José
Ignacio Hernández G*
REDAV, N° 21, 2020, pp. 9-28
Resumen:
La creación del Banco Central de Venezuela en 1939 creó un nuevo problema en el
Derecho venezolano: el surgimiento de la intervención administrativa económica
sin Derecho Administrativo, es decir, sin reglas especiales para regular la
novedosa intervención administrativa en las políticas monetarias. La Corte
Federal y de Casación, en sentencia de 20-12-1940, resolvió ese problema con
una interpretación progresiva de la Constitución económica de 1936 pero en el
marco del Derecho Civil. En ese momento, el Derecho Administrativo no era más
que un conjunto de leyes especiales, pero no un conjunto de reglas exorbitantes
aplicables a la Administración Pública. La Corte solo estableció esas reglas en
1944. Por lo tanto, la creación del Banco Central es un caso notable de Derecho
Administrativo antes del Derecho Administrativo.
Palabras clave: Banco Central de Venezuela – Constitución Económica –Derecho Administrativo
Económico.
Abstract: The creation of the Venezuelan Central Bank in 1939 resulted in a new
problem in the Venezuelan Law: the emergence of the economic administrative
intervention without Administrative Law, that is, without special rules to
regulate the novel administrative intervention in monetary policies. The
Federal and Cassation Court, in the ruling dated 12-20-1940, solved that problem
with a progressive interpretation of the economic Constitution of 1936 but
within the Civil Law framework. At that time, the Administrative Law was
nothing more than a set of special laws, but not a set of exorbitant rules
applicable to the Public Administration. The Court only developed those rules
in 1944. Therefore, the creation of the Central Bank is a remarkable
Administrative Law case before the Administrative Law.
Keywords: Venezuelan Central Bank – Economic Constitution – Economic
Administrative Law.
Recibido |
02-11-2021 |
Aceptado |
09-12-2021 |
El 08-09-1939 el
entonces Congreso de los Estados Unidos de Venezuela promulgó la Ley del Banco
de Venezuela. Entre otras innovaciones, la Ley estableció la competencia
exclusiva y excluyente del Banco de Central de Venezuela (BCV) de emitir
moneda, una actividad que hasta entonces era atendida por la libre iniciativa
privada[1]. La Ley fue cuestionada ante
la Corte Federal y de Casación, la cual desestimó la demanda en sentencia de 20-12-1940[2].
Ochenta años después
de esa sentencia interesa analizar este caso judicial desde un prisma
particular: un caso de Derecho Administrativo antes del surgimiento del
Derecho Administrativo como sistema. En efecto, el motivo de fondo de la
impugnación en contra de la Ley de 1939 fue el despliegue de la intervención administrativa
en la economía orientada a nacionalizar la emisión de moneda, actividad
que hasta entonces era atendida por el ámbito privado. Bajo la teoría general
del Derecho Administrativo venezolano actual, la Ley se corresponde con una
forma típica de intervención del Estado en la economía a través de un ente
descentralizado especial, el BCV. Empero, para 1940, no existía un sistema de
Derecho Administrativo que permitiese encuadrar esa intervención pública dentro
de un sistema jurídico especial. Tal sistema solo surgiría después, a partir de
un fallo de la propia Corte de 1944, lo que daría lugar, a inicios de la década
de los sesenta, a la formación del sistema de Derecho Administrativo.
Por ello, la
sentencia de la Corte Federal y de Casación de 20-12-1940, resolvió un caso de
Derecho Administrativo a pesar de que, para ese entonces, no existía un sistema
de Derecho Administrativo venezolano[3].
El Derecho
Administrativo venezolano ha prestado atención a la Ley del Banco Central de
Venezuela de 1939 y la sentencia de la Corte Federal y de Casación de 20-12-1940,
dentro de la teoría general de la descentralización administrativa funcional.
En efecto, la creación del BCV generó en su momento –y sigue generando ahora– dudas
en torno a su naturaleza jurídica, y en especial, en cuanto a su posible
encuadramiento dentro de la Administración Pública. Estas dudas se basaron en
la forma jurídica adoptada inicialmente, o sea, la sociedad mercantil de
capital mixto. En su evolución posterior, el capital social fue adquirido
totalmente por el Estado, y luego, con la reforma de 1992, se cambió la
naturaleza jurídica, de sociedad mercantil a un ente de Derecho Público de
naturaleza jurídica única, como lo ratifica la Constitución de 1999[4].
El interés de este
artículo, sin embargo, no reside en la naturaleza jurídica del BCV, sino en la
naturaleza de las funciones que a éste asignó la Ley de 1939. En todo caso, la naturaleza
de las funciones está en cierto modo influenciada por la naturaleza mercantil
con la cual el Banco fue creado, en tanto ello generó dudas sobre la naturaleza
privada o pública de las funciones ejercidas por el Banco, uno de los aspectos
tratados en la sentencia de 1940.
Para explicar esta
arista de Derecho Administrativo, en todo caso, debemos analizar primero, en
sus aspectos generales, las principales normas de la Ley del BCV que regularon
la emisión monetaria y el régimen de transición aplicable a las emisiones que,
hasta ese momento, realizaban las instituciones bancarias privadas, todo lo
cual planteó interesantes problemas desde el Derecho Privado.
De acuerdo con el
artículo 1 de la Ley de 1939, el Banco Central de Venezuela fue creado con “forma
de compañía anónima”, acotándose que “el Gobierno Nacional suscribirá
siempre la mitad del capital del Banco. La otra mitad se ofrecerá a suscripción
del público”. El Ejecutivo Nacional (artículos 22 y 24) controlaba la
designación del presidente del Banco y de cuatro de sus ocho directores. Esto
es, que el Banco fue creado como una sociedad mercantil, figura regulada en el
Derecho Mercantil para la realización de actos de comercio. Empero, las
funciones asignadas al Banco (artículo 2) excedían de los actos de comercio.
En efecto, la norma
clave en este sentido es el numeral 1 del citado artículo 2, que asignó al
Banco la función de “centralizar la emisión de billetes, estableciendo un
sistema uniforme de circulación en el país”. La “centralización” de la
emisión de billetes –entiéndase, de la moneda– implicó además la función de “regular
la circulación monetaria, procurando ajustarla, en todo momento a las legítimas
necesidades del mercado nacional”. El citado artículo 2, igualmente, asignó
funciones que no se correspondían con el acto de comercio, como “centralizar
las reservas monetarias del país y vigilar y regular el comercio de oro y de
divisas” (numeral 4); vigilar “el valor de la unidad monetaria, tanto en
su poder adquisitivo interior como en su relación con las monedas extranjeras”
(numeral 5) y “vigilar y regular el crédito e interés bancarios y promover
la liquidez y el buen funcionamiento de los Bancos” (numeral 6). Otras
funciones previstas en el artículo sí correspondían con la noción de acto de
comercio, en especial, participar en operaciones de redescuento (numeral 3) y “efectuar
las operaciones bancarias que sean compatibles con su naturaleza de Banco
Central y con las limitaciones que se establecen en la presente Ley”
(numeral 10, y con mayor detalle, artículo 47).
La primera de las
atribuciones señaladas –“centralizar la emisión de billetes, estableciendo
un sistema uniforme de circulación en el país”– implicó atribuir al Banco,
según el artículo 50:
…el derecho exclusivo de emitir y poner en circulación
billetes en todo el territorio de la República. Ni el Gobierno, ni los otros
Bancos del país, ni ninguna otra institución privada o pública, cualquiera que
sea su naturaleza, podrán emitir billetes u otros documentos que tengan
carácter de moneda o puedan circular como tal.
Esto quiere decir que
la Ley asignó al BCV, con carácter exclusivo, la emisión de dinero. La
expresión “documentos que tengan carácter de moneda”, precisamente,
enfatizó que desde el punto de vista legal los billetes emitidos por el Banco
tenían la atribución jurídica de extinguir obligaciones dinerarias, como lo
precisó el artículo 52. Esto es, que los billetes emitidos en exclusividad por
el BCV tenían –de acuerdo con la Ley de 1939– poder liberatorio, siendo por
ello “moneda de curso legal”[5].
Para ese momento, los
billetes –a diferencia de la moneda[6]– eran emitidos por bancos
privados, como parte de su giro o tráfico mercantil, en ejercicio de la
libertad de empresa, o como entonces se le conocía, la libertad de industria y
comercio. Con lo cual, la Ley de 1939 suprimió el derecho de emisión de billetes
(o emisión monetaria) de los bancos privados, asignando ese derecho, en
exclusividad, al BCV. Conviene analizar, jurídicamente, las principales
implicaciones de esa decisión.
Haciendo abstracción
de la peculiar naturaleza económica de la emisión monetaria[7],
hasta la Ley de 1939, esa actividad podía ser libremente emprendida por la
iniciativa privada, en especial, en ejercicio de su derecho de libertad de
empresa e incluso, propiedad privada. Esta actividad se sometía a las
restricciones legales dictadas en materia bancaria, pero era una actividad
propia del giro o tráfico de la iniciativa privada, y en concreto, de las seis
instituciones bancarias que emitían billetes. Por ello, la Ley de 1939 suprimió
el derecho de la iniciativa económica privada a llevar a cabo una específica
actividad, derecho que fue asumido, exclusivamente, por el BCV. La supresión
del derecho de emitir billetes, además, resultó de inmediata aplicación, con lo
cual no solo afectó a las emisiones futuras sino también al inventario, el cual
fue cedido al Banco Central para asegurar que solo circularan los billetes por
éste emitidos[8].
Es importante aclarar
que, en una interpretación literal y racional de la Ley, las instituciones
bancarias privadas no tenían la opción de decidir si cedían o no el inventario.
Antes por el contrario, esa cesión fue coactiva, al disponer el citado artículo
86 que al empezar el BCV sus operaciones, “tomará a su cargo las
actuales emisiones de los Bancos, las cuales deberán ser canjeadas
dentro de un plazo de cinco años” (destacado nuestro). A esos efectos, el
artículo 87 dispuso que el BCV extendería líneas de crédito no mayores a cinco
años, por el monto de las emisiones privadas menos el monto de la
reserva en oro que garantizaba esas emisiones, reserva que debía ser entregada
al BCV.
Esto es, que el BCV tenía el deber de adquirir
el inventario de billetes emitidos y las instituciones privadas tenían el deber
de ceder ese inventario. La cesión no respondía al acuerdo de voluntades sino a
la aplicación de la Ley. En todo caso, el parágrafo primero del artículo 87
permitió al BCV y a las instituciones bancarias negociar las condiciones de las
líneas de crédito, pero no decidir sobre si esas líneas se extenderían o no,
pues el citado artículo 86 dispuso que el BCV “tomará a su cargo” las
emisiones (y no “podrá tomar a su cargo”), mientras que el artículo 87
estableció que el BCV “abrirá sendos créditos a los Bancos Emisores” (y
no “podrá abrir sendos créditos”). El propósito de esa regulación era
garantizar la centralización de la emisión monetaria, lo que pasaba por
sustituir las emisiones privadas por aquellas del BCV, para lo cual el artículo
91 permitió al BCV emitir los billetes que serían canjeados con las emisiones
privadas en el lapso máximo de cinco años, transcurrido el cual, los únicos
billetes en circulación debían ser los del BCV.
Es por ello que,
tanto literal como racionalmente, la interpretación de la Ley era que la cesión
del inventario de emisiones, la extensión de las líneas de crédito y la cesión
del oro en reserva, eran actos jurídicos que debían ser cumplidos forzosamente
en ejecución de la Ley. En tal sentido, como las emisiones constituían un
pasivo para los bancos emisores privados respaldado por el oro, la Ley dispuso la
cesión forzosa de esos créditos y el oro que lo respaldaba. Como el monto del
pasivo en emisiones podía ser inferior al oro, entonces, se dispuso que el
saldo remanente sería pagado al BCV con líneas de crédito.
La libertad de
contratos solo permitía a los bancos y al BCV negociar los términos y
condiciones de esas operaciones, pero no así la decisión sobre si se cedían o
no las emisiones y su respaldo, pues se insiste, se trataba de operaciones
coactivas. Empero, el Banco Venezolano de Crédito consideró que la Ley no
establecía el deber de ceder las emisiones, el oro en reserva y de suscribir la
línea de crédito, a resultas de lo cual se negó a participar en esos actos
jurídicos. Por el contrario, todos esos actos solo podían responder al libre
acuerdo de voluntades, en especial, por cuanto ellos implicaban la cesión de
activos de propiedad privada, como las reservas de oro. El debate fue
finalmente resuelto por Sala de Casación en sentencia de 1947, que avaló la
interpretación del Banco Venezolano de Crédito, considerando que las
disposiciones legales comentadas establecían el marco jurídico para la
celebración de contratos basados en el libre acuerdo de las partes, pues la
interpretación contraria (la naturaleza forzosa o coactiva de los actos regulados
en la Ley) implicaría una indebida intromisión en la libertad de contratos pero
en especial, en la propiedad, pues la cesión equivaldría a una expropiación
contraria a la Constitución[9].
Aun cuando el estudio
del fondo de este caso excede de los límites de este artículo, interesa
destacar que la interpretación de la Sala de Casación demostraba la
contradicción entre los principios civilistas y liberales del derecho
venezolano para ese momento, y el cambio que introdujo la Ley, al regular una
forma novedosa de intervención del Estado en la economía. Bajo el prisma del
Derecho Privado y la protección de la libertad de contratos y la propiedad
privada, la interpretación de la Sala era, sin duda, la adecuada: la Ley debía
ser interpretada en el sentido más favorable a la libertad de empresa, y por
ende, debía considerarse que todos los actos regulados en la Ley eran negocios
jurídicos que dependían de la voluntad de las partes, en tanto resultaba
inadmisible justificar la intervención pública para imponer deberes en cabeza
de los operadores económicos privados. Para ese momento, el concepto de orden
público era negativo: la Ley podía limitar el ejercicio de la libertad
económica, incluyendo la libertad de contratos, pero en modo alguno podía
imponer deberes de actuación.
Sin embargo, si
valoramos la Ley bajo el prisma del orden público positivo y del Derecho
Administrativo que se formaría en las décadas siguientes, resultaba claro que
el propósito de la Ley había sido suprimir coactivamente el derecho de los operadores
económicos privados a emitir billetes, derecho que se atribuyó exclusivamente a
una sociedad mercantil controlada por el Estado. Ello operó de manera
inmediata, incluso para las emisiones en curso, pues solo ello permitía
centralizar la emisión en el BCV. Para implementar esa decisión, la Ley dispuso
la cesión forzosa de las emisiones (pasivo de los bancos privados) y del oro de
respaldo (que era propiedad de los bancos, aun cuando limitada a su función
monetaria).
Los bancos que
emprendieron la emisión de billetes, lo hicieron como una decisión autónoma y
libre, empleando para ello recursos de su propiedad, en especial, el oro. La
emisión era, para los bancos privados, una actividad auxiliar a la actividad de
intermediación bancaria, pero en todo caso, una actividad voluntariamente
ejercida, aun cuando las emisiones constituían pasivos, que estaban respaldados
para garantizar el derecho a la libre convertibilidad. El cese de esa
actividad, bajo el orden público negativo, debía ser resultado de una decisión
autónoma, en especial, para la cesión del pasivo y del activo de respaldo. Pero
la Ley de 1939 dispuso la cesión coactiva o forzosa. El prisma para analizar
ese cambio, por ello, no era el Derecho Civil –como alegó exitosamente el Banco
Venezolano de Crédito– sino el Derecho Administrativo, pero con una
particularidad: ese Derecho Administrativo no existía en la Venezuela de 1940.
Es importante
explicar las consecuencias jurídicas de la Ley del Banco Central de Venezuela
de acuerdo con las instituciones del Derecho Administrativo venezolano moderno.
Se trata de un ejercicio académico, pero que resulta inadecuado desde una
perspectiva histórica, pues los operadores jurídicos, en 1939, no disponían de
las herramientas que brinda ese Derecho Administrativo, que solo se formó décadas
después. Por ello, como analizamos en la sección siguiente, esos operadores -el
Gobierno Nacional, las instituciones bancarias privadas y la Corte– se
enfrentaron a una realidad totalmente nueva, para la cual el Derecho venezolano
de entonces no ofrecía respuesta adecuada.
Frente a la iniciativa
privada, la Ley generó tres consecuencias: (i)
la supresión del derecho de emitir billetes; (ii)
la asignación de ese derecho, en condiciones de exclusividad, al BCV, y (iii) la cesión coactiva de las emisiones
privadas, junto con la adquisición coactiva del oro de reserva. En especial,
estas tres consecuencias respondieron a las funciones encomendadas por Ley a
una sociedad mercantil –el Banco– cuya gestión respondía a mandatos derivados
de la Ley, la cual además confirió al Poder Ejecutivo el control sobre la
designación del presidente del Banco y de cuatro de esos ocho directores. El
rol de la iniciativa privada, por ello, pasó de la gestión directa de la
emisión monetaria, al ejercicio de derechos de accionista en la correspondiente
asamblea, pero de acuerdo con los derechos preferentes asignados al Poder
Ejecutivo, como representante de la República, que debía mantener siempre la
propiedad de la mitad del capital social.
Para 1939, no existía
en Venezuela ninguna referencia práctica que permitiese comprender el alcance
de esas tres consecuencias jurídicas, y del rol asignado al Poder Ejecutivo.
Para ese entonces, la intervención del Estado en la economía todavía estaba
marcada por principios liberales del orden público negativo, de acuerdo con los
cuales la gestión de actividades económicas debía ser asumida por la libre
iniciativa privada bajo operaciones regidas por el Derecho Mercantil. La
centralización del Estado adelantada a inicios de siglo llevó a la expansión de
la intervención pública regulando actividades económicas, pero la gestión
económica de estas actividades era tarea propia del sector privado (salvo las
dos primeras empresas públicas creadas hacia el final del gomecismo)[10].
Estos principios
comenzarían a ceder, precisamente, en 1939, cuando el Estado decidió ampliar su
intervención sobre la economía. Pero, en todo caso, para cuando la Ley del
Banco Central de Venezuela fue dictada, no existía en Venezuela ningún
antecedente que permitiese comprender el alcance de las tres consecuencias
señaladas ni la naturaleza de las funciones del BCV[11].
Encuadrar esta Ley
dentro del Derecho Administrativo tampoco resultaba posible, pues para ese
momento, el Derecho Administrativo, como sistema jurídico, no existía
propiamente como tal. En efecto, para entonces, tan solo existía un conjunto de
leyes administrativas, y los comentarios de la doctrina especializada, que eran
principalmente comentarios exegéticos, o sea, análisis más bien descriptivos de
las leyes administrativas dictadas. La Ley del Banco Central de Venezuela, por
ello, podía ser analizada exegéticamente, pero no era posible enmarcar las
funciones reguladas por la Ley de 1939 en un sistema de Derecho Administrativo,
o en la teoría general de la actividad administrativa, simplemente, pues para
entonces, no existía ese cuerpo doctrina que, como tal, solo surgió décadas
después, con la pionera obra de Allan R. Brewer-Carías y de Eloy Lares Martínez[12].
Para analizar la Ley
de 1939 bajo el prisma del Derecho Administrativo moderno, es preciso repasar
un principio básico: como regla, el ejercicio de actividades económicas puede
ser libremente asumido por la iniciativa privada, sin más limitaciones que las establecidas
en la Ley, cuya implementación se confía a la Administración Pública, en lo que
se conoce como Derecho Administrativo Económico. La excepción a ese principio
es la reserva, o sea, la decisión del Estado por la cual asume para sí
el ejercicio de determinada actividad, que queda excluida de la libre
iniciativa privada. La gestión privada de esa actividad solo es posible si la
Administración Pública concede ese derecho, en lo que se conoce como “concesión
administrativa”. Pero es posible que la actividad reservada solo pueda ser
gestionada por el Estado, típicamente, a través de entes administrativos, como
empresas públicas. Es importante advertir que la reserva debe ser expresa en la
Ley, y no debe confundirse con la competencia para regular determinada
actividad económica. Esa competencia permite al Estado limitar el ejercicio de
la libertad de empresa, a través de la potestad administrativa de ordenación y
limitación, pero no permite asumir la titularidad de la actividad, y mucho
menos, extinguir el derecho a realizar la actividad. Ello solo puede ser
consecuencia de la reserva.
Para 1939 la emisión de
títulos con el carácter jurídico de dinero se sometía a dos regímenes
jurídicos. La emisión de monedas, de acuerdo con la Ley de 1918, era privativo
del Estado, o sea, era una actividad reservada. Pero la emisión de billetes era
una actividad que podía ser emprendida por la iniciativa privada previa
autorización administrativa, conforme a la Ley de Bancos de 1936, de lo cual
podría deducirse que no se trataba de una actividad reservada al Estado. Este
marco jurídico es consistente con la actividad administrativa de ordenación y
limitación a través de la técnica autorizatoria, así regulada en el artículo 24
de esa Ley. El rol del Estado, por ello, era limitar el ejercicio de la
libertad económica y la propiedad privada de las instituciones bancarias que
decidiesen emitir billetes, como específica manifestación de la actividad
administrativa de supervisión bancaria[13],
tal y como también se desprende de la Constitución de 1936[14].
El Estado, a través de la Administración Pública, podía ordenar y limitar el
ejercicio de esa actividad con restricciones cónsonas con el orden público
negativo, por ejemplo, con autorizaciones o restricciones a la emisión, en la
incipiente supervisión bancaria que había comenzado a construirse bajo el
régimen de Gómez. Pero en cualquier caso, la emisión de billetes no era una
actividad reservada en exclusiva al Estado.
Hoy día, por ello, la
Ley del Banco Central de Venezuela puede ser encuadrada en una técnica de
intervención administrativa muy conocida, a saber, la nacionalización.
En realidad, la nacionalización es más bien una política pública que es
resultado de dos técnicas de intervención, a saber, la reserva y la expropiación.
La reserva es el acto a través del cual Estado, por medio de una Ley, suprime
el derecho de la libre iniciativa privada a realizar determinada actividad,
derecho que es trasladado al Estado. Esa reserva admite diversos grados. El
grado más intenso es aquel en el cual el Estado asume, de manera exclusiva y
excluyente, el ejercicio de la actividad económica, lo que implica la exclusión
absoluta de la libre iniciativa privada. En esos casos, la actividad pasa a ser
gestionada en exclusiva por el Estado a través de la actividad de gestión
económica y mediante empresas del Estado. Cuando la reserva es exclusiva y
afecta a actividades que son realizadas por la libre iniciativa privada –las
llamadas reservas sucesivas– el Estado adquiere coactivamente los bienes a
través de los cuales la libre iniciativa privada gestionada esa actividad,
bienes que ahora pasan a ser gestionados por el Estado. Esa adquisición forzosa
es, así, la expropiación de los bienes anejos a la actividad económica que es
reservada (expropiación cuya ejecución puede ser, en todo caso, voluntaria).
Esto implica, por ello, el pago de la justa indemnización expropiatoria[15].
Este es el esquema
conceptual a través del cual, por ejemplo, se condujo la llamada nacionalización
petrolera. Así, las actividades de exploración, producción y comercialización
de hidrocarburos, gestionadas por la iniciativa privada por medio de
concesiones, fue asumida con carácter exclusivo y excluyente por el Estado, lo
que dio lugar a la actividad de gestión económica a cargo de empresas del
Estado. Para ello, la Ley dispuso la adquisición de los bienes propiedad de las
empresas privadas, los cuales fueron transferidos a las empresas del Estado.
Sin embargo, cuando en la década de los setenta se ejecutó esta
nacionalización, ya existía un sólido sistema de Derecho Administrativo que no
solo permitió encuadrar conceptualmente a esta nacionalización sino que,
además, facilitó la implementación de garantías jurídicas de la iniciativa privada,
en especial, en cuanto a la protección de la propiedad privada a través de la
indemnización, y el derecho al debido proceso.
Nada de ello existía
en 1939. Por el contrario, la Ley del Banco Central de Venezuela tuvo un efecto
disruptivo en el Derecho económico venezolano, que de un sistema
predominantemente privado, basado en la libre autonomía, pasó a ser un sistema
mixto, en el cual el Estado intervino para suprimir derechos económicos
privados, asumir en exclusividad actividades económicas, y acordar la
adquisición forzosa de la propiedad privada. Esta disrupción fue incluso mayor,
al ser implementada por una sociedad mercantil –el Banco Central– en tanto las
sociedades mercantiles solo realizaban actos de comercio[16].
Con vimos, en la
disputa privada con el Banco Venezolano de Crédito, la ausencia de un marco
jurídico de Derecho Administrativo llevó a concluir que la Ley no había
reservado la actividad de emisión ni dispuesto la expropiación o adquisición
coactiva del oro en reserva, sino que por el contrario había fijado las reglas
para que el BCV y las instituciones bancarias privadas decidiesen,
autónomamente, si se cedían las emisiones privadas y el oro, y si se suscribían
los contratos de crédito. Esto es, que lo que hoy día sería considerado como la
nacionalización de la actividad de emisión de monedas, fue interpretado como un
conjunto de negocios privados basados en la libre autonomía de las partes[17].
La Corte Federal y de
Casación se enfrentó a importantes problemas de interpretación al resolver, en
sentencia de 20-12-1940, la nulidad de la Ley del Banco Central de Venezuela.
Entonces, como se explicó, no existía en Venezuela un sistema de Derecho
Administrativo que permitiese encuadrar conceptualmente la intervención del
Estado en la emisión de moneda. Se trató, por ello, de un caso de Derecho
Administrativo antes del surgimiento del Derecho Administrativo como sistema.
Las cuestiones de
constitucionalidad sometidas a la consideración de la Corte partían de la
naturaleza del BCV como sociedad mercantil, ante lo cual se alegó que la
República no precisaba de una Ley para crear, mediante contrato, tal sociedad.
En realidad, la República –representada por el Presidente– no podía crear
mediante contrato de sociedad al Banco Central, pues carecería de competencia
para ello. Era preciso que el Poder Legislativo, mediante Ley, dispusiera de la
creación de tal sociedad para cumplir las funciones propias de la banca
central.
Con lo cual, la
creación del BCV no respondía al contrato de sociedad, como sucede con las
sociedades mercantiles, sino a la decisión del Poder Legislativo, quien creó a
tal Banco y además, confió a la “Comisión Organizadora del Banco Central de
Venezuela” la ejecución de los actos necesarios para la efectiva constitución
de tal sociedad. De acuerdo con la sentencia, “si la Administración debe
celebrar contratos para realizar el fin supremo de la Ley, tales contratos son
secuela forzosa del acto legislativo, cumplimiento de la Ley”. No se trató,
así, de la celebración de un contrato de interés general que el Poder Ejecutivo
somete al control del Poder Legislativo, ni mucho menos de un contrato suscrito
por voluntad del Poder Legislativo, usurpando competencias propias del
Ejecutivo. En realidad, el Poder Legislativo actuó en el ámbito de sus
funciones para legislar la economía, a cuyo efecto dispuso la creación del
Banco Central, bajo la forma de sociedad mercantil. Pero no se trató de una
sociedad creada por decisión propia del Poder Ejecutivo en ejercicio de su
iniciativa pública directa, sino de una sociedad creada por Ley.
De acuerdo al Derecho
Administrativo de 1939, la tensión era en todo caso evidente. Así, para
entonces ya se había admitido que el Poder Ejecutivo nacional podía,
voluntariamente, crear empresas de Estado, o sea, sociedades mercantiles cuyo
capital social le pertenece, al menos, mayoritariamente. Pero ello es resultado
de una decisión voluntaria del Poder Ejecutivo, extensión de su gestión
económica directa, que también le permite –voluntariamente– contratar con
terceros. Ciertos contratos se someten al control parlamentario, pero en tal
caso corresponde al Poder Legislativo controlar, no ejercer derechos
contractuales de la República, al ser ello una actividad privativa del Poder
Ejecutivo.
Ya existían, en todo
caso, dos antecedentes. Así, en 1928 se habían creado, por Ley, dos empresas
públicas bajo forma societaria, a saber, el Banco Agrícola y Pecuario y el
Banco Obrero[18]. Pero tales empresas
realizaban actos de comercio, no funciones públicas como el BCV. En todo caso,
la particularidad de la creación de sociedades mediante Ley fue cuestionada
pues la creación de esa sociedad respondió a la voluntad del legislador, no del
Ejecutivo.
La Corte consideró que
la Ley de 1939 había dispuesto la creación de una sociedad mercantil, para lo
cual era necesario celebrar los correspondientes actos corporativos, que no
respondían entonces a la voluntad del Poder Ejecutivo sino a la voluntad del
Legislador. Es comprensible, por ello, que tal decisión haya sido cuestionada
al considerar que, en suma, la gestión económica directa ejercida por medio del
BCV no había respondido a la función administrativa propia del Poder Ejecutivo,
sino a la decisión del Legislador. Tiempo después la doctrina venezolana acuñó
la expresión “sociedades creadas por Ley” para describir, precisamente, el
peculiar caso de sociedades mercantiles creadas por disposición de la Ley y no
por voluntad del Ejecutivo. Pero en 1939 esta era una situación poco tratada,
en especial, por las especiales funciones asignadas al BCV[19].
Estas mismas razones
llevaron a cuestionar la potestad regulatoria del BCV, por ejemplo, en materia
de circulación monetaria. Tal regulación –se alegó– es competencia del Poder
Legislativo y en modo alguno podía ser dictada por una sociedad mercantil. Aquí
la Corte pronunció una de sus principales conclusiones:
Y conviene subrayar que el Banco Central no es de naturaleza
privada. Adviértase que, de acuerdo con la Ley, su capital ha de ser
suministrado no sólo por el público sino también por el Gobierno Nacional.
Adviértase, además, que el Gobierno Nacional no puede enajenar sino las
acciones que tenga que suscribir por no haberlo hecho el público. Bien se ve
que un Banco privado es de una organización completamente diversa.
Para ese momento, tal
conclusión era poco comprensible. El BCV era, por disposición de la Ley, una
sociedad mercantil, más en concreto, una compañía anónima cuyos actos, por
ende, deben reputarse como actos de comercio. Para entonces, la poca
experiencia con empresas del Estado acreditaba que las sociedades bajo control
del Estado ejercían actividad comercial. Pero en este caso, una compañía
anónima ejercía funciones de regulación. La justificación dada por la Corte fue
que el capital social de tal compañía es suscrito por el Estado, pero ello nada
dice sobre la atribución de potestades públicas a una sociedad mercantil.
Lo que no pudo
resolver la Corte, pues no había para entonces el marco teórico, era que el BCV,
ciertamente, no era de naturaleza privada, y no solo por la participación
accionarial del Estado –circunstancia en la cual participan las empresas
públicas– sino en especial, por la naturaleza de las funciones que se le
encomendaron, y que excedían del acto de comercio, al orientarse a materializar
el principio de centralización de las reservas monetarias del país. Al
interpretar esa centralización, la Corte contradice su propia conclusión, pues
observa que tal centralización no es imperativa sino consensual, o sea, basada
en la autonomía de la voluntad de las partes:
Es evidente que el Banco para cumplir este objeto no ha de
practicar sino las operaciones y negocios requeridos por el movimiento
comercial e industrial y de relaciones civiles de la República, no pudiendo
concebirse ninguna presión ni actuación que sea incompatible con el
consentimiento básico de las respectivas convenciones y contratos. Y claro que
la característica de convencional que, de consiguiente, ha de ostentar y
realizar la centralización, obra ésta continua y compleja, por cinco años,
excluye toda idea, o mejor, toda posibilidad de expropiación, y de embargo, y,
naturalmente, toda actividad que no se compadezca con el respeto constitucional
del derecho de propiedad en Venezuela.
Esta será, como
vimos, la misma interpretación adoptada en la disputa con el Banco Venezolano
de Crédito. En realidad, para 1939, la Corte no podía haber llegado a otra
conclusión, pues como vimos, la expropiación solo se justificaba mediante
Decreto dictado en relación con bienes anejos a obras de utilidad pública, pero
no para que el Estado asumiese, coactivamente, la emisión monetaria a partir de
la centralización. Incluso, no deja de haber cierta contradicción entre el
principio de centralización y el pretendido carácter consensual de las
operaciones para llevarla a cabo, pues de haber sido ese el caso, en suma, la
centralización –pilar de la Ley– hubiese dependido de la voluntad de los bancos
que para entonces emitían moneda, quienes han podido negarse a la cesión
correspondiente, todo lo cual hubiese implicado mantener la emisión privada y
descentralizada, imposibilitando de esa manera cumplir con el principio de
centralización.
Tampoco es
consistente con la tesis contractual de la centralización, el reconocimiento de
potestades de regulación que no fueron consideradas violatorias a la libertad
de industria, pues a decir de la sentencia, la actuación del Banco era
derivación de tal libertad. Con lo cual, la Corte consideró que debido a su
forma mercantil, las actividades a cargo del Banco Central eran resultado del
derecho que permite emprender actividades económicas. Sin embargo, en tanto el
Estado era accionista de al menos la mitad del capital social, el Banco Central
también reflejaba la intervención pública en la economía:
Observa, además, el Tribunal que, a pesar de que el
liberalismo económico, en el orden jurídico nacional, es, fundamentalmente, el
sistema que preside en la economía general, ésta se resiente, sin embargo, de
contraproducentes resultados, por lo cual la previsión administrativa ha tenido
que abrirle paso dentro del constitucionalismo nacional, a la intervención del
Estado para contrarrestar, en lo posible, la crisis económica que refleja en el
país la convulsión reinante en los antiguos continentes.
Lo que la Corte
denomina “liberalismo económico” era la economía de mercado, basado en el
postulado conforme al cual el intercambio de bienes y servicios corresponde a
la libre iniciativa económica privada, sin otras limitaciones que las
establecidas en la Ley para restringir, de manera excepcional, conductas
consideradas contrarias al orden público, típicamente en relaciones
contractuales. Pero la sentencia advierte que el Estado también puede
intervenir en los agregados económicos, esto es, con la macroeconomía, en
especial, en lo que respecta a la oferta de dinero, o sea, la emisión
monetaria. Esa intervención económica estaba reflejada en la Constitución de
1936, cuyas cláusulas económicas (artículo 32) reconocían incipientes títulos
habilitantes para intervenir en la economía. En especial, al establecer las
competencias del Poder Legislativo, el artículo 77, numeral 4, dispuso lo
siguiente:
Legislar sobre la moneda nacional, fijando su tipo, valor,
ley, peso y acuñación, y acerca de la admisión y circulación de la moneda extranjera;
pero en ningún caso, ni por ningún motivo, podrá decretarse ni autorizarse la
circulación de billetes de banco, no respaldados por el encaje o reserva
metálica, determinado por la ley, ni de valor alguno representado en papel,
pues se mantendrá siempre el patrón de oro.
No obstante, debe
reconocerse que la Constitución de 1936 solo estableció el título para
habilitar la intervención pública a través de la Ley llamada a regular la
moneda nacional, incluyendo la circulación de “billetes de banco” cuya emisión
solo podía autorizarse mediante respaldo por el encaje o reserva metálica,
preservando el patrón de oro. Pero en modo alguno la Constitución establecía
que la emisión de tales billetes podía ser asumida exclusivamente por el
Estado, tal y como dispuso la Ley al crear al BCV.
Esta intervención,
sin embargo, fue justificada por la Corte sobre la base de una interpretación
flexible de la Constitución económica, que no se limitó a su texto escrito sino
a la interpretación de los principios generales plasmados en la Constitución
económica de acuerdo con la realidad socioeconómica del momento. A esos
efectos, la Corte asumió la interpretación constitucional del concepto de
moneda metálica y papel moneda, aclarando que éste también tiene poder
liberatorio ilimitado, todo lo cual convierte al papel moneda en “moneda
nacional”. De acuerdo con la Corte:
De las ideas económicas reinantes se deduce que el billete de
Banco no es un comprobante de obligación privada del instituto emisor en favor
del tenedor. En la hipótesis contraria, la garantía, que sería la pignoraticia,
no existía civilmente. El billete de Banco es, ciertamente, un medio de pago,
una moneda. El Banco emisor cumple una autorización del Poder Público al
efectuar la emisión, poniendo esta moneda a la orden de los ciudadanos, bien
que con ello asuma a su vez el Banco el carácter de deudor de los tenedores a
los efectos de la conversión de los billetes.
No es el Derecho
positivo constitucional el que lleva a la Corte a formular esta conclusión,
sino las “ideas económicas reinantes”. A partir de allí, la Corte concluye que
como la circulación de billetes de banco debe ser autorizada por el Estado, la
emisión de esos billetes es una función privativa del Estado, que eventualmente
puede ser delegada a instituciones bancarias. En tanto función privativa del
Estado, éste no solo puede modificar las autorizaciones emitidas de acuerdo con
la Ley de Bancos, sino que también puede el Estado, mediante Ley “establecer
una forma especial para hacer cesar la emisión de los Bancos privados y
convertir los billetes por ellos emitidos en otros billetes que reproduzcan la
función de servir de medios de pago con una garantía metálica”.
A estos efectos, es
fundamental el uso del concepto jurídico dinero como medio de pago de
obligaciones. La moneda no es un título valor, pues de ser ése el caso, no se
justificaría su respaldo, que la Corte interpretó como una garantía
pignoraticia. La moneda, por el contrario, es un título jurídico que permite
extinguir obligaciones pecuniarias, esto es, un medio de pago, todo lo cual, a
juicio de la Corte, implicaba que la emisión monetaria era una función propia
del Estado.
Con lo cual, la
creación del Banco Central, con la correspondiente extinción de las emisiones
privadas y su centralización en el Estado, es una operación lícita “supeditada
al interés nacional en pro del desarrollo del crédito nacional”. Frente a
los tenedores, esta operación no supone un cambio esencial, en tanto preservan
su derecho de conversión de los billetes que poseen, mientras que los bancos
privados pueden ceder su inventario al Banco Central:
…y éste le acredita a aquél en su cuenta de crédito el
correspondiente haber que en plata o níquel saca de
su caja para recoger los billetes. Esta misma cuenta de crédito demuestra que
no hay razón para imaginarse una confiscación en provecho del Banco Central,
con el despojo de los derechos garantizados por la Constitución a los bancos emisores.
En resumen, la Corte
creó jurisprudencialmente el sistema de economía mixta, en el sentido que
justificó la intervención del Estado para asumir el monopolio de la emisión de
papel moneda y su regulación como moneda de pago, como resultado de las “ideas
económicas reinantes” que justificaban tal intervención “en pro del
desarrollo del crédito nacional”.
La sentencia
comentada es un ejemplo de interpretación progresiva de la Constitución para
justificar la intervención administrativa en la economía, en especial, en lo
que respecta a las competencias monetarias del BCV. Sin embargo, la Corte no se
ocupó de fijar las reglas –sustantivas y formales– de actuación del Banco
Central, cuya conducta más bien fue encuadrada dentro del Derecho Mercantil
como derivación de la libertad de industria.
Tal conclusión, en
1939, era inevitable, pues entonces no existía un sistema de Derecho
Administrativo definido como el conjunto de reglas exorbitantes del Derecho
Civil en el cual la Administración ejerce potestades administrativas sujetas a
reglas procedimentales especiales. En todo caso, la emisión monetaria y su
regulación no eran, en la Ley de 1939, actividades comerciales, ni era ésa la
intención de la Ley. No deja de haber cierta contradicción entre el
reconocimiento de potestades reglamentarias del Banco Central por la Corte y la
conclusión según la cual éste ejerce la libertad de industria, o sea, la
libertad económica que también permitió a las instituciones bancarias privadas
emitir papel moneda bajo autorización del Estado.
A esa conclusión
colaboró la creación del Banco Central como una sociedad mercantil. De nuevo,
en 1939, no era posible otra solución, pues el Derecho venezolano no reconocía
personas jurídicas distintas a las formas reguladas en el Derecho Privado y, en
especial, en el Derecho Mercantil. En realidad, la creación de personas
jurídicas con forma de Derecho Público, como los institutos autónomos, solo
surgiría tiempo después[20]. De hecho, como vimos, en
1928 se habían creado, por Ley, dos empresas públicas bajo forma societaria, a
saber, el Banco Agrícola y Pecuario y el Banco Obrero. Pero mientras esas
sociedades no realizaban funciones públicas en monopolio, el Banco Central de
Venezuela sí ejercía, en monopolio, funciones públicas.
Lo cierto es que el
Derecho Privado aplicable a la forma societaria del Banco Central era
insuficiente para regular adecuadamente las potestades asignadas al Banco
Central, en especial, en lo que respecta a la garantía de los derechos de
terceros, particularmente las instituciones bancarias. Basta la lectura del
artículo 2 de la Ley de 1939 para comprobar cómo las competencias del BCV no se
limitaban a actos de comercio, pues incluían auténticas potestades, como la
centralización de la emisión, la regulación del crédito y la regulación del
encaje legal. Estas actividades no podían ser reconducidas a la libertad de
industria, en tanto ellas implicaban el ejercicio de potestades de ordenación e
intervención sobre el sector privado, potestades que no encontraban en el
Derecho Privado un adecuado marco jurídico.
La Corte no se detuvo
en este aspecto, pues se limitó a asumir la interpretación progresiva de la
Constitución económica a los fines de justificar la creación del Banco Central
y sus funciones en torno a la emisión monetaria, pero siempre partiendo de su
forma jurídica de Derecho Privado. Incluso, puede sostenerse que la Corte
entendió que la intervención del Estado en la economía se materializaba,
precisamente, a través de esa forma jurídica privada en tanto el Estado debía
ser el propietario de la mitad del capital social.
Que la otra mitad del
Banco Central de Venezuela fuese de capital privado, así, reflejaba
precisamente el sistema de economía mixta, al permitirse que el sector privado
participara como accionista, pero sin que ello afectase el control del Poder
Ejecutivo Nacional, quien controlaba la designación del presidente del Banco y
de cuatro de sus ocho directores. El reconocimiento de la inversión privada en el
capital de una sociedad a cargo de funciones públicas también evidencia la
inexistencia de un sistema de Derecho Administrativo.
Asimismo, la
interpretación de la Corte según la cual la cesión del inventario de emisiones
de las instituciones bancarias privadas respondía a un contrato y no a un deber
impuesto por la Ley, reflejó la inexistencia de un sistema de Derecho
Administrativo. Ya explicamos que tanto el contenido como el propósito de la
Ley permitían concluir que esa cesión era coactiva, pues solo ello permitía
cumplir con el monopolio o centralización. Pero ese carácter coactivo –traducido
en figuras como reserva y expropiación– no existía en 1939, con lo cual la
Corte tuvo que encuadrar la economía mixta dentro del Derecho Privado y el
principio rector de la autonomía de la voluntad de las partes.
Incluso, la sentencia
no expresó la necesidad de repensar las reglas jurídicas de Derecho Privado
aplicables al Banco Central, pues la Corte entendió que el Derecho Privado
permitía cumplir con los cometidos constitucionales de la economía mixta “en
pro del desarrollo del crédito nacional”. El sistema económico era mixto
pues el Estado intervenía en la emisión monetaria como accionista de control de
una sociedad mercantil creada por Ley, pero los instrumentos de esa
intervención eran propios del Derecho Civil.
A nivel comparado,
muy distinta fue la situación que, para ese momento, presentaba el Derecho
Administrativo en Estados Unidos[21]. Así, las políticas del New
Deal habían llevado a la creación de figuras subjetivas especiales (las
agencias) a quienes se le confiaron funciones reglamentarias de la economía.
Inicialmente la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos consideró que la
creación de esas figuras violaba la Constitución, que en una interpretación
literal no admitía este tipo de intervención pública en la economía. El
elemento central fue la violación del principio de la no-delegación, de acuerdo
con el cual la función legislativa no puede delegarse en figuras subjetivas del
Ejecutivo. Pero poco tiempo después la Corte cambió de criterio para justificar
la constitucionalidad de este tipo de “delegación”. Ello llevó a la Corte a
crear reglas especiales para garantizar los derechos de los ciudadanos frente a
esta incipiente intervención[22], lo que daría lugar, en 1946,
a la Ley de Procedimiento Administrativo[23].
Esta no fue la
solución de la Corte en la sentencia del 20-12-1940. En realidad, la Corte no
encontró razones para crear reglas jurídicas especiales al BCV, encuadrando su
actividad en el ordenamiento jurídico de Derecho Privado, aun cuando reconoció
que el uso instrumental del Derecho Privado era una manifestación de la
intervención pública en la economía, en un incipiente sistema económico mixto. La
creación de esas reglas especiales, y con ello, el surgimiento del Derecho
Administrativo como un régimen exorbitante del Derecho Civil, todavía tendría
que esperar algunos años más, con la sentencia de la Corte Federal y de
Casación de 05-12-1944, caso Astilleros
La Guaira[24]. ■
*
Profesor de Derecho Administrativo en
la Universidad Católica Andrés Bello. Profesor invitado en la Universidad
Castilla-La Mancha. Fellow en la Escuela Kennedy de la Universidad de Harvard.
[1] Sobre
la creación del Instituto Emisor, véase la obra en dos volúmenes Documentos relacionados con la creación del
Banco Central de Venezuela, de la Colección Económico Financiera-Serie
Histórica del Banco Central de Venezuela, Caracas, 1996. Especialmente, nos
remitimos al prólogo preparado por Manuel R. Egaña, y que aparece en el Tomo
I, pp. 5 y ss. Asimismo, sobre la génesis y evolución del BCV, con
referencias a la legislación, doctrina y jurisprudencia venezolana, véanse
nuestros anteriores trabajos, en colaboración con Carlos Hernández Delfino: “El
Banco Central de Venezuela”, en El
Derecho Administrativo venezolano en los umbrales del siglo XX. Libro homenaje
al Manual de Derecho Administrativo de Eloy Lares Martínez, EJV-UMA,
Caracas, 2006, pp. 287 y ss., y “Reflexiones sobre el régimen de la autonomía
del Banco Central de Venezuela”, en Temas
actuales de Derecho Bancario. Libro homenaje a la memoria del Dr. Oswaldo
Padrón Amaré, FUNEDA, Caracas, 2009, pp. 333 y ss.
[2] El
texto de la sentencia se toma de la memoria del Banco Central de
Venezuela, correspondiente al año 1940.
[3] La
expresión Derecho Administrativo se emplea aquí de acuerdo a su sentido luego
de 1944, esto es, como el conjunto de reglas exorbitantes del Derecho Civil
ajustadas a las potestades administrativas. En 1939 había un Derecho
Administrativo pero entendido, simplemente, como el estudio exegético de las leyes
administrativas que aplicaban junto con el Derecho Civil. Por ello, cuando aludimos
a un caso de Derecho Administrativo antes del Derecho Administrativo, queremos
reflejar la creación de técnicas coactivas de intervención pública en la
economía sin reglas especiales ajustadas a las prerrogativas de la
Administración Pública.
[4] Véase,
por ejemplo, de Allan R. Brewer-Carías, la Comunicación Nº 1165 de 19-11-1971,
suscrita en su condición de Presidente de la Comisión de Administración
Pública, editada en Informe sobre la Reforma de la Administración Pública
Nacional, Tomo I, Comisión de Administración Pública, Caracas, 1972, pp.
611 y ss. En general, en cuanto a las primeras discusiones en torno a la
naturaleza del Banco Central, vid. Crazut, Ramón, El Banco Central de
Venezuela. Notas sobre su historia y evolución 1940-1980, Colección de
Estudios Económicos, Banco Central de Venezuela, Caracas, 1980, pp. 72 y ss.
[5] En
general, para el régimen jurídico del dinero en Venezuela, vid. Brewer-Carías,
Allan, “Aspectos del régimen jurídico de la moneda”, en Revista de Derecho
Público, N° 13, Caracas, 1983, pp. 5 y ss., y Rodner, James-Otis, El dinero. La inflación y las deudas de
valor, Ariel, Caracas, 1995, pp. 560 y ss.
[6] Para
ese momento había que diferenciar entre monedas y billetes, como instrumentos
de pago. Las monedas estaban regulas por la Ley de 1918 y su acuñación era
privativa del Estado, mientras que los billetes se regularon en la Ley de
Bancos de 1936, como parte del giro o tráfico de los bancos. La Ley de 1939
incidió en la emisión de billetes, que fue centralizada en el BCV. Luego, en
general, la expresión “emisión monetaria”, a partir de 1939, aludió a la
emisión de títulos que tengan el carácter legal de dinero (sea que se trate de
monedas o billetes). La expresión moneda comenzó a confundirse con la expresión
jurídica de dinero, como se desprende del artículo 50 citado, lo que se tradujo
en el uso de la expresión “papel moneda” (en contraposición a la moneda
acuñada).
[7] La
creación del Banco Central de Venezuela en 1939, prevista en el Programa de
Febrero como parte de los esfuerzos de modernización del país, se enmarcó
en los cambios que, a nivel mundial, comenzaron a generarse en torno a las
políticas macroeconómicas, en buena medida, impulsadas por la Gran Depresión,
como se explica en los artículos citados en la primera nota al pie. Con lo
cual, la centralización de la emisión monetaria en el BCV, en la Ley de 1939,
respondió a estos cambios. Véase en especial a Hernández Delfino, Carlos, “La
creación del Banco Central de Venezuela”, Revista Tiempo y Espacio. Dossier.
Venezuela en el siglo XX desde la transdisciplinariedad, Caracas, 2020, pp.
68 y ss.
[8] Véase
en general a Hernández Delfino, Carlos, “La creación del Banco Central de
Venezuela”, cit., pp. 101 y ss.
[9] Hernández
Delfino, Carlos, “La creación del Banco Central de Venezuela”, cit., p. 106.
[10] Brewer-Carías,
Allan R., Evolución del régimen legal de la economía 1938-1979, Cámara
de Comercio de Valencia, EJV, Caracas, 1980, pp. 29 y ss.
[11] El
modelo económico venezolano, o sea, las reglas jurídicas que regulan el
intercambio de bienes y servicios, los derechos derivados de la libertad de
empresa y propiedad privada, y el rol del Estado en la economía, fue civilista
y liberal hasta 1939. Desde ese momento el Estado comenzó a intervenir
ampliamente en la economía, no solo para limitar el ejercicio de la libertad de
empresa sino además, para gestionar directamente actividades económicas, todo
lo cual marcó el tránsito del orden público negativo al orden público positivo.
Cfr.: Hernández G., José
Ignacio, La libertad de empresas y sus garantías jurídicas. Estudio
comparado del Derecho español y venezolano, FUNEDA-IESA, Caracas, 2004, pp.
56 y ss.
[12] Véase
nuestro análisis histórico sobre los orígenes del Derecho Administrativo en Hernández
G., José Ignacio, ”Una mirada al Derecho Administrativo en el centenario de su
enseñanza”, en 100 Años de la Enseñanza
del Derecho Administrativo en Venezuela 1909-2009. Tomo I, UCV, Centro de
Estudios de Derecho Público, FUNEDA, Caracas, 2011, pp. 38 y ss.
[13] La
otra interpretación es que la emisión de billetes era una actividad exclusiva
del Estado quien podía conceder discrecionalmente su ejercicio a la iniciativa
privada mediante la concesión administrativa, que bajo el moderno Derecho
Administrativo, es una técnica de intervención distinta a la autorización
(Hernández G., José Ignacio, Derecho Administrativo y regulación económica, EJV,
Caracas, 2006, pp. 345 y ss.). No parece ser ésa la interpretación que se
desprende de la Ley de Bancos de 1936, que más bien reguló la competencia del
Poder Nacional de legislar sobre el dinero, en concreto, regulando la emisión
privada de billetes como actividades de libre ejercicio, a través de la técnica
de la autorización y la supervisión. Véase en general a Bello, Crisanto, “Oro y
Billetes: BCV contra BCV”, en Venezuela siglo XX. Visiones y testimonios,
Fundación Empresas Polar, Caracas, 2000, pp. 273-295.
[14] El
numeral 4 del artículo 77 de la Constitución de 1936 estableció la competencia
del Poder Legislativo de “legislar sobre la moneda nacional, fijando su
tipo, valor, ley, peso y acuñación, y acerca de la admisión y circulación de la
moneda extranjera; pero en ningún caso, ni por ningún motivo, podrá decretarse
ni autorizarse la circulación de billetes de banco, no respaldados por el
encaje o reserva metálica, determinado por la ley, ni de valor alguno
representado en papel, pues se mantendrá siempre el patrón de oro”. Nótese
que el rol del Estado era autorizar la emisión de billetes, lo que es cónsono
con la tesis según la cual esa emisión era una actividad de libre ejercicio,
sin más limitaciones que las establecidas en la Ley dictada de acuerdo con ese
numeral, como lo hizo la Ley de Bancos de 1936. Como veremos, en la sentencia
comentada, la Sala ensayó otra interpretación.
[15] Nos
remitidos a las referencias bibliográficas contenidas en Hernández G., José
Ignacio, Derecho Administrativo y Regulación Económica, cit.
[16] A
partir de 1939, según conclusión generalizada de la doctrina venezolana, el
modelo económico pasó a ser mixto, pues junto a las instituciones de Derecho
Civil basadas en el orden público negativo, surgieron instituciones de Derecho
Administrativo basadas en el orden público positivo. En especial, véase a
Brewer-Carías, Allan, “El derecho de propiedad y la libertad económica.
Evolución y situación actual en Venezuela”, en Estudios sobre la Constitución. Libro homenaje a Rafael Caldera, Tomo
II, UCV, Caracas, 1979, pp. 1140 y ss. En ese mismo libro, véanse los
trabajos de Carrillo Batalla, Tomás, “El sistema económico constitucional
venezolano”, y Mayobre, José Antonio, “Derechos económicos”. En general, puede
verse también a Meier, Henrique, “Fundamento constitucional de la actividad
económica del Estado Venezolano”, en Revista
de la Facultad de Derecho de la Universidad Católica Andrés Bello, N° 22, Caracas, 1976, pp. 173 y ss. Las críticas a esta posición en De León,
Ignacio, “Análisis positivo del sistema constitucional económico venezolano”,
en SUMMA, Libro Homenaje a la
Procuraduría General de la República, Caracas, 1998, p. 303.
[17] La
expropiación es, antes que nada, una restricción a la libertad general y a la
propiedad privada, que además, puede aparejar el derecho a una indemnización,
incluso, en caso de medidas de efecto expropiatorio derivadas de Leyes, lo que
se conoce como “Leyes expropiatorias”. Pero la compensación es una consecuencia
de la medida expropiatoria, y no un elemento que califica a esta medida. De esa
manera, si se interpreta la Ley de 1939 como una regulación coactiva que
suprimió el derecho a emitir billetes y dispuso la cesión coactiva de la
propiedad sobre el oro, entonces, debe concluirse que esa Ley dispuso medidas
de efecto expropiatorio. No corresponde a este trabajo analizar el derecho a la
indemnización, lo que dependía en todo caso de la existencia de un daño, o sea,
una aminoración patrimonial. Una primera conclusión debe considerar que la
medida afectó pasivos y activos, incluso, previéndose el pago de la diferencia
por el BCV, con lo cual contablemente, la medida parecería tener un efecto
patrimonial neto. Pero incluso siendo ello así, lo cierto es que se trató de
una medida de efectos expropiatorios, en especial, pues la propiedad del oro –limitada,
ciertamente, por su función económica de respaldo, pero propiedad privada en
fin– fue transferida coactivamente por decisión de la Ley (aun cuando, como
vimos, en el litigio civil del Banco Venezolano de Crédito, no se le dio esa
interpretación, pues la Ley fue interpretada a la luz del orden público
negativo, aspecto que en todo caso no tratamos en detalle aquí).
[18] Hernández
G., José Ignacio, “La formación de la Administración Pública venezolana bajo el
régimen de Juan Vicente Gómez”, en Revista de Derecho Público, N°
159/160, Caracas, 2019, pp. 79 y ss.
[19] Brewer-Carías,
Allan Principios del régimen jurídico de la organización administrativa, EJV,
Caracas , 1991, pp. 120 y ss.
[20] Caballero Ortiz,
Jesús, Los institutos autónomos, FUNEDA-EJV,
Caracas, 1995, pp. 86 y ss., y Garrido Rovira, Juan, Temas sobre la Administración Descentralizada en Venezuela, EJV,
Caracas, 1984, pp. 39 y ss.
[21] Ernst,
Daniel, Tocqueville’s Nightmare: The Administrative State Emerges in
America, 1900-1940, Oxford University Press, Oxford, 2014, pp. 1-9. Véase
en general a Breyer, Stephan, el al.,
Administrative Law and Regulatory Policy. Problems, Text, and cases, Sexta
Edición, Aspen, 2006, pp. 36 y ss.
[22] Crowell
v. Benson, 285 U.S. 22 (1932). Vid. Vermeule, Adrian, Law’s Abnegation:
From Law’s Empire to the Administrative State Harvard University Press,
Cambridge, 2018, pp. 24 y ss.
[23] Sunstein,
Cass y Vermeule, Adrian, Law & Leviathan. Redeeming the administrative
state, The Belknap Press of Harvard University Press, Cambridge, 2020.
[24] Hernández
G., José Ignacio, “Hacia los orígenes históricos del Derecho administrativo
venezolano: la construcción del contrato administrativo, entre el Derecho
público y el Derecho privado”, en Boletín
de la Academia de Ciencias Políticas y Sociales, N° 147, Caracas, 2009,
pp. 39 y ss.