Gobernanza y buena administración

Hernán A. Celorrio*

REDAV, N° 29, 2024, pp. 87-105

Resumen: El presente análisis explora la interdependencia entre la Gobernanza y la Buena Administración como pilares del Derecho Administrativo contemporáneo. Se argumenta que ambos conceptos requieren una estructura jurídica sólida que responda a la evolución del Estado Social de Derecho y al creciente activismo estatal.

Palabras clave: Activismo estatal – Buena administración – Gobernanza

Abstract: This analysis explores the interdependence between Governance and Good Administration as pillars of contemporary Administrative Law. It argues that both concepts require a solid legal framework that responds to the evolution of the Social State under the Rule of Law and increasing state activism.

Keywords: State activism – Good administration – Governance

Recibido

02-06-2025

Aceptado

15-09-2025

i.     Conceptualización preliminar

Toda apreciación jurídica exige como paso inicial la determinación de su objeto, en el ámbito preciso de su proyección, de modo tal de habilitar una focalización correcta de su dimensionamiento, extremo aún más exigible cuando se apunta a una correlación de actividades, instrumentos, institutos o principios.

No escapa a nuestro enfoque que pareciera equivoco correlacionar elementos o aspectos de esencia diversa, pero entendemos que una visión integral al presente es una exigencia de la dinámica evolutiva del Régimen Administrativo, y a su conjuro, corresponde el análisis coherente de todos los elementos con incidencia pragmática en su configuración.

En el caso, la simple referencia a Gobernanza y Buena Administración, en términos concatenados, exige de por sí, la incorporación de un tercer componente, cuál es su vertebración jurídica inherente al Derecho Administrativo de plena aplicabilidad, en cuanto permitirá estructurar el plexo jurídico que dotara de consistencia efectiva a las notas de buena administración, de esencia principal, en conjunción con los de gobernanza, de naturaleza acordes a la definición de políticas públicas, con notorio anclaje sociopolítico. Debe precisarse que las referencias conceptuales esbozadas excluyen toda derivación definitoria, pues bien alertaba Muñoz Machado acerca del riesgo de limitarse a preocupaciones excluyentes sobre definiciones, cuando puntualizaba que el devaneo tradicional sobre los elementos propios de la configuración de la actividad administrativa ha supuesto ingentes esfuerzos sin resultados positivos, que bien pudieren ser concretados a través de aproximaciones descriptivas, más acordes a la dinámica evolutiva de esta rama jurídica, cuyo “dato notorio es su extraordinario apego a la realidad social, vinculación que le impone una acomodación a las nuevas necesidades y se traduce en un proceso evolutivo constante”[1].

Nuestra notoria preferencia por las conceptualizaciones también amerita límites, para evitar caer en un equívoco bastante común, consistente en proyectar conceptos jurídicos válidos a conformaciones fácticas ajenas a su formación original, lo cual puede conducir a errores de distinta naturaleza. En primer lugar, a aquellos encuadrables bajo la perspectiva derivativa, consistente en ignorar que la concepción original correcta en función del supuesto factico que la motiva, no puede aplicarse en plenitud a extremos diversos. Típico ejemplo del misunderstanding derivativo, son erróneos alcances adjudicables al concepto de competencia en cuanto su caracterización sustancialmente limitativa, de técnicas de delegación, en su origen en cuanto hace a las atribuciones de órganos administrativos y más aún en cuanto a la configuración objetiva de la voluntad Administrativa, que en modo alguno puede proyectarse a la efectiva acción de la Administración en su contexto de eficiencia exigible, que como tal supone planteos de delegación más acordes con técnicas de ciencias de la administración. Tampoco cabe obviar un segundo campo minado, surgido de no entender la notoria realidad de que los conceptos importan en la medida en que sean valiosos metodológicamente, y por ende son herramientas a utilizar y “el Derecho sería uno de esos lenguajes vivos, de modo que los conceptos jurídicos están abocados a mutar en el transcurso del tiempo”[2], y sin desconocer que inadvertidamente, muchas veces, nuestra educación jurídica se perfila en planteamientos que consideramos obsoletos e inadecuados.

Además, a estas prevenciones, cabe añadir que la ya aludida dinámica evolutiva originaria se ve considerablemente acelerada por la gravitación tecnológica reciente, que adquiere una relevancia excepcional en las áreas que no suponen perspectivas excluyentes, como son las propias de la Gobernanza y por ende, a su respecto, mayores recaudos deben arbitrarse en la proyección a las mismas, de consideraciones jurídicas específicas. A este respecto, es específicamente oportuna la reflexión del Profesor Cassese, que atento al hecho de que las funciones constituyen el elemento central de la Administración propio de un Derecho Administrativo que desplaza con más intensidad su objeto a la correcta actuación de la Administración, en aras de la consecución de fines normativamente exigibles, precisa que hoy, “en la Legislación Administrativa, conviven, las dos tradiciones del Derecho Administrativo, la del periodo inicial, y la de su ‘madurez’”[3]. La primera de ellas, con fuerte gravitación forense, y la propia de su “madurez” con notoria prevalencia funcional finalista.

No es del caso insistir sobre consideraciones adicionales sobre alcances del Derecho Administrativo, pues a los efectos de la relación gobernanza y buena administración, en el espectro acotado de esta presentación, es suficiente, y en cuanto atañe a buena administración dos notas sustanciales bastan. La primera, su naturaleza principial, consagrada entre otra normativas, por el artículo 41 de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea, principio bajo el cual “se va desarrollando una moderna teoría sobre el accionar administrativo que acentúa la dimensión social del hombre”[4]; y que precisamente por tal naturaleza, insufla todas las áreas de la actividad administrativa, con amplio reconocimiento de nuevos derechos de los administrados, como contrapartida del deber de la Administración. Y, adicionalmente, es de alta relevancia registrar que tal principio general es de tal amplitud que comprende una veintena de principios entre los cuales destacan el principio de servicio objetivo a los ciudadanos, los de proporcionalidad y racionalidad, el principio de eficacia y el de confianza legítima[5].

En esta proyección, es significativa la íntima consustanciación entre buen gobierno (gobernanza) y buena administración a punto tal que Rodríguez Arana los identifica en las líneas genéricas puntualizando que “el Buen Gobierno o la Buena Administración no es solo una característica que debe distinguir a sus aparatos gubernamentales o administrativos, sino un Derecho exigible ante los Tribunales”[6].

Párrafo especial corresponde al concepto de gobernanza. La Real Academia Española lo define como “arte o manera de gobernar que se propone como objetivo el logro de un desarrollo económico, social o institucional duradero, produciendo un sano equilibrio entre el Estado, la Sociedad Civil y el Mercado de la Economía”[7]; y aún más lejos de cuestionar los alcances de esta definición, extremo que implicaría absurda soberbia, debemos precisar que en su seno conviven acción y finalidad excluyente, lo cual supone severa limitante en la apreciación de las relaciones entre gobernanza y buena administración. En efecto, un correcto análisis jurídico exige contemplar la acción gubernativa, en su amplio espectro, no solo en sus condiciones positivas, sino también en aquellas que pudieren ser cuestionables por presentar falencias respecto a los resultados hábiles pretendidos. Por ello, entendemos preferible a efectos de esta presentación, la caracterización de Pierre Rosanvallon, que en su obra El Buen Gobierno caracteriza la acción gubernamental como “gestión cotidiana de la cosa pública, instancia de decisión y de mando”[8].

Sin perjuicio de lo expuesto, es evidente que corresponde apuntar a una confluencia positiva, de los planteos de gobernanza y buena administración, dado que en esencia las notas propias de ambas son coincidentes, entendida la gobernanza, en los términos definitorios de la Real Academia, pero una actitud pragmática torna exigible una visión más completa, que a la par de auscultar eventuales desviaciones, también valore elementos sociopolíticos de base, que por su alta incidencia en la conformación del perfil de gobernanza, corresponde ser acotados y dinamizados para asegurar su pleno ajuste al marco amplio de la buena administración, conforme a los postulados de la Carta de la Unión Europea de Niza (art. 41) y de sucesivos Convenios Internacionales, contestes (v.gr. Carta Iberoamericana del CLAD).

Este perfil pragmático, indispensable para la efectiva consecución de los derechos, convencionalmente estructurados, orienta a consideraciones jurídicas, que no pueden obviarse, y que actualizan conceptos muy arraigados y de significativa profundidad, como aquellos vinculados a interpretaciones estrictas del principio de división de poderes.

Así, la reafirmación de tal principio, no puede suponer negación de la amplitud presente de las facultades del Poder Ejecutivo, en desmedro de las propias del tradicional legislativo, ni desconocer la configuración del llamado Administrative State, que concentra atribuciones otrora netamente legislativas y también de naturaleza jurisdiccional, más allá de la procedencia impoluta de una revisión judicial suficiente. Así, es dable observar que el centro de gravedad de la exigencia democrática operado en función del principio de representatividad, en sede parlamentaria, imperceptiblemente y a veces también en forma manifiesta se desplaza hacia la relación gobernante – gobernado, en áreas directas del Poder Ejecutivo, perfilando una crisis de representación, que se orienta, según Rosanvallon a una suerte de presidencialización de las democracias. Indudablemente, este fenómeno obliga a actualizar los mecanismos y recaudos jurídicos, que habilitan vías adecuadas para la correcta proyección del principio de buena administración, y consecuentemente gobernanza positiva. Baste a título ejemplificativo, verificar la imperiosa necesidad de configurar mejores parámetros de tutela administrativa efectiva, sin desdeñar la plena vigencia de la tutela judicial tradicional, condición necesaria de todo régimen jurídico respetuoso de los derechos fundamentales, pero no cabalmente suficiente.

ii.    Vertiente jurídica

Corresponde al Derecho Administrativo constituirse en la vertebración jurídica de las políticas públicas, y consecuentemente en raigambre definitoria de los alcances efectivos del principio de buena administración y de debida gobernanza. Por ello, también supone un planteo acorde con aquello que Cassese refería como periodo de madurez del mismo, que apunta a una vocación finalista, que excede las limitantes del énfasis primordial en su instrumentalidad. La función de la Administración Pública es servir con objetividad los intereses generales; y con ese horizonte, como explicita el Prof. Rodríguez Arana Muñoz la Buena Administración, el Buen Gobierno ha de realizarse mirando permanentemente las necesidades colectivas de los ciudadanos desde los parámetros del pensamiento abierto, plural, dinámico y complementario[9].

Esta concepción conlleva la necesidad de adecuar el instrumental técnico-jurídico existente a los cometidos a satisfacer, aspecto profundizado por la dinámica tecnológica, que excluye el excesivo rigor en parámetros formales tradicionales, que pudieren operar en desmedro de la efectividad de las acciones que la Gobernanza requiere. En definitiva, quedan superadas concepciones autocomplacientes, cuyo eje central se concentraba en el perfeccionamiento formal de los institutos administrativos, sin valorar su incidencia exterior, y obviamente desde la tradición administrativista forense, la proyección actual nos arrastra a consideraciones en las cuales la preocupación esencial radica en dotar a la Administración del entramado jurídico acorde a los cometidos estatales, constitucionalmente exigibles. Señalaba el Prof. Cassese, que la Administración debe ser contemplada en relación a sus Funciones, siendo los cometidos estatales los factores determinantes de las mismas[10].

Este período de madurez obliga un singular esfuerzo al jurista, pues no solo debe amalgamar planteos jurídicos diversos, en función del target aludido, sino que también debe arbitrar las vías de integración a través de las cuales puedan fluir conceptos originados en otras ramas del conocimiento (v.gr. ciencias de la administración, y sociología) sin cuya correcta valoración resultaría esquiva la posibilidad de concebir un nivel de gobernanza, acorde con el interés general de los ciudadanos. Más aún, la nueva convergencia entre Sociedad y Estado en la cual además de la reafirmación del principio de subsidiariedad, surgen con gravitación elementos significativos de concatenación de acción pública y privada, incluyendo figuras privadas en la función Administrativa, que torna muy presente la aseveración de Alejandro Nieto de que “en definitiva, de lo que se trata es de que el Jurista, en cuanto Técnico del Derecho, formule y ponga a disposición de la Sociedad, Técnicas concretas para viabilizar la realización de los intereses colectivos y generales”, sin descuidar que “la Administración Pública ha estado dominada por los juristas y es inadmisible que lo secundario se convierta en fundamental”.

iii.   Visión integral – eficiencia

Tradicionalmente, entendemos que ha existido un divorcio no explicitado entre las proyecciones del Derecho Administrativo, y las concepciones de políticas públicas; en modo alguno han sido manifestados, pero resultan claras del análisis de la evolución en ambos casos. También cierto es, que la madurez del Derecho Administrativo, en la referencia de Cassese, acentuando la trascendencia de la finalidad y, abroquelando este concepto en la servicialidad de la Administración Pública, ha abierto un campo estupendo para conjugar en forma asertiva, ambas perspectivas, y en ese relevante capítulo que hoy se nos dispensa, la Buena Administración nos habilita el cauce mas proficuo para un desarrollo integral correcto.

Desarrollo integral supone un correcto ensamblaje jurídico, que coordine pautas precisas de legitimidad no inhibitorias de cauces hábiles para la consecución de los objetivos a cumplimentar por la Administración, para una debida satisfacción de derechos fundamentales exigibles. Ello implica una visión integral, a valorar en dos aspectos esenciales, a saber: integralidad en la concepción jurídica intrínseca, e integralidad en el diseño de políticas públicas, en las cuales la conformación jurídica es relevante, pero no excluyente.

1.     Integralidad jurídica intrínseca

Esta perspectiva apunta a conformar un plexo jurídico contemplativo de todas las áreas a las cuales la Administración, en la concepción finalista reseñada, debe proveer con adecuada responsabilidad y eficiencia, so riesgo de quedar entrampada en un laberinto jurídico, ajeno a la realidad que le corresponde regular. Para ello, cabe insistir en la imperiosa necesidad de actualizar planteos jurídicos, contestes a épocas de proyecciones restrictivas del accionar estatal, para fluir con nitidez en los espacios constituidos, por las épocas actuales de Administración Activa, al conjuro de las prescripciones constitucionales del Estado Social de Derecho o similares (v.gr. Constitucionalismo del Bien Común en su interpretación lata).

A tales efectos, consideración esencial es una acertada caracterización del instrumental jurídico utilizable, y en tal sentido ya es evidente, el progreso alcanzado en cuanto a la valoración del reglamento como instrumento prevalente en el efectivo accionar administrativo, superando conceptos clásicos restrictivos acerca de los alcances concretos del principio de división de poderes, y también desdeñando el análisis tradicional prevalente sobre el acto administrativo, para elaborar un cuerpo doctrinario de mucha mayor complejidad sobre generación y alcances de la actividad reglamentaria, conjugando con realismo las diversas facetas constitutivas del llamado Estado Garante, en composición con el Estado Prestacional, todo ello enmarcado en el ya referido Estado Social de Derecho.

Además, de estas observaciones, sustancialmente instrumentales, surgen otras de mayor gravitación que se orientan a la configuración pragmática de derechos exigibles, por cuanto han sido formalmente consagrados, y cuya efectivización pareciera no ser compatible en su conjunto, generándose áreas difusas que algunos autores perciben como colisión de derechos. Sabido es que una simple constatación de lógica jurídica excluye el concepto de colisión, en cuanto siempre cabe la interpretación coordinada, pero cierto es que la afirmación efectiva de derechos fundamentales necesitados de Administración activa puede verse vulnerado por la concreción de otras de similar jerarquía (v.gr. por consideraciones de limitantes económicas a la acción pública). A estos planteamientos doctrina autorizada responde señalizando que de existir conflictos acaecen entre el derecho fundamental y sus límites, única colisión posible y que debe dirimirse con énfasis esencial en el principio de proporcionalidad[11]. Más allá de la aceptación de esta posición dogmática, lo cierto es que una visión realista indica con notable transparencia las dificultades económicas que implican la satisfacción plena de los derecho económicos, sociales y culturales, proyectados como derechos fundamentales en el neoconstitucionalismo[12], extremo que suena paradojal, ente otras, ante la paralela constante ampliación de los límites de la responsabilidad estatal que, inclusive en un momento, llego a un régimen de responsabilidad objetiva global, en la normativa española, y en un contexto de restricciones presupuestarias que en el caso de España, forzaron una enmienda constitucional (art. 135 de la Constitución Española)[13].

Así, en síntesis, es indispensable una visión jurídica integral que permita un plexo jurídico de cabal aplicabilidad, en el contexto de la sociedad, a cuyo ordenamiento está dirigido.

2.    Integralidad en el diseño de políticas públicas

La conectiva con buena administración y más aún con gobernanza, nos anoticia de la imperiosa necesidad de contar con un plexo jurídico adecuado, necesario, pero como ya fuera señalado no suficiente, en cuanto es absurdo pensar en gobernanza, sin contemplar lo atinente al diseño de políticas públicas, y tampoco es razonable perfilar políticas públicas, en un contexto limitado a una visión jurídica, pues también cumplen un rol relevante, elementos propios de ciencias de la administración, sociología y el amplio abanico de ciencias sociales, que la dinámica tecnológica expande con impresionante celeridad, sin contar los aspectos económicos, legales, y globales de específica trascendencia. La aseveración del profesor Cassese en cuanto a perfilar al Derecho Administrativo como el Derecho de Sociedad nos presenta justos parámetros del enfoque aludido, precisado al señalar que debe visualizarse:

Un Derecho Administrativo impulsado por la necesidad que la Sociedad tiene de las Administraciones Públicas, y ordenado con el fin de que estas presten servicios, y en consecuencia, el centro de gravedad no está en el juez ni en los controles, sino en la legislación, en los reglamentos administrativos y en la Eficacia[14].

Por ende, las claves jurídicas de las políticas públicas, deben enraizarse en la concepción político-social de la comunidad a la cual se orienta, para configurarse en elemento definitorio de la gobernanza hábil pretendida, y, a tal respecto, entre múltiples elementos a considerar, lo atinente a la relación Estado-Sociedad ocupa posición prevalente en cuanto los alcances del principio de subsidiariedad, han de plasmar el modo de gobernanza, en el cual se ha de ponderar un perfil pragmático del principio de buena administración.

A.    Subsidiariedad y concatenación público-privada

Sin una visión actual de los alcances del principio de subsidiariedad no es dable concebir un criterio moderno de configuración de políticas públicas dado que éste constituye el vector definitorio del principio de concatenación público-privada que hace a la esencia vital de la moderna relación Estado-Sociedad, conteste a los nuevos cometidos estatales exigibles.

Por ello, la precisión correcta del concepto de subsidiariedad al presente, con su implícito consecuente cual es la cabal configuración de la acción privada en los marcos constitucionales vigentes, en pos de los objetivos de interés general, pergeñados para la acción estatal, es el elemento decisivo para una caracterización hábil de los principios de gobernanza, que conforma hoy un parámetro esencial de la acción pública, acorde a un ajustado análisis de la relación Estado-Sociedad.

Según se consignara, luce el Derecho Administrativo como altamente evolutivo, lo cual, a todas luces suena a verdad de Perogrullo pero como bien apuntaba Ortega y Gasset, en Meditaciones de la Técnica, no cabe amilanarse en su aseveración, pues, el problema real radica en no entenderlas, extremo que sucede con lamentable asiduidad, inclusive en campos correlativos a la dogmática administrativista[15]. Como ya hemos referido, el Derecho Administrativo es altamente evolutivo, pero al mismo tiempo fuertemente conservador, en dos polos, que debemos respetar y confluir en función de una realidad compleja, en la cual la magnitud y expansión de los cometidos estatales conduce a un activismo estatal, con necesaria profundización principialista, para evitar desbordes publicísticos que vulneren pautas de interdicción de arbitrariedad, pues sin duda tal continuidad principal constituirá el ancla que asegure al ciudadano ante este fragoroso océano evolutivo. Con especial acierto, el prof. Rivero Ortega puntualizaba que “la crisis económica nos ha mostrado la apremiante necesidad de replantear nuestro modelo administrativo” y a tal extremo, nos incumbe corresponder con una actualización dogmática, que mantenga incólume la raigambre principal consolidada[16]. Por ello, en síntesis, se debe encarar el replanteo de institutos tradicionales sin afectar su esencia garantista.

Las pautas de subsidiaridad no constituyen excepción. Nota fundamental radica en la aseveración de la cabal vigencia del principio de subsidiaridad, lo cual no inhibe de perfilar alcances diferenciales del mismo, atento a las nuevas exigencias del activismo estatal propio de la constitucionalización del Estado Social de Derecho, y de la dinámica regulatoria implícita, y más aún de la integración privada en el ejercicio de la función administrativa; y en dicho espectro, varias pautas deben valorarse.

En primer término, según ya fuera señalado, son decisivas precisiones conceptuales que eviten quedar inmersos en consideraciones que estimamos obsoletas pese a lo cual ciertas derivaciones de las mismas obstan al correcto análisis de situaciones actuales. Así, en modo alguno hoy podemos calificar de antinómica la relación Estado y Sociedad, y menos aún pretender que intervencionismo y subsidiaridad por naturaleza se oponen, cuando en verdad el planteo correcto es la concatenación de la acción pública y la actividad privada, tanto en el área ejecutiva, como en la normativa, tal como la continua expansión de notas de soft-law lo acreditan, sin olvidar tampoco las figuras arbitrales, en la vertiente jurisdiccional.

También es significativo, según se expusiera, captar con amplitud, la incidencia y magnitud de los cometidos estatales, derivados del neoconstitucionalismo, no sólo por su constitución cuantitativa, corolario de la expansión de los derechos fundamentales, sino por la diversidad de naturaleza, atento que su debida satisfacción implica conductas públicas activas, a diferencia de las correspondientes a los llamados derechos de primera generación, propios del constitucionalismo tradicional. Obviamente, el activismo estatal fluye a través de una severa dinámica regulatoria y de una proficua acción administrativa directa, integradas en una concepción intervencionista, que han de integrarse en debida forma con la acción privada, sin desnaturalizar su vertebración en el principio de subsidiaridad, con notorias exigencias sobre los postulados de buena administración.

Tal sensible ejecución en la calidad de la acción estatal torna de plena evidencia la falencia de operar en términos estrictos, con conceptos forjados y consolidados en estadios anteriores, de actitudes estatales limitadas; y conociendo que el activismo estatal delineado proyecta vertiginosamente conductas diversas, acentuadas también por pautas internacionales (v.gr. regulaciones financieras), el target a perseguir radica en impedir que tal vorágine socave fundamentos principiales. Así, con concepción realista, que como tal consolide su plena vigencia amerita notoria aplicabilidad al principio de subsidiaridad, y a su complementación con adecuado enfoque de la concatenación público-privada ya referida, y la interacción privada en el ejercicio de la función administrativa.

Parafraseando a Muñoz Machado[17], quien aludiendo a la actividad reglamentaria, puntualizaba que en un sentido amplio, podría contemplarse en ella toda la acción administrativa, cabe afirmar que en una dimensión abierta, la actividad de fomento cubre gran parte de la acción estatal, y se constituye en núcleo esencial del diseño de políticas públicas tendientes a la debida satisfacción de los cometidos estatales expansivos.

B.    Pragmática de buena administración

Tampoco puede ser ajeno al análisis ciertas referencias pragmáticas a buena administración, correlativas al diseño de políticas públicas. En efecto, la conceptualización clásica de la buena administración, adquiere hoy una nueva dimensión, acorde a la necesidad de una Administración Pública más transparente, más participativa y más cercana a la ciudadanía digital, para servir objetivamente al interés general y promover los derechos inherentes a la dignidad humana en su plenitud, conforme a las nuevas demandas de la sociedad digital; bien entendido que la contrapartida al derecho fundamental a la buena administración ciudadana, es el deber coherente de la Administración Pública. Así, el incumplimiento de esos deberes por la Administración genera derechos exigibles por los ciudadanos y condensa un principio que procura mayor celeridad y eficacia administrativa.

Lo expuesto acredita con evidencia la necesidad de enfoques pragmáticos contingentes adecuados al status socioeconómico de la sociedad receptora de las políticas públicas focalizadas en la operativa de buena administración, pues su instrumentación al tender objetivamente al interés general, debe excluir aproximaciones que si bien pueden mejorar condiciones sectoriales, en modo alguna resultan satisfactorias al interés general de la sociedad. Por ello, el plexo jurídico que las sustente debe comprender pautas de flexibilidad operativa que así lo permitan, y también debe entenderse la relevancia de una apreciación previa de los supuestos de hecho, a los cuales se proyectan las políticas diseñadas. A título ejemplificativo, baste referir dos supuestos de notable gravitación actual de conformación universal, aunque de profundidad diversa: la crisis anómica y las crisis económicas.

Respecto a la primera, generalmente subvalorada, es de alta significación por cuanto es muy extendida, y se agudiza a compás del descreimiento social en los liderazgos políticos y la desazón relativa a las expectativas económicas, restando el eslabón sustancial sobre el cual responden las figuras de concatenación público-privadas, y la correcta esencia del principio de subsidiaridad, que supone una proyección coherente de objetivos comunes ente Estado y Sociedad, y en modo alguno implica una relación antagónica. La falibilidad implícita en estos elementos se agrava al evaluar la especifica relevancia de la actividad reglamentaria en la implementación de políticas públicas y en aspectos concretos de buena administración, orbita en la cual el consenso social amplio, es condición definitoria de buen suceso efectivo.

En lo atinente a las crisis económicas, nadie desconoce su incidencia, aunque surgen discrepancias sobre su alcance, por lo cual merece ciertas reflexiones específicas a desarrollar.

Conforme ya fuera precisado, la operativa pública, en épocas de crisis económica, asume restricciones de singular incidencia en cuanto hace a la buena administración y fundamentalmente en lo atinente a una apreciación integral de sus principios. Habitualmente estamos inclinados a perfilar los principios de buena administración, en función de la relación bipolar Administración-Administrado, excluyendo de su prisma operativo la referencia sustancial al binomio Administración- Políticas de Estado al desconocer que bajo esa segunda premisa conceptualmente equiparable a cometidos estatales, quedan comprendidos los administrados presentes y futuros por la obvia proyección prospectiva implícita en tales cometidos. Buena ejemplificación de ellos se presenta en el tratamiento de los temas ambientales de naturaleza prospectiva cuya relevancia respecto a las contrataciones públicas ha sido certificada normativamente en el Título General de la Ley Española de Contrataciones del Estado (art. 1.3 Ley 9/2019).

La interrelación entre ambos institutos es aún más evidente en función de la crisis económica estructural que obliga a una cautela especial en materia de erogaciones para no afectar los principios de equilibrio fiscal y sostenibilidad financiera, sin perjuicio de su condición estratégica en la movilización de los factores básicos de la economía pública. La buena Administración asume principios que hacen al cabal respeto de la centralidad de la persona humana y entre ellos, los relativos a los condicionamientos económicos y sociales de su desarrollo, ante lo cual las erogaciones públicas, y en especial la contratación pública reviste carácter estratégico. A este respecto, es decisivo proyectar las consecuentes del principio de eficiencia al orden sustancial de la buena administración, y en tal sentido, surge de interés la sintética aseveración de Hughes en su Public Management and Administration (2003) quien refería que corresponde evolucionar del concepto de Administrar (procedimental) al de gestionar (resultados), dado que una administración prestacional requiere de productividad y eficiencia.

La crisis económica estructural pone de relieve la necesidad de precisar el enfoque de las contrataciones públicas, como concepto general, en su integridad, lo cual supone en reducida síntesis tres aspectos sustanciales. El primero apunta a la conformación de la relación no sólo atento a la posición convencional del cocontratante sino a la capacidad económica de ejecución efectiva del Estado, lo cual implica una complicada trama de elementos a coordinar que exceden los alcances simples de los regímenes de imprevisión, salvo que hubiesen sido preconfigurados en las condiciones originarias. En segundo término, tal integralidad apunta a concatenar las proyecciones del interés general visualizado presente, con las correspondientes condiciones futuras; en análisis cabalmente adecuado a los principios de buena administración expuestos. Claro corolario de esta faceta lo constituye la legislación hispana de sostenibilidad financiera que limita las erogaciones asignables a contrataciones públicas, cuando puedan afectar el debido cumplimiento futuro de cometidos públicos. Y, finalmente un tercer campo, quizás fundamental, se vincula a la consustanciación del régimen amplio de contrataciones con las políticas públicas diseñadas. Bajo este prisma debe evaluarse la calidad estratégica de la contratación pública, en su naturaleza propia de elemento dinamizador de sensible actividad económica por su severa participación en el PIB y en los niveles ocupacionales, pero además lo propio en relación a actividades futuras, por su directa correlación con la generación de condiciones básicas de infraestructura.

En síntesis, nuevamente surge evidente, también, en función de la integralidad reseñada, la directiva de replantear institutos tradicionales en un contexto más amplio, con vasos comunicantes más fluidos, a sistemas de ciencias de administración y políticas públicas involucradas, postulado al cual no escapa el régimen de contrataciones públicas, conforme a la severa impronta realista que le ha significado la crisis económica estructural.

3.    Gobernanza y eficiencia

Más allá de la simple verificación lógica, que indica la imposibilidad de concebir razonable gobernanza ni buena administración, sin énfasis determinante en la condición de eficiencia, las consideraciones anteriores sobre falencias económicas y limitantes anómicas, obligan a una referencia más exhaustiva de su calidad sustancial en la apreciación de la implementación de políticas públicas, y en especial, concatenadamente con los principios de legalidad en la acción administrativa, que tradicionalmente han opacado la profunda significación del requerimiento de accionar administrativo eficiente.

Sabido es que los cometidos estatales presentes mucho se alejan de las condiciones restrictivas severas de la acción estatal propias del esquema rígido liberal de antaño. Muy al contrario, los requerimientos del accionar público se incrementan y las proyecciones del Estado Social de Derecho, conducen a la exigibilidad de amplias conductas públicas activas. La dicotomía Estado-Sociedad Civil, con rasgos reticentes a la intromisión de aquel, se ha desdibujado para generar un promisorio ámbito de concatenación de quehacer público y privado y a su conjuro, también se ha ampliado la coordinación prospectiva del Derecho Público y Privado en pos de la efectiva consecución de objetivos públicos y al incorporarse regulaciones ordinarias de origen exclusivamente privado (v.gr. Soft Law). Si este panorama legal pudiere sintetizarse en algún concepto simple con las falencias propias de toda reducción conceptual extrema, debería precisarse que el Estado Social de Derecho ha pergeñado un activismo estatal con amplia proyección prestacional, en oposición a una Administración de accionar limitado, restringida a ciertos ámbitos básicos, acordes a los enfoques políticos del siglo XIX; y con la muy curiosa observación de que el andamiaje orgánico jurídico administrativo aún se encuentra seriamente apegado a aquellas convicciones tanto en su concepción basal como en los alcances operativos instrumentales arbitrados a la Administración.

Las exigencias del Estado Social de Derecho se concretan en un activismo estatal, plasmado en una dinámica regulatoria severa y en una actitud prestacional amplia que confrontada con situaciones de reconocida crisis económica estructural, ineluctablemente proyectan el principio de eficiencia, como vector cardinal de la operativa de la Administración, como con certera observación señalara Ponce Sole, “la crisis económica refuerza la necesaria legitimidad administrativa por rendimientos”; dado que “los principios constitucionales de economía y eficiencia deben ser ponderados como componentes del Derecho a la Buena Administración”[18].

Por ello, la condición de eficiencia adquiere en el Derecho Administrativo moderno una relevancia especial que la equipara a la tradicional condición de legitimidad, incorporándose en su espectro. Su vigencia no se debe exclusivamente a la configuración de estudios de crisis económica estructural, pero sin lugar a dudas, este status la proyecta con especial jerarquía y con particular incidencia en la contratación pública por los efectos considerables de este rubro en la operativa económica estatal. Del mismo modo, su integración en el concepto sustancial de buena administración refuerza la obligatoriedad de su consideración en el mismo plano tradicionalmente reconocido al principio de legalidad.

Más allá de las dificultades propias de su apreciación estricta, sobre todo en una eventual revisión judicial, cierto es que su proyección en el área de contrataciones públicas apareja la necesidad de ajustar controles preventivos y auditorias posteriores a criterios propios de ciencias de la administración y, en especial, de políticas públicas integrales, constituyéndose en un parámetro restrictivo adicional al ejercicio de la discrecionalidad administrativa.

La eficiencia, en sentido amplio, surge como elemento esencial en la actividad administrativa por la conjunción de tres factores que se afianzan desde mediados del siglo pasado: la aludida nota de Activismo Estatal, la Fuerza Expansiva de los Derechos Fundamentales; y la crisis económica estructural, elementos que ya han sido suficientemente analizados supra, y cabe consignar con énfasis que a diferencia de la condición de legalidad que puede ser visualizada en cada elemento de la acción administrativa, individualmente, la condición de eficiencia exige la valoración integral, en la cual ciertas áreas de la acción pública, revisten mayor relevancia relativa, por su incidencia sustancial en el complejo económico-social a satisfacer como cometidos estatales.

iv.   Gobernanza y régimen legal administrativo

Como ya indicara, sin desconocer la virtud de la definición de Gobernanza de la Real Academia, preocupada por un arte de gobernar con proyección laudatoria, bueno es concentrarse en aquella postura más simple de Rosanvallon, que limita la perspectiva de la acción de la gubernamental a la gestión cotidiana de la cosa pública, instancia de decisión y de mando, lo cual además de facilitarnos el acceso a una condición pragmática ineludible, nos orienta a un entramado realista de los elementos jurídicos que habiliten la viabilidad de cumplimentar los alcances de aquella concepción de la RAE, aceptada en líneas generales uniformemente. Así, con acierto, Galli Basualdo, la percibe como “modo o estilo de gobernar, y gestionar los asuntos públicos, garantizando la satisfacción del desarrollo sostenible de la comunidad: económico, social e institucional”[19].

Lo cierto es que sin un correcto anclaje jurídico, no es posible, abordar una visión positiva de la gobernanza, y tal cimentación, no es por naturaleza incólume, sino que ha de corresponderse a las sucesivas etapas que el activismo estatal requiera, a tenor de la evolución constitucional que dinamice los cometidos estatales exigibles. Así una perspectiva actual, entre varios factores relevantes, prevalecen: la configuración del Administrative State y la interdicción de arbitrariedad. Basten muy breves referencias a estos aspectos.

1.     Administrative State

Este concepto, de firme raigambre, en el Derecho Americano, apunta a la sensible concentración de atribuciones en el área del Poder Ejecutivo, en desmedro de la Asamblea Legislativa, y en muchos supuestos, también de la Revisión Judicial. Su configuración, constituye una clara ejemplificación de requerimientos de celeridad y acción directa que la gobernanza eficiente, de admitirse esta expresión, supone, dadas las trabas que ordinariamente afectan un accionar hábil del órgano legislativo, que le impiden constituirse en vehículo aceptable para satisfacer demandas sociales. Así entendida, la procedencia necesaria del Administrative State, cabe recapitular conceptos jurídicos tradicionales adosados a concepciones rígidas de la división de poderes, cuya vigencia seria contradictoria con las exigencias que la doctrina moderna adjudica a la gobernanza[20], sin excluir su perspectiva ética. En tal sentido, cabe reiterar la notable ampliación de los campos adjudicables a la función administrativa, no solo en desmedro de las funciones legislativas tradicionales, sino también en la incorporación de particulares a su ejercicio ordinario.

Párrafo especial corresponde a precisar que el dinamismo vigente del Administrative State se condice sustancialmente con mandatos orientados al bienestar o interés general como se prefiera, ínsitos en diversas cláusulas constitucionales, y que en análisis conjunto bosquejan el espectro del Constitucionalismo del Bien Común[21]; y en el mismo sentido puntualiza el prof. Santiago que “las frecuentes crisis y las delegaciones de las Legislaturas hacia el Ejecutivo le otorgan una centralidad clara”[22].

2.    Interdicción de arbitrariedad

Corolario lógico de la ampliación de atribuciones del Ejecutivo, en el marco del denominado Administrative State, lo conforma la necesidad de agudizar conceptos y más aún la pragmática efectiva que puntualice la plena vigencia de los principios atinentes a la interdicción de arbitrariedad; y no solo se trata de resaltar su relevancia, sino de ampliar significativamente sus alcances. En tal sentido, fundamenta el prof. Cassagne, que, si bien en la Constitución Argentina no existe un texto tan preciso como el art. 103 de la Constitución española, se prescriben un conjunto de preceptos que habilitan a afirmar que el principio de interdicción de la arbitrariedad administrativa tiene raigambre constitucional, y conjuga el principio de razonabilidad como fundamento explícito de la prohibición de arbitrariedad[23].

Constituye pauta de especial relevancia a señalar que dada la amplitud de los cometidos públicos derivados de las proyecciones del neoconstitucionalismo, el activismo estatal consecuente, con notorio incremento de las facultades del Ejecutivo, tornan insuficientes las notas garantistas inherentes a la Tutela Judicial Efectiva, siendo necesario elaborar institutos que permitan resguardar los derechos de los particulares en sede administrativa; no sólo por la dilación ordinaria de las tramitaciones judiciales normales, sino también por cuanto la eficacia de la acción administrativa requiere consideraciones temporales razonables. Sin duda, la correcta gestión administrativa, implica adecuada convergencia entre legalidad y eficiencia, y por ello, no es dable en beneficio de este último, limitar o retacear la estructura tuitiva consolidada por certera doctrina en garantía de derechos fundamentales, ante eventuales excesos en el ejercicio de potestades públicas.

v.    Gobernanza y buena administración

Una correcta apreciación de la concepción actual del Derecho Administrativo debe plantearse en función de su estado de madurez, en la perspectiva del prof. Cassese ya aludida, y en la cual prevalece la dinámica funcional, en definitoria configuración de la condición servicial de la Administración Pública; debiendo ser bien entendido que a tal efecto no es suficiente una pauta de legitimidad exclusiva. Según recordara Ponce Sole con cita de R. B. Stewart, “la progresiva extensión y complejidad de las tareas administrativas revelaron la insuficiencia de este modelo de legitimación”[24]. En verdad, sin excluir la preocupación por la legitimidad próxima a la evolución del principio de interdicción de arbitrariedad, en sentido amplio, la configuración del activismo estatal, motorizado por la dinámica del Administrative State, exigente de desarrollos pragmáticos de principios de economía y eficiencia, y de objetividad en la concreción de la función administrativa, en espectro ampliado, obliga a incorporar figuras jurídicas novedosas, y más aún a incorporar al análisis consideraciones emergentes de ciencias afines (v.gr. ciencias de la administración).

Conscientes de que la referencia jurídica excluyente es de notoria insuficiencia para encuadrar la acción de la Administración Pública constitucionalmente exigible, corresponde acentuar la preocupación por el correcto diseño de políticas públicas, que deben albergar todo el instrumental necesario a tal efecto, y por ende, verificar con esmero las condiciones sociopolíticas de origen, y las pautas económicas a atender, tanto como determinantes de objetivos a cumplimentar, como también limitativas de operatividad deseable. Precisamente, la consideración conjunta de tales elementos, hace a una perspectiva cabal de una gobernanza, entendida en su conexión cabal con la gestión pública, y no sólo como desideratum de proyección virtuosa, en la definición de la Real Academia. Ahora bien, es indispensable contemplar la íntima conexión entre gobernanza efectiva y diseño de políticas públicas, lo cual implica asegurar un ensamblaje jurídico hábil que lo sustente, y de ahí, la notoria incumbencia del update implícito en la dogmática del constitucionalismo del bien común, y la distintiva objetivación de la dinámica regulatoria tecnológica, en tanto supone descartar planteos jurídicos obsoletos.

Precisamente, en función de los aspectos reseñados, cabe recuperar la posibilidad cierta y necesaria, de visualizar al Derecho Administrativo como vertebración jurídica de la gobernanza, en términos reales, y, obviamente, de su instrumento primordial, cual es la definición de políticas públicas; y más aún, en un análisis certero del instrumental existente, surge señalar el principio de buena administración, que bajo su ropaje jurídico, contiene los elementos de conocimientos afines, de indispensable integración, para una cabal consecución de sus objetivos. Así, “la Buena Administración es un concepto jurídico que puede ser una de las puertas de entrada a colaboraciones interesantes entre diversas aproximaciones, como las provenientes del Derecho de la Economía o de la Ciencia Política”[25]. Sin duda, a nuestro entender, es el principio de buena administración, la vía adecuada para canalizar jurídicamente, el activismo estatal exigible constitucionalmente, y paralelamente, con la optimización del instrumental regulatorio, afianzar las perspectivas de constituir al Derecho Administrativo como Derecho de la Sociedad, según la visualización que el prof. Cassese, proyectara décadas atrás, al puntualizar que “el Derecho Administrativo, más que el Régimen Legal de la Administración, es el genuino Derecho de la Sociedad”.

No cabe escindir planteos de gobernanza, de criterios derivados del principio de la buena administración, más aún cuando la conceptualización clásica de la buena administración, en un mundo dominado por nuevas tecnologías, adquiere una dimensión exigente de amplia reconsideración del instrumento jurídico-administrativo tradicional, y en especial de la proyección específica de la actividad reglamentaria, y adicionalmente, cabe reafirmar la naturaleza de deber de la administración, como contrafigura del principio apuntado, lo cual integra bajo tal concepto, una serie de derechos públicos en los cuales se adicionan aquellos tradicionales de la inacción estatal, estructurados bajo las aureolas de la interdicción de arbitrariedad, con los modernos de la madurez de la dogmática administrativista, consecuentes del activismo estatal reinante.

Es indudable que el principio de la buena administración se constituye en la liason necesaria para consustanciar al Derecho Administrativo como plexo jurídico de las políticas públicas y por ende, asegurar clara referencia jurídica a la necesaria integración de conceptos originados en otras áreas de conocimiento, e indispensables para una debida gestión de gobierno, o bien de gobernanza en sentido integral, ni tampoco caben dudas de que el quehacer doctrinario a tal efecto, es sumamente arduo, pero siempre, alguna alusión a Alejandro Nieto, alecciona, pues como muy bien sentenciaba, “en definitiva, de lo que se trata, es de que el jurista en cuanto técnico del Derecho, formule y ponga a disposición de la Sociedad, técnicas concretas para viabilizar la realización de los intereses colectivos y generales”[26].

 

 



*     Abogado egresado de la Universidad de Buenos Aires. Expresidente de la Asociación Argentina de Derecho Administrativo Profesor de Derecho Administrativo.

[1]     Santiago Muñoz Machado, “Las concepciones del Derecho Administrativo”, Revista Administración Pública, N° 84 (Madrid, 1977): 10 y ss.

[2]     Silvia Diez Sastre, La Formación de Conceptos en el Derecho Público (Madrid: Marcial Pons, 2018), 31.

[3]     Sabino Cassese, Las bases del Derecho Administrativo (Madrid: INAP, 1994), 14-16.

[4]     Juan Carlos Cassagne, Los grandes principios del Derecho Público (Buenos Aires: La Ley), 428–29.

[5]     Martín Galli Basualdo, La buena administración (Buenos Aires: Marcial Pons, 2019), 72–74.

[6]     Jaime Rodríguez Arana Muñoz, El buen gobierno y la buena administración (Navarra: Thomson Aranzadi, 2006), 11-13.

[7]     Real Academia Española, “gobernanza” (Diccionario de la lengua española) https://www.rae.es/drae2001/gobernanza.

[8]     Pierre Rosanvallon, El buen gobierno (Buenos Aires: Manantial, 2015), 15-17.

[9]     Jaime Rodríguez-Arana, “La buena administración como principio y como derecho fundamental en Europa”, Revista Misión Jurídica, Vol. 6, N° 6 (2013): 23-56.

[10]    Cassese, ob. cit., 13–2.

[11]    Francisco Bastida Freijedo, Teoría General de los Derechos Fundamentales (Madrid: Tecnos, 2005), 141-49.

[12]    Miguel Carbonell, Neoconstitucionalismo (Madrid: Trotta, 2009).

[13]    Oriol Mir Puigpelat, La responsabilidad patrimonial de la Administración (Madrid: Civitas, 2002), 37-48.

[14]    Sabino Cassese, Derecho Administrativo, historia y futuro (Madrid: INAP, 2011), 373-83.

[15]    Hernán Celorrio, “Neoconstitucionalismo y Acto Administrativo”, Estudios de Derecho Administrativo, N° 18 (2018): 393-95.

[16]    Juli Ponce Sole, “Crisis Económica, Economía y Eficacia” (Ponencia presentada en las Actas del VI Congreso de la Asociación Española de Derecho Administrativo, febrero 2011), 91 y ss.

[17]    Santiago Muñoz Machado, Tratado de Derecho Administrativo, t. 2 (Madrid: BOE, 2015), 11–29.

[18]    Ponce Sole, ob. cit.

[19]    Galli Basualdo, ob. cit., 87-93.

[20]   Jaime Rodríguez-Arana, Principios de ética pública (Madrid: Montecorvo, 1993), 47 y ss.

[21]    Conforme Cass Sunstein y Adrian Vermeule, Law and Leviathan (Cambridge: Harvard University Press, 2020), 4-7.

[22]    A. Santiago y I. Boulin, Derecho Constitucional y Políticas Públicas (Buenos Aires: Astrea, 2023), 61-68.

[23]    Cassagne, Los grandes…, ob. cit., 162-68.

[24]   Juli Ponce Sole, Derecho Administrativo Global (Madrid: Marcial Pons, INAP, 2020), 91-94.

[25]    Ponce Sole, Derecho, ob. cit., 83–87.

[26]    Alejandro Nieto, “La vocación del Derecho Administrativo de nuestro tiempo”, R.A.P., N° 76: 10 y ss.