Carlos
E. Delpiazzo*
REDAV, N° 29, 2024, pp. 49-64
Resumen:
El texto analiza el bien común no como la simple suma de intereses
individuales, sino como el conjunto de condiciones sociales que facilitan la
realización material y espiritual de la comunidad. Este concepto se define por
su naturaleza expansiva, distributiva y solidaria.
Palabras clave: Bien común – Dignidad humana – Interés general
Abstract: The text analyzes the common good not as the mere sum of individual
interests, but as the set of social conditions that facilitate the material and
spiritual fulfillment of the community. This concept is defined by its
expansive, distributive, and solidary nature.
Keywords: Common good – Human dignity – General interest
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Recibido |
25-06-2025 |
Aceptado |
04-09-2025 |
Para caracterizar al bien común, cabe hacer caudal del inc. 3° del
primer artículo de la Constitución Política de Chile, a cuyo tenor se trata del
conjunto de “condiciones sociales que permitan a todos y a cada uno de los
integrantes de la comunidad nacional su mayor realización espiritual y material
posible”[1], posibilitando
que los individuos y las comunidades intermedias que ellos forman alcanzar el
logro más pleno de su perfección[2].
Consecuentemente, se lo ha definido como expansivo (pues es el bien de
todas las partes que integran el todo comunitario), distributivo (en tanto se
realiza en la justicia distributiva, según se verá), indeterminado (ya que
alcanza a todos los bienes de orden temporal susceptibles de satisfacer las
necesidades de la comunidad), subsidiario (en la medida que apunta a lo que los
individuos y grupos intermedios no pueden satisfacer o alcanzar) y solidario
(porque responde no sólo a lo que a cada uno corresponde sino a lo que cada uno
necesita)[3].
En palabras de Melian Gil:
El ejercicio
del poder público se justifica por y para la procura del bien común, el vivere bene de los miembros de la sociedad política en
expresiones clásicas de Aristóteles y Tomás de Aquino, la felicidad de los
súbditos y el bienestar en la época de la ilustración y el despotismo
ilustrado, el reconocimiento de los derechos individuales de los ciudadanos en
la onda de la revolución francesa, y la conservación del orden público en la
concepción liberal burguesa, en garantizar los derechos fundamentales de la
persona, servicios esenciales y la calidad de vida en el constitucionalismo
contemporáneo[4].
Es que el bien común:
No es otra
cosa que el propio bien de la persona humana, en su totalidad (material y
espiritual), pero no un bien como los demás, particularizado y apropiable
individualmente sino ese bien continente que se da precisamente en la sociedad
y en virtud del cual nada menos que ésta existe –razón de ser de la propia autoridad del
gobernante– bien que permite ese conjunto de condiciones aptas para obtener la
plena suficiencia de vida, en sociedad, y alcanzar el fin último del hombre, de
acuerdo con su propia naturaleza humana (…). Y este bien común –causa final de
la sociedad misma– no es ni el bien de la comunidad como tal, en cuanto
singular, ni la suma de los bienes individuales, sino que tiene un objeto
distinto propio, que es el bien del hombre, pero en cuanto ser social[5].
Quiere decir que el bien común no consiste en la simple suma de los
bienes particulares de cada integrante del cuerpo social. No es posible
realizarse sólo, prescindiendo de ser con y para los demás.
En su Exhortación Apostólica Evangelii
Gaudium, dada el 24 de noviembre de 2013, bajo el
título de El bien común y la paz social, el Papa Francisco señaló cuatro
principios orientadores de la convivencia social en pos
del bien común (N° 221 a 237), a saber[6]:
a. El tiempo es superior al espacio, de modo
que se debe trabajar a largo plazo, sin obsesionarse por resultados inmediatos.
b. La unidad es superior al
conflicto permitiendo que la solidaridad, entendida en su sentido más hondo y
desafiante, se convierta en un modo de hacer la historia, en un ambiente donde
los conflictos, las tensiones y los opuestos pueden alcanzar una unidad pluriforme.
c. La realidad es superior a la
idea, lo que supone evitar diversas formas de ocultar la realidad: los purismos
angélicos, los totalitarismos de lo relativo, los nominalismos declaracionistas, los proyectos más formales que reales,
los fundamentalismos ahistóricos, los eticismos sin
bondad, y los intelectualismos sin sabiduría.
d. El todo es más que la parte y
también es más que la mera suma de ellas, por lo que no hay que obsesionarse
demasiado por cuestiones limitadas y particulares.
Volviendo sobre el tema, en su Encíclica Laudato
Si, firmada el 24 de mayo de 2015, el Papa refiere a los presupuestos del
bien común en los siguientes términos:
El bien
común presupone (i) el respeto a la persona humana en cuanto tal, con derechos
básicos e inalienables ordenados a su desarrollo integral. También reclama (ii) el bienestar social y (iii)
el desarrollo de los diversos grupos intermedios, aplicando el principio de la
subsidiariedad. Entre ellos destaca especialmente (iv)
la familia, como la célula básica de la sociedad. Finalmente, el bien común
requiere la paz social, es decir, la estabilidad y seguridad de un cierto
orden, que no se produce sin una atención particular a (v) la justicia
distributiva, cuya violación siempre genera violencia. Toda la sociedad –y en
ella, de manera especial el Estado– tiene la obligación de defender y promover
el bien común[7].
En primer lugar, es claro que lo propio del Estado constitucional de
Derecho, que impregna todo el Derecho Administrativo contemporáneo, es el
reconocimiento de la centralidad de la persona humana, cuya primacía deriva de
su eminente dignidad, de la que se desprenden todos y cada de los derechos
fundamentales y desde la cual deben ellos interpretarse y aplicarse: el
legislador, absteniéndose de sancionar leyes que los contravengan; el juez al
dirimir los litigios sometidos a su jurisdicción, y cualquier autoridad
administrativa al cumplir sus cometidos.
Es imprescindible no perder de vista que, en todo momento, cualquiera
sea su edad o normalidad, el hombre ostenta aquella interior dignidad que le
viene no de ser un hombre de dignidad sino de tener la dignidad de un hombre;
de esa dignidad eminente o intrínseca extraen su razón de ser los derechos
humanos, cuyo titular no es la humanidad en su abstracción genérica ni un
determinado tipo de hombre sino cada hombre en su personal concreción[8].
Por eso, la afirmación y reafirmación de los derechos fundamentales –todos–
parte del reconocimiento de que en el ser humano hay una dignidad que debe ser
respetada en todo caso, cualquiera sea el ordenamiento jurídico, político,
económico y social, y cualesquiera que sean los valores prevalentes en la
colectividad histórica.
Desde la perspectiva del Derecho Administrativo, cabe suscribir la
enseñanza de González Pérez en el sentido de que la dignidad de la persona
actúa “como principio informador y límite de la actividad administrativa”[9] ya
que:
Es
incuestionable que cualquiera que sea la finalidad perseguida por la
Administración, cualquiera que sea la forma de actuación y cualquiera que sea
la realidad social sobre que recaiga, ha de respetar como algo sagrado e
inviolable la dignidad de la persona[10].
Es que la dignidad humana es intangible y de máximo valor no por imperio
de disposición alguna sino por el origen y naturaleza del hombre, impregnando,
por tanto, todas las ramas del Derecho[11]
e incidiendo en la recta jurisprudencia sobre los Derechos Humanos[12].
Con palabras de Cagnoni:
La dignidad
es consideración, respetabilidad, estimación de cada uno por sí y con respecto
a todos los demás, es lo que merece la persona por su humanidad, es lo adecuado
a esta esencialidad que hace singular en el universo a esta especie de seres
vitales que somos los humanos[13].
Consecuentemente, la dignidad de la persona implica el derecho que tiene
todo hombre a que se le reconozca como ser dotado de fin propio y no como un
simple medio para los fines de otros, y se erige como principio general de
Derecho que sustenta todo el ordenamiento jurídico y sirve de base al universo
de derechos de cada individuo. De ahí su centralidad [14],
que Brito gustaba llamar protagonismo originario[15].
En segundo lugar, la contracara de la centralidad de la persona humana
es la servicialidad de la Administración, que proviene de su
propia etimología ya que la palabra administrar proviene del latín ad y ministrare,
que significa servir a[16].
Quiere decir que el fundamento y la justificación de la existencia de la
Administración radica en su servicialidad[17] y
se realiza concretamente en el servicio a la sociedad como tal y a cada uno de
sus integrantes y grupos intermedios, de lo que deriva su naturaleza
instrumental[18] a
fin de que los componentes del cuerpo social –todos– puedan alcanzar plenamente
sus fines propios y disfrutar de bienestar social.
Tal carácter de servicialidad adquiere
especial importancia al presente, cuando, con el advenimiento del Estado
constitucional de Derecho:
Está
reapareciendo la idea de que el Estado está para fomentar, promover y facilitar
que cada ser humano pueda desarrollarse como tal a través del pleno ejercicio
de todos y cada uno de los derechos humanos. Por tanto, el ser humano, la
persona, es el centro del sistema; el Estado está a su servicio y las políticas
públicas también[19].
Si bien se ha hablado mucho de la crisis del Estado de bienestar[20] y
aún de la muerte del Estado[21], en
rigor se asiste a una reforma del mismo[22]
precisamente para rescatar la servicialidad como
contrapartida necesaria de la centralidad humana en pos
del bien común.
La procura existencial de que hablaba Forsthoff[23] ya
no puede mirarse como asociada a un modelo de Estado asfixiante que asumía
todas las situaciones de los individuos desde la cuna hasta la tumba,
requiriendo elevados impuestos y minando con su asistencialismo la
responsabilidad individual y social. Ello no implica desconocer los logros del
viejo Estado de bienestar –desarrollo de sistemas de seguridad social,
universalización de la asistencia sanitaria, desarrollo de infraestructuras,
provisión de bienes y servicios– sino apuntar a un bienestar positivo: en lugar
de luchar contra la indigencia, promover el trabajo; en vez de combatir la
enfermedad, apostar a la prevención; más que erradicar la ignorancia, invertir
en educación; más que combatir la indolencia, premiar la iniciativa, y así,
responder a la realidad como garante más que como único prestador[24]. Es
que hoy:
El Estado de
Derecho viene a configurarse-definirse conceptualmente por su finalidad:
concurrir a la realización del hombre en plenitud mediante la función estatal
protectora de la persona humana. Es regla paradigmática del Estado de Derecho
la aceptación de una sustancia impenetrable para el Estado: la dignidad
personal del hombre, que en su interioridad se desenvuelve y cuya protección
necesaria (la libertad exterior) plantea el reclamo de tutela[25].
En tercer lugar, lógica consecuencia de la centralidad de la persona
humana es la importancia de los grupos intermedios que los individuos puedan
formar en ejercicio de su derecho de asociación y que conlleva el derecho a la
institucionalización de la asociación.
El desarrollo de dichos grupos intermedios, con los más diversos
propósitos, constituye una manifestación de la dimensión social de toda persona
que el Estado debe respetar y fomentar, sin coartar[26].
Siguiendo gráfica expresión, cabe describir a la sociedad como una pirámide
cuyo vértice es el Estado, encontrándose su cuerpo formado por el conjunto de
agrupaciones menores en jerarquía, anteriores en su proximidad al hombre e
intermedias en la relación de la persona con el Estado[27].
Siendo así, el principio que debe animar la actuación estatal al
respecto es el de subsidiariedad, en cuya aplicación puede detectarse un
aspecto negativo y un aspecto positivo. Se habla de un aspecto negativo porque
el bien común no fundamenta en favor del Estado competencias y
responsabilidades que pertenecen al ámbito legítimo de los particulares y los
grupos intermedios, y se habla de un aspecto positivo porque el Estado debe
ayudar, coordinar, enderezar y proteger la iniciativa privada, supliendo lo que
los particulares, individualmente o en grupos, no puedan cubrir[28].
Al respecto, bien se ha caracterizado al principio de subsidiariedad
clasificando las distintas interpretaciones y conceptualizaciones que se han
hecho a su respecto en tres grandes categorías: la que concibe al principio de
subsidiariedad como un límite, la que lo define como una cualificación de la
actividad estatal, y la que lo considera como un principio de división de
competencias [29]:
a. Los autores
que conciben a la subsidiariedad como
un límite, señalan que al principio de autoridad que construye desde arriba el
orden de la comunidad, se contrapone el principio de subsidiariedad que
define desde abajo, limitándola, la intervención coordinadora del poder. Con
esa función de límite, el principio de subsidiariedad es el derecho al
desenvolvimiento de las personas y las comunidades menores y negativamente la
limitación estatal.
b. Quienes
consideran a la subsidiariedad como cualificación de la ayuda estatal, parten
de un significado positivo del principio, que lo define no ya como un límite a
la acción del Estado, sino como una especificación de la naturaleza de su
intervención. Según este enfoque, subsidiario no quiere decir que el Estado
deba hacer lo menos posible o que sólo tenga una función secundaria o
supletoria, sino que, tomando como punto de partida el sentido etimológico de
la palabra subsidiariedad (la que proviene de subsidium),
la intervención estatal se traduce en la ayuda, en la promoción, coordinación,
vigilancia y control de la actividad privada, y sólo cuando así lo exige el
bien común suple a ésta.
c. Otra
corriente de interpretación de este principio lo considera como un criterio de
división de competencias. Según este punto de vista, la misión del Estado al
servicio del bien común es hacer posible las tareas de todos los miembros de la
comunidad; lo que esos miembros de la comunidad individualmente considerados u
organizados en sociedades intermedias pueden hacer con sus propias fuerzas,
corresponde a su competencia[30].
En cuarto lugar, no debe llamar la atención que, entre los diversos
grupos intermedios, se destaque “especialmente la familia, como la célula básica de la sociedad”[31].
Es que la familia es una comunidad de personas ligadas por una unidad de
origen: todo hombre es hijo y nunca deja de serlo. Ser hijo es incluso más
radical que ser varón o mujer, porque indica el modo de originarse uno mismo:
nacer. Ser hijo significa depender, proceder de, tener un origen determinado,
reconocible en nombres y apellidos: es la estirpe a la que uno pertenece[32].
Por lo tanto, la familia es una institución natural y permanente, que
constituye lo que Gelsi Bidart llamó con acierto el lugar de la persona[33]. En
la familia se aprende a vivir y se obtiene un perfil genético propio, tanto en
lo físico como en lo psíquico (carácter, aptitudes, urdimbre afectiva,
aprendizaje de conducta, costumbres, gestos, modos de hablar, cultura práctica,
etc.). Pero, además, la familia es el depósito de los valores que más profunda
y permanentemente quedan grabados en el espíritu de sus miembros mediante la
educación (actitudes religiosas, virtudes morales, modos de valorar, ideales,
etc.).
De ahí el indiscutible valor de la familia, y de ahí también el sólido
fundamento de su ser y existir perdurable.
Por eso, la Constitución uruguaya (1966) establece con precisión en la
primera frase del art. 40 que "La familia es la base de nuestra
sociedad"[34].
También la Constitución de la República Federativa de Brasil (1988) considera a
la familia como “base de la sociedad”[35]
(art. 226) mientras que la Constitución de la República de El Salvador (1983)
agrega la palabra fundamental, dice que “La familia es la base fundamental de
la sociedad”[36]
(art. 32).
En similar sentido, la Constitución Política de la República de Chile
(1980) reconoce que “La familia es el núcleo fundamental de la sociedad”[37]
(art. 1°, inc. 2°). En iguales términos se pronuncia la Constitución Política
de Colombia (1991) (art. 42).
Acudiendo al mismo concepto, la Constitución de la República del
Paraguay (1992) y la Constitución de la República Dominicana (2010) proclaman
que “La familia es el fundamento de la sociedad”[38]
(arts. 49 y 55 respectivamente) y la segunda agrega que ella es “el espacio
básico para el desarrollo integral de las personas”[39].
Por su parte, la Constitución Bolivariana de Venezuela (1999) dispone
que “El Estado protegerá a las familias como asociación natural de la sociedad
y como el espacio fundamental para el desarrollo integral de las personas”[40]
(art. 75).
A partir de lo que viene de decirse, es constatable que las
disposiciones constitucionales se alinean con la Declaración Universal de
Derechos Humanos (1948), conforme a la cual "La familia es el elemento
natural y fundamental de la sociedad y tiene derecho a la protección de la
sociedad y del Estado"[41]
(art. 16, num. 3). La calificación de la familia como
“elemento fundamental de la sociedad”[42]
aparece igualmente en el art. VI de la Declaración Americana de los Derechos y
Deberes del Hombre (1948).
Con parecidos términos, la Convención Americana sobre Derechos Humanos
(1969), conocida como Pacto de San José, preceptúa que "La familia es el
elemento natural y fundamental de la sociedad y debe ser protegida por la
sociedad y el Estado"[43]
(art. 17, num. 1)[44].
El giro se repite en el Protocolo Adicional a la Convención Americana sobre
Derechos Humanos (1988), conocido como Protocolo de San Salvador (art. 10).
Las expresiones célula básica, base, fundamento, núcleo fundamental,
elemento natural y fundamental califican la importancia y situación de primacía
de la familia. En virtud de tal primacía, según lo reconocen los instrumentos
internacionales y Constituciones citadas, la familia es acreedora de la
protección estatal, la cual se expresa en un doble sentido: mediante la
actuación y mediante la abstención.
Por un lado, a partir de la afirmación de la familia como sociedad
natural y anterior a la sociedad civil –ya que la parte (la familia) es
anterior al todo (la sociedad civil)– resulta con evidencia que el Estado tiene
el deber de actuar positivamente para protegerla en la procura de sus derechos
fundamentales[45].
Por otro lado, la familia también tiene derecho al cuidado estatal a
través del deber de abstención. En efecto, al Estado no le cabe introducirse en
los aspectos que hacen al fuero personal de los integrantes de la familia,
especialmente en lo que refiere a la aptitud para la trasmisión de la vida. Una
injerencia estatal sustituyente de la familia en sus misiones naturales sería
lesiva de la dignidad humana[46].
En quinto lugar, al menos desde Aristóteles, la justicia es considerada una virtud, que, entre nosotros, Couture definió
como la “virtud consistente en la disposición constante del ánimo de dar
a cada uno lo que le corresponde”[47].
Consecuentemente, la virtud de la justicia se da en la ocurrencia de
tres condiciones: el otro como término, lo debido como objeto, y la igualdad
como medida[48].
Según se considere a los sujetos (si son particulares o si uno es el
Estado), el bien que se recibe o entrega y la medida del acto justo tendrán
distintas características que incidirán en la estructura de la relación
jurídica, permitiendo distinguir la justicia conmutativa de la justicia
distributiva.
La justicia conmutativa ordena las relaciones mutuas entre personas
privadas, de modo que la proporción no se da respecto de los sujetos sino
respecto de las cosas que entre ellos median. En cambio, la justicia
distributiva regula las relaciones de cada uno con el todo, por lo que tiene a
su cargo el reparto proporcional de los bienes que corresponden a cada sujeto
conforme a sus méritos y necesidades[49].
Así, mientras que en la justicia conmutativa la razón del débito es el
intercambio de bienes privados, en la justicia distributiva aquella razón es el
derecho a participar de los bienes comunes. Consecuentemente, en tanto en la
justicia conmutativa, el bien o derecho de un sujeto se compensa con el débito
u obligación de otro sujeto (que cumple su obligación con su propio
patrimonio), en la justicia distributiva dicho bien o derecho tiene su
contrapartida en el débito u obligación del Estado (que no tiene otro
patrimonio que el afectado al cumplimiento del bien común y que sólo puede
cumplirlo o realizarlo en relación con toda la comunidad, en la proporción que
corresponda a cada una de sus partes)[50].
Por eso, se dijo antes que el bien común es esencialmente distributivo.
Y también por eso agrega el Papa que:
En las
condiciones actuales de la sociedad mundial, donde hay tantas inequidades y
cada vez son más las personas descartables, privadas de derechos humanos
básicos, el principio del bien común se convierte inmediatamente, como lógica e
ineludible consecuencia, en un llamado a la solidaridad y en una opción
preferencial por los pobres[51].
En cuanto virtud, la solidaridad implica la determinación firme y
perseverante de empeñarse por el bien común. Enseña el Papa que esa solidaridad debe ser no sólo actual sino con las
generaciones futuras porque “Ya no puede hablarse de desarrollo sostenible sin
una solidaridad intergeneracional”[52].
Como bien se ha destacado:
La gestión
de los intereses colectivos es la tarea fundamental de la Administración
pública. Por eso, la sensibilidad ante lo público como deseo de hacer efectivo
el bien común, es uno de los retos más importantes que tiene planteada la
Administración como organización y los funcionarios como colectivo de personas
individuales que son, en definitiva, los responsables de la buena marcha del
aparato administrativo (…). La tarea de la gestión de los intereses colectivos
tiene un contenido ético de notable envergadura. Por eso, exige de quienes
ocupan cargos públicos, una especial ejemplaridad en la medida que tienen el
trascendente deber de gestionar constantemente los intereses públicos[53].
Dando un paso más respecto a sus documentos antes citados, en la
Encíclica Fratelli Tutti de 3 de octubre de
2020, el Papa avanza en la atención de una nueva dimensión del bien común a
causa de la globalización (N° 29) como realidad distinta al globalismo (N° 12),
requerida de pensar y gestar un mundo abierto (N° 87) con horizonte universal
(N° 146), en el que “la sociedad mundial no es el resultado de la suma de los
distintos países, sino que es la misma comunión que existe entre ellos”[54] (N°
149).
De este modo, siguiendo útil distinción a la que he acudido
anteriormente[55], se
mira a la globalización como un
proceso de interconexión, distinguible de otros fenómenos como son la
globalidad y el globalismo[56].
Por una parte, la globalidad es la conciencia de vivir en una sociedad
mundial interrelacionada, de modo que ningún país ni grupo puede vivir al
margen de los demás, lo que conduce a encarar los problemas globalmente.
Por otra parte, el globalismo se define como la concepción de acuerdo a
la cual el mercado mundial sustituye a la política, de modo que puede
considerarse una ideología caracterizada por la pretensión de llevar a cabo la
superación de los mercados nacionales por un mercado integrado mundial paralelo
a la institucionalidad estatal. Según este enfoque, la globalización de la
economía procede a través de la liberalización comercial, la desregulación de
los mercados, la privatización y, en algunos casos, la integración regional,
tendiendo a la mercantilización de las relaciones sociales y produciendo un
debilitamiento del poder de los Estados nacionales, especialmente de su poder
normativo.
A partir de la nueva dimensión (global) del bien común, el Papa señala
como nuevos requerimientos los siguientes: (i)
la superación del descarte mundial, especialmente por razones de edad, pobreza
y raza (N° 18 y ss.); (ii)
una genuina amistad social dentro de la sociedad como condición de posibilidad
de una verdadera apertura universal (N° 99); (iii) una auténtica fraternidad (N° 103); y (iv) la
revalorización de la solidaridad (N° 114).
Y agrega: “Para hacer posible el desarrollo de una comunidad mundial,
capaz de realizar la fraternidad a partir de pueblos y naciones que vivan la
amistad social, hace falta la mejor política puesta al servicio del verdadero
bien común”[57]
porque:
La sociedad
mundial tiene serias fallas estructurales que no se resuelven con parches o
soluciones rápidas meramente ocasionales. Hay cosas que deben ser cambiadas con
replanteos de fondo y transformaciones importantes. Sólo una sana política
podría liderarlo, convocando a los más diversos sectores y a los saberes más
variados[58].
En pos de “una economía integrada en un
proyecto político, social, cultural y popular que busque el bien común”[59].
Para ello, hay que “construir en común”[60]
(N° 203).
Como concepto asociado al bien común, el interés general, no obstante,
las dificultades para definirlo[61], es
evidente que el mismo es superior al interés individual, habiendo sido definido
por Alessi como el “interés colectivo primario formado por el conjunto de
intereses individuales preponderantes en una determinada organización jurídica
de la colectividad”[62].
Por lo tanto, consiste en el interés de la sociedad, entendida como el
conjunto de personas ligadas de manera orgánica por un principio de unidad que
supera a cada una de ellas, constituyéndose en el bien común que posibilita el
conjunto de condiciones aptas para obtener la plena suficiencia de vida en
sociedad y alcanzar el fin último del hombre, de acuerdo con su propia
naturaleza[63].
En opinión de Brito, es un estado de plenitud ontológica de la sociedad;
es el bien que puede ser participado por todos y cada uno de los miembros de la
comunidad humana. Por eso, entiende que puede ser definido positivamente por la
asistencia y apoyo prestado a los habitantes y entes sociales menores para la
realización de sus fines sin exonerarlos de su protagonismo originario, y
negativamente por la abstención de la acción estatal directa en cuanto hace a
la libertad interior de cada uno. Su carácter preeminente sobre el interés
particular (de un individuo o grupo) obedece precisamente a que aprovecha y
beneficia a todos y cada uno de los miembros del cuerpo social[64].
En el Estado de Derecho la limitación de derechos no puede fundarse en
cualquier interés sino únicamente en el superior interés general –que no puede
ser el interés de un grupo o parte del colectivo social– ya que debe ser
ampliamente abarcativo, es decir, equivalente al bien
común.
Por lo que refiere al interés público se opone al interés privado ya que
ambos operan en espacios distintos. Al decir de Escola:
El interés
público no es de entidad superior al interés privado ni existe contraposición
entre ambos: el interés público sólo es prevaleciente con respecto al interés
privado, tiene prioridad o predominancia por ser un interés mayoritario, que se
confunde y asimila con el querer valorativo asignado a la comunidad (…). Si el
interés público y el interés privado tienen la misma identidad sustancial, si
son cualitativamente semejantes, distinguiéndose sólo cuantitativamente, de
suerte que el primero deba prevalecer o primar sobre el segundo, va de suyo que
el interés privado no puede ser sacrificado al interés público, aun cuando
pueda ser desplazado o sustituido por éste (…). Sólo cuando se identifica el
interés público con el interés propio del Estado, de la Administración, del
Partido, del soberano, del jerarca, etc., podría pretenderse que ese supuesto
interés público –que no es tal– llega no sólo a desplazar sino a sacrificar y
extinguir cualquier interés privado que se le opusiera, incluso sin ningún tipo
de reparación, pues ambos tendrían una entidad sustancial diferente, siendo la
del primero superior y derogante de la del segundo.
Esta sería en concreto la causa de la tan mentada razón de Estado, con la cual
se quiere amparar todo avance y toda lesión de los intereses privados, que
quedan así ligados a tal sujeción, en relación con el interés público[65].
Desde el punto de vista del Derecho positivo uruguayo, bien dice el art.
20, inc. 2° de la ley anticorrupción N° 17.060 de 23 de diciembre de 1998 que:
El interés
público se expresa, entre otras manifestaciones, en la satisfacción de
necesidades colectivas de manera regular y continua, en la buena fe en el
ejercicio del poder, en la imparcialidad de las decisiones adoptadas, en el
desempeño de las atribuciones y obligaciones funcionales, en la rectitud de su
ejercicio y en la idónea administración de los recursos públicos[66].
Aunque en el lenguaje cotidiano muchas veces las expresiones bien
comunes, interés general e interés público se usan indistintamente, se trata de
tres conceptos distintos, aunque vinculados.
En tal sentido, es destacable la enseñanza de Durán Martínez al
respecto:
Es un lugar
común, desde Aristóteles a nuestros días, afirmar que el hombre es un animal
político. Pero no se agota en lo político. El hombre tiene una dimensión
individual, una dimensión social, que conlleva la política, pero no se confunde
con ella, y una dimensión trascendente. Y todas esas dimensiones se funden en
una unidad, son inescindibles porque la persona humana es una sola (…). El interés
privado se relaciona con esa dimensión individual del todo ser humano que lo hace ser único y diferente
de sus semejantes, y por eso es valioso y digno de tutela. Y también se
relaciona con esa dimensión social que nos hace integrar una comunidad natural,
como lo es la familia, base de la sociedad, y de esas otras comunidades
intermedias que trascienden la familia pero que son, de alguna manera, de
nuestro dominio particular, no necesariamente en exclusividad, pero sin llegar
a ser público. El interés público se relaciona con nuestra dimensión social en
el aspecto que conlleva lo político, pero también, aún sin conllevar lo
político, trasciende de lo meramente privado al ocupar un espacio que
necesariamente es compartido por requerirlo el desarrollo de la personalidad (…).
Interés privado e interés público operan en espacios distintos y, aunque por
momentos tengan contornos difusos, no se confunden pero tampoco se contradicen,
pues se relacionan con las diversas dimensiones de la naturaleza humana que,
como se ha visto, sin inescindibles. Precisamente, esa unidad de naturaleza
humana se contempla con el interés general, que incluye al interés privado y al
interés público. Es de interés general la adecuada satisfacción del interés
privado y del interés público, lo que se logra con la creación de la situación
de hecho necesaria para el desarrollo de la persona humana. Dicho en otras
palabras, es de interés general la configuración del bien común[67].
Y agrega:
El bien
común, fin del Estado, es un estado de hecho. Es el estado de hecho propicio
para el desarrollo de la persona humana. Es algo objetivo, no depende de los
agentes de su realización y no coincide exactamente con el fin específico de
cada una de las entidades estatales, aunque dichos fines específicos
naturalmente se encuentran subordinados a ese bien común (…). No consiste en la
simple suma de los bienes particulares de cada sujeto del cuerpo social. Siendo
de todos y de cada uno es y permanece común, porque es indivisible y porque
sólo juntos es posible alcanzarlo, acrecentarlo y custodiarlo, también en
vistas al futuro[68].
Desarrollando dichos vínculos, expresa que el interés general:
Es un freno
al legislador en lo que se refiere a la limitación o hasta la privación del
goce del ejercicio de derechos humanos. El art. 7° de nuestra Constitución es
muy claro al respecto (…). Pero el interés general no solamente tiene una
función de limitación o de restricción. También desempeña una función activa o
positiva. En efecto, la fuerza expansiva de los derechos humanos hace que el
interés particular y el interés público, ambos integrantes del interés general,
requieran ser satisfechos por acciones positivas y no solamente por acciones
negativas. El Estado, principal responsable –aunque no único– del logro del
bien común, se ocupa de los derechos prestacionales, precisamente porque son
derechos fundamentales que deben ser respetados para posibilitar que todos y
cada uno de los seres humanos puedan vivir su vida en plenitud[69].
■
* Doctor en Derecho por la
Universidad de la República (Uruguay), Profesor Emérito de su Facultad de
Derecho. Especialista en Derecho Administrativo, dirige la Maestría en esta
disciplina y es catedrático en varias universidades. Es profesor invitado en instituciones
académicas de España y Argentina. Ha ocupado múltiples cargos directivos en
asociaciones de derecho administrativo a nivel iberoamericano.
[1] https://www.senado.cl/acerca-del-senado/normativa/constitucion-politica.
[2] Carlos
E. Delpiazzo, “Bien común, sociedad y Estado”, Rev. de Derecho de la
Universidad de Montevideo N° 21 (2012): 81; Carlos E. Delpiazzo, “Estado de
Derecho y bien común”, en El Derecho Administrativo al servicio de la casa
común (Montevideo: UCU- IJ, 2017), 333.; y Carlos E. Delpiazzo, “Hacia la
construcción de un Estado de Derecho al servicio del bien común”, en Hacia
un Derecho Administrativo para retornar a la democracia. Liber Amicorum al
Profesor José R. Araujo Juárez, (Caracas: CERECO y CIDEP, 2018), 219.
[3] Rodolfo
Carlos Barra, Tratado de Derecho Administrativo, tomo I (Buenos Aires:
Abaco, 2002), 75.
[4] José
Luis Meilán Gil, “Intereses generales e interés público desde la perspectiva
del Derecho público español”, Rev. de Direito Administrativo &
Constitucional, N° 40 (2010): 171.
[5] Eduardo
Soto Kloss, “La democracia, ¿para qué? Una visión finalista”, en Crisis de
la democracia (Santiago: Universidad de Chile, 1975), 18-19.
[6] Carlos
E. Delpiazzo, “La buena administración como imperativo ético para
administradores y administrados”, Rev. de Derecho. Publicación arbitrada de
la Facultad de Derecho de la Universidad Católica del Uruguay, N° 10
(2014): 41.
[7] Papa
Francisco, Encíclica Laudato Si’, 24 de mayo de 2015, N° 157, 121.
[8] Arturo
Ardao, “El hombre en cuanto objeto axiológico”, en El hombre y su conducta.
Ensayos filosóficos en honor de Risieri Frondizi (Buenos Aires: UPRED,
1980), 73-74.
[9] Jesús
González Pérez, La dignidad de la persona humana y el Derecho Administrativo
(Curitiba: Juruá, 2007), 13.
[10] Id.
[11] Mariana
Blengio Valdés, El derecho al reconocimiento de la dignidad humana
(Montevideo: AMF, 2007), 55; Néstor Sagüés, “Dignidad de la persona e ideología
constitucional”, Rev. de Derecho Constitucional y Político, N° 72
(1996): 679; Ricardo Francisco Seco, “Un contenido para los términos dignidad
de la persona humana. Aportes desde el Derecho del trabajo y el pensamiento
social cristiano”, Rev. Derecho Laboral, N° 239 (2010): 459; y Raúl
Cervini, “El Derecho penal del enemigo y la inexcusable vigencia del principio
de la dignidad de la persona humana”, Rev. de Derecho. Publicación arbitrada
de la Universidad Católica del Uruguay, N° 5 (2010): 36.
[12] Mariano
R. Brito, “La dignidad humana como fundamento de nuestro Derecho
Administrativo”, en Pasado y presente del Derecho Administrativo Uruguayo,
(Montevideo: FCU, 2012), 165; Blengio Valdés, El derecho al reconocimiento
de la dignidad humana, ob. cit., 63.; y José Chávez Fernández Postigo, La
dignidad como fundamento de los derechos humanos en las sentencias del Tribunal
Constitucional peruano (Lima: Palestra, 2012).
[13] José
Aníbal Cagnoni, “La dignidad humana. Naturaleza y alcances”, en Dignidad
Humana (Montevideo, 2003), 65.
[14] Carlos
E. Delpiazzo, “Las dimensiones del administrado”, en Jornadas en homenaje al
Prof. Dr. Mariano R. Brito organizadas por el Anuario de Derecho Administrativo
(Montevideo: UM, 2014), 227.
[15] Mariano
R. Brito, “Libertad y autoridad del Estado”, en Aspectos legales y
socioeconómicos de la desregulación y privatización (Montevideo: FCU,
1991), 28; Derecho Administrativo. Su permanencia, contemporaneidad,
prospectiva (Montevideo: UM, 2004), 245.
[16] Carlos E. Delpiazzo, Derecho Administrativo
Uruguayo (México: Porrúa – UNAM, 2005), 7; Derecho Administrativo
General, vol. 1, 3° ed. actualizada y ampliada (Montevideo, 2020), 71; y Derecho
Administrativo General y Especial, tomo I, Parte General, vol. 1
(Montevideo: La Ley Uruguay, 2022), 57.
[17] Eduardo
Soto Kloss, Derecho Administrativo, tomo I (Santiago: Editorial Jurídica
de Chile, 1996), 83; y “La primacía de la persona humana, principio fundamental
del Derecho público chileno”, en Estudios Jurídicos en memoria de Alberto
Ramón Real (Montevideo: FCU, 1996), 507.
[18] Mariano
R. Brito, “Principio de legalidad e interés público en el Derecho positivo
uruguayo”, La Justicia Uruguaya, tomo XC, sección Doctrina, 11, y en Derecho
Administrativo. Su permanencia, contemporaneidad, prospectiva, ob. cit.,
259.
[19] Jaime
Rodríguez Arana, Ética, Poder y Estado (Buenos Aires: RAP, 2004), 75.
[20] Pierre
Ronsanvallon, La crisis del Estado providencia (Madrid: Civitas, 1995),
31.
[21] Sabino
Cassese, La crisis del Estado (Buenos Aires: Lexis Nexis, 2003), 31.
[22] Jaime
Rodríguez Arana, “La reforma del Estado de bienestar”, Anuario da Facultade
de Dereito da Universidade da Coruña, tomo 11 (2007): 827.
[23] Ernst
Forsthoff, Sociedad industrial y Administración Pública (Madrid: Escuela
Nacional de Administración Pública, 1967), 46.
[24] José
Esteve Pardo, Estado garante. Idea y realidad (Madrid: INAP, 2015), 63.
[25] Mariano
R. Brito, “El Estado de Derecho en una perspectiva axiológica”, Rev. Ius
Publicum, N° 6 (2001): 63; y en Brito, Derecho Administrativo. Su
permanencia, ob. cit., 256.
[26] Delpiazzo,
“Las dimensiones del administrado”, ob. cit., 234; Delpiazzo, Derecho
Administrativo General, vol. 2, ob. cit. 250; y Delpiazzo, Derecho
Administrativo General y Especial, tomo II, vol. 2, 10.
[27] Barra,
Tratado de Derecho Administrativo, tomo I, ob. cit., 61.
[28] Carlos
E. Delpiazzo, Derecho Administrativo Especial, vol. 2, 3° ed.
actualizada y ampliada (Montevideo: AMF, 2017), 564.; y Delpiazzo, Derecho
Administrativo General y Especial, tomo V, vol. 3, ob. cit., 7.
[29] Luis
Sánchez Agesta, “El principio de función subsidiaria”, Revista de Estudios
Políticos (1962): 12.
[30] La
referencia que la Encíclica “Laudato Si’” del Papa Francisco (2015) hace al
“desarrollo de los diversos grupos intermedios aplicando el principio de la
subsidiariedad” (N° 157), se inscribe en la línea de la doctrina social de la
Iglesia desde la Encíclica “Rerum Novarum” del Papa León XIII (1892),
desarrollada por las Encíclicas “Quadragésimo Anno” del Papa Pío XI (1931),
“Mater et Magistra” del Papa Juan XXIII (1961), y “Solicitudo rei sociales”
(1988) y “Centésimus Annus” del Papa Juan Pablo II (1991), entre otros
documentos (como la Constitución Apostólica “Gaudium et Spes” del Concilio
Vaticano II).
[31] Francisco,
Laudato Si’, N° 157, ob. cit., 121.
[32] Ricardo
Yepes Stork, Fundamentos de Antropología (Pamplona: EUNSA, 1996),
285–86.
[33] Adolfo
Gelsi Bidart, “La familia y el Derecho”, en El Derecho y la Familia
(Montevideo: FCU, 1998), 248.
[34] https://www.bcn.cl/procesoconstituyente/comparadordeconstituciones/constitu
cion/ury.
[35] https://www.bcn.cl/procesoconstituyente/comparadordeconstituciones/constitu
cion/bra.
[36] https://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/constitucion-de-la-republica-de-el-salvador-del-15-diciembre-1983/html/.
[37] https://www.senado.cl/acerca-del-senado/normativa/constitucion-politica,
ob. cit.
[38] https://www.oas.org/juridico/spanish/mesicic2_pry_anexo3.pdf.
[39] https://www.cijc.org/es/NuestrasConstituciones/REP%C3%9ABLICA-DOMINICANA-Constitucion.pdf.
[40] https://venezuela.justia.com/federales/constitucion-de-la-republica-bolivariana-de-venezuela/.
[41] https://www.un.org/es/about-us/universal-declaration-of-human-rights.
[42] https://www.oas.org/es/cidh/mandato/basicos/declaracion.asp.
[43] https://www.oas.org/dil/esp/1969_Convenci%C3%B3n_Americana_sobre_Derecho
s_Humanos.p.
[44] Héctor
Gros Espiell, La Convención Americana y la Convención Europea de Derechos
Humanos (Santiago: Editorial Jurídica de Chile, 1991), 108.
[45] Mariano
R. Brito, “El cuidado de la familia por el Estado y la procuración del bien
común en nuestros países”, Revista de Derecho Público, N° 57-58 (1995):
170.
[46] Id.,
205.
[47] Eduardo
J. Couture, Vocabulario Jurídico (Buenos Aires: Depalma, 1976), 372.
[48] Rodolfo
Carlos Barra, Principios de Derecho Administrativo (Buenos Aires: Abaco,
1980), 58.
[49] Augusto
Durán Martínez, Estudios de Derecho Administrativo. Parte General
(Montevideo, 1999), 140.
[50] Barra,
Tratado de Derecho Administrativo, ob. cit., tomo 1, 159.
[51] Papa
Francisco, Encíclica Laudato Si’, 24 de mayo de 2015, N° 158, 122.
[52] Id., N°
159, 122.
[53] Jaime
Rodríguez Arana, La dimensión ética (Madrid: Dykinson, 2001), 332.
[54] Papa
Francisco, Fratelli Tutti, 3 de octubre de 2020, N° 149,
https://www.vatican.va/content/francesco/es/encyclicals/documents/papa-
francesco_20201003_enciclica-fratelli-tutti.html.
[55] Carlos
E. Delpiazzo, “Universalización de derechos, economía disruptiva y Derecho
Administrativo Global”, Revista de Derecho Público, N° 50 (2016): 27; y Carlos E. Delpiazzo, “Dos determinantes actuales
del Derecho Administrativo Global”, en El Derecho Administrativo Global y el
arbitraje internacional de inversiones. Una perspectiva iberoamericana en el
marco del cincuenta aniversario del CIADI (Madrid: INAP, 2016), 95.
[56] Ulrich Beck, ¿Qué es la globalización?
Falacias del globalismo, respuestas a la globalización (Barcelona: Paidós,
1998), 27.
[57] Papa
Francisco, Fratelli Tutti, 3 de octubre de 2020, N° 154,
https://www.vatican.va/content/francesco/es/encyclicals/documents/papa-
francesco_20201003_enciclica-fratelli-tutti.html.
[58] Id., N° 179.
[59] Id.
[60] Id., N° 203.
[61] Guillermo
Muñoz, “El interés público es como el amor” (separata de las XXXIV Jornadas
Nacionales y IV Congreso Internacional de Derecho Administrativo, Santa Fe,
2008); y Jaime Rodríguez Arana Muñoz, “El interés general como categoría
central de la actuación de las Administraciones públicas”, Revista de la
Asociación Argentina de Derecho Administrativo, N° 8 (2010): 16.
[62] Renato
Alessi, Instituciones de Derecho Administrativo, tomo I (Barcelona:
Bosch, 1970), 184–185.
[63] Soto
Kloss, “La democracia ¿para qué? Una visión finalista”, ob. cit., 18.
[64] Mariano
R. Brito, “Principio de legalidad e interés público en el Derecho positivo
uruguayo”, La Justicia Uruguaya tomo XC, sección Doctrina: 13.
[65] Héctor
Jorge Escola, El interés público como fundamento del Derecho Administrativo
(Buenos Aires: Depalma, 1989), 249.
[66] Ley
19.823, de 2019, art. 6, IMPO (Impresiones y Publicaciones Oficiales),
https://www.impo.com.uy/bases/leyes/19823-2019/6.
[67] Augusto
Durán Martínez, “Derechos prestacionales e interés público”, Revista de
Derecho Administrativo, N° 73 (2010): 629.
[68] Id.
[69] Id.