Jaime
Rodríguez-Arana Muñoz*
REDAV, N° 29, 2024, pp. 65-86
Resumen:
El artículo analiza la crisis del Estado de bienestar estático, argumentando
que su excesivo intervencionismo y control social han terminado por asfixiar la
libertad individual y anular la iniciativa de las organizaciones intermedias.
Ante este agotamiento, se propone la transición hacia un Estado de bienestar
dinámico, fundamentado en la dignidad humana como valor supremo.
Palabras clave: Bien común – Dignidad humana – Estado de bienestar
Abstract: This article analyzes the crisis of the "static welfare
state", arguing that its excessive interventionism and social control have
ultimately stifled individual liberty and suppressed the initiatives of
intermediate social bodies. In response to this decline, the author proposes a
transition toward a "dynamic welfare state" rooted in human dignity
as its guiding principle.
Keywords: Common good – Human dignity – Welfare State
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Recibido |
17-06-2025 |
Aceptado |
15-08-2025 |
El bien común, el Poder
Público y la subsidiariedad, son cuestiones capitales que surgen cuando se
estudia a fondo la relación existente entre el Estado y la Sociedad. Un tema
hoy de gran actualidad especialmente en un tiempo en que las ideologías
cerradas están dominando el panorama mundial de las ideas y sistemas políticos.
En esta materia, nada mejor que recordar una
de las máximas de los profesores de la Escuela de Friburgo, los patrocinadores
de la teoría de la economía social de mercado, que creían firmemente en que el
ideal de relaciones entre Estado y Sociedad debía estar regido por esta máxima:
tanta libertad como sea posible y tanta intervención pública como sea
imprescindible. Algo que se desconoce por doquier pues vivimos más bien en un
mundo en el que podemos constatar justo lo contrario: tanta libertad como sea
necesaria y tanta intervención pública, tanto poder público, como sea posible.
En términos
generales, se puede afirmar que la principal función del Estado es la de
garantizar en las mejores condiciones el ejercicio de los derechos y las
libertades de los ciudadanos. Es decir, la dignidad del ser humano, matriz
cultural y antropológica de nuestra civilización, es más que un principio ético
o filosófico capital, central. Es, además, y sobre todo, un principio jurídico,
el más relevante de todos. Por eso, las estructuras públicas, los
procedimientos públicos, las funciones públicas, los presupuestos públicos,
deben diseñarse y construirse precisamente en función de la dignidad humana, no
al revés, como suele acontecer en nuestras realidades nacionales y
supranacionales. Por la sencilla y poderosa razón de que la dignidad del ser
humano es de tal calibre jurídico que podemos afirmar en alta voz que se
levanta y se yergue, omnipotente y todopoderosa, frente a cualquier embate o
intento del poder político o financiero por laminarla, por arrumbarla.
Es decir, en palabras
del profesor Durán, el Estado es un ser instrumental finalizado al logro del
bien común; está al servicio de la persona humana en toda su dimensión. Es más,
como recalca el catedrático uruguayo, si su accionar no sirve para esto, es
ineficaz y, por tanto, ilegítimo[1].
El Estado existe y
está para atender a la persona, que es su centro y su raíz, así como la
justificación, primera y última, de sus políticas y decisiones. El Estado,
pues, existe y se justifica para hacer posible la libertad de las personas. El
Estado debe proteger, defender y promover los derechos fundamentales,
individuales y sociales, de los hombres y las mujeres. Se trata de una tarea
que llamamos promocional pero que, sin embargo, en ocasiones, no pocas, brilla
por su ausencia porque el Estado, traicionando su legítima función, invade y se
adentra en el sacrosanto mundo de la libertad hasta conseguir doblegar hasta
las más íntimas convicciones personales.
La actualidad del
principio de subsidiariedad, su necesidad, cada vez mayor, viene motivada por
la profunda crisis del modelo que denomino del Estado de bienestar estático.
Aquel que buscó, de día y de noche, a todas horas, por todos los medios a su
alcance, la forma, sutil o grosera, de aniquilar las iniciativas sociales
pensando, craso error, que la encarnación del ideal ético estaría en relación
con la intensidad de la presencia estatal en la vida social. En Europa estamos
de vuelta de este modelo y desde las posiciones más moderadas y sensatas se
postula la versión dinámica del Estado de bienestar, aquel en el que las
personas puedan realizarse libre y solidariamente en la vida social, sin más
presencia pública que aquella que ayude o facilite el libre y solidario
desarrollo de la personalidad de cada individuo.
En efecto, hoy el
modelo de Estado de bienestar, en su versión estática, ha fracasado, además de
por lo equivocado de su planteamiento porque es imposible de implementar en la
realidad. Tarde o temprano, esa inmensa capacidad de intervención concentrada en
los poderes públicos caerá ante la colosal crisis financiera del Estado. Si a
eso añadimos, además, que la propia función reguladora, inspectora,
supervisora, de vigilancia del Estado ha sido bien deficiente durante la crisis
económica, entonces el panorama general es complejo, bien complejo y, para
muchos, insufrible.
El actual colapso del
Estado de bienestar, insisto, en su versión estática, se ha ido produciendo
poco a poco. A base, fundamentalmente, de incrementar la intervención pública
en la vida social, no para fomentar la libertad o para garantizarla, sino precisamente
para todo lo contrario, para ir controlando, para ir ahormando, para ir
conformando a la sociedad a través del uso clientelar y unilateral de la
principal institución conformadora del Estado social que es la subvención.
En realidad, hemos
llegado a la situación que conocemos por muchas causas. Una de ellas, no menor,
reside en que el mercado, el espacio de las transacciones, ha sido dominado en
estos años por la obsesión por el lucro que, lisa y llanamente, según el
diccionario de la Real Academia Española, no es más, ni menos, que toda
ganancia obtenida sin contraprestación. Es decir, el beneficio por el beneficio
sin otras consideraciones.
El Estado es la
comunidad de un pueblo asentada sobre un determinado territorio, dotado del más
alto poder de dominio, para la fundamentación completa de su bienestar general[2].
Esta definición, una de las mejores que se pueden encontrar en el marco del
Derecho Natural, recoge expresamente el término bienestar. ¿Por qué será? Porque una de las funciones esenciales
del Estado es la puesta en marcha de las instituciones que hagan posible la
obtención autorresponsable de sus propios fines en el
marco del bien común. En este sentido, el Estado debe adoptar las medidas
oportunas en interés del bien general, del bien común que rectamente entendido
e implementado asegura y preserva la vitalidad social.
El bien común, el
bien general, es precisamente la finalidad general del Estado. Es más, el poder
estatal es el medio del que dispone la autoridad política para alcanzar el bien
común, para conseguir precisamente el bienestar de la sociedad como un todo. En
este sentido, el poder es servicio, servicio objetivo al bien común, al bien
general. El bien común en realidad consiste en hacer posible a los ciudadanos
su realización en libertad y solidaridad, no de cualquier forma, menos todavía
como sujetos inertes, manipulables. En palabras más claras: el Estado debe
garantizar el marco y las condiciones necesarias para que los ciudadanos puedan
desarrollar íntegramente, en libertad solidaria, su personalidad.
El bien común, pues,
constituye el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las
asociaciones y a cada uno de sus miembros el libre y solidario desarrollo de su
personalidad.
En efecto, sobre el
bien común, que es la expresión filosófica del concepto sociológico de bien o
bienestar general o del jurídico-administrativo interés general. Hoy, sin
embargo, el bien común aparece desnaturalizado en tantas y tantas decisiones de
política social, económica o financiera que sólo se dirigen al bien propio de
cada operador sin sensibilidad social, sin compromiso con el conjunto. En
efecto, el bien de todas y cada una de las personas que componen la sociedad en
cuanto tales sólo es posible cuando las decisiones, especialmente en el mundo
económico y financiero se inspiran, en esa solidaridad social a que apelaba en
sus escritos nada menos que León Duguit. En este sentido, el bien común es el
bien de todos, familias, personas físicas, jurídicas, instituciones sociales,
cuerpos intermedios que se unen en comunidad social. No es un bien que se
busque por sí mismo, sino para las personas que forman parte de la comunidad
social y que solo en ella pueden conseguir su bien realmente y de modo más eficaz.
Francisco, en un
discurso a dirigentes públicos y sociales el 27 de julio de 2013, decía que la
hermandad entre los hombres y la colaboración para construir una sociedad más
justa no son un sueño fantasioso sino el resultado de un esfuerzo concertado de
todos hacia el bien común. Les aliento, señalaba el Papa, en éste su compromiso
por el bien común, que requiere por parte de todos: sabiduría, prudencia y
generosidad. Tres cualidades que hoy, a pesar de ser tan cacareadas en los
libros sobre el arte del gobierno, en general, al menos del otro lado del
océano, brillan por su ausencia con las consecuencias que de ello se derivan y
que contemplamos a diario.
Un análisis sosegado
de estas palabras proyectado sobre el funcionamiento, en estos años, de poderes
políticos y financieros en términos generales, nos demuestra hasta qué punto la
ausencia del bien común ha estado, y está presente, en la toma de decisiones en
estos ámbitos, más preocupados de la obtención de beneficios crematísticos al
precio que sea y de la consecución de votos por cualquier método. Por eso la
crisis actual es, esencial y radicalmente, una crisis moral y por eso la salida
a la crisis interpela y desafía la conciencia moral de quienes tienes a su
cargo la toma de decisiones en estos campos y también anima a los ciudadanos en
general a tomarse en serio la participación en la vida política, económica,
social y cultural. La publicación en este tiempo de los llamados papeles de
Panamá no hace más que reforzar los compromisos que surgen de la ética y la
moral en este proceloso mundo que nos toca vivir.
El poder estatal
tiene un evidente sentido de servicio al bien común y es el poder supremo entre
los poderes sociales naturales porque, como dice Messner, el cumplimiento de
las tareas particulares de todas las pequeñas comunidades depende de que el
Estado cumpla sus tareas sociales más básicas. Sabemos
que los hombres pertenecemos inmediatamente a pequeñas comunidades (familia,
Ayuntamiento, Provincia, Corporación profesional) y que el primer deber del
Estado es crear los presupuestos, las condiciones para cumplir las tareas que a
esas comunidades impone la naturaleza. En este sentido, el Estado sería una
vinculación de comunidades de forma que en las relaciones bilaterales del
Estado con respecto a la pequeña y gran comunidad debe respetar y promover los
derechos originarios comunitarios[3].
En este sentido, la
responsabilidad de construir el bien común compete, además de a las personas
particulares, al Estado, porque el bien común es la razón última del ejercicio
de la autoridad política. Es más, si la Política no se ordena al bien común no
cumple de ninguna manera su primigenia y capital función.
El propio fin del
poder estatal, en la medida en que se orienta hacia el cumplimiento de las
funciones sociales básicas de protección del orden jurídico y de aseguramiento
del bienestar, implica evidentes limitaciones. Primera: el Derecho Natural y
los derechos naturales adquiridos de los ciudadanos, los derechos humanos o
derechos fundamentales de la persona, de las comunidades, de las minorías, de
otros Estados, de la Iglesia, etc. Y segunda: los medios imprescindibles para
garantizar una situación de bienestar. Estos límites son flexibles ya que las
exigencias del bien común son variadas y diversas según las distintas
soluciones. Pero como regla general puede afirmarse que la presunción jurídica
está contra la extensión del poder estatal.
¿Por qué? Porque
precisamente el poder estatal se justifica en la constitución natural del orden
colectivo de las funciones sociales fundamentales. Como sabemos, la
responsabilidad o la competencia individual precede a la global o universal. Es
decir, lo que los individuos y las pequeñas comunidades sean capaces y estén
dispuestos a hacer deben hacerlo, sin interferencias del Estado. El principio
de subsidiariedad es un principio fundamental de toda autoridad, pues, en
sentido estricto, una estructura social de orden superior no debe interferir,
menos invadir o condicionar, en la vida interna de un grupo social de orden
inferior, anulándolo y privándolo de sus competencias. Más bien debe
auxiliarlo, ayudarlo, sostenerlo en caso de necesidad y facilitarle una
relación armónica con las demás instituciones y corporaciones en orden a la
plena realización del bien común.
En efecto, la
subsidiariedad es un criterio fundamental para la ordenación de la vida social,
política y económica. En modo alguno justifica, como se ha pretendido entender,
por ejemplo en el Derecho Comunitario Europeo y en muchos ordenamientos
nacionales, la intervención directa del ente político superior cuando el
inferior, a causa de la falta de trasferencias de poderes y competencias, no
está en condiciones de atender ciertas funciones en relación con sus
ciudadanos. Más bien, en estos casos, el Estado debe dotar de medios a los entes
territoriales inferiores para que puedan administrar las funciones que le son
propias en beneficio de sus habitantes.
Es verdad que el
principio de subsidiariedad aparece como tal no hace mucho, en 1892 con León
XIII, aunque su contenido, como sabemos, obviamente es muy antiguo. Tomás de
Aquino, comentando a Aristóteles, señala que la exagerada unificación y
uniformidad amenaza la sociedad compuesta por una multiplicidad de estructuras,
al igual que desaparecen la sinfonía y la armonía de las voces cuando todas
cantan en el mismo tono (In. Pol, II, 5). Dante Alighieri, en el mismo sentido,
apunta en su De Monarchía (I, 14) que en modo alguno
debe decidir inmediatamente el Emperador todos los pequeños asuntos de cada
ciudad, pues las naciones, reinos y ciudades tienen sus características
diversas que han de ser consideradas leyes especiales. Más adelante, la
subsidiariedad estuvo muy presente en las polémicas entre los curialistas y sus detractores durante el siglo XIV. Ya en
el siglo XIX, antes de las Encíclicas sociales, Höffner
recuerda que el Obispo Ketteler formuló este principio adecuadamente
permitiéndose hablar de derecho subsidiario entendido éste como el derecho del
pueblo, derivado de la razón y la verdad, a realizar y procurar por sí mismo,
en su casa, en su comunidad, en su patria, lo que puede hacer por sí mismo.
Tal y como enseño
León XIII en la Rerum Novarum
en 1892, la subsidiariedad está entre las directrices más constantes y
características de la doctrina social de la Iglesia. En efecto, tal y como
reconoce el catecismo de la Iglesia Católica en su numeral 1882, es imposible
promover la dignidad de la persona si no se cuidan la familia, los grupos, las
asociaciones, las realidades territoriales locales, en definitiva, aquellas
expresiones agregativas de tipo económico, social, cultural, deportivo,
recreativo, profesional, político, a las que las personas dan vida
espontáneamente y que hacen efectivo su efectivo crecimiento social. Como
señala San Juan Pablo II en Sollicitudo Rei
Socialis numeral 15, es éste precisamente el
ámbito de la sociedad civil, entendida como el conjunto de las relaciones entre
individuos y entre sociedades intermedias, que se realizan en forma originaria
y gracias a la subjetividad creativa del ciudadano.
Tal creatividad
subjetividad del ciudadano, que debiera ser objeto de fomento y aliento desde
los Poderes públicos, más bien se intenta aniquilar y eliminar para que no
aflore al espacio público ninguna iniciativa que ponga en cuestión ese
pensamiento único que se inocula, sutil o groseramente, desde las terminales de
las tecnoestructuras dominantes, sean del poder político, sean del poder
mediático o financiero.
Esta red de
relaciones que emergen de la creatividad subjetiva del ciudadano que es
consciente de la relevancia de su participación en el espacio público, da lugar
al tejido social y constituye la base de una verdadera comunidad de personas
que, como apunta San Juan Pablo II en Centssimus
annus numeral 49, hacen posible formas más
elevadas de sociabilidad. En Quadragesimo anno numeral 203, en 1931, Pio XI señaló que este
principio, importantísimo de la filosofía social, implica que como no se puede
quitar a los individuos y dar a la comunidad lo que ellos pueden realizar con
su propio esfuerzo e industria, así tampoco es justo, constituyendo un grave
perjuicio y perturbación del recto orden, quitar a las comunidades menores e
inferiores lo que ellas pueden hacer y proporcionar y dárselo a una sociedad
mayor y más elevada, ya que toda acción de la sociedad, por su propia fuerza y
naturaleza, debe prestar ayuda a los miembros del cuerpo social, pero no
destruirlos y absorberlos. Pio XII escribió el 5 de agosto de 1950, en esta
línea, que el Estado no es una omnipotencia opresora de toda legitima
autonomía. Su función, su magnífica función, es más bien favorecer, ayudar,
promover la íntima coalición, la cooperación activa, en el sentido de una
unidad más alta, de los miembros que, respetando su subordinación al fin del
Estado, cooperan de la mejor manera posible al bien de la comunidad,
precisamente en cuanto que conservan y desarrollan su carácter particular y
natural. Ni el individuo ni la familia deben quedar absorbidos por el Estado.
Estas palabras de Pio
XI, pronunciadas en 1931, están de palpitante y rabiosa actualidad,
especialmente en el viejo y enfermo continente. Un espacio territorial que
antaño fue baluarte y estandarte de la libertad solidaria y que hoy, por mor de
una mal entendida subsidiariedad, justifica y legitima desde la cúpula
operaciones de distinta naturaleza dirigidas a amputar derechos a la
Comunidades territoriales menores y a anular cualquier atisbo de iniciativa
social. Por eso Francisco recordó el 25 de noviembre de 2014 en el mismo
corazón de Europa, en la sede del Consejo de Europa, la necesidad de construir
de nuevo el viejo continente desde el servicio y la centralidad de la dignidad
humana, pues, de lo contrario, interpretando la subsidiariedad justo para lo
contrario de lo que es, el camino se tuerce y el grado de intervención pública
llega a ser, como acontece ya en este tiempo, insoportable.
El principio de
subsidiariedad implica que los Entes políticos superiores, el Estado lo es por
antonomasia, en lugar de oprimir y cegar la funcionalidad de los Entes
territoriales inferiores, debe trabajar para que estas se encuentren en las
mejores condiciones posibles de gestión y administración de lo general al
servicio objetivo del bien común. Por eso en Quadragesimo
anno Pio XI escribe, en el numeral 203, que las
sociedades de orden superior deben ponerse en una actitud de ayuda (subsidium) –por tanto de apoyo– promoción,
desarrollo, respecto a las inferiores. Así, de esta manera, como fácilmente
puede colegirse, los cuerpos e instituciones intermedias, tan importantes para
la pujanza social, podrán desarrollar armónicamente las funciones que les son
propias, sin tener que cederlas o entregarlas, como hoy acontece tantas veces
ante la omnipotencia de la presencia estatal, a otras instituciones sociales o
políticas de orden superior, que acaban por absorber y sustituir dichas
instituciones y cuerpos intermedios.
La subsidiariedad
puede entenderse en sentido positivo y en sentido negativo. En sentido positivo
se refiere a la ayuda económica, legislativa, institucional, ofrecida a las
instituciones territoriales inferiores para que puedan realizar las tareas que
les son propias de la mejor forma para promover, fomentar y defender la
dignidad humana y los derechos fundamentales de las personas. En sentido
negativo, la subsidiariedad hace referencia a una serie de implicaciones en
negativo que obligan al Estado a abstenerse de cualquier medida restrictiva de
las comunidades menores y esenciales de la vida social.
Höffner funda el principio de subsidiariedad tanto en
la libertad y dignidad del hombre cuanto en la estructura y características de
las pequeñas comunidades, que disponen de tareas y derechos que no pueden ser
realizadas adecuadamente por instituciones más amplias. En efecto, el principio
de subsidiariedad protege, por una parte, el ser y vida propios de los
individuos y de las pequeñas comunidades ante los abusos de las estructuras
sociales y políticas más amplias, de modo, que desde esta perspectiva, subsidiariedad
equivale a autonomía o, lo que es lo mismo, a autonormación,
autogobierno y autoadministración en el marco de las competencias propias. Por
otra parte, subsidiariedad significa ayuda de arriba abajo, no anulación, merma
o limitación, de lo de abajo por lo de arriba. La intervención auxiliar de las
instituciones más amplias, superiores suele decirse, viene exigida por dos
razones: porque los individuos o las pequeñas comunidades fallen en sus
funciones y también porque se trate de tareas que realmente solo puedan
llevarse a cabo por instituciones más amplias o superiores. Como las personas y
las pequeñas comunidades no son autárquicas sino que están integrados en
estructuras sociales más amplias, no sólo tienen tareas propias, sino también
tareas comunitarias y sociales que realizar al servicio de las personas.
Bien común, subsidiariedad
y bienestar son conceptos que están más unidos de lo que parece. Por eso, en el
estudio sobre el llamado Estado del Bienestar y su crisis deben desarrollarse
convenientemente estos conceptos. El bien común, ya lo hemos señalado, es la
clave porque implica ayuda, ayuda para que los individuos puedan conseguir los
fines esenciales de la vida[4].
no ayuda para el individualismo, ayuda para el ejercicio de lo que he llamado
libertad solidaria.
El principio de
subsidiariedad, lógicamente, limita considerablemente la operatividad del poder
estatal y responsabiliza a las personas en el cumplimiento de sus fines vitales
y sociales. Como principio superior filosófico-social tiene tres importantes
corolarios. Primero: un sistema social es tanto más perfecto cuanto menos
impida a los individuos la consecución de sus propios intereses. Segundo: un
sistema social es tanto más valioso cuanto más se utilice la técnica de la
descentralización del poder y la autonomía de las comunidades menores. Tercero,
y muy importante, un sistema social será más eficaz cuanto menos acuda a las
leyes y más a la acción de fomento y a los estímulos para alcanzar el bien
común. El libre desarrollo de la persona, en un contexto de bien común, es un
dato capital.
Por eso, el principio
de subsidiariedad supone tanta libertad como sea posible y tanta intervención
estatal como sea imprescindible. En realidad, como sabemos, el ideal del orden
social se orienta hacia la mayor libertad posible en un marco de mínima regulación
estatal. Los pueblos que han tenido más leyes no es que hayan sido los más
felices. Sin embargo, hoy por hoy existe una fuerte
convicción, tan errada como irreal, de que el progreso social depende de la
intervención estatal. La cuestión, sin embargo, reside en reducir la
intervención a ese marco de ayuda ínsito en la idea del bien común, porque no
se puede olvidar que la gran paradoja, y tremendo fracaso de la versión
estática del Estado del Bienestar, ha sido pensar que la intervención directa
producía automáticamente mayor bienestar general. La fórmula es, más bien, la
que parte de la subsidiariedad: cuanto más se apoye a la persona y a las
Comunidades menores en que se integra, más se fomentará la competencia y la
responsabilidad y el conjunto tendrá una mayor autonomía. Porque no se puede
olvidar que el principio de subsidiariedad protege los derechos de las personas
y de las pequeñas comunidades frente a un Estado que, históricamente, ha cedido
a la sutil tentación de aumentar considerablemente su poder. Pero lo más
importante, independientemente de la fuerza evidente de este principio básico
de la ética política, es que el bien común se alcanza más fácilmente si los
propios individuos y las pequeñas comunidades viven y se desarrollan en un
contexto de responsabilidad e ilusión por conseguir sus fines existenciales.
Es evidente que el
modelo del Estado de bienestar, tal y como está concebido actualmente, está
agotado. Sus estructuras están sobrecargadas porque ha pretendido hacerlo todo
sin contar con los individuos. Por otra parte, su rigidez burocrática le ha
hecho perder contacto con las fuentes que le proporcionarían vitalidad, entre
ellas la familia[5].
Y, fundamentalmente, este modelo de Estado ha caído preso del poder político en
unos casos y del poder financiero en otros. El poder político se ha apropiado
de sus instituciones y ha convertido lo que es la principal acción de fomento,
la subvención, en la principal fuente de control social. Como el ansia de
control social creció y creció así, igualmente, con la misma intensidad y
frenesí, se ampliaron los programas y planes de ayudas y subsidios, concebidos
para el control social, hasta que la caja de todos se quedó vacía. Y, por otra
parte, el poder financiero consiguió, a través del tráfico de influencias y del
buen hacer de don dinero, captar o,
mejor, capturar no pocas veces las instituciones reguladoras que en lugar de
ser entidades independientes o neutrales, como las denomina la doctrina, se han
convertido en ocasiones en cómplices de tantos desaguisados financieros como
hemos visto en estos años. ¿Cómo se explica que un famoso brocker
neoyorquino haya podido sostener durante décadas un negocio piramidal tras, al
menos, siete u ocho inspecciones de la Comisión del Mercado de Valores de los
Estados Unidos de América?
Las políticas
sociales del Estado asistencial, que, originariamente, eligieron a la familia
como objeto preferente de sus prestaciones, han acabado por vaciar de casi todo
contenido relevante a la institución familiar hasta imponer una determinada
manera de entender esta institución como si la función del Estado fuera la de
construir intelectualmente conceptos y después proyectarlos unilateralmente
sobre la vida social.
Ahora bien, para
superar esta situación una solución podría pasar por traspasar la barrera del
Estado de bienestar hacia lo que denominaríamos la Sociedad de bienestar. Esto
supone no sólo poner el acento en lo vital (Sociedad) frente a lo estructural
(Estado), sino que también evoca una nueva noción de bienestar: en vez de una
recepción pasiva de prestaciones, una intervención activa en una tarea común[6]. La
vida social tiene calidad cuando a sus actores natos se les permite que
realicen sus proyectos originales y se les otorga una ayuda a la que tienen
derecho. En este sentido resulta de gran interés el artículo de Don Eberley, Más allá de
la política social, publicado en The Wall Street Jounal el 3 de noviembre de 1995, hace ya casi
veintiséis años, y del que, por su interés, reproduzco un párrafo bien
significativo:
Para restaurar la sociedad civil tenemos que dar marcha atrás
en el modo de plantear los problemas sociales. En la historia americana
anterior, el debate se centraba en la naturaleza profunda: del hombre y sus
obligaciones. Ahora discutimos acerca de estructuras impersonales, a saber,
acerca del gobierno y del mercado. Muchos conservadores y muchos liberales
intervencionistas hablan de un modo racional y frío sobre los programas de
gobierno o los sistemas de mercado, la mejora de los incentivos y la tasa de
crecimiento económico, que se supone son los verdaderos indicadores del
bienestar nacional. Y es que el siglo XX ha convertido al sujeto moral en
sujeto económico y psicológico, sometiéndolo según los casos a estímulos
económicos o a tratamientos terapéuticos. Si tenemos que restaurar la sociedad,
el siglo XXI tendrá que recuperar la noción del hombre como portavoz de unos
valores morales inherentes[7].
Para detectar las
causas culturales del debilitamiento de la sociedad civil, Eberly
cita el diagnóstico del sociólogo Sorokin, para quien la contradicción básica
de nuestra cultura es la simultanea glorificación y degradación del hombre;
manifestación de lo cual es el actual utilitarismo, que ha producido un hombre
totalmente mecanicista, materialista y extremadamente individualista.
Tocqueville, con su clarividencia
proverbial señaló que la fuerza de América consistía en la tendencia a unirse
en asociaciones voluntarias, mientras que la principal preocupación a largo
plazo sería el egoísmo que lleva a cada ciudadano a vivir aparte, extraño al
destino del resto. Le preocupaba que esta forma de individualismo, combinada
con el nacimiento de la sociedad de masas, produjera el omnipresente Estado
burocrático que ha provocado tantos estragos en la vida social a partir de su
hábil alianza con el denominado consumismo insolidario.
En este sentido, las
políticas públicas de este tiempo, del color que sean, refuerzan esta forma de
concebir la sociedad como habitada por individuos libres sin limitaciones,
mimados con promesas, armados de múltiples derechos legales, inundados de posibilidades
de consumo, sin deberes ni obligaciones y sin embargo más súbditos que
ciudadanos y, por ello, manipulables y controlables con suma facilidad.
El crecimiento
continuo y desmedido del Estado en la economía, hoy en franco apogeo, es el
rasgo más característico de la evolución de la economía, de la sociedad y de la
política de este tiempo. El impacto de la crisis económica de 1929 hizo
reflexionar a muchos sobre la consistencia del mensaje neoclásico. El
desencanto con el sistema capitalista que le sucedió, el ascenso del
socialismo, la actuación de las autoridades económicas para paliar los efectos
de las guerras y el paradigma keynesiano explican el aumento de la intervención
del Estado en la vida social. Hoy, la actual crisis económica nos sitúa ante
interrogantes similares aunque ahora la dimensión moral y ética de la crisis
aconseja reflexiones y planteamientos de fondo, que atiendan nada menos que a
los fundamentos y principios sobre los que descansa el entero orden social,
político y económico.
La figura clave de
esta ruptura con el modelo anterior fue la de Keynes. A diferencia de los
neoclásicos, Keynes pensaba que el ahorro y la inversión podían situarse en
condiciones de equilibrio que no tenían por qué ser las de pleno empleo. Su
punto de vista partía del convencimiento de que el mercado no era capaz de
garantizar el mantenimiento de un nivel de actividad suficiente que permitiera
el pleno empleo de los recursos productivos y de que tampoco existe esa mano
invisible que, como por arte de magia, lograba el equilibrio entre las unidades
de gasto y las de producción. Con este argumento Keynes ponía en entredicho la
veracidad de uno de los postulados básicos de la economía clásica que sostenía
que toda oferta crea su propia demanda. Por tanto, la incapacidad del mercado
justificaba la intervención del Estado en la economía con medidas
estabilizadoras que elevaran la demanda agregada y que evitaran los vaivenes
cíclicos del capitalismo.
Con anterioridad al
Keynesianismo existieron otras escuelas que se opusieron al modelo neoclásico.
Una de ellas fue el historicismo alemán, que tuvo un gran protagonismo en la
articulación de la estrategia económica que marcó las pautas del desarrollo de
la Alemania Imperial. Tres eran las líneas principales de esta corriente.
En primer lugar, se
apartaba de la metodología de la ciencia económica defendida tiempo atrás por
los clásicos; en concreto, el método deductivo resultó duramente atacado por
los historicistas quienes lo sustituyeron por el método inductivo.
En segundo lugar,
defendían la mayor presencia e intervención del Estado en la economía y el
establecimiento de medidas proteccionistas. Los historicistas consideraban que
la vida económica no es una situación estática, sino un proceso continuo que
atraviesa etapas sucesivas de desarrollo hasta alcanzar la madurez. En este
proceso de cambio, el Estado debe crear las condiciones adecuadas que faciliten
el tránsito desde la fase más primitiva hasta la más desarrollada. A este
respecto, pensaban que el arancel proteccionista era un instrumento primario en
la adaptación de la sociedad a unas instituciones económicas en constante
proceso de transformación. Su papel difiere notablemente según la etapa
especifica de desarrollo, ya que no es útil para un país que se encuentra en
una etapa inicial ni para quien ha llegado al final. En cambio, resulta
indispensable para los países que, contado con los recursos naturales y humanos
necesarios, marchan hacia la culminación de su desarrollo.
Por último, la
escuela alemana apoyó la cartelización bajo el argumento de que llevaba,
ineludiblemente, hacia una política de desarrollo económico.
La otra escuela
opuesta a los postulados clásicos fue el marxismo, cuya fracasada plasmación se
produjo a través del modelo soviético. El pensamiento marxista coincidió en
parte con el historicismo, aunque integró alguna de las ideas más importantes
de la economía clásica. Sus tesis principales resultaban de la crítica de
algunos aspectos del pensamiento clásico y del funcionamiento de la sociedad
capitalista. Las críticas más importantes se centraban en la distribución del
poder que genera el sistema capitalista; en la distribución desigual de la
renta; en los problemas que, sobre la producción y el empleo, generaban los
vaivenes cíclicos del sistema; y finalmente; en el monopolio, tendencia básica
que influiría de modo decisivo en el destino final del capitalismo. En
contraposición, el pensamiento marxista proponía la creación de una sociedad
alternativa basada en el control total de los medios de producción por parte
del Estado que permitiría supuestamente la consecución de la utopía de una
sociedad feliz, sin explotadores y con abundancia material, a través de una
gran revolución social.
No obstante, para
entender el avance del Estado del Bienestar en la postguerra es preciso volver
al pensamiento keynesiano, sin el que no hubiera sido posible. En su obra Teoría General de la ocupación, el interés y
el dinero Keynes expuso con claridad sus ideas acerca del orden económico,
que se desarrollaban en tres sentidos. En primer lugar, el Estado debe jugar un
papel activo en la economía, a fin de orientar la policía de gasto y, más en
concreto, la de inversión. En segundo lugar, desechó el principio neoclásico
del presupuesto equilibrado, con lo que la neutralidad de la Hacienda Pública
dejaba de tener sentido. Por último, la política salarial y de seguros sociales
no originaba siempre inflación y paro, sino que, debidamente coordinada con el
resto de la política económica, era capaz de impulsar la producción, de
facilitar una distribución más igualitaria de las rentas y de promover el pleno
empleo. A ello había necesariamente que añadir un sistema tributario muy
progresivo y personalizado.
La idea moderna del
Estado del Bienestar quedó plasmada en el Libro Blanco sobre pleno empleo en
una sociedad libre realizado por Beveridge en 1941. La beligerancia contra el
paro y la articulación de una nueva política de prestaciones sociales quedaban fijadas
como una nueva política económica, de raíces keynesianas. Tras el final de la
II Guerra Mundial, el modelo se impuso con el triunfo electoral de socialistas
de todo tipo en Europa. Hoy, sin embargo, debido a la versión estática y
cerrada del intervencionismo de la que han hecho gala no pocos dirigentes
políticos, el gasto público se desmadró y al no crecer al mismo ritmo que los
ingresos, llegó el colapso.
En el ámbito
económico, el modelo encontró nuevos apoyos en los descubrimientos de los
economistas del bienestar. En efecto, Samuelson, entre otros, desarrollaron en
los años cincuenta los fundamentos microeconómicos de la teoría moderna del
gasto público, con base en la definición de conceptos tales como los bienes
públicos, bienes preferentes y externalidades. El eje central de su estudio
eran los fallos del mercado,
entendiendo por tales las deficiencias que experimenta el funcionamiento libre
de la economía para asignar eficientemente los recursos en la producción de
algunos bienes y servicios, para generar una distribución más equitativa de la
renta y para garantizar un desarrollo sostenido y estable de la economía sin
vaivenes cíclicos.
Estas ideas ayudaron
a ampliar el grado de intervención del Estado, con el deseo de corregir los
fallos del mercado, y animó a los realizadores de la política económica a crear
un sistema de economía mixta, al que se consideraba capacitado para suplir las
deficiencias del mercado. Este modelo funcionó sin grandes dificultades hasta
principios de los setenta del siglo pasado, ayudado en gran medida por la
prosperidad del momento que permitió conseguir el pleno empleo y mejorar las
condiciones de protección social. Pero, su posterior incapacidad para reducir
la inflación y el desempleo, y para responder a fenómenos como la crisis del
petróleo, han frenado su desarrollo y obligado a construir visiones
alternativas. Entre ellas, la que denomino Estado de bienestar dinámico, en la
que la actividad de fomento se convierte, no en la tumba de tantos millones de
seres humanos que quedan atrapados en esa tupida red de control y manipulación
en que acaba convirtiéndose la misma subvención o auxilio, sino en ayuda real a
las iniciativas sociales razonables que se pongan en marcha.
La función del
bienestar constituye la segunda función social básica del Estado, después del
mantenimiento de la paz y el orden interior y exterior[8]. En
realidad, la función del bienestar se refiere a la vida económica y social y
sus principales campos de aplicación son las bases ordenadoras de la economía
nacional.
La función del
bienestar, que tiene mucho que ver, no sólo etimológicamente, con el bien
común, puede alcanzarse a través de la intervención directa del Estado en la
vida económica y social o a través de la aplicación del principio de
subsidiariedad. En este sentido, conviene distinguir entre Estado-Providencia y
Estado social del Bienestar.
El Estado Providencia
(Welfare State)
es el que se ocupa inmediatamente de todas las necesidades y situaciones de los
individuos desde la cuna hasta la tumba.
Es un modelo de Estado de intervención directa, asfixiante, siempre presente,
que exige elevados impuestos y, lo que es más grave, que va minando poco a poco
lo más importante, la responsabilidad de los individuos. Establece un sistema
obligatorio de seguridad social cuyos efectos están a la vista. Trae consigo
una poderosa y omnipotente burocracia que crece y crece sin parar. En fin, este
modelo de Estado del Bienestar es el que ha fracasado estrepitosamente en
Europa en este tiempo por no confiar en el principio de subsidiariedad como
elemento de regulación de la tarea estatal de bienestar y, por tanto, por no
seguir un principio del bien común a partir de la promoción de las condiciones
básicas para que el ciudadano se desarrolle en libertad y responsabilidad.
En realidad, el
Estado social del Bienestar no supone que la regla deba ser la de mayor
intervención del Estado en la vida económica y social; ni tampoco que se deba
practicar una no intervención de los Poderes públicos en la sociedad. El
Estado, es necesario recordarlo, tiene una función ordenadora en la vida
económica y social, tiene un cometido fundamental: establecer el orden en el
que se consiga la mayor medida posible de bienestar general y se promueva el
libre desarrollo de la persona en beneficio de la generalidad. Por eso, como
acertadamente señala Messner, la finalidad de la política económica, que
siempre tiene un claro sentido instrumental, es la creación de los medios
adecuados para que la economía alcance su fin social: una mayor productividad
socioeconómica y un mayor nivel de vida de todos los ciudadanos[9]. La
elevación de la productividad socioeconómica implica que todas las
instituciones económicas deben orientarse en su actuación a este objetivo. Y,
para alcanzar el mayor nivel de vida posible es necesario un justo reparto del
producto social de manera que, también al servicio de esta finalidad han de
orientarse la política monetaria, la política crediticia, la política de
salarios de precios o de impuestos, la política coyuntiva
y de pleno empleo, la política agraria, sindical[10].
También la política fiscal ha de ser analizada en este contexto: debe
orientarse hacia el bienestar económico y social.
El Estado social de
Derecho, que parte del principio de subsidiariedad, supone que el propio Estado
no debe ejercer actividad económica propia, a menos que la iniciativa privada
sea insuficiente para cubrir las necesidades sociales o que el bien común exija
su presencia en la vida económica. Por tanto, debe recordarse que la actividad
económica estatal se justifica solamente, como es lógico, en caso de bienes y
servicios de necesidad pública. En relación con la empresa privada, después de
lo escrito ya, se entenderá perfectamente que el Estado debe estar presente
para garantizar el cumplimiento del bien común.
Estudiemos ahora,
para después comprobar lo que ha pasado, cuál es la posición del Estado social
del Bienestar en materia de política social. En primer lugar, conviene definir
lo que debemos entender por política social. La política social, según Messner,
consiste en las medidas e instituciones del Estado para proteger a los grupos
sociales que dependen del trabajo contra todo perjuicio en la participación del
bien común. Entre las medidas de la política social, cada vez más necesarias,
están una protección de la salud digna y humana, una protección del salario a
través de la seguridad social general y una protección de los convenios
colectivos para que las condiciones de trabajo permitan la realización del
hombre en su plenitud. También en estos casos la acción del Estado está
vinculada por el principio de subsidiariedad, de forma que en muchas ocasiones
la integración social es posible dejando a los individuos y grupos que los
representa la iniciativa en esta materia. Conviene recordar que la acción social
del Estado debe extenderse a la protección de la salud, del salario y del
contrato. En caso de que el Estado intente actuar sobre otros riesgos de la
vida, entonces ya nos encontramos con un modelo de Estado de Bienestar de corte
intervencionista que intenta asfixiar a la persona. En nuestro tiempo, la
intervención en esta materia de la política social es desproporcionada pues se
ha conseguido, en no pocos casos, incrementar el presupuesto público para
mantener a colectivos cada vez más numerosos de personas. Hoy, se destinan
grandes dotaciones presupuestarias a los subsidios sin que se haya, ni mucho
menos, orientado la acción pública al bien común. Todo lo contrario, en la
medida en que los servicios públicos son de peor calidad, en la medida que
crece irresponsablemente la burocracia y en la medida en que desaparece la
iniciativa y la responsabilidad personal, nos encontramos ante un panorama
desalentador.
El Estado debe
garantizar el cumplimiento de los derechos humanos en el marco del bien común.
Por eso, el modelo del Estado social del Bienestar implica que la acción
pública, en el marco de la subsidiariedad, se oriente hacia la dignidad de la
persona, que es la fuente y la garantía del bien común, de manera que la
intervención, cuando sea necesaria, tiene siempre esta connotación de servicio
al hombre que vive en comunidad. De ahí que sea incompatible con el modelo del
Estado social del Bienestar la creencia de que el mercado por sí mismo todo lo
arregla. Sabemos que el liberalismo económico a ultranza implica fallas sobre
los derechos humanos; por eso, la intervención pública debe legitimar un orden
económico al servicio del hombre. Quizás, en este sentido puede entenderse la
doctrina de la llamada economía social de mercado, que me parece que se
encuentra en la entraña de lo que debe entenderse por el Estado social del
Bienestar[11].
El protagonismo del
Estado o del mercado ha sido el gran tema del debate económico del siglo XX. Ya
desde muy pronto, como nos recuerda el profesor Velarde Fuertes, encontramos el
célebre trabajo de Enrico Barone publicado en el Giornale
degli Economisti (1908): El ministro de la producción en un Estado
colectivista, a partir del cual comienza un amplio despliegue de estudios
de los teóricos de la economía sobre la racionalidad económica de una
organización socialista como los de Wiesser, Pareto y
sus discípulos. La crisis económica que sigue a la Primera Guerra Mundial pone
en tela de juicio el pensamiento capitalista y alimenta formas
intervencionistas que el economista Mandilesco se
encargaría de configurar económicamente. De igual manera, tanto el New Deal de
Roosevelt como la encíclica Quadragesimo anno se muestran críticas hacia el capitalismo. En 1917
comienza la amarga experiencia comunista en Rusia y en los países convertidos a la paradójica sociedad sin
clases. En 1989, tras un largo y épico sufrimiento colectivo, cae una de las
grandes farsas de la historia: el comunismo. El desmantelamiento del credo
comunista ha traído consigo, lo comentaremos más despacio, la crisis del
planteamiento socialista. Es lógico si se tiene en cuenta que nos encontramos
en uno de esos momentos de la Historia en las que resulta muy difícil, a la
vista de lo acontecido, apostar por modelos de corte intervencionista.
En verdad, la época
de la prosperidad de 1945 a 1973 mucho ha tenido que ver con una política de
intervención del Estado en la vida económica. Quizá porque entonces la
maltrecha situación económica que generó la conflagración, no permitía, porque
no se daban las condiciones, otra política económica distinta. Ahora bien, como
recuerda el profesor Velarde Fuertes, en torno al llamado círculo de Friburgo
surge un conjunto de pensadores críticos frente a las bases teóricas del Estado
del Bienestar. Entre ellos, destacan Walter Eucken,
Ludwig Erhard o Friedrich Von Hayek. Realmente, la
importancia del pensamiento de estos economistas, conocidos como representantes
de la economía social de mercado, es muy grande y su actualidad innegable. Eucken, por ejemplo, se planteó la cuestión de la actividad
estatal en materia económica. Su planteamiento es irrefutable: el problema es
de orden cualitativo, no cuantitativo. El Estado ha de influir en el marco
institucional y en el orden dentro del cual se desarrolla la actividad
económica. El Estado, según Eucken, y la doctrina de
la economía social de mercado, ha de fijar las condiciones en que se
desenvuelve un orden económico capaz de funcionamiento y digno de los hombres,
pero no ha de dirigir el proceso económico. En resumen: el Estado debe actuar
para crear el orden de la competencia, pero no ha de actuar entorpeciendo el
proceso económico de la competencia. Como es bien sabido, el milagro alemán debe mucho a esta
interesante doctrina de la economía social.
Ludwig Erherad entendió claramente la función del Estado cuando
escribía en su célebre obra Bienestar
para todos que el ideal que yo sueño es que cada cual pueda decir: yo
quiero afianzarme por mi propia fuerza, quiero correr yo mismo el riesgo de mi
vida, quiero ser responsable de mi propio destino. Vela tú, Estado, porque esté
en condiciones de ello.
El Estado de
Bienestar que ha tenido plena vigencia en la Europa de entreguerras es un concepto político que, en realidad, fue una
respuesta a la crisis de 1929 y a las manifestaciones más agudas de la
recesión. Sin embargo, como sabemos muy bien, en su evolución histórica ha ido
adquiriendo las características propias del Estado fuertemente interventor en
detrimento de las libertades del hombre hasta llegar hoy a una situación
insostenible, en la que hay unanimidad general y que se ha bautizado como la
crisis del Estado de Bienestar. La causa principal: que el Estado se ha
excedido en su afán interventor y, además, no siempre la mayor carga fiscal ha
supuesto mejores y más eficaces servicios públicos.
En realidad, debe
reconocerse que en virtud del Estado del Bienestar se consiguió que el Estado
asumiera como obligación las ayudas a quienes perjudicaba el funcionamiento del
mercado y que los sindicatos se integraran en la determinación de los distintos
intereses colectivos de carácter laboral. Es verdad que la aparición del Estado
del Bienestar supuso una conciencia más social por parte del Estado y también
de los ciudadanos. Sí, pero ha traído consigo una evidente crisis de
responsabilidad personal, pero que muy preocupante, que ha transformado al
ciudadano en un mero espectador pasivo a quien es necesario que dé cuerda el
poder púbico para actuar en el escenario público.
Quiero significar que
aunque se critique el Estado del Bienestar, es de justicia reiterar que surge
de una convicción moral, como dice Karl Popper, sumamente humanitaria y
admirable. Lo que ha pasado es que se ha olvidado el principio de
subsidiariedad que, probablemente, permite llegar a mejores resultados, con
menos costes y con mayor participación social. Debe reivindicarse nuevamente
que el principio rector que justifica la intromisión del Estado en el plano
económico y social es el de la subsidiariedad[12]. Y
no es que la subsidiariedad equivalga, como ya hemos señalado, a un Estado
débil. Más bien, ocurre todo lo contrario porque la fortaleza o debilidad de un
Estado pienso que no se debe medir por el tamaño del sector público sino por la
sensibilidad frente al bien común de los ciudadanos. Para conseguirla, el
Estado debe transferirles, racionalmente y en un marco del bien común, las
competencias que le son propias. ¿Por qué? Porque, entre otras razones, después
de años de rodaje del sistema, ya nadie duda de que la titularidad estatal no
es más que una de las formas en que políticos y burócratas de turno mantienen o
disfrazan su hegemonía sobre la sociedad y una de las causas más comunes de los
abusos y arbitrariedades que provoca la acción interventora del Estado[13].
El sistema del
Bienestar en su versión estática ha fracasado, pero ello no quiere decir que la
solución venga de la mano del liberalismo doctrinario. No. La experiencia del
Estado del Bienestar ha sido importante porque nos ha ilustrado sobre lo que no
se debe hacer. En este sentido, no es baladí recordar que el Estado no puede
dejar que el sistema se dirija por el mercado o por las fuerzas sociales,
limitándose a dejar hacer. El Estado está al servicio del hombre y no al revés.
Por tanto, desde el Estado se debe promover sin descanso el bien común, se
deben potenciar las llamadas instituciones intermedias; en definitiva, se debe
intentar contribuir a crear el marco más adecuado para que el ser humano se
pueda realizar como tal.
En estos años, y de
la mano del Estado de Bienestar, se ha multiplicado el déficit público, se han
deteriorado los servicios públicos, se ha disparado el gasto público y, lo que
faltaba, el desempleo también ha aumentado. La corrupción ha hecho acto de presencia
con inusitada fuerza, la función pública no termina de convertirse a la idea
del servicio a los ciudadanos y, lo que es más grave, quizá queriendo ayudar al
ciudadano se han perdido tantos y tantos esfuerzos en una omnipotente
burocracia ávida de más poder. Estos son algunos, no todos, de los elementos
que han acompañado a un modelo de Estado que, tristemente, no pasará a la
historia por haber contribuido a mejorar la calidad en el ejercicio de los
derechos humanos. Sin embargo, nos ha enseñado, una vez más, el peligro de
intentar arreglarlo todo desde el aparato público.
Una de las polémicas
políticas más interesantes a las que podemos asistir en estos momentos es la de
la función del Estado, más concretamente, la supuesta crisis del llamado Estado
del Bienestar. O lo que es lo mismo, la crisis de los intervencionismos, de
esos sistemas que todo lo fían a la acción benefactora, mágica, del gasto
público y de la burocracias como fuentes de solución de todos los problemas.
Para unos, el Estado es, en clave hegeliana, la misma y genuina encarnación
ética y para otros, formados en los postulados más radicales de la Escuela de
Chicago, en el mercado y sólo en el mercado está solución. Quizás, lo más
razonable sea huir de los extremos y acercarnos a la razón, a la realidad.
¿Por qué ha entrado
en crisis esta forma de entender las relaciones Estado-Sociedad? Me parece que,
entre otras razones, porque el Estado, que está al servicio del interés
general, del bienestar genera e integral de todos los ciudadanos, se olvidó, y
no pocas veces, de los problemas reales de la gente. Claro, quienes se
olvidaron fueron aquellos dirigentes que pensaron que la acción pública
encierra en sí misma un efecto taumatúrgico que todo lo transforma en justo,
igual y benéfico, especialmente para los desfavorecidos y excluidos del
sistema. Las cosas, sin embargo, no ocurren así. Edgar Morín demostró años
atrás que los servicios sociales franceses no eran más eficaces por más
funcionarios o gasto público que se destinara a esta gran tarea. La clave estaba
en que no se pensó en cómo se podía atender más humanamente a estas personas.
En el mismo sentido, recuerdo la amarga queja de Jospín
cuándo fue apartado en primera vuelta de las presidenciales francesas: nos
hemos matado por el interés general, sólo que no hablamos con la gente sobre
ello.
La reforma del Estado
actual hace necesario colocar en el centro, en el corazón de su ser a las
personas, a los ciudadanos corrientes, de carne y hueso. Es menester pensar más
en las personas, no en ese concepto abstracto de ciudadanía que a nadie representa
como no sea a las castas dirigente. Es necesario tener más presente en la
actividad pública la preocupación por las personas, por sus derechos, sus
aspiraciones, sus expectativas, sus problemas, sus dificultades o sus
ilusiones. El modelo de Estado del Bienestar que llamo estático acabó por ser
un fin en sí mismo, como el gasto público y la burocracia. Se olvidó de su
finalidad constitutiva y acabó siendo el mayor enemigo de la gente. Hoy, sin
embargo, desde una perspectiva abierta, plural, dinámica y complementaria del
interés general vinculado a la promoción y garantía de los derechos de las
personas, el modelo del Estado de bienestar dinámico se nos presenta como una
oportunidad para la libertad solidaria de los ciudadanos, no como un elemento
de perturbación de las propias libertades de las personas, como todavía
algunos, entre nosotros, siguen pensando.
Las prestaciones
sociales, las atenciones sanitarias, las políticas educativas son bienes de
carácter básico que un gobierno debe poner entre sus prioridades políticas, de
manera que la garantía de esos bienes se convierta en condición para que una
sociedad libere energías que permitan su desarrollo y la conquista de nuevos
espacios de libertad y de participación ciudadana.
Este conjunto de
prestaciones del Estado, que constituye el entramado básico de lo que se
denomina Estado de bienestar no puede tomarse como un fin en sí mismo. Esta
concepción se traduciría en una reducción del Estado al papel de suministrador
de servicios, con lo que el ámbito público se convertiría en una rémora del
desarrollo social, político, económico y cultural. Además, una concepción de
este tipo se traduciría no en el equilibrio social necesario para la creación
de una atmósfera adecuada para los desarrollos libres de los ciudadanos y de
las asociaciones, sino que podría llevar a una concepción estática que privara
al cuerpo social del dinamismo necesario para liberarse de la esclerosis y
conservadurismo que acompaña a la mentalidad de los derechos adquiridos.
Las prestaciones, los
derechos, tienen un carácter dinámico que no puede quedar a merced de mayorías
clientelares, anquilosadas, sin proyecto vital, que puede llegar a convertirse
en un cáncer de la vida social. Las prestaciones del Estado tienen su sentido
en su finalidad.
Sírvanos como ejemplo
la acción del Estado en relación con los colectivos más desfavorecidos, en los
que –por motivos diferentes– contamos a los marginados, los parados, los pobres
y los mayores. Las prestaciones del Estado nunca pueden tener la consideración
de dádivas mecánicas, más bien el Estado debe proporcionar con sus prestaciones
el desarrollo, la manifestación, el afloramiento de las energías y capacidades
que se ven escondidas en esos amplios sectores sociales y que tendrá la
manifestación adecuada en la aparición de la iniciativa individual y
asociativa. Un planteamiento de este tipo permitiría afirmar claramente la
plena compatibilidad entre la esfera de los intereses de la empresa y de la
justicia social, ya que las tareas de redistribución de la riqueza deben tener
un carácter dinamizador de los sectores menos favorecidos, no conformador de
ellos. Además, permitirá igualmente conciliar la necesidad de mantener los
actuales niveles de bienestar y la necesidad de realizar ajustes en la priorización
de las prestaciones, que se traduce en una mayor efectividad del esfuerzo
redistributivo.
Desde esta
perspectiva, hoy es menester buscar puntos de encuentro entre la actuación
política y las aspiraciones, el sentir social, el de la gente. Bien entendido
que ese encuentro no puede ser resultado de una pura adaptabilidad camaleónica
a las demandas sociales. Conducir las actuaciones políticas por las meras
aspiraciones de los diversos sectores sociales, es caer directamente en otro
tipo de pragmatismo y de tecnocracia: es sustituir a los gestores económicos
por los prospectores sociales.
La prospección
social, como conjunto de técnicas para conocer más adecuadamente los perfiles
de la sociedad en sus diversos segmentos es un factor más de apertura a la
realidad. La correcta gestión económica es un elemento preciso de ese entramado
complejo que denominamos eficiencia, pero ni una ni otra sustituyen al discurso
político. La deliberación sobre los grandes principios, su explicitación en un
proyecto político, su traducción en un programa de gobierno da sustancia
política a las actuaciones concretas, que cobran sentido en el conjunto del
programa, y con el impulso del proyecto.
Las nuevas políticas
públicas se hacen, pues, siempre a favor de las personas, de su autonomía –libertad
y cooperación–, dando cancha a quienes la ejercen e incitando o propiciando su
ejercicio –libre– por parte de quienes tienen mayores dificultades para
hacerlo. Acción social y libre iniciativa son realidades que el pensamiento
compatible capta como integradoras de una realidad única, no como realidades
contrapuestas.
Las nuevas políticas
públicas no se hacen pensando en una mayoría social, en un segmento social que
garantice las mayorías necesarias en la política democrática, sino que se
dirigen al conjunto de la sociedad, y cuando son verdaderamente moderadas son
capaces de concitar a la mayoría social, aquella mayoría natural de individuos
que sitúan la libertad, la tolerancia y la solidaridad entre sus valores
preferentes.
Hace algún tiempo,
Ludwig Erhard en su libro titulado Bienestar
para todos, escribía que:
–-el grito no debería ser: ¡Estado, ven en mi ayuda,
protégeme, asísteme!, sino: No te metas tú, Estado, en mis asuntos, sino dame
tanta libertad y déjame tanta parte del fruto de mi trabajo, que pueda yo mismo
organizar mi existencia, mi destino, y el de mi familia[14].
■
* Catedrático de Derecho
Administrativo y Presidente del Foro Iberoamericano de Derecho Administrativo.
[1] Augusto
Durán Martínez, “Principio de eficacia y Estado subsidiario”, en Estudios de Derecho Público, Volumen I
(Montevideo, 2008), 18.
[2] Johannes
Messner, Ética social, política y
económica a la luz del derecho Natural (Madrid: Rialp, 1967), 813–814.
[3] Messner, ob.
cit., 299.
[4] Johannes
Messner, Ética general y aplicada (Madrid:
Rialp, 1969), 228.
[5] Alejandro
Llano, “Familia y convivencia social” (IX Congreso Nacional de Orientación
Familiar, Madrid, 11-13 de noviembre de 1994). "El Estado del Bienestar ha
intentado implantar la ficción de que todo lo serio de la vida se reduce a las
transacciones de poder, dinero e influencia que acontecen en el Estado y el
mercado. La primera víctima ha sido, paradójicamente, la familia".
[6] Id. "Para
que las familias consigan peso social, es necesario que salgan de su
aislamiento privatizado e irrumpan solidariamente en el espacio social. La
teoría y la práctica social conocen ya muchas y eficaces formas de
cooperativismo, asociaciones de auto-ayuda, movimientos ciudadanos, iniciativas
docentes y organizaciones de voluntariado".
[7] Don
Eberley, “Más allá de la política social”, The
Wall Street Journal, 3 de noviembre de 1995.
[8] Messner, Ética general y aplicada, ob. cit., 307.
[9] Id., 308.
[10] Id.
[11] Id., 309-310.
[12] Juan Carlos Cassagne, La intervención administrativa (Buenos Aires: Depalma, 1992), 126.
[13] Id., 127.
[14] Ludwig Erhard, Bienestar para todos: Resurgimiento de
Alemania después de la Segunda Guerra Mundial (1957),
https://dokumen.pub/bienestar-para-todos-resurgimiento-de-alemania-despues-de-la-segunda-guerra-mundial-1957nbsped-9781987017373-1987017374.html.