Juan
Carlos Cassagne*
REDAV, N° 29, 2024, pp. 33-47
Resumen:
El artículo analiza el bien común y el interés público como fines esenciales
del Estado, rechazando las posturas utilitaristas y estatistas. Basándose en la
teoría de John Finnis, define el bien común a través de los bienes humanos
básicos (como la vida y el conocimiento) y las condiciones sociales que
permiten el desarrollo integral de la persona en comunidad.
Palabras clave: Bien común – Interés público – Subsidiariedad
Abstract: This article examines the common good and public interest as the
primary objectives of the State, rejecting both utilitarian and statist
perspectives. Drawing on John Finnis’s framework, the common good is defined
through basic human goods (such as life and knowledge) and the social
conditions that allow individuals to achieve reasonable goals within a
community.
Keywords: Common Good – Public interest – Subsidiarity
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Recibido |
04-04-2025 |
Aceptado |
06-08-2025 |
Para definir el bien
común suele utilizarse un concepto unívoco que revela, por otra parte, una gran
diversidad en su enfoque político o filosófico. Esta situación ha generado
confusiones y errores.
Basta con recordar la
visión utilitarista, contraria a los más elementales principios de justicia o
de la ley natural, que identifica el bien común con aquel que proporciona
utilidad al mayor número de personas que integran la sociedad o comunidad.
Por de pronto, el
bien común no se opone a la autonomía del ser humano y no implica la exigencia
de que el disfrute de los bienes deba ser realizado siempre en común o en
comunidad. Antes bien, la esencia del concepto propende a la plena realización
de la dignidad y libertad de todos y de cada uno de los integrantes de una
determinada comunidad.
Menos aún, se
identifica con el interés del Estado que, como entidad superior, se encuentra
al servicio de los administrados y no a la inversa. El estatismo representa, en
todas sus aplicaciones, un falso principio doctrinario que resulta totalmente
opuesto al bien común por más que, paradójicamente, constituya el fin del
Estado en la teoría política.
Antes de analizar su
conexión con las diferentes formas de justicia para poder captar la complejidad
del concepto y considerar su aplicación como regla y principio vinculante de la
actuación de las personas y de las entidades públicas y privadas, veamos los
tres sentidos que la filosofía finnisiana nos ofrece a través de una
explicación más realista y acabada del bien común.
En efecto, Finnis,
uno de los iusfilósofos que se ha ocupado con profundidad del concepto de bien
común, ha realizado una sistematización sobre los sentidos del concepto que
merece nuestra particular adhesión.
El primero de esos
sentidos alude a los valores o bienes humanos básicos como la vida, el
conocimiento, el juego, la experiencia estética, la amistad, la religión y la
libertad en la razonabilidad práctica, los cuales “son buenos para todos y para
cada una de las personas”[1].
En segundo lugar,
cada uno de esos bienes básicos (la vida, por ejemplo) es un bien común en sí
mismo, dado que puede ser participado por “un número inagotable de personas en
una variedad inagotable de formas o en una variedad inagotable de ocasiones”[2].
El tercer sentido, se
define como:
…el conjunto de condiciones que capacita a los miembros de
una comunidad para alcanzar por sí mismos objetivos razonables o para realizar
razonablemente por sí mismos el valor (o los valores) por los cuales ellos
tienen razón para colaborar mutuamente (positiva o negativamente) en una
comunidad[3].
Una definición que
guarda cierta semejanza, aunque sin referirse expresamente a la función de
capacitar con miras a la colaboración en una comunidad con el objeto de
realizar los valores humanos básicos es la que proporciona el repertorio de la
Doctrina Social de la Iglesia.
En este contexto, la
función del bien común consiste, en promover aquellas condiciones espirituales
y materiales que les permiten a las personas vivir con dignidad o en pocas
palabras, las que consienten y favorecen el desarrollo integral de la propia persona
humana[4].
De alguna manera,
este último sentido que caracteriza al bien común guarda similitud con el
concepto de bienestar o interés general que utiliza la dogmática jurídica[5].
En suma, el bien
común es un principio nuclear de todo el ordenamiento jurídico mientras que la
justicia es la virtud por excelencia que busca la realización del bien común en
todas sus especies (tanto en la general y particular como en la justicia social).
La justicia supone
una relación de igualdad cuyo objetivo esencial es, precisamente, la
realización del bien común en las distintas especies de justicia, aún en la
llamada justicia particular[6].
La noción de justicia
se integra con tres elementos: (i) es una relación de alteridad o sea
intersubjetiva, es decir que se orienta siempre a otra persona (solo en sentido
figurado puede hablarse de hacerse justicia uno mismo); (ii) lo
debido (el debitum) a otro y,
correlativamente, el derecho que tiene esta persona a reclamar lo que considera
como suyo; y (iii) la igualdad que,
por constituir un elemento analógico, puede presentarse en formas variadas[7].
La clasificación que
brinda la escolástica, a través de Tomás de Aquino, se fundamenta básicamente
en la doctrina de Aristóteles y distingue dos grandes especies de justicia:
general y particular.
La justicia general,
también llamada legal, ordena todas las relaciones humanas al bien común (tanto
las de las partes con la comunidad como las de las partes entre sí) así como, a
las demás virtudes. Se parte del principio que reconoce que “la parte, en
cuanto tal, es algo del todo, donde todo el bien de la parte es ordenable al
todo”[8]. De
ello se sigue que la materia común de esta clase de justicia es la esfera de
actuación de las demás virtudes, pues todos los actos del hombre deben
orientarse al bien común, “al menos de una manera negativa y mediata”[9].
Se desprende de esta
doctrina que “no hay plenitud fuera de la sociedad, y que la condición
primordial de la existencia de la sociedad es la primacía del bien común. Se
trata de la relación de reciprocidad entre lo individual y lo social”[10].
Por cierto, que el bien común, aunque debe ser su objetivo primordial, nada
tiene que ver con las concepciones de la razón populista que deforman la raíz
filosófica del principio de prevalencia del bien común, regido por el principio
de la subsidiariedad.
Subordinada a la
justicia legal o general se encuentra la justicia particular, cuyas especies
son las llamadas justicias conmutativa y distributiva. Al explicar estas formas
de la justicia, Tomás de Aquino expresa que:
…la justicia particular se ordena, a una persona privada, que
respecto a la comunidad es como la parte del todo. Ahora bien, toda parte puede
ser considerada en un doble aspecto: en la relación de parte a parte, al que
corresponde en la vida social el orden de una persona privada a otra, y este
orden es dirigido por la justicia conmutativa, consistente en los cambios que
mutuamente se realizan entre dos personas. Otro es el del todo respecto a las
partes, y a esta relación se asemeja el orden existente entre la comunidad y
cada una de las personas individuales; este orden es dirigido por la justicia
distributiva, que reparte proporcionalmente los bienes comunes[11].
En la justicia
conmutativa, la igualdad se establece de objeto a objeto (salvo que la
condición personal sea causa de reales distinciones) mientras que en la
justicia distributiva la igualdad que se realiza es proporcional a la condición
de la persona y a las exigencias y necesidades del medio social[12]. En
cuanto al reparto que se opera en la justicia distributiva hay que tener
presente que la medida de esas condiciones debe guardar proporción con la
calidad, la aptitud o la función de cada uno de los miembros del cuerpo social[13].
Para resolver los
problemas de distribución no hay una única fórmula universalmente aplicable[14] y
habrá que atender a aquellos criterios que se desprenden de la razón,
específicamente de los procedimientos de la razonabilidad práctica.
El
equilibrio de la doctrina sobre la justicia descansa en la subordinación de lo
político, social, económico y jurídico a la moral y, en definitiva, en la
perfección del hombre, sin la cual no pueden imponerse el orden ni la paz, dado
que la comunidad no puede proporcionar lo que las partes integrantes no
hubieran puesto en ella[15].
Seguimos pensando que
el desarrollo actual de los Derechos Público y Privado no admite en absoluto la
identificación del Derecho Público con la justicia legal y distributiva, ni del
Derecho Privado con la justicia conmutativa[16].
Los numerosos
ejemplos que ofrece la realidad actual del mundo jurídico confirman esa
conclusión ya que puede advertirse que, mientras el Derecho Privado incorpora
normas y se ocupa de relaciones fundadas en la justicia distributiva (v.gr., en
materia laboral y en el derecho de las asociaciones), el Estado acude, en el
ámbito del Derecho Público, a la concertación de acuerdos con los particulares,
cuyas prestaciones se determinan, equilibradamente, por un acto conmutativo,
donde el débito y el crédito tienen una directa relación entre sí en función de
la cosa debida y no de la persona o exigencia sociales (v.gr., el contrato de
suministro)[17].
De
otra parte, el Estado suele no tener muchas veces la administración del bien
común en un sentido exclusivo e inmediato, ya que éste puede realizarse a
través de la actividad de las llamadas asociaciones intermedias, las cuales
pueden configurarse –en el plano jurídico– como personas públicas no estatales
o como personas jurídicas privadas[18].
Corresponde señalar, por último, que en el marco de las transformaciones que se
vienen operando en el mundo tras la caída del socialismo, Juan Pablo II, al
promulgar la Encíclica Centesimus Annus, destacó la positividad del
mercado y de la empresa, a condición de que estén orientados a la realización
del bien común[19].
Por influencia de la
Doctrina Social de la Iglesia Católica se ha introducido una nueva denominación
de un tipo específico de justicia, frecuentemente utilizado a partir de la
Encíclica Quadragesimo Anno de Pio
XI, que aparece directamente relacionado con las exigencias del bien común y
con los deberes del Estado y de las personas, mediante la aplicación de los
principios de solidaridad y de subsidiariedad, para subsanar las carencias
sociales y para proteger los derechos de los trabajadores y operarios. Es la
llamada justicia social que se ha considerado equivalente a la justicia legal o
general[20].
Al
respecto, con base en la
clásica formulación tomista sobre las distintas especies de justicia, puede
concebirse a la justicia social como aquella que comprende todo el movimiento
circular del acto justo, es decir, tanto la justicia general como la justicia
particular (distributiva y conmutativa)[21].
La circunstancia de incluir la justicia particular se explica por el hecho de
que las obligaciones que se imponen a las personas no se orientan hacia la
comunidad sino a las partes de la relación. Hay que advertir que el término conmutación no se circunscribe a los
intercambios sino que se refiere a una expresión del latín clásico commutatio que equivale a cambio, con lo
que al dejar de lado “los problemas de un patrimonio común y otros similares,
el problema consiste en determinar qué tratos son adecuados entre las personas
(incluyendo a los grupos)”[22].
El bien común es un
principio totalizador exigible no solo para las distintas especies de justicia,
sino también para toda la actividad del Estado habida cuenta que constituye su
causa final.
Aparte de los bienes
básicos, el bien común se integra con bienes o valores de segundo grado que
cumplen la función de lograr esos bienes básicos y los valores espirituales y
materiales que hacen a la felicidad de todas y cada una de las personas.
Este título común de
atribución de potestades y deberes se concreta en la protección y promoción de
bienes de diferente naturaleza, gobernados todos ellos por el principio de
subsidiariedad (del que más adelante nos ocupamos), sin hallarse limitado a los
bienes de naturaleza económica.
Ante todo, el esquema
directriz del Estado ha de ser, por principio, el de una “economía social de
libertad ordenada”[23], en
la que se combinan diferentes modalidades y fundamentos que justifican la
intervención estatal en el campo económico.
De este modo, la
transferencia al Estado de los medios de producción hallase justificada solo en
supuestos excepcionales tales como: (i) la producción de energía atómica en virtud
del carácter extraordinario de los efectos nocivos que dicha actividad produce
sobre las personas; (ii) monopolios
que afecten la libre concurrencia al mercado; y, (iii)
insuficiencia del capital para encarar una producción vital y necesaria para la
comunidad[24].
Pero no existe
justificación alguna para socializar actividades que normalmente son prestadas
de manera más eficiente por los particulares, contribuyendo al bien común
(v.gr. la producción agraria y las empresas de fines culturales o de difusión
como la prensa, editoriales, empresas de servicios públicos no monopólicas,
etc.)[25].
Los caminos de la
filosofía y los del derecho no siempre han confluido. Mientras desde el punto
de vista filosófico clásico se concibe la igualdad como una proporcionalidad[26]
que alude a un cierto equilibrio o contrapeso establecido conforme a la
razón práctica, el Derecho Constitucional decimonónico y los ordenamientos
subsiguientes acuñaron un concepto jurídico de la igualdad: la igualdad ante la
ley.
Pero, al hacer el
análisis de este último principio no puede dejar de advertirse que la igualdad
puede referirse tanto a una relación formal (v.gr. el procedimiento) como
sustancial o material (ej. ventajas o beneficios que acuerdan una ley,
reglamento o acto administrativo).
A su vez, en el marco
constitucional positivista en el que prevalecía la concepción formal que
predicaba la igualdad ante la ley, la tendencia más evolucionada llegó a
propugnar una fórmula que pretendía cumplir con el dogma de la plenitud del
ordenamiento y, sobre todo, a través de Hart, difundió la idea de que la
igualdad consiste en “tratar como semejantes los casos semejantes y de manera
diferente los casos diferentes”[27],
concepto al que considera un elemento central de la noción de justicia, si bien
reconoce que en sí mismo es incompleto y que mientras no se lo complemente no
puede utilizarse como guía de la conducta a seguir. Para ello, entiende
necesario que se establezca un criterio relevante para establecer las
semejanzas y diferencias o lo que equivale a reconocer que la fórmula es, en sí
misma, una fórmula vacía de contenido, como lo prueba el propio Hart cuando se
refiere a los distintos criterios que justifican el trato diferenciado en la
justicia distributiva.
Finnis se ha dado
cuenta de la deficiencia de la fórmula y la resuelve afirmando que lo que
importa es cuáles son aquellos principios que le permiten “valorar cómo debe
tratar una persona a otra (o qué derecho tiene una persona a ser tratada de
determinada manera) prescindiendo de si otros están o no siendo tratados así”[28].
Pone como ejemplo el principio que prohíbe la tortura, el cual es
incontrastable, pues se aplica a los desiguales del mismo modo que a los
iguales, en todos los casos. El pensamiento de Finnis sobre esta regla consiste
en reconocer que todos los miembros de una comunidad gozan por igual del
derecho a una consideración respetuosa, aunque para resolver problemas de
justicia distributiva la igualdad sea un principio residual, que se aplica
cuando otros criterios no son suficientes, no para realizar la igualdad sino el
bien común, que puede sintetizarse en la realización plena de la vida y de los
bienes humanos básicos por parte de todos y cada uno de los miembros de una
comunidad.
Y aun reconociendo
que no existen patrones precisos para valorar estas cuestiones Finnis acude
–siguiendo en esto a Hart[29]– a
la necesidad, como criterio principal de distribución, el que completa con
otros criterios, como (i) el de la
función, referido no directamente al bien humano básico sino a los roles y
responsabilidades de cada uno en el seno de la comunidad; (ii) a la capacidad para cumplir con los roles
en las empresas comunes y respecto de las oportunidades para el progreso
individual (v.gr. el acceso a la educación superior); (iii) los méritos y los aportes que derivan
del sacrificio propio o del esfuerzo y habilidad de las personas; y (iv) en la distribución para compensar los
costos y las pérdidas de una empresa, donde lo equitativo dependerá de si las
personas han creado o al menos previsto y aceptado riesgos evitables mientras
otras personas ni los han creado ni han tenido la oportunidad de preverlos, de
evitarlos o de asegurarse contra dichos riesgos. De lo que se trata, en
definitiva, no es de evaluar estados de cosas sino la exigencia de la
razonabilidad práctica en cuanto a personas determinadas en sus tratos recíprocos[30].
Lo cierto es que la
distinción entre justicia distributiva y conmutativa no constituye más que una
forma tendiente a facilitar el análisis y que –como lo venimos sosteniendo
desde nuestros primeros trabajos– muchas acciones del Estado, y aún de los
particulares, pueden ser, a la vez, “distributiva y conmutativamente justas (o
injustas)”[31].
En cualquier caso, la
igualdad no constituye un principio absoluto sino relativo habida cuenta de
que, salvo el derecho a la vida y sus derivados (v.gr. prohibición de tortura),
no existen principios ni derechos absolutos y éstos se gozan conforme a las leyes
que reglamentan su ejercicio (art. 14 CN). La jurisprudencia de la Corte ha
sostenido desde hace mucho tiempo[32]
el carácter relativo del principio de igualdad.
El error de
considerar que la justicia distributiva era la justicia del Estado[33]
proveniente de la obra del Cardenal Cayetano, provocó una serie de confusiones.
La primera consistió en identificar la justicia distributiva con el Derecho
Público, aspecto del que nos hemos ocupado precedentemente. Otro error ha
consistido en no distinguir entre justicia distributiva y políticas
distributivas, postura que subyace en muchas de las concepciones sostenidas en
la actualidad para negar que la reparación con motivo de sacrificios
expropiatorios o equivalente debe ser plena, conforme a los principios de la
justicia conmutativa.
Mientras la política
distributiva encierra un contenido más amplio que, si bien puede dar lugar a la
creación, por vía legal, de relaciones propias de la justicia distributiva,
ésta última constituye siempre una relación de alteridad. La política distributiva,
las más de las veces, se traduce en decisiones de política económica, social
(sanitaria y educacional) que entran en el campo de lo discrecional, no
obstante de existir el deber genérico de los gobernantes de impulsar el
progreso social. Algo similar acontece con los nuevos derechos constitucionales
ya que como lo han reconocido la Corte Suprema y los tratados internacionales,
buena parte de ellos se caracterizan por tener una operatividad derivada,
dependiendo de las posibilidades financieras de los Estados[34].
En suma, las
políticas distributivas, más que fundarse en la estructura clásica de la
justicia distributiva, constituyen decisiones de política legislativa, de
carácter discrecional (no por ello exentas del control judicial de
razonabilidad) fundadas en valores inherentes a la solidaridad que, muchas
veces, no son mandatos vinculantes y, en otros casos, derechos sociales cuya
operatividad es derivada en cuanto dependen de obligaciones de hacer de los
poderes públicos que no pueden disponer a su antojo de los recursos públicos
sino dentro de las posibilidades presupuestarias y financieras de cada país,
como, por otra parte, lo prescriben tratados internacionales[35],
que poseen jerarquía constitucional (art. 75 inc. 22 CN).
Como el centro de
todos los principios radica en la dignidad de la persona humana, el binomio
justicia y bien común carecería de sentido sino no está orientado hacia la
realización de la autonomía plena de todas y de cada una de las personas que
integran la comunidad estatal.
En el plano de la
teoría política, con sus avances y retrocesos, el contenido del Estado de
Derecho se ha ensanchado con los aportes provenientes de sucesivas tipologías:
Estado Social y Democrático, Estado de Bienestar y, actualmente, Estado
Regulador y Garante[36],
que representa la recepción del principio de subsidiariedad[37]
en este modelo de Estado que propicia la doctrina europea como pieza central
del Estado de Derecho Constitucional[38].
Desde hace tiempo
venimos sustentando ésta última concepción bajo el nombre de Estado
Subsidiario, cuyas raíces se encuentran en la Doctrina Social de la Iglesia
Católica[39],
sin perjuicio de la interpretación que se apoya en textos de nuestra Carta
Magna, como los artículos 14, 19 y 28[40].
En esta concepción,
el principio de subsidiariedad se erige como regla central de la actuación del
Estado, en cuanto permite la plena concreción de los esfuerzos y capacidades de
las personas y grupos intermedios de la sociedad, cuyas iniciativas resultan
ser las más adecuadas y eficientes para la satisfacción de las necesidades
humanas, tanto individuales como colectivas[41].
Este principio ha
sido recogido recientemente en el Protocolo 15 del Convenio Europeo, si bien
con una regulación que circunscribe la subsidiariedad a las relaciones con los
Estados integrantes de la Unión Europea, es decir, a la llamada subsidiariedad
territorial y no horizontal[42].
Como es sabido, la
subsidiariedad tiene dos perfiles. Uno fundamental (la faz pasiva) que veda la
injerencia del Estado en todas aquellas actividades que puedan llevar a cabo
las personas privadas o las comunidades menores (privadas o públicas) y otro, que
hace a la función de suplencia que debe cumplir el Estado de cara a la
insuficiencia de la actividad privada o de las comunidades públicas menores al
Estado, especialmente en el ámbito territorial, porque, como indica la razón de
ser de la descentralización, se administra mejor de cerca a los ciudadanos y
empresas.
La vigencia y
aplicación de la regla de la subsidiariedad reviste una condición suficiente y
necesaria en el combate contra la pandemia (tal como ha ocurrido en los Estados
Unidos de Norteamérica). De lo contrario, si todas las acciones de protección
de la salud se dejan en manos exclusivas del Estado crecerá seguramente la
ineficiencia, generándose un ambiente propicio a la politización y, en algunos
casos, a corruptelas entre gobernantes y empresarios.
En prieta síntesis,
el axioma que representa el principio de subsidiariedad puede expresarse del
siguiente modo: tanta libertad como sea posible y tanto Estado como sea
necesario[43].
Hay pues, una equivalencia de fines entre el Estado Regulador y Garante y
Estado Subsidiario.
Si bien la
conformación de las instituciones y principios que componen el Derecho Público
es un fenómeno relativo, derivado de la condición de categoría histórica que es
propia de cada ordenamiento jurídico, no puede desconocerse que existen grandes
coincidencias con algunos sistemas, sobre todo entre los ordenamientos que han
recogido, en mayor o menor medida, el modelo del Derecho Administrativo
francés.
Sin embargo, la
evolución comparatista revela el desarrollo de una compleja trama de relaciones
entre lo público y lo privado caracterizadas por la interrelación o entre
cruzamiento que, sucesivamente, se ha ido operando entre ambas ramas del
Derecho.
Las transformaciones
económicas y sociales, el cambio tecnológico y la defensa del mercado
(subsidiariedad) han desplazado la influencia de concepciones ideológicas en un
acelerado proceso que ha pasado por diferentes etapas. Así, de una huida
inicial del Derecho Administrativo (coincidente con el fin del ciclo del Estado
benefactor) se pasó a una extensión de su contenido a través de un proceso de
interrelación entre lo público con lo privado. Esta interpolación no implica,
necesariamente, unificar los derechos –como ocurre actualmente en Europa– sino
sentar una serie de reglas comunes aplicables en el marco del derecho
comunitario que, como es sabido, se proyecta al derecho interno de cada Estado.
Tal es lo que ha ocurrido en el derecho comunitario europeo en el que se han
generalizado los sistemas de selección y adjudicación de contratistas mediante
procedimientos contractuales que vinculan, preceptivamente, a empresas
privadas, con anterioridad regidas, en plenitud, por el principio de la
autonomía de la voluntad y ahora por reglas y procedimientos de Derecho
Público.
Al propio tiempo que
se generaliza la posibilidad de una aplicación analógica del Derecho Privado a
relaciones en que es parte el Estado y se unifica el derecho comunitario
europeo en muchas materias bajo la recíproca influencia de instituciones
públicas y privadas, lo notable es que, en el Derecho anglosajón, tanto en
Inglaterra[44]
como en Estados Unidos de Norteamérica, la tendencia se orienta hacia el
crecimiento de derechos distintos del common law tradicional
(particularmente en Estados Unidos con el derecho estatutario)[45] y
hasta se menciona el abandono de la antigua concepción de Dicey[46]
comenzando a desarrollarse concepciones que son propias del Derecho Público[47],
aceptando finalmente, el control de los hechos determinantes de la actividad
administrativa[48], si
bien en forma mucho más limitada que en el derecho continental europeo.
No es el caso,
entonces, de proponer generalizaciones en nuestro Derecho que en el Derecho
Comparado están siendo objeto de una profunda transformación y dar recetas
equivocadas o mal fundadas, como las que pretenden que el Derecho
Administrativo debe seguir el modelo estadounidense, en forma exclusiva, no
obstante que nuestra Constitución reconoce su origen en otras fuentes, incluso
vernáculas, sin desconocer la mayor densidad, cualitativa y cuantitativa, que
posee la fuente norteamericana en la que se inspiró Alberdi.
Hasta aquí, hemos
visto como lo común (a todos y a cada una de las personas) no se identifica con
los diversos sentidos que posee el concepto, ya que –por aplicación del
principio de subsidiariedad– el bien común puede coincidir tanto con el interés
público (el del todo social) como con el interés privado (el de una parte del
todo) y hasta puede ocurrir que ambos intereses confluyan en la realización del
bien común (ej. Establecimientos de medicina privada, educativos, etc.). En
otros casos, el monopolio de la fuerza pública conduce a que la titularidad del
interés público propio de la policía de seguridad y de su gestión deba
corresponder siempre al Estado, por su incompatibilidad con el ejercicio
privado de dicha función. A nadie se le ha ocurrido todavía la idea de
privatizar la policía de seguridad.
Si se reconoce la
primacía del bien común en el orden jurídico, lo más trascendente será
reconocerle (contenga o no el interés público), el carácter de mandato
vinculante[49], o
sea de una regla de derecho imperativa, aunque se trate de una regla
incompleta, en el sentido de que es un mandato carente de supuestos de hecho,
cuyas consecuencias jurídicas son determinadas por los jueces a través de la
técnica de la ponderación (una faceta del procedimiento de justificación
racional de las decisiones).
En resumidas cuentas,
además, de los principios de primer grado constituidos por aquellos principios
básicos, que derivan el derecho del razonamiento práctico, interactúan también
otros principios generales del derecho de segundo grado que justifican normas
(o reglas en la terminología de Finnis) y determinaciones particulares.
La enunciación de
algunos de esos principios generales del derecho de segundo grado nos muestra
un mosaico polifacético y variado, caracterizado por sus interrelaciones y
aplicaciones analógicas en los Derechos Público y Privado, el cual puede
resumirse en estos axiomas; (i) el
sacrificio forzoso del derecho de propiedad por ley expropiatoria ha de
compensarse con una justa indemnización comprensiva del daño emergente y del
lucro cesante, con arreglo a los principios de la justicia conmutativa; (ii) no se puede ir contra los actos propios; (iii) el abuso del derecho no está permitido; (iv) el enriquecimiento sin causa exige la
restitución; (v) los contratos se
celebran para ser cumplidos (pacta sunt servanda); (vi) la protección judicial y administrativa
de los derechos; (vii) nadie puede
ser juez en su propia causa; (viii) la prohibición de invocar la
propia torpeza; (ix) la nulidad del
fraude y sus efectos etc.[50].
Desde luego que, en
el campo de la interpretación, cualquiera de ellos puede ser derogado
singularmente por otros principios del bien común, pero no hay duda de que son realmente principios, cuya enunciación no se agota con el cuadro que se
ha expuesto, al solo efecto de demostrar la sustancia jurídica de una materia
compleja que no puede resolverse con una simple ecuación dependiente
solo del derecho positivo con olvido de la justicia. ■
* Presidente de la Academia
Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires. Académico Honorario de
la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación y Académico Correspondiente de
la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas de Madrid.
[1] John
Finnis, Ley Natural y Derechos Naturales,
trad. de Cristóbal Orrego S. (Buenos Aires: Abeledo-Perrot, 2000), 184.
[2] Id.
[3] Id.
[4] Así
se reconoce en el Concilio Vaticano II, Constitución
Pastoral Gaudium et Spes, N° 74.
[5] Finnis,
ob. cit., 184.
[6] Id.,
203.
[7] Id.,
191-193, a quien ha seguido y explicado con gran claridad Carlos Ignacio
Massini Correas, Jurisprudencia analítica
y derecho natural. Análisis del pensamiento filosófico-jurídico de John Finnis
(Buenos Aires: Marcial Pons, 2019), 138.
[8] Tomás
de Aquino, Suma teológica: II-IIae,
cuestión 58. La justicia (HJG, 2012), https://hjg.com.ar/sumat/c/c58.html.
[9] Teófilo Urdánoz, Introducción a la Cuestión 58 de la Suma Teológica, en Suma
Teológica, t. VII, 264.
[10]_ Tomás D. Casares, La Justicia y el Derecho, 2° ed. (Buenos
Aires: Cursos de Cultura Católica, 1945), 65, puntualiza: “Para nuestra
plenitud personal es necesaria la vida en sociedad y cuanto más perfecta sea la
vida social, mayores posibilidades de plenitud o perfección personal existirán
para cuantos integran la comunidad. Y la medida de la perfección social la dará
desde un cierto punto de vista nuestra perfección personal. Se desnaturaliza
este movimiento circular del bien común y del bien individual sustituyendo la
perfección personal por la libertad individual, con lo cual se desarticulan a
un tiempo la persona y la sociedad, porque la libertad no es nunca un fin sino
sólo un medio; o atribuyendo toda la virtud a la acción de la comunidad por el
órgano de gobierno”.
[11] Cfr. Tomás de Aquino, Suma Teológica,
t. VII (Biblioteca de Autores Cristianos), 350-351. Véase especialmente
Josef Pieper, Justicia y fortaleza,
trad. del alemán (Madrid, 1968), 78 y ss. y los fallos de la Corte Suprema,
“Valdez, José Raquel c/ Nación”, Fallos 295:937 (1976) y “Vieytes de Fernández,
Juana suc. c/ Prov. de Buenos Aires”, Fallos 295:973 (1976). Un ejemplo de
justicia distributiva en las relaciones privadas se encuentra en el caso “SA
Barbarella CIFI”, Fallos 300:1087 (1978).
[12] Pieper, ob. cit., 111-112.
[13] “De ahí que en la justicia distributiva la
comunidad deba a la persona en proporción a lo que merece –criterio moral– y en
atención al beneficio que la distribución procura a la comunidad perfeccionando
su estructura. A una persona puede deberle la comunidad una jerarquía del punto
de vista moral, y sin embargo, no le deberá mando, porque puede no tener
aptitud para ejercerlo” (cfr. Casares, ob. cit., 63-64).
[14] Finnis,
ob. cit., 203.
[15] Casares,
ob. cit., 66.
[16] La conclusión que sostenemos en el texto se
ajusta a la doctrina tomista sobre la justicia, y, en esta parte, se hace
referencia a una relación de servicio hacia la comunidad regida por la justicia
conmutativa. Esta postura, que expusimos a partir de 1980 en diferentes partes
de nuestra obra, ha sido sostenida también por Javier Urrutigoity, “El derecho
subjetivo y la legitimación procesal administrativa”, en Estudios de Derecho Administrativo, (Buenos Aires: Depalma, 1995),
287-288.
[17] En contra: Rodolfo C. Barra, Principios de Derecho Administrativo
(Buenos Aires: Ábaco, 1980), 89 y ss. Según este distinguido autor “no es
circunstancial definir la relación jurídica determinada como regida por la
justicia distributiva o bien por la conmutativa. Éste es un criterio objetivo
que se independiza de las circunstancias históricas en cuanto fundamento
directo de la distinción”. En efecto, es evidente que las circunstancias
históricas no son fuente de la distinción entre la justicia distributiva y la
conmutativa, que obedece a su relación entre el bien común (en forma inmediata
o mediata) y el bien individual y a la forma en que se establece la igualdad
(en relación con la cosa o con la persona o medio social). Pero esas
circunstancias históricas son, sin embargo, el fundamento real de la distinción
entre Derecho Público y Derecho Privado, una prueba de lo cual la ofrece el
Derecho Comparado (del mundo occidental) donde no reina uniformidad respecto de
la ubicación de importantes instituciones. La conclusión formulada por dicha
doctrina es una consecuencia forzosa de la identificación que postula entre
Derecho Público y justicia distributiva y entre Derecho Privado y justicia
conmutativa.
[18] Pieper, ob. cit., 115. Santo Tomás no acoge la
clásica división entre Derecho Público y Privado esbozada por Aristóteles y
recogida por Ulpiano (Urdánoz, Introducción a la Cuestión 57, t. VIII, 227).
[19] Cfr. Centesimus Annus (Juan Pablo II, 1991), cap. V, punto
43.
[20] Finnis,
ob. cit., 225, nota VII-6, siguiendo la opinión de Del Vecchio, en Justice, (Edimburgo, 1952), 35-36.
[21] En
sucesivos trabajos anteriores expusimos una opinión más restrictiva sobre la
justicia social que ahora, siguiendo a Finnis, hemos creído necesario ampliar. Véase
nuestro Curso de Derecho Administrativo, t. 1, 10ª ed. (Buenos Aires: La Ley, 2009),
33.
[22] Finnis,
ob. cit., 207.
[23] Johannes
Messner, Ética General y Aplicada,
trad. del alemán (Madrid: RIALP, 1969), 308.
[24] Id.,
310.
[25] Id.
[26] Véase:
Aristóteles, Ética a Nicómaco
(Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 1985), V.3:1131 (Finnis, ob.
cit., 193, nota 3).
[27] Herbert
L. A. Hart, El concepto de derecho,
traducción del inglés del libro The
Concept of Law por Genaro R. Carrió (Buenos Aires: Abeledo Perrot, 1977),
198. (En realidad, la fórmula de Hart se remonta a Aristóteles, Ética a Nicómaco, ob. cit., V. 6 [1131a]
y Política III-9 [1280x])).
[28] Finnis,
ob. cit., 193-194.
[29] Hart,
ob. cit., 203 y ss.
[30] Finnis,
ob. cit., 204.
[31] Id., 208.
[32] “Eugenio
Díaz Vélez c/ Provincia de Buenos Aires”, Fallos 151:359 (1928).
[33] Ampliar
en nuestro libro Los grandes principios
del derecho público (constitucional y administrativo) (Madrid: Reus, 2016),
419-422, con cita de los trabajos de Abelardo F. Rossi, Aproximación a la justicia y a la equidad (Buenos Aires: Educa,
2000), 21 y ss. y de Javier Hervada, Introducción
crítica al Derecho Natural, 2° ed. (Bogotá: Temis, 2006), 38-49.
[34] Id.,
59-60.
[35] Art.
22 DUDH; Art. XI Declaración Americana sobre los Derechos y Deberes del Hombre;
art. 2 Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales.
[36] Ampliar
en nuestro Derecho Administrativo y Derecho Público General (Buenos Aires:
BdeF, 2020), 121 y ss.
[37] Pedro
J. J. Coviello, “Una introducción iusnaturalista al Derecho Administrativo”, en Estudios de Derecho Administrativo en
homenaje al Profesor Julio Rodolfo Comadira (Buenos Aires: Biblioteca de la
Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires, 2009), 22-24.
[38] Augusto
Durán Martínez, “El Derecho Administrativo al servicio de la casa común”, en El Derecho Administrativo al servicio de
la casa común (Actas de las V
Jornadas Internacionales de Derecho Administrativo) (Montevideo: Editores
Información Jurídica, 2017), 15 y ss., apunta que “el principio de
subsidiariedad calza a la perfección con el nuevo modelo de Estado, el Estado
Constitucional de Derecho forjada por el neoconstitucionalismo o el nuevo
constitucionalismo”.
[39] Principio
especialmente desarrollado a partir de la Encíclica Quadragesimo Anno.
[40] Así lo
sostenemos en el Curso de Derecho Administrativo, T. I, 12° ed. actualizada (Buenos Aires: La Ley,
2018), 48. Ver también, Rodolfo Carlos Barra, Principios de Derechos Administrativo (Buenos Aires: Ábaco, 1980),
35 y ss.
[41] En
este sentido concordante se ha dicho en un fallo de la Corte que el “Estado no
puede sustituir a las personas en las decisiones correspondientes a su esfera
individual” (Disidencia del Juez Ricardo Luis Lorenzetti, “Gobierno de la
Ciudad de Buenos Aires c/ Estado Nacional (Poder Ejecutivo Nacional) s/ acción
declarativa de inconstitucionalidad”, 4 de mayo de 2021, Considerando 2°,
párrafo segundo.
[42] Ver,
al respecto: Orlando Vignolo Cueva, La
dogmática del principio de subsidiariedad horizontal (Lima: Palestra), 43 y
ss.
[43] Cfr.
Johannes Messner, La cuestión social,
2° ed., trad. del alemán (Madrid: RIALP, 1976), 543 y ss.
[44]_ Véase, John Bell, “Droit Public et Droit
Privé: une nouvelle distinction en Droit anglais”, Revue Francaise de Droit Administratif, N° 3 (1985): 400.
[45]_ Julio V. González García, El alcance del control judicial de las
Administraciones Públicas en los Estados Unidos de América (Madrid:
McGraw-Hill, 1996), 21.
[46]_ Cfr. Bell, ob. cit., 409.
[47]_ Ver Cassese, Sabino, Trattato di Diritto
Amministrativo, t. I, (Milán: Giuffrè, 2000), 55 y ss.
[48]_ González García, ob. cit., 29 y ss.
[49] El
desarrollo del concepto de principio lo hemos efectuado en obras anteriores,
particularmente en Los grandes principios del derecho público
(constitucional y administrativo), 2° ed. (Santa Fe: Rubinzal-Culzoni,
2021), 71 y ss. Cabe advertir que Finnis distingue entre reglas y principios
considerando que las primeras son las normas completas, pero reconociendo el
carácter imperativo de los principios, si bien pueden ser satisfechos mediante
la creación positiva de complejas estructuras administrativas y judiciales.
[50] Véase
Finnis, ob. cit., 315.