José Ignacio Hernández G.*
REDAV, N° 29, 2024, pp. 9-31
Resumen: Entre los siglos XVIII y XIX, EE.UU. e Hispanoamérica emprendieron
revoluciones constitucionales inspiradas en ideales similares de dignidad
humana y bien común, con influencia del ius commune.
Sin embargo, sus trayectorias divergieron: EE.UU. desarrolló un sistema
exegético de Derecho Público, con bases constitucionales débiles para su
Derecho Administrativo. En contraste, Hispanoamérica estableció un marco
constitucional racional, con sólidos fundamentos basados en valores, principios
y reglas que priorizan la dignidad humana y la buena administración. El
"constitucionalismo del bien común" de Adrian
Vermeule podría fomentar un nuevo encuentro entre
ambas tradiciones, si el constitucionalismo estadounidense evoluciona hacia un
sistema racional que guíe y limite la actividad administrativa para realizar
plenamente la dignidad humana.
Palabras clave: Bien común – Buena administración – Principios generales del Derecho
Administrativo
Abstract: During the 18th and 19th centuries, both the United States and
Hispanic America embarked on similar constitutional revolutions inspired by
ideals of human dignity and the common good, influenced by ius commune. Their
paths diverged, however: the U.S. developed an exegetical system of public law,
with weak constitutional foundations for its administrative law. In contrast,
Hispanic America established a rational constitutional framework with solid
foundations based on values, principles, and rules prioritizing human dignity
and good administration. Adrian Vermeule's "common good
constitutionalism" could foster a new encounter between both traditions,
if U.S. constitutionalism evolves toward a rational system that guides and
limits administrative activity to fully realize human dignity.
Keywords: Common Good – Good Administration – General Principles of
Administrative
|
Recibido |
07-07-2025 |
Aceptado |
20-08-2025 |
El estudio comparado del Derecho
Administrativo en Estados Unidos y en Hispanoamérica suele limitarse a temas
técnicos, derivados del traslado de la institución de la regulación económica a
la región. Más allá de ello, lo cierto es que el contraste entre ambos modelos
se enfrenta a importantes retos, básicamente, por el método empleado en uno y
en otro caso. Mientras que el Derecho Administrativo en Hispanoamérica pivota
en torno a la idea de un sistema ordenado en torno a valores, principios y
reglas, con sólidas bases constitucionales, en Estados Unidos el Derecho
Administrativo gira en torno a la Ley y su interpretación textual, con escasa
conexión con el Derecho Constitucional.
Una reciente propuesta de Adrian
Vermeule, sin embargo, ha abierto nuevos canales de
comunicación entre ambos modelos. De acuerdo con esta propuesta, la
interpretación constitucional debe apartarse del originalismo
y del llamado constitucionalismo viviente, para considerar valores y principios
constitucionales que, incluso, anteceden a la Constitución de 1789, y que
pivotan en torno al bien común[1].
Desde el Derecho Administrativo, esta propuesta ha llevado a considerar a los
principios generales, como complemento de la interpretación de la Ley que rige
a las agencias[2].
El Derecho Constitucional hispanoamericano
considera, bajo diversas dimensiones, al bien común como un valor que posee a
la dignidad humana en el centro del ordenamiento jurídico, tal y como se ha
reconocido en el Derecho interamericano. Como resultado de lo anterior, la
constitucionalización del Derecho Administrativo refuerza el rol del bien
común, como lo demuestra el creciente interés por los estándares de la buena
administración, basados en el concepto fiduciario de la Administración al
servicio de las personas[3].
Bajo el prisma del bien común, por ende, es posible avanzar en el estudio
comparado del Derecho Administrativo de Hispanoamérica y Estados Unidos.
Este artículo analiza las bases
constitucionales del bien común en Hispanoamérica, trazando su comparación con
la propuesta de Vermeule. En especial, esta
aproximación coloca en evidencia la interconexión entre el constitucionalismo
hispanoamericano del siglo XIX y el constitucionalismo de Estados Unidos,
tomando en cuenta la influencia de la cláusula del bien común, incorporada en
la Constitución de Massachussets de 1780 y luego difundida en los primeros
textos constitucionales de la región. La segunda parte resume las principales
consecuencias del constitucionalismo del bien común en el Derecho
Administrativo, facilitando el contraste entre el modelo de Derecho
Administrativo de Hispanoamérica y de Estados Unidos, desde el rol de los
principios generales.
El constitucionalismo en lo que hoy día se
conoce como Hispanoamérica estuvo especialmente influenciado por la Revolución
Americana y la Revolución Francesa. Así, desde inicios del siglo XIX, los
procesos de independencia impulsados por la crisis de la Monarquía Española
llevaron a la región a organizar a los nacientes –y frágiles– Estados como
Repúblicas, a través de Constituciones y otros actos constitucionales que
dieron forma al primer constitucionalismo hispanoamericano.
Más allá de sus diferencias, hay importantes
similitudes en esas primeras Constituciones. Una de esas similitudes es lo que
aquí llamamos la cláusula del bien común, que justifica al Gobierno en la
promoción del bien común. Esta cláusula aparece en las primeras constituciones
hispanoamericanas, influenciadas por el primer constitucionalismo de Estados
Unidos. Esta cláusula también está presente en el Derecho interamericano que
rige a todo el continente, incluyendo a Estados Unidos. Sin embargo, lo cierto
es que el constitucionalismo hispanoamericano evolucionó por rumbos distintos
que han realzado el rol del bien común como valor constitucional[4].
Tal y como ha explicado Allan R.
Brewer-Carías, los procesos de independencia en la región hoy conocida como
Hispanoamérica, tuvieron como rasgo compartido la difusión de textos
constitucionales que organizaron a los nacientes Estados como Repúblicas, con
base en el principio de separación de poderes, la soberanía popular, la
supremacía constitucional y el reconocimiento de derechos inherentes a la
persona[5].
Así, la primera Constitución nacional
codificada en español fue aprobada en Venezuela, en diciembre de 1811.
Siguiendo a la Declaración de derechos del pueblo, aprobada por el Congreso
venezolano poco antes, la Constitución dispuso, en su artículo 191, que “los
Gobiernos se constituyen para la felicidad común”[6]. La
expresión felicidad común fue interpretada por Juan Germán Roscio –uno
de los primeros juristas en analizar este primer constitucionalismo– en
referencia al bien común, de acuerdo con el concepto que éste tiene en la
tradición legal clásica. En efecto, en el Capítulo XVI de su libro El
triunfo de la libertad sobre el despotismo, Roscio justifica la existencia
del Gobierno en el bien común[7]:
“Para el bien común, se comprometieron los hombres a vivir reunidos en varias
demarcaciones: por la prosperidad de todos convinieron en la erección de un
gobierno”[8].
La referencia a la felicidad o bien común
puede encontrarse en otros textos sancionados en la época. Así, por ejemplo, en
diciembre de 1811 se aprobó la Constitución de la República de Tunja que
incluyó en el Capítulo I de su Sección Preliminar sobre la declaración de los
derechos del hombre en sociedad, el siguiente artículo 26: “Todo Gobierno se ha
establecido para el bien común, para la protección, seguridad y felicidad del
Pueblo (…)”[9].
La Constitución Quiteña, de febrero de 1812,
dispuso que su principal finalidad es procurar el “beneficio y utilidad común”[10]
(artículo 1). La Constitución política del Estado de Cartagena de Indias, de
junio de 1812, estableció en su artículo 11 que “el Gobierno es instituido para
el bien común, protección, seguridad y felicidad de los pueblos”[11]. En
Chile, el preámbulo de la Constitución Política del Estado de Chile de octubre
de 1822 señala que “el fin de la sociedad es la felicidad común”[12].
En nuestra opinión, la coincidencia del
lenguaje de este nuevo constitucionalismo en torno al bien común puede
explicarse por dos razones: (i) la
tradición humanista del Derecho Indiano, inspirado en el ius commune, y (ii) la especial influencia del
constitucionalismo de Estados Unidos.
En efecto, la formación jurídica del Derecho
Público en Hispanoamérica estuvo inspirado en el ius commune[13]
presente en el Derecho de Castilla, y que fundamentó la tradición humanista del
Derecho Indiano, basado en la concepción según la cual los indígenas eran
personas y, por ende, tenían dignidad[14]. La
dignidad humana ha sido considerada como uno de los pilares del Derecho Público
en Hispanoamérica[15]. De
allí que, al seguir el nuevo pensamiento constitucional a partir del siglo XIX,
la región adoptó la declaración de derechos inherentes a la persona humana
radicados en su dignidad[16]. Muy
en especial, como en Venezuela observó Juan Germán Roscio, los derechos
inherentes a la persona debían interpretarse junto con los deberes dentro de la
sociedad[17].
Esto refleja la concepción de la persona cuya dignidad se expresa a través de
la comunidad política orientada al bien común. De allí que el Gobierno fue
justificado en el bien común, pues conforme al pensamiento de Aristóteles y
Santo Tomás de Aquino, la comunidad política requiere de una autoridad
orientada a proteger y garantizar la dignidad de la persona[18].
Además, es preciso ponderar la influencia de
la Revolución Americana y, en especial, sus textos constitucionales, incluyendo
la Declaración de Virginia de 1776, cuya Sección Tercera dispuso que el
Gobierno ha sido instituido para el beneficio común. En especial, la
Constitución de Massachussets de 1780, en su artículo 7, dispone que el
Gobierno está instituido para el bien común, en una fórmula que, como vimos,
fue adaptada literalmente décadas después, en algunos de los primeros textos
constitucionales de la región[19].
De esa manera, y, en resumen, el bien común
como valor constitucional, en el primer constitucionalismo hispanoamericano
enfatizó la centralidad de la dignidad humana, y la idea de que el Gobierno
está al servicio de las personas, pero no entendidas en su sentido individual
sino a través de la comunidad política. De allí que el Gobierno fue justificado
para promover el bienestar de esa comunidad.
Durante
la IX Conferencia Internacional Americana, celebrada en 1948, fue suscrita la
Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre (la Declaración),
pocos meses antes que la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Con lo
cual, la Declaración Americana no es solo un instrumento jurídico fundamental
en la región, sino en el avance hacia la universalización de los Derechos
Humanos[20].
En tal sentido, la Declaración logró captar
los valores y principios compartidos en la región, no solo en relación con
América Latina y el Caribe sino también respecto de Estados Unidos. En cierta
forma, podría decirse que el constitucionalismo de Estados Unidos y de
Hispanoamérica se reencuentran en la Declaración, como lo demuestra el énfasis
dado en la idea del bien común, y en especial, en el reconocimiento no solo de
derechos sino también de deberes de las personas dentro de la comunidad, todo
ello, partiendo de la centralidad de la dignidad humana[21].
Así lo reconoce el preámbulo de la
Declaración, al recordar que las instituciones políticas –partiendo de la
Constitución– tienen por objetivo crear condiciones que permitan a la persona
progresar desde la comunidad[22]. Por
ello, los derechos derivados de la libertad no se interpretan desde una
posición individualista, sino desde su rol a través de la comunidad. Con ello –y
como el primer constitucionalismo hispanoamericano lo reconoció– se quiso
enfatizar que la libertad general no puede atentar en contra del bien común,
pero al mismo tiempo, el bien común no puede desnaturalizar la esencia de la
persona, cuál es su dignidad. De allí que, en suma, la Declaración recoge la
tradición humanista del ius commune[23].
Otra de las principales manifestaciones del
bien común es que la Declaración, como también lo amplía la Carta de la
Organización de los Estados Americanos (Carta de la OEA), reconoce que la
dignidad humana requiere no solo de derechos de libertad sino también, de las
condiciones materiales que faciliten el acceso equitativo a bienes y servicios
que garantizan una existencia digna, en el marco del desarrollo integral al
cual alude el artículo 30 de la Carta. Por ello, el artículo XXVIII de la
Declaración dispone que los derechos de la persona deben interpretarse en el
marco de “las justas exigencias del bienestar general y del desenvolvimiento
democrático”[24].
La Declaración es, de esa manera, la piedra
fundacional del corpus iuris interamericano al resumir valores
compartidos en el continente que parten de la centralidad de la persona y su
dignidad, la cual solo puede realizarse plenamente a través de la comunidad y
las instituciones políticas, tal y como la Corte Interamericana de Derechos
Humanos (Corte IDH) concluyó en la Opinión Consultiva OC-10/89, de 4 de julio
de 1989[25].
A su vez, la Convención Americana sobre
Derechos Humanos (la Convención) responde, también, a la centralidad de la
dignidad humana al considerar que de ésta derivan derechos que solo pueden
alcanzarse plenamente a través de la comunidad organizada de acuerdo con los
valores democráticos. Así, de conformidad con su artículo 32.2, “los derechos
de cada persona están limitados por los derechos de los demás, por la seguridad
de todos y por las justas exigencias del bien común, en una sociedad
democrática”. De acuerdo con la Corte IDH[26]:
Es posible entender
el bien común, dentro del contexto de la Convención, como un concepto referente
a las condiciones de la vida social que permiten a los integrantes de la
sociedad alcanzar el mayor grado de desarrollo personal y la mayor vigencia de
los valores democráticos. En tal sentido, puede considerarse como un imperativo
del bien común la organización de la vida social en forma que se fortalezca el
funcionamiento de las instituciones democráticas y se preserve y promueva la
plena realización de los derechos de la persona humana.
Es por ello que los derechos prestacionales
reconocidos en el ámbito interamericano son una expresión de la dignidad
humana. Así, los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales
(DESCA), tienen su fundamento último en el bien común, en tanto la dignidad de
la persona en la comunidad no puede realizarse a plenitud sin el acceso a
bienes y servicios que satisfacen necesidades humanas esenciales[27].
En Hispanoamérica, la expresión bien común
aparece en diversas Constituciones, y en contextos distintos. Así, el bien
común es reconocido, en algunos casos, como uno de los valores centrales de la
Constitución asociados a la centralidad de la persona humana. El artículo 1 de
la Constitución de El Salvador reconoce a la persona “como el origen y fin del Estado”[28], el
cual está organizado para la consecución de varios fines, entre ellos, el bien
común, tal y como también lo reconoce la Constitución de Nicaragua, en su
artículo 4. En similar sentido, este valor es mencionado en el preámbulo, al
enunciar los fines superiores a los cuales se orienta la Constitución, como
sucede en Honduras y Venezuela. En otros casos el bien común es uno de los
parámetros que permite ponderar limitaciones a los derechos, como es el caso de
la propiedad, en el artículo 70 de la Constitución del Perú, o en el artículo
333 de la Constitución de Colombia, respecto de la Constitución Económica. En
Ecuador, este valor justifica los deberes de las personas en la sociedad
(numeral 7, artículo 83).
En el Derecho Constitucional de Argentina, el
bien común ha sido considerado como un valor que permite orientar la
interpretación de la Constitución. De esa manera, la interpretación
constitucional no puede basarse, solo, en el método textualista, esto es, en la
lectura rígida de la Constitución a partir de su texto expreso. Pues junto a
las reglas escritas y los principios, los valores constitucionales facilitan
una interpretación dinámica que, sin embargo, evita los excesos que pueden
derivar en mutaciones constitucionales ilegítimas[29].
En efecto, la solución frente al método de
interpretación literal no puede ser la interpretación maleable de la
Constitución de acuerdo con las preferencias del intérprete, y en concreto, de
la justicia constitucional. Tal método abre las puertas para interpretaciones
que se aparten no solo de los valores y principios constitucionales, sino
incluso del propio texto de sus reglas. De allí que la interpretación flexible
de la Constitución para solucionar las lagunas que dejan sus reglas y
principios debe responder a los valores constitucionales. En Argentina, esto ha
llevado a Santiago a concluir que el bien común es el techo moral de la
Constitución[30].
El bien común es un valor constitucional que,
al justificar la existencia del Gobierno, otorga elementos que facilitan la
interpretación constitucional. En tanto valor teleológico, el bien común
permite al intérprete de la Constitución construir una solución que parta de la
centralidad de la dignidad humana, entendida no en el sentido individualista de
la libertad, sino en función al desarrollo de la comunidad a través de la cual
la persona se realiza.
Así, el bien común permite distinguir las
mutaciones constitucionales legítimas de las ilegítimas, en concreto, aquellas
que desnaturalizan a la persona, al desplazar el rol de su dignidad humana.
Esto hace del valor del bien común una herramienta práctica de primer orden
para prevenir lo que se ha llamado el constitucionalismo abusivo, o sea, el uso
de formas constitucionales para fines contrarios a los valores constitucionales
y en concreto, a la dignidad humana[31].
Ahora bien, durante el siglo XX, el Derecho
Constitucional en Hispanoamérica y en Estados Unidos tomó rumbos distintos. En
efecto, en Hispanoamérica, la Constitución fue modificada para dar cabida al
constitucionalismo social y al reconocimiento de mandatos de transformación,
que, con el tiempo, fueron haciéndose cada vez más ambiciosos, en el marco de
la democracia constitucional. Esto reforzó la necesidad de adoptar métodos
flexibles de interpretación para asegurar la apertura de la Constitución. Esta
flexibilidad, sin embargo, debe enmarcarse en el techo ideológico de la
Constitución, en función a sus principios y valores y, entre ellos, el bien
común. La Constitución de Estados Unidos, en contraste, no fue nunca modificada
en este sentido, todo lo cual llevó a centrar la atención en la interpretación
de la Constitución por la Corte Suprema, lo que hasta ahora ha pivotado en
torno a dos métodos en cierto modo antagónicos de interpretación: el originalismo y la interpretación progresista del
constitucionalismo viviente. Ninguno de esos métodos, sin embargo, parte de la
existencia de principios y valores fundamentales.
De esa manera, la Constitución Económica, en
Estados Unidos, fue inicialmente interpretada desde la primacía de los derechos
económicos individuales, en lo que se conoce como la era Lochner.
Esta interpretación cambió cuando la Corte tuvo que enfrentarse a las políticas
de bienestar desplegadas en el marco del New Deal, y que se reflejaron
en Leyes que empoderaban a la Administración de amplios cometidos
socioeconómicos. Finalmente, la Corte toleró esta ampliación, a partir de una
interpretación restrictiva del principio de no delegación, el cual delimita el
ámbito de funciones del Poder Legislativo y Ejecutivo[32].
Esto dio paso a una interpretación progresista
de la Constitución, o constitucionalismo vivo, que derivó en la expansión de
derechos individuales, en muchos casos, basados en una interpretación
sustantiva de la cláusula del debido proceso[33].
Frente a esta interpretación progresiva, se propuso como alternativa el originalismo, que predica que la Constitución debe ser
interpretada de manera textual, y en caso de duda, solo puede tenerse en cuenta
su intención original[34].
Bajo esta interpretación, el moderno Estado Administrativo surgido para cumplir
con mandatos de transformación, difícilmente podría encuadrarse en el sentido
original de la Constitución[35].
Adrian Vermeule ha propuesto una tercera técnica de interpretación
constitucional, llamada constitucionalismo del bien común[36].
Para Vermeule, el Derecho de Estados Unidos está
informado por la tradición legal clásica que define a la Ley en función al bien
común. Por ello, la Constitución debe ser interpretada en función al valor del
bien común, lo que permite su adaptación a circunstancias cambiantes, pero sin
los riesgos derivados del constitucionalismo viviente, y que podría degenerar
en activismo judicial. El constitucionalismo del bien común, bajo esta visión,
daría cabida a los principios de solidaridad y subsidiariedad, que permiten
enmarcar al moderno Estado administrativo en el valor del bien común.
La propuesta del constitucionalismo del bien
común ha generado un debate, en especial, por quienes apoyan la interpretación
originalista de la Constitución[37].
Este debate, todavía en evolución, coloca en evidencia las tensiones
constitucionales que se generan en Estados Unidos, frente a la Constitución
codificada basada en los moldes del Estado Liberal y la realidad del Estado
administrativo basado en políticas de bienestar. De allí que una expresión
concreta de esta interpretación es la propuesta de justificar y limitar al
moderno Estado administrativo, con base en lo que se denominan principios de
moralidad interna, esto es, preceptos generales que justifican la acción
administrativa previniendo su arbitrariedad[38].
Estos principios son, en realidad, principios generales del Derecho
Administrativo, tal y como se les conoce en Hispanoamérica, especialmente
relacionados con los estándares de la buena administración y el bien común,
como veremos de seguidas[39].
El bien común, como valor constitucional, se
proyecta sobre todo el ordenamiento jurídico, incluyendo el Derecho Privado.
Pero en el ámbito del Derecho Administrativo, este valor encuentra su máxima
expresión, en tanto solo a la Administración Pública corresponde la interacción
con las personas para expandir sus capacidades y permitir la plena realización
de su dignidad.
Por lo anterior, una de las principales
implicaciones del valor constitucional del bien común lo encontramos en el
Derecho Administrativo, que es en suma Derecho Constitucional implementado.
Como ha señalado Juan Carlos Cassagne, el fundamento
del Derecho Administrativo es el bien común, todo lo cual coloca en el centro
de la actividad administrativa a la persona[40]. De
allí la creciente importancia que han tenido los principios generales y, más
recientemente, los estándares de la buena administración que, desde el bien
común, realzan la calidad de la Administración Pública[41].
Esto último es especialmente importante si recordamos que la implementación de
los mandatos de transformación derivados de derechos prestacionales pasa,
necesariamente, por la Administración Pública, de lo cual se concluye que la
calidad de ésta incide en la calidad de las políticas orientadas a promover el
desarrollo humano integral. Bajo la interpretación constitucional del bien
común, la Administración cumple con los mandatos de transformación del Estado
social desde la centralidad de la persona[42].
La doctrina en Hispanoamérica ha prestado
atención a la relación entre bien común y Derecho Administrativo. En tal
sentido, para Juan Carlos Cassagne, el bien común, de
acuerdo con su formulación en Aristóteles y Santo Tomás de Aquino, justifica la
existencia del poder administrativo[43]. Pedro
Jorge Coviello ha abordado la relación entre el
Derecho Administrativo y el bien común desde el Derecho natural[44].
Carlos Delpiazzo ha observado que el bien común
realza la centralidad de la dignidad humana frente a la Administración[45].
Asimismo, Augusto Durán Martínez ha señalado que el bien común vincula a la
Administración con la comunidad y por ello, con el principio de subsidiariedad,
lo que realza el rol de la Administración pública de garantizar el acceso a los
bienes y servicios asociados a los DESCA, a través del Estado subsidiario[46].
Esto se opone a una visión estatista –el bien común no es el bien del Estado,
ni menos el de sus funcionarios– y realza la centralidad de la persona humana y
su dignidad, para su plena realización a través de la comunidad[47].
De estas consideraciones emergen algunas
conclusiones sobre el concepto y rol del bien común en el Derecho
Administrativo que conviene resumir.
Así, en primer lugar, el elemento nuclear del
concepto de bien común es el de comunidad política, que surge como resultado
natural de la convivencia social basada en la fraternidad[48]. De
ello se desprende una segunda conclusión, que es el concepto de persona,
distinto como tal al concepto de individuo[49].
Así, lo que caracteriza a la persona es, precisamente, que su plena realización
requiere de relaciones sociales basadas en la fraternidad, lo que expresa los
fundamentos ius naturalistas de la comunidad política.
De esa manera, y, en tercer lugar, la
existencia de comunidad política precisa de una autoridad que atienda a los
costos de coordinación de la acción colectiva. Por ello, y, en cuarto lugar, la
autoridad se justifica para facilitar la eficiencia de la acción colectiva y,
con ello, el bienestar de la comunidad, preservando la naturaleza humana de la
persona, que reside en su dignidad. Con lo cual, y, en quinto lugar, la
autoridad debe estar centrada en la dignidad humana[50].
La sexta conclusión, que resume todas las
conclusiones anteriores, es que la autoridad se justifica en el bienestar de la
comunidad, que es el bien común. Esto es importante pues el concepto de bien
común descansa en un criterio cuantitativo y no cualitativo. El bien común no
es la sumatoria de los intereses individuales –como suele valorarse en el
concepto de interés general– ni tampoco se define en oposición al interés
individual. En realidad, no hay contradicción alguna entre el bien común y la
persona, en tanto el bienestar de la comunidad se logra mediante la plena
realización de la dignidad[51].
La séptima conclusión es que la relación entre
la comunidad y la autoridad se basa en los principios de subsidiariedad y
solidaridad. Por un lado, la autoridad no puede adoptar tareas que la
comunidad, libre y organizada, puede asumir. De otro lado, la actuación de la
comunidad debe orientarse a promover la plena realización de todas las personas
de manera solidaria.
Frente al Derecho Administrativo, estas
conclusiones realzan el concepto vicarial de la Administración, orientada al
servicio efectivo de los ciudadanos mediante los estándares de la buena
administración[52].
Así, lo que define a la Administración no son sus privilegios y prerrogativas,
sino la procura del bien común guiado por la centralidad de la dignidad humana.
Bajo la visión del bien común, la Administración es el instrumento del cual se
vale el Estado para servir a los ciudadanos de manera objetiva[53].
Nótese que, en el Estado, este rol es privativo de la Administración, lo que
permite comprender por qué la promoción del bien común es particularmente
relevante en el Derecho Administrativo[54].
No es inherente al concepto del Derecho
Administrativo del bien común el modelo bajo el cual se organiza ese Derecho. Las
rígidas diferencias entre las familias del civil law
y del common law
aparecen hoy matizadas, de lo cual resulta que la perspectiva del bien común es
aplicable más allá de las diferencias sobre cómo se organiza el Derecho
Administrativo. Ciertamente, los modelos basados en el civil law e inspirados en el régimen francés, son más
propensos a ser estudiados desde la perspectiva del bien común, en tanto esta
perspectiva encuadra con conceptos asociados a los privilegios y prerrogativas
de la Administración. Pero lo cierto es que las exigencias del moderno Estado
Administrativo también facilitan el estudio del Derecho Administrativo en países
del common law
bajo el bien común[55].
Sin embargo, en Estados Unidos, el modelo del common law ha
evolucionado hacia un modelo basado en la centralidad de la Ley, en especial,
respecto de las Leyes que crean a las agencias reguladoras, las cuales
constituyen el centro del modelo. Como resultado de lo anterior, la
Administración, como organización del Poder Ejecutivo, carece de mayor
relevancia para el Derecho Administrativo, que se ha orientado en torno a la
exégesis de las Leyes administrativas. A lo anterior se le agrega que la
Constitución, más allá de reglas de organización muy básicas, no sienta las
bases fundamentales de la Administración[56]. La
interpretación originalista de la Constitución ha reforzado el método
exegético, en la medida en que cuestiona toda interpretación que se aparte de
las exiguas reglas constitucionales que rigen al Poder Ejecutivo. Esto refuerza
el rol de las cortes a cargo del control judicial en la interpretación literal
de las Leyes administrativas, a los fines de determinar su violación, de
acuerdo con los estándares de revisión de la Ley de Procedimiento
Administrativo. De lo anterior deriva un modelo de Derecho Administrativo que
pivota en el legiscentrismo, en el cual no tienen
mayor cabida valores y principios generales.
Los métodos de interpretación no originalistas
no se basan en el reconocimiento de un sistema racional de principios y
valores, sino en la necesidad democrática de postular la interpretación
progresista que expanda los ámbitos de la libertad individual, en especial, en
relaciones sociales y económicas[57].
Estos métodos favorecen la ampliación del Estado administrativo, pero no
permiten hilvanar un método que limite la interpretación judicial,
restringiendo la posibilidad de introducir mutaciones constitucionales
ilegítimas.
En ninguno de los métodos de interpretación
constitucional y, en concreto, en el método originalista que, al menos en lo
formal, parece ser defendido por la mayoría de los magistrados de la actual
Corte Suprema, el bien común cumple ningún rol, pues no se reconoce la
existencia de principios y valores que fundamentan al ordenamiento jurídico.
Esto explica, como veremos en la siguiente sección, las recientes
interpretaciones de la Corte Suprema orientadas a restringir el ámbito de
actuación de las agencias, pues ese ámbito difícilmente puede sostenerse en la
interpretación literal de la Constitución de acuerdo con su sentido original.
La propuesta de Adrian
Vermeule, como hemos explicado, se orienta al
reconocimiento del bien común como valor constitucional, lo que supone superar
el método exegético y, más importante, abandonar la centralidad de la
interpretación literal[58]. En
realidad, el principal aporte de esta propuesta no es el bien común, sino la
superación de la exegética, o lo que es igual, la evolución del lex al ius.
Esto quiere decir que la interpretación constitucional debe evolucionar del
método literal de interpretación de las reglas, a la interpretación concordada
de todo el ordenamiento jurídico, con principios y valores, incluyendo el bien
común, el cual serviría de techo ideológico. Este valor no justifica la
ampliación del control político del Estado sobre las personas ni, mucho menos
desviaciones autoritarias. Por el contrario, como Vermeule
aclara, este valor impone el principio de subsidiariedad, que precisamente,
protege a la dignidad humana frente a desviaciones autoritarias.
Frente al Derecho Administrativo, el
constitucionalismo del bien común amplía sus bases constitucionales, en tanto
las agencias no son concebidas como organizaciones dependientes de la
delegación de funciones por el Congreso, sino como organizaciones que cumplen
mandatos constitucionales para el servicio de las personas. Por lo tanto,
frente al Derecho Administrativo, esta propuesta también contribuye al abandono
del método exegético y al reconocimiento de principios generales, como veremos
de inmediato.
La Declaración recoge la tradición del Derecho
natural en América, a través de la concepción de derechos inherentes a la
persona humana[59]. En
todo caso, como se resalta en su considerando, estos derechos inherentes a la
persona humana no se asumen desde una posición individualista[60]:
Que los pueblos
americanos han dignificado la persona humana y que sus constituciones
nacionales reconocen que las instituciones jurídicas y políticas, rectoras de
la vida en sociedad, tienen como fin principal la protección de los derechos
esenciales del hombre y la creación de circunstancias que le permitan progresar
espiritual y materialmente y alcanzar la felicidad.
Como se observa, la dignidad humana no se
define desde la libertad absoluta individual, sino desde el progreso espiritual
y material, lo que entronca con el concepto del bien común, y más en concreto,
con la idea de la búsqueda de la felicidad de Locke, reflejada entre otros
instrumentos en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de
América de 1775. Con estas bases, la Declaración reconoce que el fundamento de
los Derechos Humanos es el Derecho natural: “Que, en repetidas ocasiones, los
Estados americanos han reconocido que los derechos esenciales del hombre no
nacen del hecho de ser nacional de determinado Estado, sino que tienen como
fundamento los atributos de la persona humana”[61].
Por ello, en el preámbulo de la Declaración se
reconoce que “todos los hombres nacen libres e iguales en dignidad y derechos
y, dotados como están por naturaleza de razón y conciencia, deben conducirse
fraternalmente los unos con los otros”. Aquí se realza, de nuevo, el concepto
de bien común a través del concepto de fraternidad que entronca con el
pensamiento aristoteliano, y que realza que la
dignidad humana se alcanza en una comunidad fraterna. Por ello –continúa el
preámbulo– los “derechos y deberes se integran correlativamente en toda
actividad social y política del hombre. Si los derechos exaltan la libertad
individual, los deberes expresan la dignidad de esa libertad”.
La Declaración, como hemos explicado, ha sido
ratificada por los países hispanoamericanos y por Estados Unidos, aun cuando
solo los primeros reconocen su carácter vinculante. Pero incluso asumiendo su
rol como guía interpretativa en el Derecho Constitucional de Estados Unidos, la
Declaración debería llevar a justificar al ordenamiento jurídico, no en la Ley
como acto formal del Congreso, sino en los principios y valores arraigados en
la dignidad humana. Precisamente, el constitucionalismo del bien común, según
la propuesta de Vermeule[62], tal
y como explicamos en la primera parte, considera que la interpretación
constitucional debe considerar, además del texto constitucional, a los valores
y principios que derivan del bloque constitucional, y que incluso pueden estar
reconocidos implícitamente. Esta propuesta, en Hispanoamérica, ha llevado a
considerar al bien común como el techo ideológico de la Constitución, como ya
vimos. Esto quiere decir que la interpretación constitucional debe orientarse
hacia la promoción del bien común, promoviendo el florecimiento de la comunidad
política desde la centralidad de la dignidad humana. Esta es, precisamente, la
interpretación constitucional que se desprende de la Declaración.
La constitucionalización del Derecho
Administrativo, o lo que es igual, la concepción del Derecho Administrativo
como el Derecho Constitucional implementado[63],
coloca al bien común en el centro. De lo anterior resulta un Derecho
Administrativo que no está centrado en el poder sino en el servicio a las
personas, y de nuevo, en su dignidad[64]. Es
la persona, como ser racional e integrado a la comunidad, quien debe tener
capacidad efectiva para definir su plan de vida, orientado a su plena
realización. Ello no significa que la acción humana individual sea ilimitada,
pues como recuerda el citado artículo 32 de la Convención, esa acción es
legítima en tanto se oriente al bien común. De otro lado, tampoco esa acción
puede justificarse para atentar contra la dignidad, debiendo recordar que la
persona es un fin en sí mismo. Asimismo, y ante las condiciones de desigualdad
imperantes –que son crónicas en Hispanoamérica y el Caribe– corresponde a las
Administraciones remover los obstáculos que impiden el acceso equitativo a
bienes y servicios esenciales, a través de la actividad administrativa llamada
a transformar las condiciones socioeconómicas de desigualdad, pero siempre con
el propósito último de expandir las capacidades de la persona para que, con sus
propios medios, y de acuerdo con el principio de subsidiariedad, pueda
orientarse a promover su plena realización. La centralidad de la persona, bajo
estos postulados del ordenamiento jurídico interamericano, permite entonces
hablar de “personalismo solidario”[65].
Los estándares de la buena administración
descansan en principios generales del Derecho Administrativo conocidos, como la
proporcionalidad, la eficiencia, la eficacia, la participación ciudadana y la
motivación. Lo novedoso no son tales principios, sino su incardinación en un
sistema racional de reglas, principios y valores orientados a la promoción de
la dignidad humana[66]. Los
principios generales de la buena administración realzan el rol fiduciario de la
Administración como organización al servicio de las personas. La actividad
administrativa se justifica, bajo esta visión, en la expansión de las
capacidades de la persona para la plena realización de su dignidad, a través de
instituciones políticas incardinadas al bien común[67].
Esta perspectiva realza el rol de los principios generales del Derecho
Administrativo, que han sido sistematizados en las Leyes de procedimiento, tal
y como ha estudiado Allan R. Brewer-Carías[68]. Por
ello, como recientemente ha observado Juan Carlos Cassagne,
la dogmática constitucional y administrativa es principialista,
esto es, descansa en los principios generales como fuente de legitimación y
cohesión del ordenamiento jurídico[69].
El Derecho Administrativo del bien común es,
entonces, un Derecho principialista, en el cual los
principios generales cumplen un doble rol: prevenir la arbitrariedad de la
Administración y emplazar a la Administración a actuar para garantizar la plena
realización de la dignidad humana. Estos principios han sido incluso
justificados en el Derecho natural[70], lo
que implica que ellos pueden ser determinados (determinatio)
en la interpretación holística del ordenamiento jurídico, en especial, por el
juez contencioso administrativo, como por lo demás sucedió en Francia con la
labor creadora del Consejo de Estado[71].
En Estados Unidos, esta visión contrasta con
el método exegético y la centralidad de la Ley, incluyendo la Ley de
Procedimiento Administrativo. Para superar este método, Vermeule
y Sunstein han propuesto sistematizar principios generales orientados a brindar
coherencia al ordenamiento jurídico administrativo, de acuerdo con su
interpretación por la jurisprudencia. Esta propuesta se presenta como una
alternativa a las dos visiones en torno al moderno Estado administrativo, a
saber, la interpretación originalista que cuestiona las bases de ese Estado, y
el constitucionalismo viviente, que expande al Estado administrativo al margen
de un orden racional[72].
Recientemente, las críticas hacia la expansión del Estado administrativo han
aumentado, en especial, ante la proliferación de Leyes que atribuyen potestades
a las agencias con base en normas indeterminadas, todo lo cual ha implicado
reducir la densidad normativa de la Ley. En el centro de este debate estaba la
llamada doctrina Chevron, de acuerdo
con la cual las cortes deben considerar válida la interpretación de conceptos
jurídicos indeterminados, en la medida en que esa interpretación sea racional[73].
Este margen de deferencia es, en realidad, una consecuencia del positivismo
jurídico: si el centro de la interpretación es la Ley, entonces, el juez no
puede ejercer un control pleno respecto de conceptos jurídicos indeterminados.
Los principios de la moralidad interna se
orientan, precisamente, a suplir las lagunas derivadas de esta indeterminación,
mediante la sistematización de principios generales que realzan la calidad del
control judicial y, al mismo tiempo, preservan la discrecionalidad que la
Administración requiere para servir a las personas. Es por lo anterior que
hemos observado que los principios de la moralidad interna cumplen el mismo rol
de los principios generales del Derecho Administrativo[74]. De
hecho, como Jerry Mashaw ha observado, los estándares
de la buena administración no son ajenos a los principios recogidos en la Ley
de Procedimiento Administrativo, como es el caso del principio de motivación[75].
El constitucionalismo del bien común propuesto
por Vermeule entronca, entonces, con el principialismo del Derecho Administrativo y el rol central
de los principios generales del Derecho Administrativo en el control judicial
de la discrecionalidad. Este último aspecto fue tangencialmente tratado por la
Corte Suprema en el caso Loper Bright,
decidido en 2024, y que revocó el precedente Chevron[76]. En
ese caso, la Corte Suprema negó el margen de deferencia judicial en la
interpretación de conceptos jurídicos indeterminados, pero sí avaló tal margen
en el control judicial de la discrecionalidad de acuerdo con los estándares de
revisión recogidos en la Ley de Procedimiento Administrativo y, entre ellos, la
interdicción de la arbitrariedad. Esta interpretación podría dar paso al
reconocimiento de principios generales que, orientados al valor del bien común,
justifiquen la necesaria flexibilidad que la Administración requiere para el
cumplimiento de sus tareas, pero siempre actuando con sometimiento pleno a todo
el ordenamiento jurídico, y no solo a la Ley.
En resumen, el constitucionalismo del bien
común podría permitir la evolución del Derecho Administrativo de Estados Unidos
en un sentido similar al diseño hispanoamericano, en el cual la Administración
no solo actúa con sometimiento pleno a la Ley sino a todo el ordenamiento
jurídico, esto es, la evolución del lex al ius. Este cambio
permitirá resolver el problema que, hasta ahora, la exegética legal no ha
resuelto, cual es asegurar el control judicial de las agencias cuando su
actividad no está exhaustivamente reglada en la Ley.
El constitucionalismo de Estados Unidos
influenció a la revolución de independencia en Hispanoamérica, y a los primeros
textos constitucionales. Esta influencia está presente en el precepto según el
cual el Gobierno se constituye para el bien común, tomado de la Constitución de
Massachussets de 1780. Entre fines del siglo XVIII e inicios del siglo XIX,
podían identificarse raíces jurídicas compartidas entre Estados Unidos e
Hispanoamérica que pivotaban en torno al bien común. Estas raíces se
fortalecieron por la convergencia procurada en el Derecho Administrativo
interamericano y, en concreto, en la Declaración.
Pero lo cierto es que, en su desarrollo
ulterior, ambos modelos tomaron rumbos distintos. Estados Unidos evolucionó
hacia el positivismo jurídico, reforzado por la interpretación originalista de
la Constitución. Como resultado de lo anterior, las bases constitucionales del
Derecho Administrativo son muy precarias, lo que ha facilitado las críticas
hacia la expansión del moderno Estado administrativo y el margen de deferencia
reconocido por la Corte Suprema en el control judicial de conceptos jurídicos indeterminados,
en la conocida doctrina Chevron. La
revocatoria de este precedente, en el caso Loper
Bright decidido en 2024, coloca al Derecho Administrativo de Estados Unidos
en una encrucijada. Adrian Vermeule ha propuesto rescatar la tradición legal
clásica del constitucionalismo de Estados Unidos, centrando la interpretación
constitucional en el valor del bien común. Frente al Derecho Administrativo,
ello se traduce en el reconocimiento de principios generales que atemperan el
rigor del positivismo jurídico, reconociendo el margen de deferencia, como por
lo demás se admitió en el caso Loper Bright.
Frente a la exegética del Derecho
Administrativo de Estados Unidos, en Hispanoamérica ha predominado el método
dogmático, mediante la construcción de un sistema racional de valores,
principios y reglas que pivotan en torno al bien común y la centralidad de la
dignidad humana. La constitucionalización del Derecho Administrativo ha llevado
a realzar el rol de los principios generales, determinados por la
jurisprudencia a través de la interpretación holística de todo el ordenamiento.
El Derecho Administrativo es, como resultado, principialista,
lo que atempera el rigor del positivismo, otorgando la flexibilidad que la
Administración requiere para el servicio objetivo a las personas. En todo caso,
la actividad administrativa queda sometida plenamente a todo el ordenamiento
jurídico, y no solo a la Ley. Esto realza la importancia de los principios
generales en el control judicial de la discrecionalidad.
Como se observa, la dogmática del Derecho
Administrativo en Hispanoamérica guarda similitudes con la propuesta del
constitucionalismo del bien común y su concreción en principios generales. Sin
embargo, en Estados Unidos, esta es todavía una propuesta incipiente, que no ha
logrado vencer las resistencias de las interpretaciones originalistas y
progresistas. La actual coyuntura del Derecho Administrativo en Estados Unidos,
frente a las interpretaciones procurados por la Corte Suprema, pudiera llevar a
la superación gradual del positivismo exegético, hacia el Derecho
Administrativo centrado en el valor constitucional del bien común. ■
* Profesor de Derecho
Administrativo y Constitucional en la Universidad Católica Andrés Bello.
Profesor invitado, Universidad Castilla-La Mancha. Investigador visitante,
Boston College.
[1] Adrian Vermeule, Common good
constitutionalism (Medford: Polity, 2022), 52 y ss.
[2] Cass Sunstein y Adrian Vermeule, Law
& Leviathan. Redeeming the administrative state (Cambridge: The Belknap
Press of Harvard University Press, 2020), 144 y ss. Los principios generales
son analizados desde la teoría de la moralidad interna del Derecho, esto es,
los principios llamados a asegurar la coherencia interna del ordenamiento jurídico.
[3] Seguimos lo que exponemos en José Ignacio
Hernández G., “El Derecho Administrativo Interamericano, la dignidad humana y
el bien común”, en Estudios jurídicos en Homenaje al profesor Dr. Augusto
Durán Martínez (Montevideo: Fundación de Cultura Universitaria, 2023), 165
y ss.
[4] Véanse nuestros comentarios en José Ignacio
Hernández G., “El bien común y el Estado social en el nuevo proceso
constituyente en Chile”, Estudios Constitucionales número especial sobre
el proceso constituyente (2023): 2 y ss.
[5] Allan Brewer-Carías, El
constitucionalismo hispanoamericano pre-gaditano 1811-1812 (Caracas:
Editorial Jurídica Venezolana, 2013), 83 y ss.
[6] La Declaración de derechos del pueblo,
aprobada por el Congreso venezolano en 1811, reflejó esos principios, al
afirmar que el fin de la sociedad es la felicidad común (artículo 1). Vid.:
Irene Loreto, Algunos aspectos de la historia constitucional venezolana
(Caracas: Academia de Ciencias Políticas y Sociales, 2010), 151 y ss.
[7] Roscio fue un jurista venezolano y actor
clave del proceso de independencia entre 1811 y 1821. Luego de la caída de la
Primera República de 1811, Roscio es hecho prisionero y, durante su cautiverio,
escribió su libro, publicado en Filadelfia en 1817. Aun cuando el principal
objetivo del libro era demostrar la compatibilidad entre el pensamiento
político de la independencia y la religión católica, el libro contiene una de
las primeras interpretaciones doctrinales del constitucionalismo que comenzó a
generarse a inicios del siglo XIX. Cfr.: Luis Ugalde, El pensamiento
teológico-político de Juan Germán Roscio (Caracas: Universidad Católica
Andrés Bello, 2007), 37 y ss.
[8] José Ignacio Hernández G., “El pensamiento
constitucional de Juan Germán Roscio y Francisco Javier Yanes”, en Documentos
constitucionales de la Independencia (Caracas: Editorial Jurídica
Venezolana, 2012), 1 y ss.
[9] Colombia,
Constitución de la República de Tunja, 1811 (Alicante: Biblioteca Virtual
Miguel de Cervantes, 2015),
https://www.cervantesvirtual.com/nd/ark:/59851/bmctt6n1.
[10] Congreso
Constituyente de Quito, Constitución
Quiteña de 1812 (Quito, 1812),
https://constitutionnet.org/sites/default/files/1812-quitena.pdf.
[11] Colombia,
Constitución política del Estado de
Cartagena de Indias, 14 de junio de 1812 (Alicante: Biblioteca Virtual
Miguel de Cervantes, 2015),
https://www.cervantesvirtual.com/nd/ark:/59851/bmczk7c2.
[12] Biblioteca
del Congreso Nacional de Chile, Constitución
Política del Estado de Chile (1822) (1822),
https://www.bcn.cl/Books/Constitucion_Politica_del_Estado_de_Chile_1822/index.html.
[13] El ius commune es una construcción
medioeval (siglos XII y XV), basada en la relación entre el Derecho positivo –ius
civile– el Derecho Natural y el Derecho Canónico, que especialmente se
extendió en Europa no solo como resultado de la expansión del Derecho Romano,
sino también, del Derecho eclesiástico. Por todos, vid. Armando Torrent, Fundamentos
del Derecho Europeo. Ciencia del Derecho: Derecho Romano-Ius Commune-Derecho
Europeo (Madrid: Edisofer, 2017), 40-245.
[14] Alfonso García-Gallo, “La ciencia jurídica en
la formación del Derecho hispanoamericano en los siglos XVI al XVIII”, Anuario
de historia del derecho español, N° 44 (1974): 157; Luigi Labruna, “Tra
Europa e America Latina; principio giuridici, tradizione romanística e ‘humanitas’
del Diritto”, Revista Da Faculdade De Direito, N° 99 (2004): 61.
[15] Fernando Murillo Rubiera, América y la
dignidad del hombre (Madrid: Colección MAPFRE, 1992), 269 y ss.
[16] Alberto Filippi, “Introducción histórica”, en
Principios generales del Derecho Latinoamericano (Buenos Aires:
Editorial Universitaria de Buenos Aires, 2009), 17.
[17] Hernández G., “El pensamiento constitucional
de Juan Germán Roscio”, ob. cit.
[18] En su esencia, y conforme a los
planteamientos de Aristóteles y Santo Tomás, el bien común considera que la
dignidad, inherente a la persona, se alcanza a través de la comunidad política
organizada para promover su florecimiento y bienestar. Por ello, la
justificación y límite del Gobierno, es el bien común. El ius comune
tomó estos planteamientos, para resaltar el rol del Derecho desde la dignidad
humana y el florecimiento de la comunidad. Entre muchos otros, vid. Charles De Koninck, “On the
primacy of the common good against the personalists and the principle of the
new order”, The Aquinas Review Volume IV (1997): 64 y ss.
[19] Allan Brewer-Carías, “On the meaning and
importance of the book: Interesting official documents relating to the United
Provinces of Venezuela, published in London in 1812”, en Documentos Constitucionales
de la Independencia de Venezuela 1811. Constitutional documents of the
Independence of Venezuela 1811 (Caracas: Editorial Jurídica Venezolana,
2012), 59.
[20] Álvaro Paúl Díaz, “La génesis de la
Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre y la Relevancia
Actual de sus Trabajos Preparatorios”, Revista de Derecho (Valparaíso),
N° XLVII (2016): 361 y ss.
[21] Héctor Gross Espiell, “La Declaración
Americana: raíces conceptuales y políticas en la historia, la filosofía y el
derecho americano”, en Derechos humanos y vida internacional (México
D.F.: Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, 1995), 13 y ss.
[22] Dispone el preámbulo que los “pueblos
americanos han dignificado la persona humana y que sus constituciones
nacionales reconocen que las instituciones jurídicas y políticas, rectoras de
la vida en sociedad, tienen como fin principal la protección de los derechos
esenciales del hombre y la creación de circunstancias que le permitan progresar
espiritual y materialmente y alcanzar la felicidad”.
[23] Por ello, en el preámbulo de la Declaración
se reconoce que “todos los hombres nacen libres e iguales en dignidad y
derechos y, dotados como están por naturaleza de razón y conciencia, deben
conducirse fraternalmente los unos con los otros”. Aquí se realza, de nuevo, el
concepto de bien común a través del concepto de fraternidad que entronca con el
pensamiento aristoteliano, y que realza que la dignidad humana se alcanza en
una comunidad fraterna. Por ello –continúa el preámbulo– los “derechos y
deberes se integran correlativamente en toda actividad social y política del
hombre. Si los derechos exaltan la libertad individual, los deberes expresan la
dignidad de esa libertad”. Véase lo que explicamos en José Ignacio Hernández
G., “El Derecho Administrativo Interamericano, la dignidad humana y el bien
común”, ob. cit., 165 y ss.
[24] Organización
de los Estados Americanos, Declaración
Americana de los Derechos y Deberes del Hombre (1948),
https://www.oas.org/es/cidh/mandato/basicos/declaracion.asp.
[25] En la cual se afirma que “puede considerarse
entonces que, a manera de interpretación autorizada, los Estados Miembros han
entendido que la Declaración contiene y define aquellos derechos humanos
esenciales a los que la Carta se refiere, de manera que no se puede interpretar
y aplicar la Carta de la Organización en materia de derechos humanos, sin
integrar las normas pertinentes de ella con las correspondientes disposiciones
de la Declaración, como resulta de la práctica seguida por los órganos de la OEA”.
Vid.: Buergenthal, Thomas, et al., La Protección de los derechos humanos en
las Américas (Madrid: Editorial Civitas, 1990), 60 y ss.
[26] Corte Interamericana de Derechos Humanos,
Opinión Consultiva OC-5/85, 13 de noviembre de 1985, Serie A N° 5, párr.
66; véase igualmente la Opinión Consultiva OC-28/21 (sobre la figura de la
reelección presidencial), 7 de junio, párr. 125.
[27] Miguel Carbonell y Eduardo Mac-Gregor, Los
derechos sociales y su justiciabilidad directa (México D.F.: Instituto de
Investigaciones Jurídica de la UNAM, 2014), 55 y ss.
[28] Asamblea
Legislativa de El Salvador, Constitución
de la República de El Salvador (1983),
https://www.asamblea.gob.sv/sites/default/files/202508/19830038%20CONSTITUCION%20DE%20LA%20REPUBLICA.pdf.
[29] Néstor Sagüés, La interpretación judicial
en la Constitución (Buenos Aires: DePalma, 1998), 129 y ss.; véase también
Néstor Sagüés, La Constitución bajo tensión (Querétaro: Instituto de
Estudios Constitucionales del Estado de Querétaro, 2016), 343-350.
[30] Alfonso Santiago, Bien común y derecho
constitucional (Buenos Aires: Editorial Ábalo de Rodolfo Depalma, 2002),
125-150.
[31] David Landau, “Abusive Constitutionalism”, U.C.
Davis Law Review, N° 47 (1) (2013): 189 y ss.; recientemente, puede verse a
Pierre-Alain Collot, “Propos introductifs. Constitutionnalisme abusif et
régimes hybrides”, en Le constitutionnalisme abusive en Europe, editado
por Pierre-Alain Collot (Paris: Mare & Martin, 2022), 23 y ss.
[32] Howard Gillman, The Constitution Besieged.
The rise and Demise of Lochner Era. Police Powers Jurisprudence (Durham:
Duke University Press, 1993), 45 y ss.
[33] Entre otros, vid. David Strauss, The
living constitution (Oxford: Oxford University Press, 2010), 33 y ss.;
David A. Strauss, “Common Law Constitutional Interpretation”, University of
Chicago Law Review, N° 63 (1997): 877 y ss.
[34] Por todos, vid. Antonin Scalia, “Common-Law
Courts in a Civil-Law System: The role of the United States Federal Courts in
Interpreting the Constitution and Laws”, en A matter of interpretation
(New Jersey: Princeton University Press, 1997), 3 y ss.
[35] Gary S. Lawson, “The Rise and Rise of the
Administrative State”, Harvard Law Review, N° 107 (1994): 1231 y ss.; y
Philip Hamburger, Is Administrative Law Unlawful? (Chicago: University
of Chicago Press, 2014), 377 y ss.
[36] Adrian Vermeule, Common good
constitutionalism (Medford: Polity, 2022), 1-25.
[37] William Baude y Stephen Sachs, “The
Common-Good Manifesto”, Harvard Law Review, Vol. CXXXVI (2023): 32.
[38] Cass Sunstein y Adrian Vermeule, Law &
Leviathan. Redeeming the administrative state (Cambridge: The Belknap Press
of Harvard University Press, 2022), 144.
[39] José Ignacio Hernández G., “La moralidad del
derecho administrativo en Estados Unidos: una visión comparada desde los
principios generales del derecho administrativo en América Latina”, Revista
de Administración Pública, N° 215 (2021): 289.
[40] Juan Carlos Cassagne, “Reflexiones sobre el
bien común y el interés público como fines y principios de la actividad estatal”,
El Derecho, N° 15191 (2021): 1.
[41] Martín Galli Basualdo, “A propósito de la
buena administración y el objetivo global del desarrollo sostenible”, Dignitas.
Derecho humano a la buena administración pública, N° 41 (2021): 47 y ss.
[42] Alfonso Santiago, “El concepto del bien común
en el sistema constitucional argentino. El personalismo solidario como techo
ideológico de nuestra Constitución”, Colección, N° 7 (12) (2001): 239 y
ss. quien señala que “la persona es inseparable de la sociedad humana en la que
vive y se desarrolla” (261), de lo cual resulta que la persona se realiza en la
comunidad por medio del principio de solidaridad. Es por ello que el bien común
se opone a dos extremos: el individualismo y el totalitarismo.
[43] Cassagne, “Reflexiones sobre el bien común”, ob.
cit.
[44] Pedro J. J. Coviello, “Una introducción
iusnaturalista al Derecho Administrativo”, en Estudios de Derecho
Administrativo en homenaje al Profesor Julio Rodolfo Comadira (Buenos
Aires: Biblioteca de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de
Buenos Aires, 2009), 22 y ss.
[45] Carlos Delpiazzo, “Bien común, sociedad y
Estado”, Revista de Derecho de la Universidad de Montevideo, N° 11
(2012): 83 y ss.
[46] Augusto Durán Martínez, “El Derecho
Administrativo al servicio de la casa común”, en El Derecho Administrativo
al servicio de la casa común (Montevideo: Ediciones Información Jurídica,
2017), 42 y ss.
[47] Augusto Durán Martínez, Estudios de Derecho
Público, vol. III (Montevideo, 2008), 266 y ss., de acuerdo con lo señalado
por Carlos Delpiazzo, “Estado de Derecho y bien común”, en El Derecho
Administrativo al servicio de la casa común (Montevideo: Ediciones
Información Jurídica, 2017), 340 y ss. Véase también, de Augusto Durán
Martínez, “El derecho administrativo entre legalidad y derechos fundamentales”,
Revista de Derecho de la Universidad de Montevideo, N° 12, Vol. 6
(2007): 134 y ss.
[48] John Finnis, Natural Law & Natural
Rights (Oxford: Oxford University Press, 2011), 134 y ss.
[49] Jacques Maritain, The person and the common
good (Indiana: University of Notre Dame Press, 2012), 47 y ss., así como Christianity
and Democracy-The rights of man and the natural law (San Francisco:
Ignatius Press, 2011), 100 y ss.
[50] La dignidad humana es fundamento de los
derechos humanos, y es también un derecho humano en sí. Desde una perspectiva
ontológica, la dignidad humana puede ser definida como la capacidad del ser
humano a alcanzar su plena realización, material y espiritual, entendiendo que
la persona es un fin en sí mismo, y no solo un medio. Vid. Héctor Gross
Espiell, “La dignidad humana en los instrumentos internacionales sobre derechos
humanos”, Anuario de Derechos Humanos, Vol. 4 (2003): 193 y ss.
[51] Sobre este aspecto, son de utilidad las
reflexiones recientes de Vermeule, Common good constitutionalism, ob.
cit. Véase también, de Conor Casey y Adrian Vermeule, “Myths of common good
constitutionalism”, Harvard Journal of Law & Public Policy, Vol. 45
(2022): 104 y ss. Cómo explicamos, la introducción del concepto de bien común
en el Derecho Constitucional de Estados Unidos ha ocasionado cierta polémica,
por la poca tradición ius naturalista del Derecho Público en ese país,
en especial, en el último medio siglo.
[52] Augusto Durán Martínez, “La buena
administración”, Estudios de Derecho Administrativo, N° 1 (2010): 109 y
ss., Véase igualmente, en relación con los estándares de la buena
administración y el bien común, a Jaime Rodríguez-Arana Muñoz, “El derecho
fundamental al buen gobierno y a la buena administración de instituciones
públicas”, Revista de Derecho Público, N° 113 (2008): 31 y ss.
[53] Durán Martínez, “El derecho administrativo
entre legalidad y derechos fundamentales”, ob. cit.
[54] Sobre el concepto vicarial de Administración,
véase lo expuesto en nuestro libro José Ignacio Hernández G., Introducción
al concepto constitucional de Administración Pública en Venezuela (Caracas:
Editorial Jurídica Venezolana, 2011), 45 y ss.
[55] Desde Estados Unidos, vid. Vermeule, Common
good constitutionalism, ob. cit.
[56] Bernard Schwartz, Administrative Law
(Boston: Little, Brown and Company, 1984), 2-3.
[57] Stephen Breyer, Reading the Constitution.
Why I chose pragmatism, not textualism (Nueva York: Simon & Schuster,
2024), 161-165.
[58] Vermeule, Common good constitutionalism,
ob. cit., pp. 134 y ss.
[59] Murillo Rubiera, América…, ob. cit.
[60] Héctor Gross Espiell, “La Declaración
Americana: raíces conceptuales y políticas en la historia, la filosofía y el
derecho americano”, en Derechos humanos y vida internacional (México
D.F.: Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, 1995), 13 y ss. Tal y
como afirma, comentando la Declaración, “la justificación del Estado resulta de
su aptitud para defender y proteger los derechos humanos mediante el
establecimiento de un orden público fundado en el bien común”.
[61] Entre otros, vid, Díaz, “La génesis de la
Declaración americana…”, ob. cit., 361 y ss.
[62] Vermeule, “Enriching Legal Theory”, Harvard
Journal of Law and Public Policy 46, N° 3 (2023): 1307 y ss.
[63] En general, vid. Alberto Montaña Plata, “El
Estado de Derecho y la idea constitucional de un Derecho administrativo”, en La
constitucionalización del Derecho administrativo (Bogotá: Universidad
Externado de Colombia), 63 y ss.
[64] Jaime Rodríguez-Arana, El ciudadano y el
poder público. El principio y el derecho al buen gobierno y a la buena
administración (Madrid: Reus, 2012).
[65] Alfonso Santiago, “El concepto del bien común
en el sistema constitucional argentino. El personalismo solidario como techo
ideológico de nuestra Constitución”, Colección 7, N° 12 (2001): 239 y
ss. quien señala que “la persona es inseparable de la sociedad humana en la que
vive y se desarrolla” (261), de lo cual resulta que la persona se realiza en la
comunidad por medio del principio de solidaridad. Es por ello que el bien común
se opone a dos extremos: el individualismo y el totalitarismo (Charles De
Koninck, “On the primacy of the common good against the personalists and the
principle of the new order”, The Aquinas Review IV (1997): 64 y ss.).
[66] José Luis Meilán Gil, “El paradigma de la
buena administración”, Anuario da Facultade de Dereito da Universidade da
Coruña, N° 17 (2013): 233 y ss.
[67] En general, vid. Jaime Rodríguez-Arana Muñoz
y José Ignacio Hernández G., Estudios sobre la buena administración en
Iberoamérica (Caracas: Editorial Jurídica Venezolana, 2017).
[68] Allan Brewer-Carías, Principios del
procedimiento administrativo en América Latina (Santiago de Chile:
Ediciones Olejnik, 2020), 35 y ss.
[69] Juan Carlos Cassagne, Una visión
principialista sobre la dogmática constitucional y administrativa (Sevilla:
Global Law Press, 2024), 14 y ss.
[70] Jorge Coviello, “Los principios generales del
Derecho en el Derecho Administrativo argentino”, Documentación
Administrativa, N° 267-268 (2004): 93 y ss.
[71] Jean Rivero, “Los principios generales del
Derecho en el Derecho Administrativo contemporáneo francés”, Revista de
Administración Pública, N° 6 (1951): 289 y ss. Como afirma Rivero, “pocas
construcciones jurídicas en el Derecho positivo contemporáneo presentan
afinidad tan clara con la concepción clásica del occidente cristiano, como la
teoría de los principios generales del Derecho en la jurisprudencia del Consejo
del Estado” (300).
[72] Sunstein y Vermeule, Law & Leviathan, ob.
cit.
[73] Thomas Merrill, The Chevron doctrine. Its
rise and fall, and the future of administrative law (Cambridge: Harvard
University Press, 2022), 55 y ss.
[74] José Ignacio Hernández G., “La moralidad del
derecho administrativo en Estados Unidos: una visión comparada desde los
principios generales del derecho administrativo en América Latina”, Revista
de Administración Pública, N° 215 (2021): 289 y ss.
[75] Jerry Mashaw, “La Administración motivada: la
Unión Europea, los Estados Unidos y el proyecto de Gobernanza democrática”, en Estudios
sobre la Buena Administración en Iberoamérica (Caracas: Editorial Jurídica
Venezolana, 2017), 48 y ss.
[76] José Ignacio Hernández G., “El caso Loper
Bright y el problema de interpretación constitucional del moderno estado
administrativo en los Estados Unidos de América”, Revista General de Derecho
Constitucional, N° 42 (2025): 244 y ss.