el órgano legislativo representa a los
titulares de la soberanía, esto es, al conjunto de ciudadanos, por lo que solo
las disposiciones dictadas por dicho órgano parlamentario pueden legítimamente
limitar la libertad y la propiedad de aquellos. En efecto:
Aquí se encuentra la justificación de que las normas
sancionadoras deban tener rango de ley, tanto en lo relativo a las
infracciones, en la medida en que tienen el efecto de reprimir determinadas
conductas (lo que supone una limitación a la libertad), como a las sanciones,
que necesariamente habrán de consistir en un ataque bien a la propiedad
(paradigmáticamente, las sanciones pecuniarias o de multa) bien a la libertad
(sanciones de pérdida de la capacidad para realizar determinadas actividades,
por ejemplo)[88].
Así pues, el
principio de legalidad sancionatoria puede tener distintas expresiones, la
primera es la atribución expresa de la potestad que sea entregada a un
ejercitante del poder sancionador por ley expresa y no por potestades
implícitas; la segunda, es la pre configuración nítida en la norma de la
infracción como conducta proscrita típica, es decir, la tipicidad tiene que
estar en una ley; la tercera expresión, es el establecimiento de la sanción a
infligir como una respuesta retributivista solo por ley; y la última expresión,
es la consagración nítida del procedimiento como vehículo adjetivo de formas
para la administración pública y de garantías y de ejercicio del derecho a la
defensa para el particular.
A pesar de lo anterior,
en el ordenamiento jurídico venezolano podemos encontrar algunos casos de
deslegalización de la potestad sancionatoria de la administración.
En efecto, la legislación administrativa en materia sancionatoria se
caracteriza en la actualidad por contener normas que remiten la determinación
de infracciones o la imposición de sanciones a normas de rango sublegal en
violación del principio de legalidad. Así, por ejemplo, la Ley Orgánica de la
Contraloría General de la República y del Sistema Nacional de Control Fiscal,
en el artículo 91.29 establece de forma abstracta e inexacta la responsabilidad
administrativa por “Cualquier otro acto, hecho u omisión contraria a una
norma legal o sublegal, al plan de organización, las políticas, normativa
interna, los manuales de sistemas y procedimientos que comprenden el control
interno”.
Otro caso de
deslegalización de este importante principio que debe orientar la actividad
sancionatoria de la administración se encuentra en el artículo 202 del Decreto
con Rango, Valor y Fuerza de Ley de Instituciones del Sector Bancario, que
establece que las instituciones del sector bancario serán sancionadas con multa
entre el 0,2% y el 2% de su capital social cuando incurran en las
irregularidades establecidas en la ley, pero además, en las irregularidades que
determine la normativa prudencial que dicte la Superintendencia de Bancos y en
las regulaciones dictadas por el Banco Central de Venezuela, de forma que
remite sin límite alguno a normas de rango sublegal para la disposición de
sanciones, violando el principio de legalidad antes comentado.
De igual forma,
configura una violación del principio de legalidad al remitir la determinación
de sanciones a actos sublegales distintos a la ley, como lo serían las
resoluciones del directorio del Banco Central de Venezuela, tal como ocurre con
el artículo 136 de la Ley del Banco Central de Venezuela que dispone que:
El incumplimiento de las normas prudenciales generales o
sobre moneda extranjera que dicte el Banco Central de Venezuela para garantizar
lo establecido en el Decreto con Rango, Valor y Fuerza de Ley de Instituciones
del Sector Bancario, estará sujeto a las sanciones que previamente establezca
su Directorio, las cuales no podrán ser superiores al monto del valor
correspondiente a cada operación.
De otra parte, en
Venezuela la potestad sancionatoria de la administración pública pasó de ser
regulada mediante leyes dictadas por el poder legislativo nacional, órgano
colegiado legitimado por la voluntad del pueblo para determinar las conductas
como infracciones y disponer sus correspondientes sanciones; a ser regulada
unilateralmente por el Presidente de la República en Consejo de Ministros a
través de decretos leyes; e incluso a ser impuesta a través de actos normativos
de rango sublegal, o más grave aún, por vías de hecho normativas, como las
llamadas leyes constitucionales, dictadas por la ilegítima Asamblea Nacional
Constituyente convocada unilateral e inconstitucionalmente por el Presidente de
la República en el año 2017.
Así pues, uno de los
temas que queremos resaltar es la tendencia innegable de crear sanciones
mediante decretos leyes, lo que sin duda pone en riesgo las garantías de los
administrados frente a la potestad sancionatoria de la administración. En
efecto, estos decretos leyes, que, como sabemos, cuentan con menos controles
para su promulgación, carecen de debate parlamentario que asegure la
participación democrática y plural en defensa de sus derechos e intereses y el
respeto a las minorías, y que además carecen de un procedimiento de
deliberación que determine su necesidad, conveniencia y aplicabilidad; son más
propensos de exceder las garantías dispuestas en el resto del ordenamiento
jurídico para la protección de los derechos e intereses de los particulares.
Sin embargo, y, aun
así, muchos de esos decretos leyes contienen normas que regulan la potestad
sancionatoria de la administración, y establecen infracciones y procedimientos
para la determinación de responsabilidad administrativa, como por ejemplo: el
Decreto con Rango, Valor y Fuerza de Ley Orgánica de Precios Justos; Decreto
con Rango, Valor y Fuerza de Ley de Instituciones del Sector Bancario; Decreto
con Rango, Valor y Fuerza de Ley de la Actividad Aseguradora; Decreto con
Rango, Valor y Fuerza de Ley Orgánica de la Procuraduría General de la
República; Decreto con Rango, Valor y Fuerza de Ley Orgánica del Trabajo, las
Trabajadoras y los Trabajadores; Decreto con Rango, Valor y Fuerza de Ley Orgánica
del Turismo; Decreto con Rango, Valor y Fuerza de Ley Contra la Corrupción y Decreto
con Rango, Valor y Fuerza de Ley Antimonopolio.
Además de estar
regulada mediante decretos ley, hemos dicho que la actividad sancionatoria de
la administración en Venezuela se ha caracterizado por estar regulada a partir
de actos normativos de rango sublegal, en flagrante violación del principio de
legalidad. Recordemos que “En un Estado
de Derecho la potestad sancionatoria de la Administración Pública solamente
puede derivar del contenido, de las leyes, ya que estas precisan con claridad
cuáles son las facultades de cada uno de los órganos del Estado”[89].
Sin embargo, son
varios los ejemplos de este fenómeno de deslegalización de la potestad
sancionatoria que podemos encontrar en el ordenamiento jurídico nacional. Así
pues, véase el reciente decreto de reconversión monetaria dictado en agosto de
2021, con el objeto de decretar la nueva expresión monetaria que será aplicada
en todo el territorio nacional a partir del 01-10-2021.
Ese decreto de
reconversión monetaria es inconstitucional, en primer lugar, porque fue dictado
en usurpación de las facultades legislativas de la Asamblea Nacional en la
regulación de materias del poder público nacional como lo es sistema monetario,
dispuesta en los artículos 156, numerales 11 y 32, y 187, numeral 1 de la
Constitución de la República; de forma que además viola la reserva legal.
Pero también es
inconstitucional por cuanto el presidente carece de toda competencia
constitucional o legal para dictarlo. En efecto, nótese que el decreto pretende
fundamentarse en artículos de la Constitución (226 y 236, numerales 2 y 24) que
no guardan ninguna relación con la reforma del sistema monetario nacional, sino
que se refieren de forma general a las potestades de gobierno que tiene el
Presidente de la República, y de todas aquellas potestades que otorga la
Constitución y la ley, que por supuesto, no abarcan potestades legislativas[90].
Ahora bien, del texto
del decreto se desprende también que se trata de un decreto dictado en
ejecución directa e inmediata de la ley, es decir, de un acto de rango
sublegal, porque además pretende fundamentarse en el artículo 46 del Decreto
con Rango, Valor y Fuerza de Ley Orgánica de la Administración Pública.
Este Decreto de
reconversión es un ejemplo de deslegalización de la potestad sancionatoria, en
tanto que dispone en el artículo 10 que quien se niegue a realizar la nueva
expresión monetaria o incumpla cualesquiera de las obligaciones establecidas en
el mismo, afectando de esa manera el normal funcionamiento del sistema nacional
de pagos, será sancionado administrativamente por el Banco Central de Venezuela,
de conformidad con lo dispuesto en el artículo 135 del Decreto con Rango, Valor
y Fuerza de Ley del Banco Central de Venezuela.
Finalmente, otra
violación al principio de legalidad en la potestad sancionatoria de la
administración es la que ocurre con la creación de sanciones a través de vías
de hecho normativas, como lo son las leyes constitucionales dictadas por la
írrita Asamblea Nacional Constituyente como órgano inconstitucionalmente
convocado mediante decreto presidencial en el año 2017.
Así por ejemplo
veamos la inconstitucional por muchas razones “Ley Constitucional contra el
Odio, por la Convivencia Pacífica y la Tolerancia”, que además de ser
inconstitucional por su origen, por cuanto deriva de un órgano inconstitucional
carente de potestades legislativas, también es inconstitucional por su
contenido, desde que dispone dentro de su articulado una serie de penas y
sanciones, en violación del artículo 49.6 de la Constitución que dispone que
solo mediante ley podrán ser previstos los delitos, faltas o infracciones.
Así pues, la Ley
Constitucional contra el Odio establece la “Sanción por la difusión de mensajes
a favor del odio y la guerra” (art. 22), sanción por la “Negativa de cesión de
espacios para la promoción de la paz” (art. 23), sanción por la abstención,
omisión o retardo de cualquier funcionario policial o militar en el ejercicio
de sus funciones para evitar la consumación de cualquiera de los hechos
punibles establecidos en la Ley o para detener a la persona respectivamente
responsable (art. 24.1); y sanción por la abstención, omisión o retardo de todo
personal de salud que en ejercicio de sus funciones, para atender a una persona
por razones de odio, discriminación, desprecio o intolerancia (art. 24.1).
Otro ejemplo, es el
“Decreto Constituyente de Reforma del Decreto con Rango, Valor y Fuerza de Ley
Orgánica de Aduanas”, el cual modificó una serie de artículos que establecen
sanciones que van desde multas desproporcionadas hasta la suspensión de autorizaciones.
Por último podemos
mencionar el caso de la “Ley Constitucional de Inversión Extranjera
Productiva”, la cual establece en su artículo 43 la sanción de multa del 2% de
la inversión total realizada a los sujetos de aplicación de esta Ley,
ponderando la gravedad del perjuicio cometido y la cuantía de la inversión bajo
los supuestos de omisión o incumplimiento de los deberes que establece la Ley
para las inversiones extranjera. Esta sanción está sujeta a un incremento del
1% de la multa correspondiente en el caso de que haya concurrencia en el
incumplimiento de dos o más deberes por parte de los inversores extranjeros.
Además, establece que en caso de reincidencia en alguno de los supuestos traerá
como consecuencia la aplicación de una nueva multa incrementando 3 puntos
porcentuales respecto a la multa inicial.
El principio de
tipicidad ha sido definido por la doctrina como “la descripción legal de una
conducta específica a la que se conectará una sanción administrativa”[91], y más concretamente como
aquel que “comporta un mandato de taxatividad o certeza, que se traduce en
la exigencia de predeterminación normativa de las conductas reprochables y de
sus correspondientes sanciones (lex certa)”[92].
El principio de
tipicidad se fundamenta a su vez en dos principios fundamentales: el de
libertad, por cuanto el ciudadano puede realizar todas aquellas conductas que
las leyes no hayan delimitado, de forma exacta y clara, como sujetas a
sanciones; y el de seguridad jurídica, desde que la descripción de las
conductas sancionables busca permitir a los ciudadanos predecir “con
suficiente grado de certeza, las consecuencias de sus actos”[93].
En efecto, “la suficiencia de la tipificación es una
exigencia de la seguridad jurídica y se concreta, no en la certeza absoluta,
pero sí en la predicción razonable de las consecuencias jurídicas de la
conducta”. En este sentido, la
tipificación es suficiente “cuando
consta en la norma una predeterminación inteligible de la infracción, de la
sanción y de la correlación entre una y otra”[94].
El principio de
tipicidad está consagrado en el artículo 49 numeral 6 de la Constitución, el
cual que exige la predeterminación normativa de las conductas infractoras o
ilícitas[95].
Son contrarias a este
principio de tipicidad las disposiciones sancionatorias vagas, abstractas,
genéricas e indeterminadas, así como “cláusulas de remisión en blanco”[96]. En efecto, el principio de
tipicidad exige una predeterminación verdadera de las conductas sancionadas, de
modo que son inadmisibles las cláusulas generales del tipo de “el
incumplimiento de lo dispuesto en la presente ley/decreto será sancionado”[97].
Observamos que en
nuestra legislación son –lamentablemente– comunes normas como el artículo 164.7
de la Ley Orgánica de Telecomunicaciones,
que establecen, de la forma más abstracta e indeterminada, cláusulas
residuales por las cuales se sancionaría cualquier incumplimiento en materia de
licencias y concesiones no contempladas especialmente como infracción;
generalidad esta que implica una violación del principio de tipicidad de las
conductas sancionables y el principio de legalidad que exige la especifica
previsión del supuesto de hecho considerado como ilícito[98].
A modo de ejemplo, el artículo 164.7 establece que:
[…] será sancionado con multa de hasta treinta mil Unidades
Tributarias (30.000 U.T.), de conformidad con lo que prevea el Reglamento de
esta Ley: […]
7. Incumplir las condiciones generales establecidas en esta Ley,
relativas a las habilitaciones administrativas o concesiones, no sancionadas
por una disposición especial contenida en el presente Título.
Las sanciones
dispuestas por ejemplo en la ya mencionada Ley Constitucional contra el Odio,
además de ser violatoria del principio de legalidad sancionatoria, incurren en
la violación del principio de tipicidad en tanto que están vinculadas a
términos abstractos e inexactos como “el odio”, cuya interpretación dependerá,
a su total discreción y conveniencia, de la autoridad administrativa o judicial
a que corresponda imponer la sanción, como se desprende de los artículos 11, 13
y 14 de dicha Ley Constitucional.
Lo anterior supone los denominados “tipos
penales en blanco”, pues son normas punitivas que establecen sanciones, pero
que no delimitan con precisión el supuesto de hecho, es decir, la conducta
sancionada, y, por ende, atribuyen un arbitrio absoluto a las autoridades
administrativas en tanto que será infracción, no lo que determine la ley (la
voluntad del pueblo soberano), sino quien ejerza funciones en la
administración.
Igualmente, el Decreto
con Rango, Valor y Fuerza de Ley Antimonopolio viola el principio de legalidad
y tipicidad sancionatoria desde que dispone en su artículo 54 que toda
infracción a la Ley y a sus reglamentos “no castigada expresamente, será
sancionada con multa entre el uno por ciento (1%) y el veinte por ciento (20%)
del valor del patrimonio del infractor, según la gravedad de la falta, y a
juicio de la Superintendencia Antimonopolio”.
Otro ejemplo que
podemos citar es el Decreto Constituyente mediante el cual se dicta el Código
Orgánico Tributario, cuyo artículo 91 dispone que:
Cuando las multas establecidas en este Código estén
expresadas en el tipo de cambio oficial de la moneda de mayor valor, publicado
por el Banco Central de Venezuela, se utilizará el valor del tipo de cambio que
estuviere vigente para el momento del pago.
Esta disposición,
como lo explica el profesor Carlos Weffe,
constituye una norma penal en blanco desde que delega a un acto administrativo
futuro la determinación del valor o monto de la sanción aplicable. Pero además
esta norma es inconstitucional por cuanto no tiene la capacidad de advertir al
administrado cuál es la consecuencia cierta del ilícito, sino que deja su
determinación para el mismo momento del pago de la multa, lo cual es una
violación al principio de lex previa, lex certa[99].
Recordemos entonces
que el principio de tipicidad de la sanción exige que tanto la definición de
las conductas prohibidas por la legislación, como las sanciones que para ella
disponga la ley. deben estar expresamente determinadas con el fin de que los
sujetos puedan conocer a qué atenerse en el desenvolvimiento de sus
actuaciones, y de esta forma garantizar la certeza jurídica de la consecuencia
de las mismas.
El derecho al debido proceso se consagra en el
ya citado artículo 49 de la Constitución y en el artículo 8 de la Convención
Americana de Derechos Humanos, como un derecho fundamental, tendente a
resguardar todas las garantías indispensables que deben existir en todo proceso
para lograr una tutela efectiva.
Sobre el derecho al debido proceso la Corte
Interamericana de Derechos Humanos ha señalado mediante decisión del
01-07-2011, Caso Chocrón Chocrón vs. Venezuela, que:
[…] el proceso es un medio para asegurar, en la mayor medida
posible, la solución justa de una controversia. A ese fin atiende el conjunto
de actos de diversas características generalmente reunidos bajo el concepto de
debido proceso legal. […] En consecuencia, resulta exigible a cualquier
autoridad pública, sea administrativa, legislativa o judicial, cuyas decisiones
puedan afectar los derechos de las personas, que adopten dichas decisiones con
pleno respeto de las garantías del debido proceso legal. Al respecto, el
artículo 8 de la Convención Americana reconoce los lineamientos mínimos del
debido proceso legal, el cual está compuesto por un conjunto de requisitos que
deben observarse en las instancias procesales, a efectos de que las personas
estén en condiciones de defender adecuadamente sus derechos ante cualquier tipo
de acto del Estado que pueda afectarlos. Cabe recordar que “cualquier órgano
del Estado que ejerza funciones de carácter materialmente jurisdiccional, tiene
la obligación de adoptar resoluciones apegadas a las garantías del debido
proceso legal en los términos del artículo 8 de la Convención Americana”.
El debido proceso, referido al conjunto de requisitos que rigen las
instancias procesales a efectos de brindarle a las personas una defensa adecuada
de sus derechos ante cualquier acto del Estado que pueda afectarlos, está
establecido en el artículo 8 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos[100],
tal derecho conforma un bloque de garantías procesales que gozan de pleno
reconocimiento convencional que sujeta el ejercicio del ius puniendi del Estado[101].
En efecto, el artículo 8 de la Convención Americana sobre Derechos
Humanos no solo se refiere a la aplicación del derecho al debido proceso como
garantía frente el ejercicio del poder por los jueces y tribunales judiciales,
sino que es de aplicación también para los distintos procedimientos de los
órganos estatales en la toma de decisiones sobre los derechos de las personas. En razón de ello, se extiende tal garantía al
ejercicio de poder de todas las autoridades públicas sea administrativas,
legislativas o judiciales, las cuales tienes la obligación de adoptar sus
medidas a las garantías del debido proceso en los términos del aludido artículo
8 de la Convención Americana sobre
Derechos Humanos[102].
De otra parte, la Sala Constitucional,
mediante decisión del 12-03- 2000, (caso: Enrique Méndez Labrador), señaló la
necesidad de que cualquiera sea la vía procesal escogida para la defensa de los
derechos o intereses legítimos, las leyes procesales deben garantizar la
existencia de un procedimiento que asegure el derecho de defensa de las partes
y la posibilidad de una tutela judicial efectiva.
Como expresa Brewer-Carías, el debido proceso
consagrado en el artículo 49 de la Constitución es la más importante de las
garantías constitucionales que las personas tienen frente a las actuaciones del
Estado. Toda actuación de las autoridades debe desarrollarse en el curso de un
debido proceso legal de acuerdo con las normas establecidas en la
Constitución y las leyes[103]. Solo a través de un
debido proceso puede garantizarse el derecho, en igualdad de condiciones, a la
defensa.
En el tema que nos ocupa debemos resaltar como lo hace José Gregorio Silva que la imposición de
cualquier tipo de sanción por parte de cualquier órgano del poder público es
producto de la aplicación de un procedimiento administrativo previo, donde el
administrado tendrá la posibilidad de asegurar su intervención en defensa de
sus derechos individuales, sin embargo:
[…] no basta el procedimiento y la defensa, sino que esta
–defensa– debe ser debidamente valorada, resulta especialmente importante, pues
se ha convertido en lugar común, el hecho que el administrado explane su
defensa en sede administrativa, e incluso promueva elementos probatorios, a lo
cual la Administración ignora –accidental, o generalmente intencional–, y en
tal sentido, la defensa en sede administrativa, se convierte verdaderamente en
un inútil formalismo[104].
Se trata entonces de procedimientos propiamente referidos a la
imposición de cargos o sanciones que requieran de una verdadera defensa por
parte del particular, y todas las garantías del debido proceso al que alude el
artículo 49. Así, pues, el debido proceso se centra en los procedimientos que
devienen de la potestad del Estado.
El derecho al debido proceso se expresa como
un derecho complejo que involucra entre otras manifestaciones, la existencia de
un procedimiento (garantía procedimental), integrado por actos jurídicos que guardan entre sí relación cronológica,
lógica y teleológica, en el que se garantice el derecho a la defensa, que incluye entre otros
derechos: el derecho a ser oído; el derecho a ser notificado de la decisión
administrativa a los efectos de que le sea posible al particular, presentar los
alegatos que en su defensa pueda aportar al procedimiento, más aún si se trata
de un procedimiento que ha sido iniciado de oficio; el derecho a tener acceso
al expediente, justamente con el propósito de examinar en cualquier estado del
procedimiento, las actas que lo componen, de tal manera que con ello pueda el
particular obtener un real seguimiento de lo que acontece en su expediente
administrativo.
Ahora bien, la garantía procedimental o
principio de garantía del procedimiento implica que el ejercicio de la potestad
sancionadora de la administración debe someterse al procedimiento legalmente
establecido para ello, es decir, que la administración pública solo puede
ejercer su potestad sancionatoria legalmente atribuida a través de un “cauce que garantice una resolución basada en hechos
comprobados y la plena defensa del presunto infractor”, de modo que se garantice que no pueda existir la imposición de una
sanción sin procedimiento[105].
La garantía procedimental busca, de una parte,
que se garantice al presunto infractor el pleno ejercicio de su derecho a la
defensa; y por la otra, garantiza que el órgano administrativo sancionador
disponga de todos los elementos de juicio necesarios para dictar su decisión[106].
En efecto, resaltamos que el procedimiento
administrativo sancionador, es –debe ser– una manifestación de la doble función
de garantía que tienen todos los procedimientos administrativos, “que buscan el acierto en la aplicación de la ley al
caso concreto y la tutela del ciudadano, de forma que se asegure la legalidad
subjetiva”. En definitiva, señalan Manuel Gómez Tomillo e Íñigo Sanz Rubiales que “el procedimiento administrativo sancionador se
caracteriza por la búsqueda del equilibrio entre la protección de los intereses
públicos (que lleva a sancionar determinadas conductas infractoras del
ordenamiento jurídico) y la garantía de los derechos del inculpado”[107].
De esta forma se ha sostenido doctrinariamente
que la defensa tiene lugar cuando en el procedimiento administrativo, el
administrado tiene la posibilidad de presentar pruebas, las cuales permitan
desvirtuar los alegatos ofrecidos en su contra por la administración y
finalmente, con una gran connotación, el derecho que tiene toda persona a ser
informado de los recursos y medios de defensa, a objeto de ejercer esta última
frente a los actos dictados por la administración.
Otra garantía básica del procedimiento radica
en la exigencia de que el órgano instructor del procedimiento administrativo de
determinación de la responsabilidad administrativa sea distinto al que decida
la imposición o no de la sanción administrativa de que se trate. Se trata de la
separación orgánica entre la fase instructora y la sancionadora, con el objeto
de garantizar que la administración no se vuelva “juez y parte”, considerando
que en este tipo de procedimientos administrativos el instructor es también
acusador, y además, el órgano llamado a decidir es el mismo que incoa el
expediente[108].
Téngase en cuenta por ejemplo cómo la Ley de Protección al Consumidor y al
Usuario disponía el funcionamiento de una “Sala de Sustanciación”, la cual
tenía la competencia de instruir y sustanciar los procedimientos de
investigación para determinar la comisión de infracciones administrativas
establecidas en esa Ley, en otras leyes que establezcan derechos para los
consumidores y usuarios y en sus disposiciones reglamentarias, aplicando el
procedimiento administrativo especial que establecía dicha ley de protección al
consumidor; a la vez que determinaba que era al Presidente del Instituto Autónomo
para la Defensa y Educación del Consumidor y del Usuario (INDECU), a quien
correspondía la decisión de imponer o no la respectiva sanción. Disposición
esta que no se mantuvo en el Decreto Ley de Precios Justos que la derogó.
El primer ejemplo es el
Decreto de
Ley Orgánica de Precios Justos dictado por primera vez en el año 2011 –y posteriormente reformado en los años 2014 y
2015– por el Presidente de la República con el objeto de
establecer:
[…] las regulaciones, así como los mecanismos de
administración y control, necesarios para mantener la estabilidad de precios y
propiciar el acceso a los bienes y servicios a toda la población en igualdad de
condiciones, en el marco de un modelo económico y social que privilegie los
intereses de la población y no del capital (srt. 1).
Este Decreto Ley, comentado por Juan Domingo Alfonzo Paradisi en un
artículo publicado en la Revista de Derecho Público del año 2015[109],
consagra una serie de infracciones y su respectiva sanción administrativa, cuya
imposición corresponde a la Superintendencia Nacional para la Defensa de los
Derechos Socioeconómicos (SUNDDE) a través de un procedimiento administrativo
previo de determinación la correspondiente responsabilidad.
Así pues, el referido Decreto Ley regula en
los artículos 46 y 47 las infracciones administrativas relativas al
incumplimiento de las formalidades establecidas en la ley, así como las “infracciones por vulneración de derechos
individuales”; y en el artículo 38 establece cuáles son
las sanciones administrativas aplicables, entre las cuales señala: (i) Multa, (ii) Cierre temporal de almacenes, depósitos o establecimientos dedicados al
comercio, conservación, almacenamiento, producción o procesamiento de bienes, (iii) Suspensión temporal en el Registro Único de Personas que Desarrollan
Actividades Económicas, (iv) Ocupación temporal con intervención de almacenes, depósitos,
industrias, comercios, transporte de bienes, por un lapso de hasta (180 días,
prorrogables por una sola vez, (v) Clausura de almacenes, depósitos y establecimientos dedicados al
comercio, conservación, almacenamiento, producción o procesamiento de bienes, (vi) Comiso de los bienes objeto de la infracción o de los medios con los
cuales se cometió, y (vii)
Revocatoria de concesiones, licencias, permisos o
autorizaciones emitidas por órganos o entes del Poder Público Nacional.
Ahora bien, el Decreto Ley de Precios Justos
contiene regulaciones que exceden los principios que rigen la potestad
sancionatoria.
Así por ejemplo, el mencionado artículo 46,
prescinde del procedimiento para la imposición de las sanciones por el
incumplimiento de las formalidades dispuestas en dicho Decreto Ley, previendo
únicamente que:
Verificada la existencia de infracciones por incumplimiento
de formalidades se procederá a la imposición de la sanción correspondiente en
el mismo acto, emitiendo la correspondiente planilla de liquidación cuando la
sanción consista en multa, a fin de que la infractora o el infractor proceda a
pagar dentro de los tres días (03) continuos, contados a partir de la fecha de
la imposición de la misma.
Solo en caso de incumplimiento del pago,
dispone el Decreto Ley de Precios Justos, se seguirán los trámites del
procedimiento administrativo previsto en dicha ley.
De otra parte, el artículo 69 del Decreto Ley
Orgánica de Precios Justos faculta a los funcionarios de la (SUNDDE para que,
durante el procedimiento de inspección o fiscalización, puedan imponer
inmediatamente, sin necesidad de procedimiento administrativo sancionatorio
alguno, sanciones por el incumplimiento de formalidades que verifiquen en el
mismo acto de inspección o fiscalización[110].
Estas disposiciones son violatorias del
principio del debido proceso, y consecuentemente, del derecho a la defensa,
consagrado en el artículo 49 de la Constitución.
En efecto, hemos señalado que conforme al
artículo 49 de la Constitución, el debido proceso no sólo debe guiar la
actuación de los jueces en ejercicio de la función jurisdiccional, sino todas
las actividades administrativas desarrolladas por todos los órganos de la
administración pública, incluyendo, claro está, la actividad sancionatoria, por
lo que no puede ninguna ley, tampoco un decreto ley, omitir la exigencia de un
cauce procedimental, mucho menos, cuando del ejercicio de una potestad
sancionatoria se trate.
El artículo 119 de la
Ley de Aeronáutica Civil establece, sin ningún tipo de procedimiento previo, la
imposición de sanciones por la autoridad aeronáutica. En efecto, el prenombrado
artículo dispone que “El acto de imposición de la sanción deberá contener la
citación del presunto infractor para que comparezca al tercer día hábil
siguiente ante la Autoridad Aeronáutica que la practicó”, a los efectos de
presentar su descargo en forma oral o escrita, o admitir la infracción
imputada.
Seguidamente dispone
el artículo 120 que “Si en el acto de comparecencia el presunto infractor
impugna la sanción impuesta, se abrirá un lapso probatorio de cinco días
hábiles para la promoción y evacuación de pruebas”. Es decir, que se inicia
un procedimiento administrativo de determinación de responsabilidad luego de
que es impuesta la sanción, en violación de la garantía procedimental y el
derecho a la defensa del imputado.
El procedimiento de
verificación –establecido en los artículos 182 al 186 del Código Orgánico
Tributario– mediante el cual la administración tributaria no solo está
habilitada para revisar las declaraciones y deberes formales, sino además, para
imponer sanciones “de plano” sin que el sujeto pasivo de la verificación tenga
oportunidad de alegar y probar en su defensa, constituye otro claro ejemplo de
violación a la garantía procedimental[111].
En efecto, tal y como señala Luis Fraga
Pittaluga, “es un procedimiento que se conduce secretamente sin
notificar al sujeto pasivo, es decir, que se lleva a cabo a sus espaldas y sin
ponerlo en conocimiento de que se ha iniciado una revisión de su declaración
jurada”[112].
Debemos reiterar
entonces que el elenco de garantías mínimas del debido proceso legal se aplica
en la determinación de derechos y obligaciones de orden “civil, laboral,
fiscal o de cualquier otro carácter”, es decir, “cualquier actuación u
omisión de los órganos estatales dentro de un proceso, sea administrativo
sancionatorio o jurisdiccional, debe respetar el debido proceso legal”[113].
El artículo 49
numeral 2 de la Constitución consagra el principio de presunción de inocencia
en los siguientes términos: “Toda persona se presume inocente mientras no se
pruebe lo contrario”. El principio de presunción de inocencia, en el ámbito
administrativo sancionatorio, implica que se considerará inocente al imputado
en un procedimiento administrativo sancionador hasta que no se compruebe su
culpabilidad y corresponde a la administración pública probar tal culpabilidad[114].
De esta manera, recae
exclusivamente sobre la administración la carga de demostrar la responsabilidad
del investigado en sede administrativa, sin embargo, como señala José Gregorio Silva:
[…] en muchos actos administrativos hemos visto que una vez
impuestos los cargos y sustanciado el procedimiento, se decide imponer la
sanción al administrado, bajo la premisa de que el investigado no probó su
inocencia. Como presunción que se trata, en aquellos casos en que la
Administración no ha podido probar fehacientemente la responsabilidad del
investigado, ha de entenderse que el mismo es inocente[115].
Sobre este principio
de presunción de inocencia, la Sala Político Administrativa del Tribunal
Supremo de Justicia en sentencia del 05-04-2016[116]
ha establecido que:
[…] la importancia de la aludida presunción de inocencia
trasciende en aquellos procedimientos administrativos que como el analizado,
aluden a un régimen sancionatorio, concretizado en la necesaria existencia de
un procedimiento previo a la imposición de la sanción, que ofrezca las
garantías mínimas al sujeto investigado y permita, sobre todo, comprobar su
culpabilidad.
Asimismo, ha señalado
la Sala Político Administrativa en sentencia del 02-06-2015[117],
que este principio:
Rige sin excepciones en el ordenamiento administrativo
sancionador para garantizar el derecho a no sufrir sanción que no tenga
fundamento en una previa actividad probatoria sobre la cual el órgano
competente pueda fundamentar un juicio razonable de culpabilidad. Se refiere,
desde otra perspectiva, a una regla en cuanto al tratamiento del imputado o del
sometido a un procedimiento sancionador, que proscribe que pueda ser tenido por
culpable en tanto su culpabilidad no haya sido legalmente declarada, esto es,
que se le juzgue o precalifique de estar incurso en irregularidades, sin que
para llegar a esta conclusión se le dé la oportunidad de desvirtuar los hechos
que se le atribuyen.
La Corte
Interamericana de Derechos Humanos ha señalado que una persona no puede ser
condenada o sancionada mientras no exista prueba plena de su responsabilidad
penal o administrativa. Si obra contra ella prueba incompleta o insuficiente,
no es procedente condenarla o sancionarla, sino absolverla[118].
En efecto:
[…] conforme a los principios de sana crítica y unidad de la
prueba, la autoridad pública debe realizar un estudio concatenado y racional de
todo el acervo probatorio que se haya incorporado al proceso, para extraer la
convicción respecto a algún hecho y siempre que ello sea acorde con las
garantías procesales, como el contradictorio, la presunción de inocencia y el
derecho a la defensa. Es por ello que se le exige a la autoridad pública que al
motivar la decisión, fundamente las causas y razones que respalden la
apreciación de los elementos probatorios que tuvo a su disposición[119].
Contrariamente a lo
anterior, la reforma del Código Orgánico Tributario contempla normas que son
violatorias del debido proceso sancionatorio, en particular, del principio de
presunción de inocencia, al determinar en el artículo 290 respecto del recurso
contencioso tributario que:
La interposición del recurso no suspende los efectos del acto
impugnado, sin embargo a instancia de parte, el tribunal podrá suspender
parcial o totalmente los efectos del acto recurrido, en el caso que su
ejecución pudiera causar graves perjuicios al interesado, o si la impugnación
se fundamentare en la apariencia de buen derecho. Contra la decisión que
acuerde o niegue la suspensión total o parcial de los efectos del acto,
procederá Recurso de Apelación, el cual será oído en el solo efecto devolutivo.
La suspensión parcial de los efectos del acto recurrido no
impide a la Administración Tributaria exigir el pago de la porción no
suspendida.
Parágrafo Primero. La decisión del Tribunal que acuerde o
niegue la suspensión de los efectos en vía judicial no prejuzga el fondo de la
controversia.
El principio de
culpabilidad, muy vinculado con el principio antes enunciado de presunción de
inocencia, exige que toda sanción debe ser consecuencia de una conducta culposa
o dolosa, impidiendo la consagración de ilícitos objetivos[120].
De esta forma, se
entiende que “la culpabilidad resulta un elemento imprescindible para que la
Administración ejerza sus potestades sancionatorias, pues resultaría
incomprensible que se impusieran sanciones a aquellos que no han actuado de
forma dolosa, ni siquiera negligente”[121].
El principio de irretroactividad es una garantía de orden material que
protege un derecho fundamental como lo es el derecho a la predeterminación
normativa de las conductas ilícitas y de las sanciones correspondientes, esto
es, el derecho a que la ley describa ex ante el supuesto de hecho al que obliga la
sanción[122].
De allí que no pueda aplicarse una ley de forma retroactiva.
El principio de irretroactividad de las leyes también se extiende, y
con particular importancia, a la potestad sancionatoria administrativa y se
encuentra consagrado en el artículo 24 de la Constitución el cual dispone que “Ninguna
disposición legislativa tendrá efecto retroactivo excepto cuando imponga menor
pena. Las leyes de procedimiento se aplicarán desde el momento mismo de entrar
en vigencia aún en los procesos que se hallaren en curso”.
En materia
sancionatoria el principio de irretroactividad de la ley implica que “la Ley
debe ser anterior a los hechos constitutivos del ilícito administrativo; para
la aplicación de normas sancionatorias, el ilícito debe mantenerse como tal
desde que se inicia el procedimiento hasta que el acto sancionatorio queda
definitivamente firme”[123].
En este sentido, la
Sala Político Administrativa del Tribunal Supremo de Justicia, en sentencia de
fecha 08-05-2017, estableció que la irretroactividad de la Ley constituye uno
de los principios rectores del ordenamiento jurídico, que se conecta con el
principio de legalidad, jerarquía normativa y seguridad jurídica.
Para evitar que un
mismo hecho se sancione penal o administrativamente más de una vez, el artículo
49, numeral 7, de la Constitución establece uno de los principios generales del
derecho, tradicionalmente denominado non bis in idem, que se manifiesta
en la imposibilidad de que el Estado juzgue y sancione dos veces a una persona
por un mismo hecho.
Este principio non
bis in idem constituye uno de los elementos fundamentales del principio
general de legalidad, que debe informar al derecho administrativo sancionador
en todas sus formas; es límite al ejercicio de la potestad sancionatoria de la
administración, pues impide que el administrado sea sancionado dos o más veces
por una misma conducta[124].
Sin embargo, sabemos
que la doctrina y la jurisprudencia ha admitido excepciones a este principio,
particularmente, se considera válido que, mediante el mismo procedimiento o a
través de procedimientos distintos, se prevea la imposición de una sanción
penal y una sanción disciplinaria, al mismo sujeto por los mismos hechos. Se ha
aceptado entonces, por ejemplo, en el derecho español, que las sanciones
disciplinarias no están afectadas por la prohibición de acumulación con las
sanciones penales, con motivo de la relación de especial de sujeción existente
entre el imputado o infractor y la organización o entidad de la cual forma
parte.
De esta forma, la
comisión de un delito por un sujeto puede “tener por sí misma una
significación directa en el ámbito interno de la organización que la potestad
disciplinaria protege”, por lo que se admite la imposición de una sanción
disciplinaria a la vez que una de orden penal. Este supuesto de compatibilidad,
excepción al principio general non bis in ídem, ha sido declarado por el
Tribunal Constitucional Español, entre otros, en sentencias del 06-06-2014,
21-11-1984, 15-11-1985 y 13-11-1988[125].
En la legislación
venezolana podemos encontrar este tipo de supuestos, por ejemplo, en el
artículo 82 de la Ley del Estatuto de la Función Pública que dispone que: “Independientemente
de las sanciones previstas en otras leyes aplicables a los funcionarios o
funcionarias públicos en razón del desempeño de sus cargos, estos quedarán
sujetos a las siguientes sanciones disciplinarias: 1. Amonestación escrita. 2. Destitución”.
El principio de prescripción en materia sancionatoria exige que estén
previstos en la ley, de forma clara y precisa, plazos perentorios tanto para el
caso de las infracciones como de las sanciones, de modo que se impida que se
mantengan indefinidamente en el tiempo situaciones contrarias a la seguridad
jurídica y al debido proceso.
La ya mencionada Ley
Constitucional contra el Odio viola el principio de prescripción de las
sanciones al establecer en el artículo 25 la imprescriptibilidad de las
acciones destinadas a la imposición de las sanciones, en los siguientes
términos: “los hechos establecidos en la presente Ley tienen carácter
imprescriptible por tratarse de violaciones graves de los derechos humanos”.
De otra parte, el
Decreto Constituyente mediante el cual se dicta el Código Orgánico Tributario
dispone en el último aparte del artículo 62 la suspensión del cómputo del
término de prescripción de todos los ilícitos tributarios, tanto
administrativos como penales, “en los supuestos de falta de comunicación del
cambio de domicilio”. Esta suspensión, dice el Decreto, “surtirá efecto
desde la fecha en que se deje constancia de la inexistencia o modificación del
domicilio informado a la Administración Tributaria” y se prolongará “hasta
la actualización del nuevo domicilio por parte del sujeto pasivo”, lo que
en la práctica se traduce en la imprescriptibilidad de la persecución de los
mencionados ilícitos tributarios[126].
El principio de
proporcionalidad, pese a no estar explícitamente enunciado en nuestra
Constitución, tiene su fundamento en el contenido esencial de cada uno de los
derechos fundamentales de las personas, por cuanto cualquier restricción que
pueda hacerse sobre dichos derechos debe estar necesariamente sometida a las
exigencias de proporcionalidad, la cual supone, como lo ha determinado el
Tribunal Supremo español “la idoneidad, utilidad y correspondencia
intrínseca de la entidad de la limitación resultante para el derecho y del
interés público que se intenta preservar”[127].
Así pues, el
principio de proporcionalidad es una garantía de los ciudadanos frente a toda
actuación de los órganos del poder público que suponga una restricción del
ejercicio de los derechos de los ciudadanos.
Ahora bien,
concretamente en el ámbito administrativo sancionador, el principio de
proporcionalidad:
[…] implica que la pena o castigo impuesto debe ser adecuado,
idóneo, necesario y razonable, lo que significa que exista congruencia entre la
sanción y la falta cometida, y entre el medio (el castigo impuesto) y el fin de
la norma que le sirve de sustento[128].
En otras palabras, el principio de
proporcionalidad exige que exista un equilibrio, una adecuada correlación,
entre el hecho constitutivo de la infracción (su gravedad) y la sanción
aplicada (consecuencia punitiva que se le atribuye)[129].
Téngase en cuenta al respecto lo señalado por Garberi
Llobregat y Buitrón Ramírez,
para quienes:
En abstracto, los términos de la comparación que permiten
averiguar si una concreta actuación de los poderes públicos infringe o no el
principio de proporcionalidad son, por un lado, el contenido y finalidad de la
medida o resolución que adopta la autoridad pública y, de otro, la entidad o
magnitud del sacrificio que a los derechos individuales del sujeto pasivo de la
medida comporta la misma[130].
De lo antes enunciado se desprende que el
principio de proporcionalidad en el ámbito administrativo sancionatorio debe
incidir, necesariamente, en el ámbito legislativo, desde que se le exige, en
primer lugar, al legislador suma prudencia “a la
hora de tipificar las conductas reprochables y de asignarles un castigo, que
habrá de ser necesariamente ajustado a su gravedad o trascendencia”; como en el ámbito administrativo o ejecutivo, por cuanto la
administración deberá actuar de forma reglada, con mesura, razonabilidad, en el
momento de sancionar, “justificando de
forma expresa los criterios seguidos en cada caso”[131].
De esta forma, en el derecho administrativo
sancionador, el principio de proporcionalidad debe regir en el ejercicio
concreto de la potestad sancionadora (cuando se dicta el acto de imposición de
la sanción), pero también al establecerse la correspondiente previsión legal[132].
Veamos como ejemplo de la violación de este
principio los artículos 546 y 567
último aparte de la Ley Orgánica de Trabajo, los Trabajadores y las Trabajadoras (LOTTT),
que establecen desproporcionadamente la sanción de arresto en contra del
patrono en el caso de que incumpla con la sanción pecuniaria o bien por no
pagarla en el término establecido.
Tengamos presente que, frente al principio de
proporcionalidad, el arresto se presenta como una sanción excesiva además de
limitadora del derecho a la defensa del sancionado, en efecto, “especialmente
por el tipo de infracción cometida, no debería ser sancionado con la pena más
severa del sistema sancionatorio como es el arresto”[133].
De otra parte,
debemos referirnos también a la Reforma del Código Orgánico Tributario del año
2020[134], la cual no solo fue
dictada inconstitucionalmente por la inconstitucional Asamblea Nacional
Constituyente mediante un inconstitucional “Decreto Constituyente”, en
usurpación de las potestades legislativas de la Asamblea Nacional y violación
de la reserva legal tributaria, establecida en el artículo 317 de la
Constitución, sino que además contempla impuestos y penas al incumplimiento de
las normas tributarias que exceden los límites de proporcionalidad, atentando
directamente contra el derecho de propiedad y la capacidad económica de los
particulares[135].
En efecto, esta
normativa, identificada por Carlos Weffe
como un ejemplo del “derecho penal del enemigo”, tipifica sanciones cuya medida
es absolutamente desproporcionada, “a través del agravamiento general de las
penas aplicables, concretado a través del incremento de las multas en un
promedio general superior al 200% de la pena originalmente prevista en el
Código Orgánico Tributario de 2001”; abusa de las penas fijas, en
contradicción con el principio de culpabilidad; y generaliza la clausura como
pena general aplicable a los ilícitos formales[136].
Por último, otro
fenómeno que ha desvirtuado la potestad sancionatoria en Venezuela lo podemos
observar en la mutación que ha querido imponerse, desde los antes referidos
decretos leyes, e inclusive por las propias leyes dictadas por la Asamblea
Nacional, de la potestad sancionatoria a la potestad expropiatoria[137].
Antes de referirnos a
dicha mutación, es conveniente hacer algunas precisiones sobre la figura de la
expropiación, la cual podemos definir como un instituto de derecho público, por
medio del cual se confiere a la administración pública nacional, estadal y
municipal, órganos descentralizados funcionalmente e incluso concesionarios, la
potestad para adquirir, en el marco de un procedimiento legalmente establecido,
de forma coactiva, cualquier clase de bienes de propiedad privada, susceptibles
de apropiación, por causa de utilidad pública o de interés social, siempre que
así sea declarado mediante sentencia firme y previo el pago oportuno de justa
indemnización a aquel contra quien obra la medida, por la merma sufrida en su
patrimonio[138].
En este orden, la
expropiación, lejos de ser una sanción o castigo a los particulares por la
comisión de una falta –conducta contraria– a una norma legal preexistente cuya
obediencia es tutelada por la administración, constituye en realidad una
garantía constitucional a favor de los ciudadanos, desde que es un mecanismo de
protección y salvaguarda del derecho de propiedad frente a la actividad
administrativa de intervención que ejerce la administración.
En efecto, recordemos
que el artículo 115 de la Constitución consagra el derecho de propiedad como un
bien jurídico tutelable, y en este sentido, dispuso como su forma de custodia
que “solo por causa de utilidad pública o interés social, mediante sentencia
firme y pago oportuno de justa indemnización, podría ser declarada la
expropiación de cualquier clase”. Así pues, el mecanismo de tutela del
derecho de propiedad se concretó en la garantía expropiatoria, que no es más
que la manifestación del derecho a no ser desposeído de la propiedad sino
mediante la expropiación, en los términos y condiciones consagrados en la
Constitución.
De otra parte, se desprende del artículo 115 constitucional, que la
expropiación como adquisición coactiva de bienes, única y exclusivamente
procede por razones de utilidad pública e interés social, nunca en razón de la
comisión de un ilícito, caso contrario a la confiscación y al decomiso, que sí
configuran medios coactivos de adquisición de la propiedad privada, como
consecuencia de algún delito cometido.
De esta forma, la
expropiación es una medida de resarcimiento patrimonial ante la incidencia
directa de la administración que, justificada por una causa de utilidad pública
o interés social, obliga al particular a la transferencia coactiva de la
propiedad, de modo tal que la situación de este quede incólume, pues su
patrimonio no debe sufrir ni enriquecimiento ni empobrecimiento alguno. En este
sentido, la expropiación no es una sanción, por cuanto su finalidad no es la de
causar un mal al expropiado ni debe causárselo puesto que se le indemniza
plenamente[139].
También debemos mencionar que una nota característica de la expropiación,
como garantía constitucional, es la existencia de un procedimiento complejo en
el cual, en aras de proteger por
un lado, los intereses de los particulares afectados y, por el otro, los
intereses del ente público expropiante, que tendrá la seguridad de que el bien
expropiado estará libre de todo vicio, riesgo o gravamen[140],
intervienen –obligatoriamente– los órganos de las ramas del poder público
legislativa, ejecutiva y judicial.
Por todas las razones antes expuestas, la expropiación no puede ser
considerada una sanción.
Sin embargo, existen leyes dentro de nuestro ordenamiento jurídico que
contrariando al artículo 115 constitucional, establecen la expropiación como
sanción por la comisión de ilícitos. Ciertamente, en los últimos años se han
dictado leyes que establecen, inapropiadamente, a la expropiación como una
sanción. Veamos como ejemplo de ello la Ley de Tierras y Desarrollo Agrario, la
Ley Orgánica de Precios Justos del año 2014 y la Ley para la Regularización y
Control de los Arrendamientos de Vivienda. Así como hay casos en los que la ley
establece la confiscación de forma arbitraria como es en el caso de la LOTTT.
La Ley de Tierras y Desarrollo Agrario contempla en sus disposiciones la
expropiación agraria como sanción a los propietarios de tierras con vocación
agrícola que no tienen un nivel óptimo de productividad[141].
Ciertamente, se desprende de los artículos 68 y 69 que la Ley de Tierras,
además del establecimiento de una amplia e indeterminada declaración de
utilidad pública sobre todas las tierras con vocación agropecuaria del país, la
expropiación como consecuencia jurídica que puede proceder, a instancia del
Instituto Nacional de Tierras, para sancionar el latifundio.
De igual manera, el Decreto de Ley Orgánica de Precios Justos del año
2014[142]
(reformada en el año 2015[143])
en su artículo 7, establecía la expropiación como sanción a la comisión de
ilícitos económicos. En la misma forma, impuso la ocupación de los bienes como
sanción aplicable a las infracciones referidas a la especulación, alteración
fraudulenta de bienes y servicios, acaparamiento, boicot y al condicionamiento
de venta de bienes y prestación de servicios[144].
De esta forma, la Ley Orgánica de Precios Justos del 2014 establecía
expresamente la expropiación como consecuencia inmediata de la comisión de
ilícitos económicos y administrativos, no como un mecanismo excepcional y
extraordinario de apropiación forzosa por causa de utilidad social o interés
público. Pero, además, establecía, igualmente en violación del derecho de
propiedad, que, en el marco de dicho procedimiento expropiatorio, el Estado
podría ocupar o incautar temporalmente el local, establecimientos o
bienes del infractor, a través de la posesión inmediata, puesta en operación y
el aprovechamiento.
La Ley para la Regularización y Control de los Arrendamientos de Vivienda
–que regula relaciones privadas de un contrato de naturaleza netamente civil–
establece de igual forma la expropiación como sanción en el artículo 145,
ubicado dentro del Título VII denominado “De las sanciones”, que dispone que:
Artículo 145. De la reincidencia. En los casos de una
primera reincidencia, se aplicará a infractores el doble de la multa impuesta,
y si el infractor reincidiera tercera vez en la falta, y éste fuere dueño de
más de cinco inmuebles al arrendamiento de vivienda, la Superintendencia
Nacional de Arrendamiento de Vivienda dará inicio a los trámites pertinentes a
fin de expropiar el inmueble o inmuebles, según sea el caso.
El inmueble o los inmuebles expropiados serán adjudicados a
los arrendatarios o arrendatarias que habiten el mismo al momento de la
expropiación.
Así pues, de conformidad con la, la expropiación procede a instancia de
la Superintendencia Nacional de Arrendamiento de Vivienda, como una sanción –insistimos,
no como un mecanismo excepcional de apropiación forzosa por causa de utilidad
pública o interés social–, en caso de que los dueños de más de cinco
inmuebles destinados al arrendamiento de vivienda incurran por tercera vez
en la infracción de las disposiciones de la ley, desvirtuando de esta forma la
figura constitucional de garantía del derecho de propiedad de la expropiación.
Este Decreto ley crea dos figuras indefinidas
e indeterminadas que atentan gravemente contra la propiedad privada, como se
desprende de los artículos 148 y 149, al disponer:
Artículo 148. Cuando por razones técnicas o económicas
exista peligro de extinción de la fuente de trabajo, de reducción de personal o
sean necesarias modificaciones en las condiciones de trabajo, el Ministerio del
Poder Popular con competencia en materia de Trabajo podrá, por razones de interés público y social, intervenir de oficio o a
petición de parte, a objeto de proteger el proceso social de trabajo,
garantizando la actividad productiva de bienes o servicios, y el derecho al
trabajo. A tal efecto instalará una instancia de protección de
derechos con participación de los trabajadores, trabajadoras, sus
organizaciones sindicales si las hubiere, el patrono o patrona […].
Artículo 149. En los casos de cierre ilegal,
fraudulento de una entidad de trabajo, o debido a una acción de paro patronal,
si el patrono o patrona se niega a cumplir con la Providencia Administrativa
que ordena el reinicio de las actividades productivas, el Ministro o Ministra
del Poder Popular con competencia en materia de Trabajo y Seguridad Social podrá, a solicitud de los trabajadores y de
las trabajadoras, y mediante Resolución motivada, ordenar la ocupación de la
entidad de trabajo cerrada y el reinicio de las actividades productivas, en
protección del proceso social de trabajo, de los trabajadores, las trabajadoras
y sus familias (destacado agregado).
Se trata de la figura de “intervención” y “ocupación”,
las cuales carecen de cualquier tipo de determinación legal, pues no se
precisan las condiciones de tiempo y causas, procedimiento administrativo o
judicial previo, lo que implica una apropiación arbitraria. Tal adquisición por
parte del Ejecutivo Nacional operaría sin que medie un proceso expropiatorio
como mecanismo constitucional que permite la vulneración de la propiedad
privada ni por el mecanismo confiscatorio como medio coactivo de adquisición de
la propiedad privada también consagrado en la Constitución, pues las referidas
normas no se ajustan a los supuestos de hecho que proceden en ambos mecanismos
constitucionales[145]. ■
* Abogado
por la Universidad Católica Andrés Bello. Especialista en Derecho
Administrativo por la Universidad Central de Venezuela. Doctor en Derecho por
la Universidad Católica Andrés Bello. Profesor Titular de Derecho Procesal
Constitucional y Administrativo de la Universidad Católica Andrés Bello. Socio
del Despacho de Abogados Badell & Grau 1985. bglegal@badellgrau.com
[1] Ramón Parada, Derecho Administrativo, t. I, Parte General, 8° ed., Editorial
Marcial Pons, Madrid, 1996, p. 514.
[2] José Garberí Llobregat, La aplicación de los derechos y garantías constitucionales a la
potestad y al procedimiento administrativo sancionador, Editorial Trivium, Madrid, 1989, p. 57.
[3] José Peña Solís, La potestad sancionatoria de la administración pública venezolana,
Tribunal Supremo de Justicia, Caracas, 2005, p. 33.
[4] Ramón Parada, ob. cit., pp.
514-515.
[5] Alejandro Nieto, Derecho Administrativo
Sancionador, 4° ed. totalmente reformada, Editorial Tecnos, Madrid, 2005,
p. 53.
[6] Id., p. 54.
[7] Id., p. 55.
[8] Id.
[9] Id.
[10] Id., p. 31.
[11] AA.VV. Manual de Derecho Administrativo
Sancionador, t. I, Parte General, Parte Especial 1, 2° ed., Abogacía
General del Estado, Dirección del Servicio Jurídico del Estado, Ministerio de
Justicia, Editorial Thomson Reuters Aranzadi, 2009, p. 63.
[12] Eduardo García de Enterría y Tomás-Ramón
Fernández, Curso de Derecho Administrativo, t. II, 4° ed., Editorial
Civitas, Madrid, 1993, p. 163.
[13] Id., p. 163.
[14] Id.
[15] Antonio Beristain, “La multa penal y
administrativa en relación con las sanciones privativas de libertad”, Capítulo Criminológico, Revista Científica del Instituto de Criminología
Facultad de Ciencias Jurídicas y Políticas la Universidad del Zulia, N° 5,
Maracaibo-Venezuela, 1977, p. 257, en https://bit.ly/3vDxOcw
[16] Eduardo García de Enterría y Tomás-Ramón
Fernández, ob. cit., p. 163.
[17] José Peña Solís, ob. cit., p. 33.
[18] Alejandro Nieto, ob. cit., p. 53.
[19] José Peña Solís, ob. cit., pp.
33-34.
[20] José Garberí Llobregat, ob. cit., pp. 52-53.
[21] Eduardo García de Enterría y Tomás-Ramón
Fernández, ob. cit., p. 164.
[22] Ramón Parada, ob. cit., pp. 518-519.
[23] Véase Ramón Parada,
ob. cit., pp. 518-519 y García de Enterría y Tomás-Ramón Fernández, ob. cit.,
pp.165-166.
[24] José Garberí Llobregat, ob. cit., p. 53.
[25] José Peña Solís, ob. cit., p. 34.
[26] Luciano Parejo citado por José Peña Solís,
ob. cit., p. 53.
[27] Véase Daniela Urosa Maggi, “Aspectos
fundamentales de la potestad disciplinaria judicial”, El Derecho Público a
los 100 primeros números de la Revista de Derecho Público, EJV, Caracas,
2006, pp. 201 y ss.
[28] Fernando Garrido Falla, “Las transformaciones
del concepto jurídico de policía administrativa”, conferencia pronunciada por
el autor en el Instituto de Estudios Político el 23-04-1953.
[29] Alejandro Nieto, ob. cit., pp. 25-27.
[30] Ángeles de Palma del Teso, El principio de culpabilidad en el derecho
administrativo sancionador, Editorial Tecnos, Madrid, 1996, p. 38.
[31] Sentencia de la Sala Constitucional del
Tribunal Supremo de Justicia de 23-06-2004 (caso Carlo Palli).
[32] Id.
[33] José Canasi, Derecho Administrativo, Vol. I, Parte General, Ediciones Depalma,
Buenos Aires, 1974, pp. 221-223.
[34] Miguel S. Marienhoff, Tratado de Derecho
Administrativo, t. I, 3° ed. actualizada, Buenos Aires, 1982, pp. 608 y ss.
[35] Miguel Montoro Puerto citado por Daniela
Urosa Maggi, ob. cit., p. 203.
[36] Daniela Urosa Maggi, ob. cit.
[37] Id.
[38] José Araujo-Juárez citado por Jesús Rojas Hernández, Los principios del
procedimiento administrativo sancionador como límites de la potestad
administrativa sancionadora, Ediciones Paredes, Caracas, 2004, p.
49.
[39] Roberto Dromi, Derecho Administrativo, 5° ed., Ediciones Ciudad Argentina, Buenos
Aires, 1996, pp. 263-265.
[40] Bartolomé, A. Fiorini, Derecho
Administrativo, t. II, 2° ed. actualizada, Abeledo Perrot, Buenos Aires, 1997, p. 179.
[41] Id., p. 178.
[42] Roberto Dromi, ob. cit., pp. 266-267.
[43] Eduardo García de Enterría y Tomás-Ramón
Fernández, ob. cit., p. 163.
[44] Véase sentencia del Tribunal Superior de
España del 10-04-2008, cit. en Manuel Rebollo Puig,
Manuel Izquierdo Carrasco, Lucía Alarcón Sotomayor y Antonio M. Bueno Armijo, Derecho
administrativo sancionador, Lex Nova, Valladolid, 2010, p. 63.
[45] Adolfo Carretero Pérez y Adolfo Carretero
Sánchez, Derecho Administrativo Sancionador, 2° ed., Editorial de
Derecho Reunidas, Madrid, 1995, p. 172.
[46] Juan Carlos
Sanguinetti, Impugnación y control judicial de las sanciones
administrativas. Sus particularidades a la luz de los principios y garantías
constitucionales aplicables, en https://bit.ly/3F73sC9
[47] José Peña
Solís, ob. cit., p. 323.
[48] Véase Juan Carlos Cassagne, Curso de Derecho Administrativo,
t. II, 12° ed., La Ley, Buenos Aires, 2018, p. 250. Cit. en Juan Carlos
Sanguinetti, ob. cit., p. 4.
[49] Carlos Weffe, “El poder sancionador tributario de los municipios
venezolanos”, en AA.VV., Temas sobre Tributación Municipal en Venezuela,
AVDT, Caracas, 2005, p. 466, en https://bit.ly/3KBcqJ8
[50] Carlos
Weffe, “Panorámica general del sistema sancionador tributario aplicable al
impuesto sobre la renta en Guatemala”, en Ustitia Et Pulchritudo, Vol.
2, N° 2, 2021, pp. 33-77, en https://bit.ly/3OUJMFW
[51] Juan
Carlos Sanguinetti, ob. cit., p. 4.
[52] Carlos
Luis Carrillo Artiles, Modalidades del poder sancionador estatal, en https://bit.ly/3P38hkC
[53] Roberto
Dromi, ob. cit., pp. 263-265.
[54] José Peña
Solís, ob. cit., p. 323.
[55] Id., p. 57.
[56] Véase
Contraloría General de la República Bolivariana de Venezuela, “80 años al servicio del Estado y del pueblo
venezolano”, Publicado en Correo del Orinoco, 09-10-2018, en https://bit.ly/3vBNoVT
[57] Ley del
14-10-1830 sobre el régimen y organización política de las provincias, en
Recopilación de Leyes y Decretos de Venezuela 1830-1840.
[58] Recopilación
de Leyes y Decretos de Venezuela 1830-1840.
[59] Recopilación
de Leyes y Decretos de Venezuela 1841-1850.
[60] Id.
[61] Gaceta
Oficial Nº 16.551 del 07-07-1928.
[62] José Peña
Solís, ob. cit., p. 46.
[63] Gaceta
Oficial N° 29.998 del 04-01-1973.
[64] Gaceta
Oficial Nº 1.744 Extraordinario del 22-05-1975.
[65] Gaceta
Oficial Nº 5.262 Extraordinario del 11-09-1998.
[66] Gaceta Oficial Nº 2.818 Extraordinario del
01-07-1981.
[67] Tulio
Chiossone, Sanciones en Derecho Administrativo, Universidad Central de
Venezuela, Caracas, 1973, p. 60.
[68] Cecilia
Sosa, “La naturaleza de la potestad administrativa sancionatoria”, Las
formas de la actividad administrativa, Funeda, Caracas, 1996, pp. 245-246.
[69] Hildegard Rondón De Sansó, “La potestad sancionatoria en el
derecho venezolano”, II Jornadas Internacionales de Derecho Administrativo Allan
Randolph Brewer-Carías, Caracas, 1996, p. 238.
[70] Hildegard
Rondón de Sansó, Teoría general de la actividad administrativa,
organización/actos, Ediciones Liber, Caracas, 2000, p. 45.
[71] Eduardo
García de Enterría y Tomás Ramón Fernández, ob. cit., p. 163.
[72] Véase
Allan R. Brewer-Carías, El derecho administrativo y la Ley Orgánica de
Procedimientos Administrativos, 5° ed., EJV, Caracas, 1999; y “La garantía
del debido proceso respecto de las actuaciones administrativas, y su
desconstitucionalización en Venezuela por el Juez contencioso administrativo.
Análisis jurisprudencial” en Revista de Derecho Público, N° 141, EJV,
Caracas, 2015, pp. 179-190.
[73] José Peña
Solís, ob. cit.
[74] Daniela
Urosa Maggi, ob. cit., p. 200.
[75] Víctor
Rafael Hernández-Mendible, “Los criterios procesales que condicionan la
potestad administrativa sancionatoria”, Revista Derecho & Sociedad,
N° 54 (II), Caracas, 2020, pp. 1-3.
[76] Id., p. 3.
[77] José
Gregorio Silva, “El debido proceso en el Derecho sancionatorio”, Revista Venezolana de Legislación y
Jurisprudencia, Nº 7, 2016, p. 780.
[78] Cit. en
Hildegard Rondón De Sansó, La potestad sancionatoria en el derecho venezolano,
ob. cit., p. 240.
[79] Id., p. 241.
[80] Id.
[81] Id.
[82] Id., pp. 784-785.
[83] Jesús David
Rojas Hernández, ob. cit., p. 17.
[84] Carlos
Reverón Boulton, “Principios del derecho sancionador”, en Revista Venezolana de Legislación y Jurisprudencia, N° 4, Caracas,
2014.
[85] Id.
[86] Eduardo
García de Enterría y Tomás-Ramón Fernández, ob. cit., p. 177.
[87] Véase
sentencia del Tribunal Constitucional del 26-02-2004, N° RTC 2004, 25,
comentada en AA.VV., Manual de Derecho Administrativo Sancionador, ob.
cit., p. 103.
[88] Manuel
Rebollo Puig, Manuel Izquierdo Carrasco, Lucía Alarcón Sotomayor y Antonio M.
Bueno Armijo, Derecho administrativo sancionador, ob. cit., p. 115.
[89] Miguel
Galindo Camacho, Derecho Administrativo, t. II. Editorial Porrúa, S.A.,
México, 1996, p. 264.
[90] “Artículo
226. El Presidente o Presidenta de la República es el Jefe o Jefa del
Estado y del Ejecutivo Nacional, en cuya condición dirige la acción del
Gobierno” y “Artículo 236. Son atribuciones y obligaciones del
Presidente o Presidenta de la República: […] 2. Dirigir la acción del Gobierno.
[…] 24. Las demás que le señale esta Constitución y la ley”.
[91] Eduardo
García de Enterría y Tomás-Ramón Fernández, ob. cit., p. 177; AA.VV., Manual de
Derecho Administrativo Sancionador, ob. cit., p. 139.
[92] AA.VV.,
Manual de Derecho Administrativo Sancionador, ob. cit., p. 139.
[93] Id., pp.
139-140.
[94] Luis
Martínez Hernández, La potestad sancionadora del Banco Central de Venezuela,
Tribunal Supremo de Justicia, Caracas, 2006, p. 42.
[95] Daniel
Rosales Cohen, Aproximaciones del Derecho Administrativo Sancionador al
Derecho Penal en Venezuela, en https://bit.ly/3LEinpU,
pp. 6 y ss.
[96] Id.
[97] AA.VV.,
Manual de Derecho Administrativo Sancionador, ob. cit., p. 142.
[98] Rafael Badell Madrid, José Ignacio Hernández, Régimen jurídico de las
telecomunicaciones en Venezuela, Caracas, 2002, p. 413.
[99] Carlos
Weffe, “Problemas selectos de derecho sancionador tributario venezolano”, en https://bit.ly/39ytTFa
[100] Aprobada por
Venezuela mediante la Ley Aprobatoria de la Convención Americana sobre Derechos
Humanos “Pacto de San José de Costa Rica”, publicada en la Gaceta Oficial Nº
31.256 del 14-06-1977.
[101] Víctor
Hernández-Mendible, ob. cit.
[102] Id.
[103] Allan R.
Brewer-Carías, La garantía…, ob. cit., pp. 179-190.
[104] José
Gregorio Silva, ob. cit., pp. 780-781.
[105] AA.VV. Manual
de Derecho Administrativo Sancionador, ob. cit., p. 365.
[106] Id.
[107] Manuel Gómez Tomillo e Íñigo Sanz Rubiales, Derecho administrativo sancionador. Parte
General. Teoría General y Práctica del Derecho Penal Administrativo, 2° ed., Aranzadi, Thomson Reuters, Navarra,
2010, p. 698.
[108] Id., p. 386.
[109] Juan Domingo
Alfonzo Paradisi, “Comentarios en cuanto al decreto con rango, valor y fuerza
de ley orgánica de precios justos publicado en la Gaceta Oficial N° 40.787 de
fecha 12-11-2015”, Revista de Derecho Público, N° 143/144, 2015, p. 236.
[110] En efecto,
dispone el artículo 69 que “si de los hechos y circunstancias objeto de
inspección o fiscalización, la funcionaria o el funcionario actuante verifica
la existencia de una o más de las infracciones por el incumplimiento de
formalidades a que se refiere el artículo 46 de este Decreto con Rango, Valor y
Fuerza de Ley Orgánica, procederá a imponer las sanciones correspondientes y
notificarlas en el mismo acto. Si la sanción consistiere en multa, la
notificación se perfeccionará una vez entregada al infractor la respectiva
planilla de liquidación emitida por la Superintendencia Nacional para la
Defensa de los Derechos Socioeconómicos (SUNDDE)”.
[111] Luis Fraga
Pittaluga, La defensa del contribuyente, Academia de Ciencias Políticas
y Sociales, EJV, 2021, pp. 98-99, en: https://bit.ly/3OSgNmk
[112] Id.
[113] Véase
sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos del 24-10-2012, Caso
Nadege Dorzema y otros vs. República Dominicana, cit. en Víctor Hernández-Mendible,
ob. cit., p. 234.
[114] Rafael
Badell Madrid, José Ignacio Hernández, ob. cit., p. 406.
[115] José
Gregorio Silva, ob. cit., p. 791.
[116] En https://bit.ly/38JP1aR
[117] En https://bit.ly/3kvMtjp
[118] Corte
Interamericana de Derechos Humanos, Opinión consultiva OC-17/02 del 28-08-2002,
sobre la condición jurídica y derechos humanos del niño, serie A, N° 17, párr.
127. Cit. en Víctor Hernández-Mendible, ob. cit., p. 237.
[119] Véase
Víctor Hernández-Mendible, ob. cit., p. 237.
[120] Rafael
Badell Madrid, José Ignacio
Hernández, ob. cit., p. 401.
[121] Id.,
p. 403.
[122] AA.VV., Manual
de Derecho administrativo Sancionador, ob. cit., p. 153.
[123] Id.
[124] Véase
sentencia de la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia N° 1978 de
fecha 19-07-2005, caso: Festejos Mar C.A.
[125] Eduardo
García de Enterría y Tomás-Ramón Fernández, ob. cit., pp. 175 y 188.
[126] Carlos
Weffe, Problemas…, ob. cit.
[127] Sentencias
del Tribunal Supremo de España, en Sala de lo Contencioso Administrativo, de
fechas 24-01-2000 (RJ 2000,331) y 15-12-2003 (RJ 2004, 326), cit. en AA.VV., Manual
de Derecho Administrativo Sancionador, ob. cit., p. 267.
[128] Sala Político
Administrativa, sentencia del 24-05-2016.
[129] AA.VV., Manual
de Derecho Administrativo Sancionador, ob. cit., p. 267.
[130] J. Garberi
Llobregat y G. Buitrón Ramírez, El procedimiento administrativo sancionador,
Tirant lo Blanch, 2001, p. 122, cit. en AA.VV., Manual de Derecho
Administrativo Sancionador, ob. cit., p. 269.
[131] Id., p.
269.
[132] Véase
criterio del Alto Tribunal Español en sentencia del 26-03-2001, N° RJ 2001,
6608, cit. en AA.VV., Manual de Derecho Administrativo Sancionador, ob.
cit., p. 268.
[133] Jesús A.
Villarreal Hernández y José J. Rodríguez Farías, “Consideraciones
sobre la inconstitucionalidad de la dualidad sancionatoria prevista en el
Decreto con Rango, Valor y Fuerza de Ley Contra la Corrupción”, Revista
Anuario del Instituto de Derecho Comparado, Vol. 39, Año 2016, en https://bit.ly/3F73tpN
[134] Gaceta
Oficial N° 6.507 Extraordinario del 29-01-2020.
[135] Carlos
Weffe, “La legislación delegada tributaria de 2014 (1): parte general. Síntesis
analítica”, en XIV Jornadas de Derecho Público 2015, Impacto de los
Decretos–Leyes: balance y perspectiva, Centro de Estudios de Derecho
Público de la Universidad Monteávila, Caracas, 2015, pp. 129.
[136] Id., p.
182.
[137] Véase en
general Samantha Sánchez Miralles, Casos de estudio sobre la expropiación en
Venezuela, CIDEP y EJV, Caracas, 2016; y el capítulo IX sobre “la
inconstitucional expropiación sancionatoria” de Gustavo Linares Benzo y Antonio
Silva Aranguren, La expropiación en Venezuela, UCAB, Caracas, 2011.
[138] Véase Rafael
Badell Madrid, Régimen jurídico de la expropiación en Venezuela,
Editorial Paredes, Caracas, 2014, p. 39.
[139] Manuel
Rebollo Puig, Manuel Izquierdo Carrasco, Lucía Alarcón Sotomayor y Antonio M.
Bueno Armijo, Derecho administrativo sancionador, ob. cit., p. 81.
[140] Sentencia de la Sala Político Administrativa de la Corte
Suprema de Justicia de fecha 12-11-1991; caso: Corporación Venezolana de
Guayana. Magistrado ponente: Josefina
Calcaño de Temeltas Jurisprudencia Venezolana.
Ramírez & Garay, t. 119, pp. 600-604.
[141] Véase así
los artículos 68 y 69 que establecen: “Artículo 68. A los
fines de la presente Ley, se declaran de utilidad pública o interés social, las
tierras con vocación de uso agrícola, las cuales quedan sujetas a los planes de
seguridad agroalimentaria de la población, conforme a lo previsto en el
artículo 305 de la Constitución de la República”. “Artículo 69. De igual
manera, se declara de utilidad pública e interés social, a los efectos de la
presente Ley, la eliminación del latifundio como contrario al interés social en
el campo, conforme a lo previsto en el artículo 307 de la Constitución de la República.
En tal sentido, el Instituto Nacional de Tierras (INTI), procederá a la
expropiación de las tierras privadas que fueren necesarias para la ordenación
sustentable de las tierras de vocación agrícola, para asegurar su potencial
agroalimentario, quedando subrogado en todos los derechos y obligaciones que de
conformidad con esta Ley puedan corresponder a la República”.
[142] Gaceta
Oficial N° 6.156 Extraordinario del 18-11-2014.
[143] Gaceta
Oficial N° 40.787 del 12-11-2015.
[144] En efecto,
el artículo 7 de la Ley Orgánica de Precios Justos del 2014 señalaba: “Artículo
7. Se declaran y por lo tanto son de utilidad pública e interés
social, todos los bienes y servicios requeridos para desarrollar las
actividades de producción, fabricación, importación, acopio, transporte,
distribución y comercialización de bienes y prestación de servicios. // El
Ejecutivo Nacional puede iniciar el procedimiento expropiatorio cuando se hayan
cometido ilícitos económicos y administrativos de acuerdo a lo establecido en
el artículo 114 de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela y,
cualquiera de los ilícitos administrativos previstos en el presente Decreto con
Rango, Valor y Fuerza de Ley Orgánica. // En todo caso, el Estado podrá adoptar
medida de ocupación temporal e incautación de bienes mientras dure el
procedimiento expropiatorio, la cual se materializará mediante la posesión
inmediata, puesta en operatividad, administración y el aprovechamiento del
establecimiento, local, bienes, instalaciones, transporte, distribución y
servicios por parte del órgano o ente competente del Ejecutivo Nacional, a
objeto de garantizar la disposición de dichos bienes y servicios por parte de
la colectividad. El órgano o ente ocupante deberá procurar la continuidad de la
prestación del servicio o de las fases de la cadena de producción, distribución
y consumo, de los bienes que corresponda. // En los casos de expropiación, de
acuerdo a lo previsto en este artículo, se podrá compensar y disminuir del
monto de la indemnización lo correspondiente a multas, sanciones y daños
causados, sin perjuicio de lo que establezcan otras leyes”.
[145] Ramón
Alfredo Aguilar, Constitución, potestades administrativas y derechos
fundamentales en la Ley Orgánica del Trabajo, los Trabajadores y las Trabajadoras
(LOTTT), FUNEDA, Caracas, 2014, pp. 34-35.