Subsidiariedad, Poder Público y bien común

Jaime Rodríguez-Arana Muñoz*

REDAV, N° 29, 2024, pp. 65-86

Resumen: El artículo analiza la crisis del Estado de bienestar estático, argumentando que su excesivo intervencionismo y control social han terminado por asfixiar la libertad individual y anular la iniciativa de las organizaciones intermedias. Ante este agotamiento, se propone la transición hacia un Estado de bienestar dinámico, fundamentado en la dignidad humana como valor supremo.

Palabras clave: Bien común – Dignidad humana – Estado de bienestar

Abstract: This article analyzes the crisis of the "static welfare state", arguing that its excessive interventionism and social control have ultimately stifled individual liberty and suppressed the initiatives of intermediate social bodies. In response to this decline, the author proposes a transition toward a "dynamic welfare state" rooted in human dignity as its guiding principle.

Keywords: Common good – Human dignity – Welfare State

Recibido

17-06-2025

Aceptado

15-08-2025

Introducción

El bien común, el Poder Público y la subsidiariedad, son cuestiones capitales que surgen cuando se estudia a fondo la relación existente entre el Estado y la Sociedad. Un tema hoy de gran actualidad especialmente en un tiempo en que las ideologías cerradas están dominando el panorama mundial de las ideas y sistemas políticos.

 En esta materia, nada mejor que recordar una de las máximas de los profesores de la Escuela de Friburgo, los patrocinadores de la teoría de la economía social de mercado, que creían firmemente en que el ideal de relaciones entre Estado y Sociedad debía estar regido por esta máxima: tanta libertad como sea posible y tanta intervención pública como sea imprescindible. Algo que se desconoce por doquier pues vivimos más bien en un mundo en el que podemos constatar justo lo contrario: tanta libertad como sea necesaria y tanta intervención pública, tanto poder público, como sea posible.

En términos generales, se puede afirmar que la principal función del Estado es la de garantizar en las mejores condiciones el ejercicio de los derechos y las libertades de los ciudadanos. Es decir, la dignidad del ser humano, matriz cultural y antropológica de nuestra civilización, es más que un principio ético o filosófico capital, central. Es, además, y sobre todo, un principio jurídico, el más relevante de todos. Por eso, las estructuras públicas, los procedimientos públicos, las funciones públicas, los presupuestos públicos, deben diseñarse y construirse precisamente en función de la dignidad humana, no al revés, como suele acontecer en nuestras realidades nacionales y supranacionales. Por la sencilla y poderosa razón de que la dignidad del ser humano es de tal calibre jurídico que podemos afirmar en alta voz que se levanta y se yergue, omnipotente y todopoderosa, frente a cualquier embate o intento del poder político o financiero por laminarla, por arrumbarla.

Es decir, en palabras del profesor Durán, el Estado es un ser instrumental finalizado al logro del bien común; está al servicio de la persona humana en toda su dimensión. Es más, como recalca el catedrático uruguayo, si su accionar no sirve para esto, es ineficaz y, por tanto, ilegítimo[1].

El Estado existe y está para atender a la persona, que es su centro y su raíz, así como la justificación, primera y última, de sus políticas y decisiones. El Estado, pues, existe y se justifica para hacer posible la libertad de las personas. El Estado debe proteger, defender y promover los derechos fundamentales, individuales y sociales, de los hombres y las mujeres. Se trata de una tarea que llamamos promocional pero que, sin embargo, en ocasiones, no pocas, brilla por su ausencia porque el Estado, traicionando su legítima función, invade y se adentra en el sacrosanto mundo de la libertad hasta conseguir doblegar hasta las más íntimas convicciones personales.

La actualidad del principio de subsidiariedad, su necesidad, cada vez mayor, viene motivada por la profunda crisis del modelo que denomino del Estado de bienestar estático. Aquel que buscó, de día y de noche, a todas horas, por todos los medios a su alcance, la forma, sutil o grosera, de aniquilar las iniciativas sociales pensando, craso error, que la encarnación del ideal ético estaría en relación con la intensidad de la presencia estatal en la vida social. En Europa estamos de vuelta de este modelo y desde las posiciones más moderadas y sensatas se postula la versión dinámica del Estado de bienestar, aquel en el que las personas puedan realizarse libre y solidariamente en la vida social, sin más presencia pública que aquella que ayude o facilite el libre y solidario desarrollo de la personalidad de cada individuo.

En efecto, hoy el modelo de Estado de bienestar, en su versión estática, ha fracasado, además de por lo equivocado de su planteamiento porque es imposible de implementar en la realidad. Tarde o temprano, esa inmensa capacidad de intervención concentrada en los poderes públicos caerá ante la colosal crisis financiera del Estado. Si a eso añadimos, además, que la propia función reguladora, inspectora, supervisora, de vigilancia del Estado ha sido bien deficiente durante la crisis económica, entonces el panorama general es complejo, bien complejo y, para muchos, insufrible.

El actual colapso del Estado de bienestar, insisto, en su versión estática, se ha ido produciendo poco a poco. A base, fundamentalmente, de incrementar la intervención pública en la vida social, no para fomentar la libertad o para garantizarla, sino precisamente para todo lo contrario, para ir controlando, para ir ahormando, para ir conformando a la sociedad a través del uso clientelar y unilateral de la principal institución conformadora del Estado social que es la subvención.

En realidad, hemos llegado a la situación que conocemos por muchas causas. Una de ellas, no menor, reside en que el mercado, el espacio de las transacciones, ha sido dominado en estos años por la obsesión por el lucro que, lisa y llanamente, según el diccionario de la Real Academia Española, no es más, ni menos, que toda ganancia obtenida sin contraprestación. Es decir, el beneficio por el beneficio sin otras consideraciones.

i.     Estado y bien común

El Estado es la comunidad de un pueblo asentada sobre un determinado territorio, dotado del más alto poder de dominio, para la fundamentación completa de su bienestar general[2]. Esta definición, una de las mejores que se pueden encontrar en el marco del Derecho Natural, recoge expresamente el término bienestar. ¿Por qué será? Porque una de las funciones esenciales del Estado es la puesta en marcha de las instituciones que hagan posible la obtención autorresponsable de sus propios fines en el marco del bien común. En este sentido, el Estado debe adoptar las medidas oportunas en interés del bien general, del bien común que rectamente entendido e implementado asegura y preserva la vitalidad social.

El bien común, el bien general, es precisamente la finalidad general del Estado. Es más, el poder estatal es el medio del que dispone la autoridad política para alcanzar el bien común, para conseguir precisamente el bienestar de la sociedad como un todo. En este sentido, el poder es servicio, servicio objetivo al bien común, al bien general. El bien común en realidad consiste en hacer posible a los ciudadanos su realización en libertad y solidaridad, no de cualquier forma, menos todavía como sujetos inertes, manipulables. En palabras más claras: el Estado debe garantizar el marco y las condiciones necesarias para que los ciudadanos puedan desarrollar íntegramente, en libertad solidaria, su personalidad.

El bien común, pues, constituye el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el libre y solidario desarrollo de su personalidad.

En efecto, sobre el bien común, que es la expresión filosófica del concepto sociológico de bien o bienestar general o del jurídico-administrativo interés general. Hoy, sin embargo, el bien común aparece desnaturalizado en tantas y tantas decisiones de política social, económica o financiera que sólo se dirigen al bien propio de cada operador sin sensibilidad social, sin compromiso con el conjunto. En efecto, el bien de todas y cada una de las personas que componen la sociedad en cuanto tales sólo es posible cuando las decisiones, especialmente en el mundo económico y financiero se inspiran, en esa solidaridad social a que apelaba en sus escritos nada menos que León Duguit. En este sentido, el bien común es el bien de todos, familias, personas físicas, jurídicas, instituciones sociales, cuerpos intermedios que se unen en comunidad social. No es un bien que se busque por sí mismo, sino para las personas que forman parte de la comunidad social y que solo en ella pueden conseguir su bien realmente y de modo más eficaz.

Francisco, en un discurso a dirigentes públicos y sociales el 27 de julio de 2013, decía que la hermandad entre los hombres y la colaboración para construir una sociedad más justa no son un sueño fantasioso sino el resultado de un esfuerzo concertado de todos hacia el bien común. Les aliento, señalaba el Papa, en éste su compromiso por el bien común, que requiere por parte de todos: sabiduría, prudencia y generosidad. Tres cualidades que hoy, a pesar de ser tan cacareadas en los libros sobre el arte del gobierno, en general, al menos del otro lado del océano, brillan por su ausencia con las consecuencias que de ello se derivan y que contemplamos a diario.

Un análisis sosegado de estas palabras proyectado sobre el funcionamiento, en estos años, de poderes políticos y financieros en términos generales, nos demuestra hasta qué punto la ausencia del bien común ha estado, y está presente, en la toma de decisiones en estos ámbitos, más preocupados de la obtención de beneficios crematísticos al precio que sea y de la consecución de votos por cualquier método. Por eso la crisis actual es, esencial y radicalmente, una crisis moral y por eso la salida a la crisis interpela y desafía la conciencia moral de quienes tienes a su cargo la toma de decisiones en estos campos y también anima a los ciudadanos en general a tomarse en serio la participación en la vida política, económica, social y cultural. La publicación en este tiempo de los llamados papeles de Panamá no hace más que reforzar los compromisos que surgen de la ética y la moral en este proceloso mundo que nos toca vivir.

ii.    Estado, poder, bien común y subsidiariedad

El poder estatal tiene un evidente sentido de servicio al bien común y es el poder supremo entre los poderes sociales naturales porque, como dice Messner, el cumplimiento de las tareas particulares de todas las pequeñas comunidades depende de que el Estado cumpla sus tareas sociales más básicas. Sabemos que los hombres pertenecemos inmediatamente a pequeñas comunidades (familia, Ayuntamiento, Provincia, Corporación profesional) y que el primer deber del Estado es crear los presupuestos, las condiciones para cumplir las tareas que a esas comunidades impone la naturaleza. En este sentido, el Estado sería una vinculación de comunidades de forma que en las relaciones bilaterales del Estado con respecto a la pequeña y gran comunidad debe respetar y promover los derechos originarios comunitarios[3].

En este sentido, la responsabilidad de construir el bien común compete, además de a las personas particulares, al Estado, porque el bien común es la razón última del ejercicio de la autoridad política. Es más, si la Política no se ordena al bien común no cumple de ninguna manera su primigenia y capital función.

El propio fin del poder estatal, en la medida en que se orienta hacia el cumplimiento de las funciones sociales básicas de protección del orden jurídico y de aseguramiento del bienestar, implica evidentes limitaciones. Primera: el Derecho Natural y los derechos naturales adquiridos de los ciudadanos, los derechos humanos o derechos fundamentales de la persona, de las comunidades, de las minorías, de otros Estados, de la Iglesia, etc. Y segunda: los medios imprescindibles para garantizar una situación de bienestar. Estos límites son flexibles ya que las exigencias del bien común son variadas y diversas según las distintas soluciones. Pero como regla general puede afirmarse que la presunción jurídica está contra la extensión del poder estatal.

¿Por qué? Porque precisamente el poder estatal se justifica en la constitución natural del orden colectivo de las funciones sociales fundamentales. Como sabemos, la responsabilidad o la competencia individual precede a la global o universal. Es decir, lo que los individuos y las pequeñas comunidades sean capaces y estén dispuestos a hacer deben hacerlo, sin interferencias del Estado. El principio de subsidiariedad es un principio fundamental de toda autoridad, pues, en sentido estricto, una estructura social de orden superior no debe interferir, menos invadir o condicionar, en la vida interna de un grupo social de orden inferior, anulándolo y privándolo de sus competencias. Más bien debe auxiliarlo, ayudarlo, sostenerlo en caso de necesidad y facilitarle una relación armónica con las demás instituciones y corporaciones en orden a la plena realización del bien común.

En efecto, la subsidiariedad es un criterio fundamental para la ordenación de la vida social, política y económica. En modo alguno justifica, como se ha pretendido entender, por ejemplo en el Derecho Comunitario Europeo y en muchos ordenamientos nacionales, la intervención directa del ente político superior cuando el inferior, a causa de la falta de trasferencias de poderes y competencias, no está en condiciones de atender ciertas funciones en relación con sus ciudadanos. Más bien, en estos casos, el Estado debe dotar de medios a los entes territoriales inferiores para que puedan administrar las funciones que le son propias en beneficio de sus habitantes.

Es verdad que el principio de subsidiariedad aparece como tal no hace mucho, en 1892 con León XIII, aunque su contenido, como sabemos, obviamente es muy antiguo. Tomás de Aquino, comentando a Aristóteles, señala que la exagerada unificación y uniformidad amenaza la sociedad compuesta por una multiplicidad de estructuras, al igual que desaparecen la sinfonía y la armonía de las voces cuando todas cantan en el mismo tono (In. Pol, II, 5). Dante Alighieri, en el mismo sentido, apunta en su De Monarchía (I, 14) que en modo alguno debe decidir inmediatamente el Emperador todos los pequeños asuntos de cada ciudad, pues las naciones, reinos y ciudades tienen sus características diversas que han de ser consideradas leyes especiales. Más adelante, la subsidiariedad estuvo muy presente en las polémicas entre los curialistas y sus detractores durante el siglo XIV. Ya en el siglo XIX, antes de las Encíclicas sociales, Höffner recuerda que el Obispo Ketteler formuló este principio adecuadamente permitiéndose hablar de derecho subsidiario entendido éste como el derecho del pueblo, derivado de la razón y la verdad, a realizar y procurar por sí mismo, en su casa, en su comunidad, en su patria, lo que puede hacer por sí mismo.

Tal y como enseño León XIII en la Rerum Novarum en 1892, la subsidiariedad está entre las directrices más constantes y características de la doctrina social de la Iglesia. En efecto, tal y como reconoce el catecismo de la Iglesia Católica en su numeral 1882, es imposible promover la dignidad de la persona si no se cuidan la familia, los grupos, las asociaciones, las realidades territoriales locales, en definitiva, aquellas expresiones agregativas de tipo económico, social, cultural, deportivo, recreativo, profesional, político, a las que las personas dan vida espontáneamente y que hacen efectivo su efectivo crecimiento social. Como señala San Juan Pablo II en Sollicitudo Rei Socialis numeral 15, es éste precisamente el ámbito de la sociedad civil, entendida como el conjunto de las relaciones entre individuos y entre sociedades intermedias, que se realizan en forma originaria y gracias a la subjetividad creativa del ciudadano.

Tal creatividad subjetividad del ciudadano, que debiera ser objeto de fomento y aliento desde los Poderes públicos, más bien se intenta aniquilar y eliminar para que no aflore al espacio público ninguna iniciativa que ponga en cuestión ese pensamiento único que se inocula, sutil o groseramente, desde las terminales de las tecnoestructuras dominantes, sean del poder político, sean del poder mediático o financiero.

Esta red de relaciones que emergen de la creatividad subjetiva del ciudadano que es consciente de la relevancia de su participación en el espacio público, da lugar al tejido social y constituye la base de una verdadera comunidad de personas que, como apunta San Juan Pablo II en Centssimus annus numeral 49, hacen posible formas más elevadas de sociabilidad. En Quadragesimo anno numeral 203, en 1931, Pio XI señaló que este principio, importantísimo de la filosofía social, implica que como no se puede quitar a los individuos y dar a la comunidad lo que ellos pueden realizar con su propio esfuerzo e industria, así tampoco es justo, constituyendo un grave perjuicio y perturbación del recto orden, quitar a las comunidades menores e inferiores lo que ellas pueden hacer y proporcionar y dárselo a una sociedad mayor y más elevada, ya que toda acción de la sociedad, por su propia fuerza y naturaleza, debe prestar ayuda a los miembros del cuerpo social, pero no destruirlos y absorberlos. Pio XII escribió el 5 de agosto de 1950, en esta línea, que el Estado no es una omnipotencia opresora de toda legitima autonomía. Su función, su magnífica función, es más bien favorecer, ayudar, promover la íntima coalición, la cooperación activa, en el sentido de una unidad más alta, de los miembros que, respetando su subordinación al fin del Estado, cooperan de la mejor manera posible al bien de la comunidad, precisamente en cuanto que conservan y desarrollan su carácter particular y natural. Ni el individuo ni la familia deben quedar absorbidos por el Estado.

Estas palabras de Pio XI, pronunciadas en 1931, están de palpitante y rabiosa actualidad, especialmente en el viejo y enfermo continente. Un espacio territorial que antaño fue baluarte y estandarte de la libertad solidaria y que hoy, por mor de una mal entendida subsidiariedad, justifica y legitima desde la cúpula operaciones de distinta naturaleza dirigidas a amputar derechos a la Comunidades territoriales menores y a anular cualquier atisbo de iniciativa social. Por eso Francisco recordó el 25 de noviembre de 2014 en el mismo corazón de Europa, en la sede del Consejo de Europa, la necesidad de construir de nuevo el viejo continente desde el servicio y la centralidad de la dignidad humana, pues, de lo contrario, interpretando la subsidiariedad justo para lo contrario de lo que es, el camino se tuerce y el grado de intervención pública llega a ser, como acontece ya en este tiempo, insoportable.

El principio de subsidiariedad implica que los Entes políticos superiores, el Estado lo es por antonomasia, en lugar de oprimir y cegar la funcionalidad de los Entes territoriales inferiores, debe trabajar para que estas se encuentren en las mejores condiciones posibles de gestión y administración de lo general al servicio objetivo del bien común. Por eso en Quadragesimo anno Pio XI escribe, en el numeral 203, que las sociedades de orden superior deben ponerse en una actitud de ayuda (subsidium) –por tanto de apoyo– promoción, desarrollo, respecto a las inferiores. Así, de esta manera, como fácilmente puede colegirse, los cuerpos e instituciones intermedias, tan importantes para la pujanza social, podrán desarrollar armónicamente las funciones que les son propias, sin tener que cederlas o entregarlas, como hoy acontece tantas veces ante la omnipotencia de la presencia estatal, a otras instituciones sociales o políticas de orden superior, que acaban por absorber y sustituir dichas instituciones y cuerpos intermedios.

La subsidiariedad puede entenderse en sentido positivo y en sentido negativo. En sentido positivo se refiere a la ayuda económica, legislativa, institucional, ofrecida a las instituciones territoriales inferiores para que puedan realizar las tareas que les son propias de la mejor forma para promover, fomentar y defender la dignidad humana y los derechos fundamentales de las personas. En sentido negativo, la subsidiariedad hace referencia a una serie de implicaciones en negativo que obligan al Estado a abstenerse de cualquier medida restrictiva de las comunidades menores y esenciales de la vida social.

Höffner funda el principio de subsidiariedad tanto en la libertad y dignidad del hombre cuanto en la estructura y características de las pequeñas comunidades, que disponen de tareas y derechos que no pueden ser realizadas adecuadamente por instituciones más amplias. En efecto, el principio de subsidiariedad protege, por una parte, el ser y vida propios de los individuos y de las pequeñas comunidades ante los abusos de las estructuras sociales y políticas más amplias, de modo, que desde esta perspectiva, subsidiariedad equivale a autonomía o, lo que es lo mismo, a autonormación, autogobierno y autoadministración en el marco de las competencias propias. Por otra parte, subsidiariedad significa ayuda de arriba abajo, no anulación, merma o limitación, de lo de abajo por lo de arriba. La intervención auxiliar de las instituciones más amplias, superiores suele decirse, viene exigida por dos razones: porque los individuos o las pequeñas comunidades fallen en sus funciones y también porque se trate de tareas que realmente solo puedan llevarse a cabo por instituciones más amplias o superiores. Como las personas y las pequeñas comunidades no son autárquicas sino que están integrados en estructuras sociales más amplias, no sólo tienen tareas propias, sino también tareas comunitarias y sociales que realizar al servicio de las personas.

Bien común, subsidiariedad y bienestar son conceptos que están más unidos de lo que parece. Por eso, en el estudio sobre el llamado Estado del Bienestar y su crisis deben desarrollarse convenientemente estos conceptos. El bien común, ya lo hemos señalado, es la clave porque implica ayuda, ayuda para que los individuos puedan conseguir los fines esenciales de la vida[4]. no ayuda para el individualismo, ayuda para el ejercicio de lo que he llamado libertad solidaria.

El principio de subsidiariedad, lógicamente, limita considerablemente la operatividad del poder estatal y responsabiliza a las personas en el cumplimiento de sus fines vitales y sociales. Como principio superior filosófico-social tiene tres importantes corolarios. Primero: un sistema social es tanto más perfecto cuanto menos impida a los individuos la consecución de sus propios intereses. Segundo: un sistema social es tanto más valioso cuanto más se utilice la técnica de la descentralización del poder y la autonomía de las comunidades menores. Tercero, y muy importante, un sistema social será más eficaz cuanto menos acuda a las leyes y más a la acción de fomento y a los estímulos para alcanzar el bien común. El libre desarrollo de la persona, en un contexto de bien común, es un dato capital.

Por eso, el principio de subsidiariedad supone tanta libertad como sea posible y tanta intervención estatal como sea imprescindible. En realidad, como sabemos, el ideal del orden social se orienta hacia la mayor libertad posible en un marco de mínima regulación estatal. Los pueblos que han tenido más leyes no es que hayan sido los más felices. Sin embargo, hoy por hoy existe una fuerte convicción, tan errada como irreal, de que el progreso social depende de la intervención estatal. La cuestión, sin embargo, reside en reducir la intervención a ese marco de ayuda ínsito en la idea del bien común, porque no se puede olvidar que la gran paradoja, y tremendo fracaso de la versión estática del Estado del Bienestar, ha sido pensar que la intervención directa producía automáticamente mayor bienestar general. La fórmula es, más bien, la que parte de la subsidiariedad: cuanto más se apoye a la persona y a las Comunidades menores en que se integra, más se fomentará la competencia y la responsabilidad y el conjunto tendrá una mayor autonomía. Porque no se puede olvidar que el principio de subsidiariedad protege los derechos de las personas y de las pequeñas comunidades frente a un Estado que, históricamente, ha cedido a la sutil tentación de aumentar considerablemente su poder. Pero lo más importante, independientemente de la fuerza evidente de este principio básico de la ética política, es que el bien común se alcanza más fácilmente si los propios individuos y las pequeñas comunidades viven y se desarrollan en un contexto de responsabilidad e ilusión por conseguir sus fines existenciales.

Es evidente que el modelo del Estado de bienestar, tal y como está concebido actualmente, está agotado. Sus estructuras están sobrecargadas porque ha pretendido hacerlo todo sin contar con los individuos. Por otra parte, su rigidez burocrática le ha hecho perder contacto con las fuentes que le proporcionarían vitalidad, entre ellas la familia[5]. Y, fundamentalmente, este modelo de Estado ha caído preso del poder político en unos casos y del poder financiero en otros. El poder político se ha apropiado de sus instituciones y ha convertido lo que es la principal acción de fomento, la subvención, en la principal fuente de control social. Como el ansia de control social creció y creció así, igualmente, con la misma intensidad y frenesí, se ampliaron los programas y planes de ayudas y subsidios, concebidos para el control social, hasta que la caja de todos se quedó vacía. Y, por otra parte, el poder financiero consiguió, a través del tráfico de influencias y del buen hacer de don dinero, captar o, mejor, capturar no pocas veces las instituciones reguladoras que en lugar de ser entidades independientes o neutrales, como las denomina la doctrina, se han convertido en ocasiones en cómplices de tantos desaguisados financieros como hemos visto en estos años. ¿Cómo se explica que un famoso brocker neoyorquino haya podido sostener durante décadas un negocio piramidal tras, al menos, siete u ocho inspecciones de la Comisión del Mercado de Valores de los Estados Unidos de América?

Las políticas sociales del Estado asistencial, que, originariamente, eligieron a la familia como objeto preferente de sus prestaciones, han acabado por vaciar de casi todo contenido relevante a la institución familiar hasta imponer una determinada manera de entender esta institución como si la función del Estado fuera la de construir intelectualmente conceptos y después proyectarlos unilateralmente sobre la vida social.

Ahora bien, para superar esta situación una solución podría pasar por traspasar la barrera del Estado de bienestar hacia lo que denominaríamos la Sociedad de bienestar. Esto supone no sólo poner el acento en lo vital (Sociedad) frente a lo estructural (Estado), sino que también evoca una nueva noción de bienestar: en vez de una recepción pasiva de prestaciones, una intervención activa en una tarea común[6]. La vida social tiene calidad cuando a sus actores natos se les permite que realicen sus proyectos originales y se les otorga una ayuda a la que tienen derecho. En este sentido resulta de gran interés el artículo de Don Eberley, Más allá de la política social, publicado en The Wall Street Jounal el 3 de noviembre de 1995, hace ya casi veintiséis años, y del que, por su interés, reproduzco un párrafo bien significativo:

Para restaurar la sociedad civil tenemos que dar marcha atrás en el modo de plantear los problemas sociales. En la historia americana anterior, el debate se centraba en la naturaleza profunda: del hombre y sus obligaciones. Ahora discutimos acerca de estructuras impersonales, a saber, acerca del gobierno y del mercado. Muchos conservadores y muchos liberales intervencionistas hablan de un modo racional y frío sobre los programas de gobierno o los sistemas de mercado, la mejora de los incentivos y la tasa de crecimiento económico, que se supone son los verdaderos indicadores del bienestar nacional. Y es que el siglo XX ha convertido al sujeto moral en sujeto económico y psicológico, sometiéndolo según los casos a estímulos económicos o a tratamientos terapéuticos. Si tenemos que restaurar la sociedad, el siglo XXI tendrá que recuperar la noción del hombre como portavoz de unos valores morales inherentes[7].

Para detectar las causas culturales del debilitamiento de la sociedad civil, Eberly cita el diagnóstico del sociólogo Sorokin, para quien la contradicción básica de nuestra cultura es la simultanea glorificación y degradación del hombre; manifestación de lo cual es el actual utilitarismo, que ha producido un hombre totalmente mecanicista, materialista y extremadamente individualista.

Tocqueville, con su clarividencia proverbial señaló que la fuerza de América consistía en la tendencia a unirse en asociaciones voluntarias, mientras que la principal preocupación a largo plazo sería el egoísmo que lleva a cada ciudadano a vivir aparte, extraño al destino del resto. Le preocupaba que esta forma de individualismo, combinada con el nacimiento de la sociedad de masas, produjera el omnipresente Estado burocrático que ha provocado tantos estragos en la vida social a partir de su hábil alianza con el denominado consumismo insolidario.

En este sentido, las políticas públicas de este tiempo, del color que sean, refuerzan esta forma de concebir la sociedad como habitada por individuos libres sin limitaciones, mimados con promesas, armados de múltiples derechos legales, inundados de posibilidades de consumo, sin deberes ni obligaciones y sin embargo más súbditos que ciudadanos y, por ello, manipulables y controlables con suma facilidad.

iii.   Regulación, economía, bien común  y Estado social de bienestar

El crecimiento continuo y desmedido del Estado en la economía, hoy en franco apogeo, es el rasgo más característico de la evolución de la economía, de la sociedad y de la política de este tiempo. El impacto de la crisis económica de 1929 hizo reflexionar a muchos sobre la consistencia del mensaje neoclásico. El desencanto con el sistema capitalista que le sucedió, el ascenso del socialismo, la actuación de las autoridades económicas para paliar los efectos de las guerras y el paradigma keynesiano explican el aumento de la intervención del Estado en la vida social. Hoy, la actual crisis económica nos sitúa ante interrogantes similares aunque ahora la dimensión moral y ética de la crisis aconseja reflexiones y planteamientos de fondo, que atiendan nada menos que a los fundamentos y principios sobre los que descansa el entero orden social, político y económico.

La figura clave de esta ruptura con el modelo anterior fue la de Keynes. A diferencia de los neoclásicos, Keynes pensaba que el ahorro y la inversión podían situarse en condiciones de equilibrio que no tenían por qué ser las de pleno empleo. Su punto de vista partía del convencimiento de que el mercado no era capaz de garantizar el mantenimiento de un nivel de actividad suficiente que permitiera el pleno empleo de los recursos productivos y de que tampoco existe esa mano invisible que, como por arte de magia, lograba el equilibrio entre las unidades de gasto y las de producción. Con este argumento Keynes ponía en entredicho la veracidad de uno de los postulados básicos de la economía clásica que sostenía que toda oferta crea su propia demanda. Por tanto, la incapacidad del mercado justificaba la intervención del Estado en la economía con medidas estabilizadoras que elevaran la demanda agregada y que evitaran los vaivenes cíclicos del capitalismo.

Con anterioridad al Keynesianismo existieron otras escuelas que se opusieron al modelo neoclásico. Una de ellas fue el historicismo alemán, que tuvo un gran protagonismo en la articulación de la estrategia económica que marcó las pautas del desarrollo de la Alemania Imperial. Tres eran las líneas principales de esta corriente.

En primer lugar, se apartaba de la metodología de la ciencia económica defendida tiempo atrás por los clásicos; en concreto, el método deductivo resultó duramente atacado por los historicistas quienes lo sustituyeron por el método inductivo.

En segundo lugar, defendían la mayor presencia e intervención del Estado en la economía y el establecimiento de medidas proteccionistas. Los historicistas consideraban que la vida económica no es una situación estática, sino un proceso continuo que atraviesa etapas sucesivas de desarrollo hasta alcanzar la madurez. En este proceso de cambio, el Estado debe crear las condiciones adecuadas que faciliten el tránsito desde la fase más primitiva hasta la más desarrollada. A este respecto, pensaban que el arancel proteccionista era un instrumento primario en la adaptación de la sociedad a unas instituciones económicas en constante proceso de transformación. Su papel difiere notablemente según la etapa especifica de desarrollo, ya que no es útil para un país que se encuentra en una etapa inicial ni para quien ha llegado al final. En cambio, resulta indispensable para los países que, contado con los recursos naturales y humanos necesarios, marchan hacia la culminación de su desarrollo.

Por último, la escuela alemana apoyó la cartelización bajo el argumento de que llevaba, ineludiblemente, hacia una política de desarrollo económico.

La otra escuela opuesta a los postulados clásicos fue el marxismo, cuya fracasada plasmación se produjo a través del modelo soviético. El pensamiento marxista coincidió en parte con el historicismo, aunque integró alguna de las ideas más importantes de la economía clásica. Sus tesis principales resultaban de la crítica de algunos aspectos del pensamiento clásico y del funcionamiento de la sociedad capitalista. Las críticas más importantes se centraban en la distribución del poder que genera el sistema capitalista; en la distribución desigual de la renta; en los problemas que, sobre la producción y el empleo, generaban los vaivenes cíclicos del sistema; y finalmente; en el monopolio, tendencia básica que influiría de modo decisivo en el destino final del capitalismo. En contraposición, el pensamiento marxista proponía la creación de una sociedad alternativa basada en el control total de los medios de producción por parte del Estado que permitiría supuestamente la consecución de la utopía de una sociedad feliz, sin explotadores y con abundancia material, a través de una gran revolución social.

No obstante, para entender el avance del Estado del Bienestar en la postguerra es preciso volver al pensamiento keynesiano, sin el que no hubiera sido posible. En su obra Teoría General de la ocupación, el interés y el dinero Keynes expuso con claridad sus ideas acerca del orden económico, que se desarrollaban en tres sentidos. En primer lugar, el Estado debe jugar un papel activo en la economía, a fin de orientar la policía de gasto y, más en concreto, la de inversión. En segundo lugar, desechó el principio neoclásico del presupuesto equilibrado, con lo que la neutralidad de la Hacienda Pública dejaba de tener sentido. Por último, la política salarial y de seguros sociales no originaba siempre inflación y paro, sino que, debidamente coordinada con el resto de la política económica, era capaz de impulsar la producción, de facilitar una distribución más igualitaria de las rentas y de promover el pleno empleo. A ello había necesariamente que añadir un sistema tributario muy progresivo y personalizado.

La idea moderna del Estado del Bienestar quedó plasmada en el Libro Blanco sobre pleno empleo en una sociedad libre realizado por Beveridge en 1941. La beligerancia contra el paro y la articulación de una nueva política de prestaciones sociales quedaban fijadas como una nueva política económica, de raíces keynesianas. Tras el final de la II Guerra Mundial, el modelo se impuso con el triunfo electoral de socialistas de todo tipo en Europa. Hoy, sin embargo, debido a la versión estática y cerrada del intervencionismo de la que han hecho gala no pocos dirigentes políticos, el gasto público se desmadró y al no crecer al mismo ritmo que los ingresos, llegó el colapso.

En el ámbito económico, el modelo encontró nuevos apoyos en los descubrimientos de los economistas del bienestar. En efecto, Samuelson, entre otros, desarrollaron en los años cincuenta los fundamentos microeconómicos de la teoría moderna del gasto público, con base en la definición de conceptos tales como los bienes públicos, bienes preferentes y externalidades. El eje central de su estudio eran los fallos del mercado, entendiendo por tales las deficiencias que experimenta el funcionamiento libre de la economía para asignar eficientemente los recursos en la producción de algunos bienes y servicios, para generar una distribución más equitativa de la renta y para garantizar un desarrollo sostenido y estable de la economía sin vaivenes cíclicos.

Estas ideas ayudaron a ampliar el grado de intervención del Estado, con el deseo de corregir los fallos del mercado, y animó a los realizadores de la política económica a crear un sistema de economía mixta, al que se consideraba capacitado para suplir las deficiencias del mercado. Este modelo funcionó sin grandes dificultades hasta principios de los setenta del siglo pasado, ayudado en gran medida por la prosperidad del momento que permitió conseguir el pleno empleo y mejorar las condiciones de protección social. Pero, su posterior incapacidad para reducir la inflación y el desempleo, y para responder a fenómenos como la crisis del petróleo, han frenado su desarrollo y obligado a construir visiones alternativas. Entre ellas, la que denomino Estado de bienestar dinámico, en la que la actividad de fomento se convierte, no en la tumba de tantos millones de seres humanos que quedan atrapados en esa tupida red de control y manipulación en que acaba convirtiéndose la misma subvención o auxilio, sino en ayuda real a las iniciativas sociales razonables que se pongan en marcha.

La función del bienestar constituye la segunda función social básica del Estado, después del mantenimiento de la paz y el orden interior y exterior[8]. En realidad, la función del bienestar se refiere a la vida económica y social y sus principales campos de aplicación son las bases ordenadoras de la economía nacional.

La función del bienestar, que tiene mucho que ver, no sólo etimológicamente, con el bien común, puede alcanzarse a través de la intervención directa del Estado en la vida económica y social o a través de la aplicación del principio de subsidiariedad. En este sentido, conviene distinguir entre Estado-Providencia y Estado social del Bienestar.

El Estado Providencia (Welfare State) es el que se ocupa inmediatamente de todas las necesidades y situaciones de los individuos desde la cuna hasta la tumba. Es un modelo de Estado de intervención directa, asfixiante, siempre presente, que exige elevados impuestos y, lo que es más grave, que va minando poco a poco lo más importante, la responsabilidad de los individuos. Establece un sistema obligatorio de seguridad social cuyos efectos están a la vista. Trae consigo una poderosa y omnipotente burocracia que crece y crece sin parar. En fin, este modelo de Estado del Bienestar es el que ha fracasado estrepitosamente en Europa en este tiempo por no confiar en el principio de subsidiariedad como elemento de regulación de la tarea estatal de bienestar y, por tanto, por no seguir un principio del bien común a partir de la promoción de las condiciones básicas para que el ciudadano se desarrolle en libertad y responsabilidad.

En realidad, el Estado social del Bienestar no supone que la regla deba ser la de mayor intervención del Estado en la vida económica y social; ni tampoco que se deba practicar una no intervención de los Poderes públicos en la sociedad. El Estado, es necesario recordarlo, tiene una función ordenadora en la vida económica y social, tiene un cometido fundamental: establecer el orden en el que se consiga la mayor medida posible de bienestar general y se promueva el libre desarrollo de la persona en beneficio de la generalidad. Por eso, como acertadamente señala Messner, la finalidad de la política económica, que siempre tiene un claro sentido instrumental, es la creación de los medios adecuados para que la economía alcance su fin social: una mayor productividad socioeconómica y un mayor nivel de vida de todos los ciudadanos[9]. La elevación de la productividad socioeconómica implica que todas las instituciones económicas deben orientarse en su actuación a este objetivo. Y, para alcanzar el mayor nivel de vida posible es necesario un justo reparto del producto social de manera que, también al servicio de esta finalidad han de orientarse la política monetaria, la política crediticia, la política de salarios de precios o de impuestos, la política coyuntiva y de pleno empleo, la política agraria, sindical[10]. También la política fiscal ha de ser analizada en este contexto: debe orientarse hacia el bienestar económico y social.

El Estado social de Derecho, que parte del principio de subsidiariedad, supone que el propio Estado no debe ejercer actividad económica propia, a menos que la iniciativa privada sea insuficiente para cubrir las necesidades sociales o que el bien común exija su presencia en la vida económica. Por tanto, debe recordarse que la actividad económica estatal se justifica solamente, como es lógico, en caso de bienes y servicios de necesidad pública. En relación con la empresa privada, después de lo escrito ya, se entenderá perfectamente que el Estado debe estar presente para garantizar el cumplimiento del bien común.

Estudiemos ahora, para después comprobar lo que ha pasado, cuál es la posición del Estado social del Bienestar en materia de política social. En primer lugar, conviene definir lo que debemos entender por política social. La política social, según Messner, consiste en las medidas e instituciones del Estado para proteger a los grupos sociales que dependen del trabajo contra todo perjuicio en la participación del bien común. Entre las medidas de la política social, cada vez más necesarias, están una protección de la salud digna y humana, una protección del salario a través de la seguridad social general y una protección de los convenios colectivos para que las condiciones de trabajo permitan la realización del hombre en su plenitud. También en estos casos la acción del Estado está vinculada por el principio de subsidiariedad, de forma que en muchas ocasiones la integración social es posible dejando a los individuos y grupos que los representa la iniciativa en esta materia. Conviene recordar que la acción social del Estado debe extenderse a la protección de la salud, del salario y del contrato. En caso de que el Estado intente actuar sobre otros riesgos de la vida, entonces ya nos encontramos con un modelo de Estado de Bienestar de corte intervencionista que intenta asfixiar a la persona. En nuestro tiempo, la intervención en esta materia de la política social es desproporcionada pues se ha conseguido, en no pocos casos, incrementar el presupuesto público para mantener a colectivos cada vez más numerosos de personas. Hoy, se destinan grandes dotaciones presupuestarias a los subsidios sin que se haya, ni mucho menos, orientado la acción pública al bien común. Todo lo contrario, en la medida en que los servicios públicos son de peor calidad, en la medida que crece irresponsablemente la burocracia y en la medida en que desaparece la iniciativa y la responsabilidad personal, nos encontramos ante un panorama desalentador.

El Estado debe garantizar el cumplimiento de los derechos humanos en el marco del bien común. Por eso, el modelo del Estado social del Bienestar implica que la acción pública, en el marco de la subsidiariedad, se oriente hacia la dignidad de la persona, que es la fuente y la garantía del bien común, de manera que la intervención, cuando sea necesaria, tiene siempre esta connotación de servicio al hombre que vive en comunidad. De ahí que sea incompatible con el modelo del Estado social del Bienestar la creencia de que el mercado por sí mismo todo lo arregla. Sabemos que el liberalismo económico a ultranza implica fallas sobre los derechos humanos; por eso, la intervención pública debe legitimar un orden económico al servicio del hombre. Quizás, en este sentido puede entenderse la doctrina de la llamada economía social de mercado, que me parece que se encuentra en la entraña de lo que debe entenderse por el Estado social del Bienestar[11].

El protagonismo del Estado o del mercado ha sido el gran tema del debate económico del siglo XX. Ya desde muy pronto, como nos recuerda el profesor Velarde Fuertes, encontramos el célebre trabajo de Enrico Barone publicado en el Giornale degli Economisti (1908): El ministro de la producción en un Estado colectivista, a partir del cual comienza un amplio despliegue de estudios de los teóricos de la economía sobre la racionalidad económica de una organización socialista como los de Wiesser, Pareto y sus discípulos. La crisis económica que sigue a la Primera Guerra Mundial pone en tela de juicio el pensamiento capitalista y alimenta formas intervencionistas que el economista Mandilesco se encargaría de configurar económicamente. De igual manera, tanto el New Deal de Roosevelt como la encíclica Quadragesimo anno se muestran críticas hacia el capitalismo. En 1917 comienza la amarga experiencia comunista en Rusia y en los países convertidos a la paradójica sociedad sin clases. En 1989, tras un largo y épico sufrimiento colectivo, cae una de las grandes farsas de la historia: el comunismo. El desmantelamiento del credo comunista ha traído consigo, lo comentaremos más despacio, la crisis del planteamiento socialista. Es lógico si se tiene en cuenta que nos encontramos en uno de esos momentos de la Historia en las que resulta muy difícil, a la vista de lo acontecido, apostar por modelos de corte intervencionista.

En verdad, la época de la prosperidad de 1945 a 1973 mucho ha tenido que ver con una política de intervención del Estado en la vida económica. Quizá porque entonces la maltrecha situación económica que generó la conflagración, no permitía, porque no se daban las condiciones, otra política económica distinta. Ahora bien, como recuerda el profesor Velarde Fuertes, en torno al llamado círculo de Friburgo surge un conjunto de pensadores críticos frente a las bases teóricas del Estado del Bienestar. Entre ellos, destacan Walter Eucken, Ludwig Erhard o Friedrich Von Hayek. Realmente, la importancia del pensamiento de estos economistas, conocidos como representantes de la economía social de mercado, es muy grande y su actualidad innegable. Eucken, por ejemplo, se planteó la cuestión de la actividad estatal en materia económica. Su planteamiento es irrefutable: el problema es de orden cualitativo, no cuantitativo. El Estado ha de influir en el marco institucional y en el orden dentro del cual se desarrolla la actividad económica. El Estado, según Eucken, y la doctrina de la economía social de mercado, ha de fijar las condiciones en que se desenvuelve un orden económico capaz de funcionamiento y digno de los hombres, pero no ha de dirigir el proceso económico. En resumen: el Estado debe actuar para crear el orden de la competencia, pero no ha de actuar entorpeciendo el proceso económico de la competencia. Como es bien sabido, el milagro alemán debe mucho a esta interesante doctrina de la economía social.

Ludwig Erherad entendió claramente la función del Estado cuando escribía en su célebre obra Bienestar para todos que el ideal que yo sueño es que cada cual pueda decir: yo quiero afianzarme por mi propia fuerza, quiero correr yo mismo el riesgo de mi vida, quiero ser responsable de mi propio destino. Vela tú, Estado, porque esté en condiciones de ello.

El Estado de Bienestar que ha tenido plena vigencia en la Europa de entreguerras es un concepto político que, en realidad, fue una respuesta a la crisis de 1929 y a las manifestaciones más agudas de la recesión. Sin embargo, como sabemos muy bien, en su evolución histórica ha ido adquiriendo las características propias del Estado fuertemente interventor en detrimento de las libertades del hombre hasta llegar hoy a una situación insostenible, en la que hay unanimidad general y que se ha bautizado como la crisis del Estado de Bienestar. La causa principal: que el Estado se ha excedido en su afán interventor y, además, no siempre la mayor carga fiscal ha supuesto mejores y más eficaces servicios públicos.

En realidad, debe reconocerse que en virtud del Estado del Bienestar se consiguió que el Estado asumiera como obligación las ayudas a quienes perjudicaba el funcionamiento del mercado y que los sindicatos se integraran en la determinación de los distintos intereses colectivos de carácter laboral. Es verdad que la aparición del Estado del Bienestar supuso una conciencia más social por parte del Estado y también de los ciudadanos. Sí, pero ha traído consigo una evidente crisis de responsabilidad personal, pero que muy preocupante, que ha transformado al ciudadano en un mero espectador pasivo a quien es necesario que dé cuerda el poder púbico para actuar en el escenario público.

Quiero significar que aunque se critique el Estado del Bienestar, es de justicia reiterar que surge de una convicción moral, como dice Karl Popper, sumamente humanitaria y admirable. Lo que ha pasado es que se ha olvidado el principio de subsidiariedad que, probablemente, permite llegar a mejores resultados, con menos costes y con mayor participación social. Debe reivindicarse nuevamente que el principio rector que justifica la intromisión del Estado en el plano económico y social es el de la subsidiariedad[12]. Y no es que la subsidiariedad equivalga, como ya hemos señalado, a un Estado débil. Más bien, ocurre todo lo contrario porque la fortaleza o debilidad de un Estado pienso que no se debe medir por el tamaño del sector público sino por la sensibilidad frente al bien común de los ciudadanos. Para conseguirla, el Estado debe transferirles, racionalmente y en un marco del bien común, las competencias que le son propias. ¿Por qué? Porque, entre otras razones, después de años de rodaje del sistema, ya nadie duda de que la titularidad estatal no es más que una de las formas en que políticos y burócratas de turno mantienen o disfrazan su hegemonía sobre la sociedad y una de las causas más comunes de los abusos y arbitrariedades que provoca la acción interventora del Estado[13].

iv.   Reflexión final: La dimensión  dinámica del Estado de bienestar

El sistema del Bienestar en su versión estática ha fracasado, pero ello no quiere decir que la solución venga de la mano del liberalismo doctrinario. No. La experiencia del Estado del Bienestar ha sido importante porque nos ha ilustrado sobre lo que no se debe hacer. En este sentido, no es baladí recordar que el Estado no puede dejar que el sistema se dirija por el mercado o por las fuerzas sociales, limitándose a dejar hacer. El Estado está al servicio del hombre y no al revés. Por tanto, desde el Estado se debe promover sin descanso el bien común, se deben potenciar las llamadas instituciones intermedias; en definitiva, se debe intentar contribuir a crear el marco más adecuado para que el ser humano se pueda realizar como tal.

En estos años, y de la mano del Estado de Bienestar, se ha multiplicado el déficit público, se han deteriorado los servicios públicos, se ha disparado el gasto público y, lo que faltaba, el desempleo también ha aumentado. La corrupción ha hecho acto de presencia con inusitada fuerza, la función pública no termina de convertirse a la idea del servicio a los ciudadanos y, lo que es más grave, quizá queriendo ayudar al ciudadano se han perdido tantos y tantos esfuerzos en una omnipotente burocracia ávida de más poder. Estos son algunos, no todos, de los elementos que han acompañado a un modelo de Estado que, tristemente, no pasará a la historia por haber contribuido a mejorar la calidad en el ejercicio de los derechos humanos. Sin embargo, nos ha enseñado, una vez más, el peligro de intentar arreglarlo todo desde el aparato público.

Una de las polémicas políticas más interesantes a las que podemos asistir en estos momentos es la de la función del Estado, más concretamente, la supuesta crisis del llamado Estado del Bienestar. O lo que es lo mismo, la crisis de los intervencionismos, de esos sistemas que todo lo fían a la acción benefactora, mágica, del gasto público y de la burocracias como fuentes de solución de todos los problemas. Para unos, el Estado es, en clave hegeliana, la misma y genuina encarnación ética y para otros, formados en los postulados más radicales de la Escuela de Chicago, en el mercado y sólo en el mercado está solución. Quizás, lo más razonable sea huir de los extremos y acercarnos a la razón, a la realidad.

¿Por qué ha entrado en crisis esta forma de entender las relaciones Estado-Sociedad? Me parece que, entre otras razones, porque el Estado, que está al servicio del interés general, del bienestar genera e integral de todos los ciudadanos, se olvidó, y no pocas veces, de los problemas reales de la gente. Claro, quienes se olvidaron fueron aquellos dirigentes que pensaron que la acción pública encierra en sí misma un efecto taumatúrgico que todo lo transforma en justo, igual y benéfico, especialmente para los desfavorecidos y excluidos del sistema. Las cosas, sin embargo, no ocurren así. Edgar Morín demostró años atrás que los servicios sociales franceses no eran más eficaces por más funcionarios o gasto público que se destinara a esta gran tarea. La clave estaba en que no se pensó en cómo se podía atender más humanamente a estas personas. En el mismo sentido, recuerdo la amarga queja de Jospín cuándo fue apartado en primera vuelta de las presidenciales francesas: nos hemos matado por el interés general, sólo que no hablamos con la gente sobre ello.

La reforma del Estado actual hace necesario colocar en el centro, en el corazón de su ser a las personas, a los ciudadanos corrientes, de carne y hueso. Es menester pensar más en las personas, no en ese concepto abstracto de ciudadanía que a nadie representa como no sea a las castas dirigente. Es necesario tener más presente en la actividad pública la preocupación por las personas, por sus derechos, sus aspiraciones, sus expectativas, sus problemas, sus dificultades o sus ilusiones. El modelo de Estado del Bienestar que llamo estático acabó por ser un fin en sí mismo, como el gasto público y la burocracia. Se olvidó de su finalidad constitutiva y acabó siendo el mayor enemigo de la gente. Hoy, sin embargo, desde una perspectiva abierta, plural, dinámica y complementaria del interés general vinculado a la promoción y garantía de los derechos de las personas, el modelo del Estado de bienestar dinámico se nos presenta como una oportunidad para la libertad solidaria de los ciudadanos, no como un elemento de perturbación de las propias libertades de las personas, como todavía algunos, entre nosotros, siguen pensando.

Las prestaciones sociales, las atenciones sanitarias, las políticas educativas son bienes de carácter básico que un gobierno debe poner entre sus prioridades políticas, de manera que la garantía de esos bienes se convierta en condición para que una sociedad libere energías que permitan su desarrollo y la conquista de nuevos espacios de libertad y de participación ciudadana.

Este conjunto de prestaciones del Estado, que constituye el entramado básico de lo que se denomina Estado de bienestar no puede tomarse como un fin en sí mismo. Esta concepción se traduciría en una reducción del Estado al papel de suministrador de servicios, con lo que el ámbito público se convertiría en una rémora del desarrollo social, político, económico y cultural. Además, una concepción de este tipo se traduciría no en el equilibrio social necesario para la creación de una atmósfera adecuada para los desarrollos libres de los ciudadanos y de las asociaciones, sino que podría llevar a una concepción estática que privara al cuerpo social del dinamismo necesario para liberarse de la esclerosis y conservadurismo que acompaña a la mentalidad de los derechos adquiridos.

Las prestaciones, los derechos, tienen un carácter dinámico que no puede quedar a merced de mayorías clientelares, anquilosadas, sin proyecto vital, que puede llegar a convertirse en un cáncer de la vida social. Las prestaciones del Estado tienen su sentido en su finalidad.

Sírvanos como ejemplo la acción del Estado en relación con los colectivos más desfavorecidos, en los que –por motivos diferentes– contamos a los marginados, los parados, los pobres y los mayores. Las prestaciones del Estado nunca pueden tener la consideración de dádivas mecánicas, más bien el Estado debe proporcionar con sus prestaciones el desarrollo, la manifestación, el afloramiento de las energías y capacidades que se ven escondidas en esos amplios sectores sociales y que tendrá la manifestación adecuada en la aparición de la iniciativa individual y asociativa. Un planteamiento de este tipo permitiría afirmar claramente la plena compatibilidad entre la esfera de los intereses de la empresa y de la justicia social, ya que las tareas de redistribución de la riqueza deben tener un carácter dinamizador de los sectores menos favorecidos, no conformador de ellos. Además, permitirá igualmente conciliar la necesidad de mantener los actuales niveles de bienestar y la necesidad de realizar ajustes en la priorización de las prestaciones, que se traduce en una mayor efectividad del esfuerzo redistributivo.

Desde esta perspectiva, hoy es menester buscar puntos de encuentro entre la actuación política y las aspiraciones, el sentir social, el de la gente. Bien entendido que ese encuentro no puede ser resultado de una pura adaptabilidad camaleónica a las demandas sociales. Conducir las actuaciones políticas por las meras aspiraciones de los diversos sectores sociales, es caer directamente en otro tipo de pragmatismo y de tecnocracia: es sustituir a los gestores económicos por los prospectores sociales.

La prospección social, como conjunto de técnicas para conocer más adecuadamente los perfiles de la sociedad en sus diversos segmentos es un factor más de apertura a la realidad. La correcta gestión económica es un elemento preciso de ese entramado complejo que denominamos eficiencia, pero ni una ni otra sustituyen al discurso político. La deliberación sobre los grandes principios, su explicitación en un proyecto político, su traducción en un programa de gobierno da sustancia política a las actuaciones concretas, que cobran sentido en el conjunto del programa, y con el impulso del proyecto.

Las nuevas políticas públicas se hacen, pues, siempre a favor de las personas, de su autonomía –libertad y cooperación–, dando cancha a quienes la ejercen e incitando o propiciando su ejercicio –libre– por parte de quienes tienen mayores dificultades para hacerlo. Acción social y libre iniciativa son realidades que el pensamiento compatible capta como integradoras de una realidad única, no como realidades contrapuestas.

Las nuevas políticas públicas no se hacen pensando en una mayoría social, en un segmento social que garantice las mayorías necesarias en la política democrática, sino que se dirigen al conjunto de la sociedad, y cuando son verdaderamente moderadas son capaces de concitar a la mayoría social, aquella mayoría natural de individuos que sitúan la libertad, la tolerancia y la solidaridad entre sus valores preferentes.

Hace algún tiempo, Ludwig Erhard en su libro titulado Bienestar para todos, escribía que:

–-el grito no debería ser: ¡Estado, ven en mi ayuda, protégeme, asísteme!, sino: No te metas tú, Estado, en mis asuntos, sino dame tanta libertad y déjame tanta parte del fruto de mi trabajo, que pueda yo mismo organizar mi existencia, mi destino, y el de mi familia[14].


 



*     Catedrático de Derecho Administrativo y Presidente del Foro Iberoamericano de Derecho Administrativo.

[1]     Augusto Durán Martínez, “Principio de eficacia y Estado subsidiario”, en Estudios de Derecho Público, Volumen I (Montevideo, 2008), 18.

[2]     Johannes Messner, Ética social, política y económica a la luz del derecho Natural (Madrid: Rialp, 1967), 813–814.

 

[3]     Messner, ob. cit., 299.

[4]     Johannes Messner, Ética general y aplicada (Madrid: Rialp, 1969), 228.

[5]     Alejandro Llano, “Familia y convivencia social” (IX Congreso Nacional de Orientación Familiar, Madrid, 11-13 de noviembre de 1994). "El Estado del Bienestar ha intentado implantar la ficción de que todo lo serio de la vida se reduce a las transacciones de poder, dinero e influencia que acontecen en el Estado y el mercado. La primera víctima ha sido, paradójicamente, la familia".

[6]     Id. "Para que las familias consigan peso social, es necesario que salgan de su aislamiento privatizado e irrumpan solidariamente en el espacio social. La teoría y la práctica social conocen ya muchas y eficaces formas de cooperativismo, asociaciones de auto-ayuda, movimientos ciudadanos, iniciativas docentes y organizaciones de voluntariado".

[7]     Don Eberley, “Más allá de la política social”, The Wall Street Journal, 3 de noviembre de 1995.

[8]     Messner, Ética general y aplicada, ob. cit., 307.

[9]     Id., 308.

[10]    Id.

[11]    Id., 309-310.

[12]    Juan Carlos Cassagne, La intervención administrativa (Buenos Aires: Depalma, 1992), 126.

[13]    Id., 127.

[14]    Ludwig Erhard, Bienestar para todos: Resurgimiento de Alemania después de la Segunda Guerra Mundial (1957), https://dokumen.pub/bienestar-para-todos-resurgimiento-de-alemania-despues-de-la-segunda-guerra-mundial-1957nbsped-9781987017373-1987017374.html.