EL INTERÉS GENERAL EN LOS
ACTOS CUASIJURISDICCIONALES
Fernando Javier Delgado Rivas[1]
Resumen: El trabajo estudia los procedimientos tramitados por la Administración Pública
venezolana que localmente se han denominado como “cuasijurisdiccionales”, con
el fin de conocer los efectos que en la práctica resultan de la aplicación de
los también llamados actos cuasijurisdiccionales y su relación con el concepto
de interés general.
Palabras clave: Acto
cuasijurisdiccional – Interés general – Imparcialidad.
SUMARIO. Introducción. I.
Contexto actual de los actos cuasijurisdiccionales. 1. Conceptualización
general. 2. La expansión legislativa de la figura. 3. Críticas
surgidas como consecuencia de su implementación e impugnación. 4. La
figura en el Derecho Comparado. II. La constatación de la existencia o
no de un interés general en los actos cuasijurisdiccionales. 1. El
interés general como justificación para el ejercicio de autotutela
administrativa. 2. El interés general en el marco del ordenamiento
jurídico venezolano. 3. El Estado Social y la Administración
Prestacional: En búsqueda de la igualdad y el bienestar colectivo. 4. La
pretensión de tutelar el interés general, mediante la posibilidad de dictar
actos cuasijurisdiccionales. 5. La parcialidad de la Administración
Pública: Su ineludible carácter político, ante la posición de tercero
“imparcial” del juez. 6. La eficacia de los actos cuasijurisdiccionales:
Percepción general. Conclusiones.
En
el marco de la estabilización y desarrollo del sistema de democracia liberal
que imperó en la República de Venezuela desde el año 1958, las instituciones
políticas del Estado acrecentaron de una manera considerable su esfera de
actuación en la sociedad. Producto de la influencia de la noción de Estado
Social de Derecho, establecida en la Constitución de 1961, el legislador –ya
fuese éste directamente o el Presidente de la República por delegación de aquél–
se propuso acrecentar la intervención directa y actuación positiva de la rama
ejecutiva del poder público en muchísimos aspectos de la vida económica y
social de nuestro país; y ello lo haría a través de la principal y más idónea
herramienta con la que este cuenta para el logro de esos fines, la
administración pública.
Este
crecimiento de la administración pública –en tanto objeto principal de estudio
del derecho administrativo– trascendió de una manera tal que hizo reconsiderar
el enfoque que se tenía sobre uno de los principios pilares del Estado de
Derecho moderno, el principio de la separación orgánica de las ramas del poder
público, debido a que toda esa estructura de órganos y entes de carácter
administrativo, se encontraba ejerciendo funciones que parecían guardar
bastante similitud con las demás funciones estatales. Ello fue producto del
nacimiento de una multitud de diversas actuaciones que la legislación le fue
encomendando a la administración pública, lo cual a su vez resultó también en
la dedicación de la doctrina administrativista al profundo estudio y desarrollo
de teorías a partir de esa nueva realidad.
Dentro
de ese contexto, el estudio de la administración pública se enfocó mucho más en
las distintas figuras o instituciones, como lo son por ejemplo el acto
administrativo, procedimiento administrativo, responsabilidad administrativa,
entre otras, que en la dogmática sobre el sistema en general y los elementos
definitorios de la función administrativa como un todo y esencia del derecho
administrativo. Sin embargo, del estudio de estas figuras, la doctrina y
jurisprudencia fue resaltando ciertos caracteres propios, diferenciadores y
esenciales a la actuación de los órganos de la administración pública, o del
ejercicio de la función administrativa propiamente dicha. Así pues, se comenzó
a hablar de los principios del procedimiento administrativo, diferenciándolo de
esa forma del clásico procedimiento jurisdiccional, propio de la teoría general
del proceso.
Pero
el exponencial incremento de las actividades administrativas durante ese
periodo de desarrollo de nuestras instituciones públicas, trajo –tal y como ya
lo habíamos asomado– que surgieran una gran variedad de procedimientos
especiales aplicables a muchos sectores regulados de la sociedad. De algunos de
estos procedimientos la doctrina comenzó a notar que su configuración y
cometidos parecían guardar una gran similitud con los de otra tipología, como
lo son los jurisdiccionales. De ahí que la doctrina comenzará a reflexionar
sobre el relajamiento del principio de separación orgánica de las ramas del
poder público, a la vez que reconocía la vigencia de estos nuevos procedimientos,
con la finalidad de estudiar y delimitar sus aspectos definitorios y efectos en
la práctica.
En
un principio, bastó como justificación para la creación de estos particulares
procedimientos (junto con la consecuente posibilidad de dictar actos administrativos
de una tipología y contenido distintos a los ya conocidos y aceptados por la
teoría del acto administrativo), que el legislador se apoyara en determinadas
motivaciones, que resultaban o se traducían en la necesidad de lograr
imperiosamente ciertos efectos de vital importancia pública, enmarcados en los
fines del Estado, como por ejemplo la protección o fortalecimiento de un grupo
social considerado débil.
Salvo
algunas consideraciones plasmadas en ciertos votos salvados en decisiones de la
Corte Suprema de Justicia, ni la jurisprudencia en general, ni la poca doctrina
que se ocupó de estudiar estos especiales procedimientos llegó a reflexionar
sobre si estos realmente comprendían el ejercicio de una verdadera función
administrativa; lo anterior quizás se deba a la falta de esa sistemática
estructuración general de conceptos esenciales y definitorios de esa función,
dentro del contexto de nuestro ordenamiento jurídico. No obstante, ello no
implica que entre nosotros no existan esos conceptos fundamentales, ideas
principales o nociones definitorias, o que no puedan deducirse de nuestro texto
constitucional y demás legislación vigente que rija el ejercicio de la función
administrativa.
Uno
de esos conceptos esencialísimos y definitorios del concepto de administración
pública o ejercicio de la función administrativa, que ha sido observado y
considerado desde hace mucho tiempo en la doctrina clásica extranjera, y
recientemente tomado en cuenta por la doctrina patria, es el de interés
general. Quizás es este el elemento de mayor utilidad para el entendimiento de
la función y actividades administrativas, y que también pudiera servir de
justificación de éstas.
No
basta con identificar al interés general como factor definitorio o
determinante, sino que también se hace necesario entenderlo dentro del contexto
de nuestro ordenamiento jurídico. En vista de la dificultad de aprehender un
concepto como éste, resulta vital estudiarlo conjuntamente con cada institución
o figura especial del derecho administrativo, a través del análisis de los
efectos de la implementación de éstas en la práctica; para al final volver a lo
que se deduce implícitamente de la ley, obteniendo así una comprensión
integral, verificando la congruencia del concepto fundamental con las distintas
actividades o figuras.
Consideramos
entonces que resulta conveniente y útil, realizar el referido análisis sobre los procedimientos llevados por órganos de la
administración pública venezolana, que localmente se han denominado como
“cuasijurisdiccionales”. El análisis en cuestión no sería a los fines de
verificar si estos procedimientos son inconstitucionales o no, o si en verdad
su naturaleza es otra totalmente distinta. Realmente el objeto propuesto es
estudiar los efectos que en la práctica resultan de la aplicación de los
también llamados actos cuasijurisdiccionales y su relación con el concepto de
interés general, un concepto que derive de las disposiciones del ordenamiento
jurídico vigente.
Resulta
de una vital importancia cuestionarse o reflexionar acerca de si todas las
actividades para las que el legislador ha hecho competente a determinados entes
u órganos de la administración, realmente cumplen con tutelar los fines
estatales que solo aquella está llamada a hacerlo, a través de las formalidades
y procedimientos que le son propios, y de conformidad con la ley. Procedamos
pues, al estudio y análisis integral de estos tan particulares y no poco
polémicos procedimientos, y del interés general que pudiera estar contenido o
no, en ellos.
Desde
que surgieron las primeras manifestaciones legislativas que dispusieron la
creación de este tipo muy particular de procedimientos administrativos bajo
estudio, al tiempo se fue desarrollando también el análisis jurisprudencial en
un primer momento, y posteriormente el doctrinario, que poco a poco vino a
precisar la naturaleza o esencia aparentemente mixta de estos procedimientos.
Como
resultado de lo anterior, y ante un crecimiento o expansión legislativa de las
leyes establecedoras de la figura, se fue configurando un concepto más o menos
aceptado entre la jurisprudencia y doctrina venezolana. Ello no evitó de todas
formas que aparecieran críticas, y sobre todo problemas al momento de la
implementación en la práctica de esos procedimientos.
El
recuento y consideración de todo lo anterior, nos permitirá conocer el contexto
actual que arropa a los actos y procedimientos cuasijurisdiccionales, tarea
ésta imprescindible a los efectos de verificar los efectos que desde el punto
de vista del interés general pudieran alcanzar o no.
No
menos importante resulta señalar también –aunque sea someramente– el hecho de
la existencia y apreciación de estos procedimientos, por parte del derecho
comparado, lo cual no hará sino darnos más luces sobre su verdadera naturaleza.
Una
gran parte de la doctrina ha dicho en reiteradas oportunidades que las
diferentes ramas del poder público generalmente cumplen otras funciones
adicionales a la primaria que les es asignada conforme al principio de
separación orgánica[2],
que rige en la mayoría de los ordenamientos jurídicos contemporáneos. Pues
bien, y en lo que respecta a nuestro objeto de análisis, se ha dicho y
establecido tanto por la doctrina y la jurisprudencia patria que inclusive el
ejercicio de la jurisdicción o función jurisdiccional por parte de ciertos
órganos de la administración pública, se encuentra establecido en el derecho
positivizado.
Con
respecto a la función jurisdiccional ejercida por los órganos de la
administración pública, dicho en otras palabras, los órganos pertenecientes a
la rama ejecutiva del poder público[3],
algunos han llegado a afirmar inclusive que los procedimientos de segundo grado
o recursivos, mediante los cuales los particulares interesados buscan la
revocatoria o anulación de cierto acto administrativo, constituyen un ejemplo
del ejercicio de potestades jurisdiccionales por parte de la administración[4].
De nuestra parte, rechazamos de plano esta postura, no solamente porque tiene
muy poco sustento tanto en la doctrina como en la jurisprudencia actuales, sino
también porque consideramos firmemente que los procedimientos de segundo grado
o recursivos cumplen en cierta forma con los mismos objetivos de los
procedimientos de primer grado o constitutivos, que son la búsqueda de la
verdad material sobre los hechos, en una especie de cooperación entre el
particular y la administración.
El
hecho de que un particular manifieste su inconformidad o la afectación de sus
derechos subjetivos por parte de la administración pública, mediante la
interposición de los recursos legalmente establecidos, ello no debería
significar sino una garantía para el ejercicio del derecho a su defensa, en
tanto que cualesquiera de estos actos podría en principio llegar a afectar sus
derechos subjetivos, ya sea desde un punto de vista patrimonial o no; al mismo
tiempo, el ejercicio o interposición de los recursos, significa también una
oportunidad para que la administración pueda revisar sus propias actuaciones a los
fines de poder adecuarlas con los requisitos legales de fondo y forma, y
también una oportunidad para el ejercicio del control jerárquico cuando los
recursos son decididos por una autoridad superior, como es el caso del recurso
jerárquico establecido en la Ley Orgánica de Procedimientos Administrativos.
Ello resalta que el procedimiento administrativo, tanto el de primer grado como
el de segundo grado, no resulta solamente en un mecanismo para garantizar el
apego a la legalidad y correspondiente garantía de los derechos de los
particulares, sino que también es muy útil desde una perspectiva técnica[5]
para la administración pública, en el sentido de que traza las líneas para que
sus actividades puedan ser lo más eficaces y eficientes posibles, además que
otorga la posibilidad de un control por la autoridad superior en el caso de
interponerse el recurso correspondiente contra el acto dictado en el
procedimiento original constitutivo.
Lo
que queremos demostrar en este punto, es que como quiera que se le vean, los
procedimientos de segundo grado no contienen en esencia una contención o
conflicto directo y concreto entre unas supuestas partes que serían la
administración y el particular. De ser así, ello desvirtuaría por completo el
procedimiento administrativo establecido para la interposición de estos
recursos, dado que su naturaleza teleológica, como se dijo antes, es ante todo
la de una especie de colaboración entre ambas partes para asegurar la realidad
de los hechos y su conformidad con el derecho para la decisión administrativa
correspondiente. No vemos entonces en forma alguna, el ejercicio de una función
jurisdiccional en estos casos.
Existen
otros muy particulares actos, de más reciente creación legislativa, que por su
esencia no parecieran encajar, al menos no sustancialmente, en el concepto
clásico de acto administrativo y su correlativo procedimiento, sino que debido
a las partes involucradas, derechos debatidos y particularidades del
procedimiento como tal, parecieran girar al campo de un acto dictado por
órganos jurisdiccionales, aunque nunca llegando a contar con todas las
formalidades para ser considerado una sentencia, poder este exclusivo de los
órganos de la rama judicial.
Debido
a que estos actos no pueden entonces fácilmente ser conceptualizados como uno u
otro (acto administrativo o sentencia) la doctrina ideó la solución ecléctica y
no menos polémica o problemática de calificarlos como “actos
cuasijurisdiccionales”.
Los
así llamados actos cuasijurisdiccionales tienen –entre nosotros– uno de sus
primeros antecedentes legislativos en la Ley de Despidos Injustificados[6],
pero no fue sino hasta principios de la década de 1990, que una muy importante
exponente de la doctrina administrativista venezolana y magistrada de la
antigua Corte Suprema de Justicia, la Dra. Hildegard Rondón de Sansó, los
calificó de esa manera, estudiándolos por primera vez en su obra “Los Actos
Cuasijurisdiccionales”[7].
La
primera definición que propuso dicha autora a estos muy particulares actos fue
la siguiente:
…es revelador de las características de un tipo especial de
procedimiento que se denomina procedimiento cuasijurisdiccional, en el cual la
Administración no realiza como objetivo esencial, su función de satisfacer en
forma práctica los intereses de la comunidad o sus propios intereses, sino que
está destinada a declarar ante varios sujetos en conflicto quién tiene la razón
y quién no la tiene. Esta declaración, que es análoga en su estructura a la de
un fallo judicial, es lo que vamos a denominar acto cuasijurisdiccional[8].
Antes
que nada, resulta imperioso resaltar un aspecto o rasgo claramente observable
de esta definición, el cual es que la misma se centra en el procedimiento
administrativo en particular cuya culminación es la producción del acto
cuasijurisdiccional, y no tanto en el acto en sí mismo. Al verificar esto,
vamos dilucidando que la figura de los actos cuasijurisdiccionales, por ser
actos presumiblemente administrativos, al menos desde un punto de vista
orgánico, no debe ser estudiada o analizada acudiendo únicamente a los
postulados de la teoría general del acto administrativo, en cambio, hay que
acudir –y tal vez primordialmente– a la teoría general del procedimiento
administrativo. En consecuencia, fue la configuración –mediante creación
legislativa– particular de unos nuevos procedimientos lo que conllevó a que la
doctrina construyera su conceptualización y se dedicara a su estudio, o por lo
menos a señalar la existencia de éstos como una figura muy particularmente
especial dentro del derecho administrativo venezolano.
De
manera tal que, pudiera entonces decirse que el objeto de estudio son realmente
los procedimientos cuasijurisdiccionales. Sin embargo, hemos optado por
mantener la denominación de actos en el título de este trabajo, debido a que
esa es la que mayor aceptación ha tenido tanto por la doctrina como por la
jurisprudencia patria, quizás por hallarse influenciadas permanente por este
trabajo original de la Dra. Rondón de Sansó. Pero volviendo a hacer énfasis en
las características del procedimiento como tal, en tanto verdadero rasgo definitorio,
vemos cómo esta misma autora, destacando el hecho de que la figura ya se
encontraba establecida en una variedad de instrumentos legales, señala que: “En
todo caso, múltiples son los procedimientos cuasijurisdiccionales que
existen en el derecho positivo venezolano”[9]. Y
es que en puridad de conceptos y desde la perspectiva orgánica y formal, el
acto que resulta de estos procedimientos no podría en forma alguna ser
calificado como un laudo o decisión arbitral, menos aún como una sentencia,
sino que son algunos de los elementos de su procedimiento particular los que
llevan a concluir que este no es el procedimiento administrativo comúnmente
establecido en las normas de derecho administrativo, en especial en la Ley
Orgánica de Procedimientos Administrativos[10],
sino que por el contrario plantean una situación mucho más parecida a los
procedimientos llevados ante los órganos jurisdiccionales de la rama judicial
del poder público.
Parafraseando
parte de los postulados de la Dra. Hildegard Rondón de Sansó, los elementos que
según ella saltan a la vista en este tipo de procedimientos que, aunque sean
llevados en sede administrativa, hacen que posean otra naturaleza son: (1) el
particular o sujeto que hace valer una pretensión con respecto a otro
particular, con prescindencia de la administración, constituyéndose ambos como
verdaderas partes en confrontación; (2) la administración actuando como árbitro
que decide sobre la controversia, con base a lo alegado y probado por las
partes, y su correspondiente subsunción en los supuestos de hecho establecidos
en la norma de aplicación; (3) las partes tienen los derechos y cargas de
demostrar sus pretensiones, pudiendo los particulares o sujetos contra quienes
se promueven los alegatos y pruebas, contratacar con los mismos medios; y (4)
la administración no debe (en principio) actuar como parte, sino cumplir una
función análoga a la de un juez, lo cual implica contar con la necesaria y
adecuada imparcialidad frente a las partes en conflicto.
El
último elemento mencionado, es quizás uno de los más controvertidos, debido a
que si bien es cierto que se ha dicho (como lo señalamos más arriba) que a
veces los órganos de la rama ejecutiva del poder público (administración
pública en sentido orgánico) pueden llegar a ejercer funciones principales o
idóneas de otras ramas, entre esta la jurisdiccional, resulta mucho más difícil
establecer una función completamente análoga a la del Juez, no tanto por la
función en sí misma, sino por lo que significa ser juez conforme al derecho positivo
venezolano vigente, en primer lugar; y en segundo lugar a los principios
aceptados local e internacionalmente, que rigen la actuación de estos
funcionarios. No obstante, este no es sino una de las dificultades que surgen
de la mera existencia de estos procedimientos y que por ello han llevado a la
creación de esta denominación un tanto ecléctica que infiere un intento o
pretensión de llegar a ser algo, pero que en definitiva nunca termina de serlo[11].
Adicionales
a la anterior comentada, otras conceptualizaciones pueden ser ubicadas en
diferentes estudios del resto de la doctrina venezolana, de entre los pocos que
ha habido luego del ya mencionado, la mayoría son críticos a la figura, pero no
por ello podemos dejar de observar algunos elementos importantes con miras a la
aprehensión o comprensión del concepto que tenga mayor aceptación en la
actualidad. Uno de los trabajos dedicados al estudio de los actos
cuasijurisdiccionales, pareciera a primera vista no solo ser crítico sino
inclusive, y yendo más al fondo, negar de plano su existencia, aunque creemos
que tal vez el título de este trabajo puede crearnos una presunción acerca de
sus conclusiones que no es del todo acertada.
En
la obra titulada “Inexistencia de los actos cuasijurisdiccionales”[12]
de la autora Rosibel Grisanti Belandria, prologada por el prolijo doctrinario
José Araujo-Juárez y publicada poco tiempo después de los estudios de la
magistrada Rondón de Sansó –quizás a manera de contestación a las ideas
planteadas en éstos– la autora, no obstante, haber negado el tan mentado
carácter jurisdiccional en estos procedimientos, sostiene al mismo tiempo la
posible necesidad y conveniencia de la existencia de estos tal y como están
estipulados en la normativa legal correspondiente, con la diferencia de que
opina en calificarlos indiscutiblemente como procedimientos administrativos
productores de verdaderos actos administrativos, con todas las consecuencias
legales que ello conlleva. Así pues, al examinar sus argumentos con
profundidad, podemos inferir que no es la inexistencia total de la figura lo
que la autora pretende establecer, sino únicamente un cambio de denominación o
caracterización. Sin embargo, extraerle todo aspecto jurisdiccional del
concepto y naturaleza jurídica de estos procedimientos no es algo que produzca
pocas consecuencias, sobre todo cuando analizamos los efectos en la práctica de
su aplicación, especialmente en lo que a sus medios de impugnación se refiere,
punto que analizaremos en un capítulo dedicado a ello en el presente trabajo.
Al
no criticar o negar enteramente la figura de los actos cuasijurisdiccionales,
tal y como pareciera desprenderse del título de la obra, Grisanti Belandria
establece justificaciones para la existencia de estos procedimientos en el
derecho positivo venezolano, indicando entre otras razones que: “Cuando la
Administración resuelve controversias entre particulares actúa como tutora del
interés público”[13].
Lo que trata de establecer entonces, es que los llamados procedimientos
cuasijurisdiccionales no contienen, a pesar de guardar ciertas semejanzas, un
carácter jurisdiccional, sino que son simplemente una variedad especial de
procedimiento administrativo, producto de que la administración contemporánea
se “desenvuelve a través de una multiplicidad de actividades”[14]
a los fines de llevar a cabo sus objetivos. A fin de cuentas, nos
encontraríamos entonces frente a un error grave por parte de la doctrina y la
jurisprudencia en la denominación o caracterización de unos procedimientos
administrativos como “cuasijurisidiccionales” o parcialmente jurisdiccionales
cuando en realidad no lo son, pero que tal como están configurados en la
legislación, mantienen su conformidad con los principios que rigen la actuación
de la administración pública tutora del interés público o general, y –por
supuesto– con la Constitución[15],
una que para ese momento –según afirmó una gran parte de la doctrina–
establecía un Estado Social, en el cual la administración pública debe realizar
actividades prestacionales en la procura de un bienestar colectivo y para la
satisfacción en un mínimo indispensable de los llamados “derechos sociales” de
la población, como por ejemplo podrían serlo el derecho al pleno empleo o a una
vivienda digna.
En
suma, la mencionada autora llega a definir o conceptualizar los –según ella
erróneamente– llamados actos o procedimientos cuasijurisdiccionales, casi de la
misma forma que lo había venido haciendo la doctrina y jurisprudencia
venezolana, en tanto actos dictados por la administración para resolver
conflictos entre particulares, aunque substrayendo totalmente todo contenido
jurisdiccional a éstos. Las razones en que se basa para llegar a esta
conclusión, son en parte las críticas que se le han hecho a esta figura,
centradas principalmente en el hecho de que la administración pública, por ser
parte interesada (tutora del interés general) y por ende parcializada, no
independiente y sujeta a un principio de jerarquía no podría jamás equipararse
a la figura del juez, el cual si cuenta con todos los caracteres de total
imparcialidad, tercero ajeno a la categoría de parte interesa e independencia
(no sujeción a un superior jerárquico), cuyo único fin es decir el derecho, que
son los que en esencian definen a la función jurisdiccional del Estado.
Otro
carácter de índole jurisdiccional que faltaría también en cualquier acto
administrativo orgánicamente hablando, sería el de la cosa juzgada[16],
por la razón de que todos los actos dictados por la administración pública
están sujetos a la revisión posterior por parte de los órganos
jurisdiccionales, negándoseles entonces ese factor definitivo con el que sí
cuentan las sentencias, actos propiamente jurisdiccionales.
Habida
cuenta de que los actos dictados por la administración solo pueden ser
considerados como cosa decidida[17],
no podría decirse que algunos de ellos son de una mixtura
administrativo-jurisdiccional o cuasijurisdiccional como los ha calificado la
doctrina venezolana, todo ello de conformidad con el planteamiento de la
inexistencia (de esa denominación) de parte de Grisanti Belandria conforme al
cual, solo los procedimientos verdaderamente jurisdiccionales dictados por la
rama judicial del poder público, pueden contar con la cualidad de cosa juzgada.
Ya
hemos dicho entonces que el citado estudio coadyuva con la conceptualización y
definición general que la doctrina y jurisprudencia le habían endilgado a este
tipo de procedimientos, al menos desde un punto de vista formal, con la
diferencia de que niega reiteradamente toda cualidad de jurisdiccional en su
contenido material o esencial. Otro punto que quisiéramos señalar sobre ese
trabajo –quizás uno de los mejores que se ha hecho en torno a este tema, con
todo y las críticas o diferencias que se pueda tener con algunas de sus
conclusiones finales– es la mención que en él se hacen sobre los distintos
procedimientos administrativos a los que en algún momento la doctrina,
principalmente extranjera, ha llegado a establecer que poseen cierto contenido
o carácter jurisdiccional. Estos son, según la autora señala, los actos de la
llamada “jurisdicción disciplinaria”, los recursos administrativos y también
los procedimientos sancionatorios.
Tal
y como lo hemos dicho, entre nosotros ninguno de esos otros procedimientos
llegó a ser catalogado como de una mixtura administrativa jurisdiccional o
cuasijurisdiccional, con la sola excepción de los procedimientos
disciplinarios, los cuales, si fueron considerados con tal carácter en un
momento, mediante sentencia de la Sala Político Administrativa de la antigua
Corte Suprema de Justicia con ponencia del magistrado Dr. René de Sola[18],
según la cual, los actos que eran dictados por el antiguo Consejo de la Judicatura
y que culminaban en una sanción disciplinaria, eran de una indudable naturaleza
jurisdiccional, y que por lo tanto no podía considerárseles como actos
administrativos capaces de ser impugnados antes los órganos jurisdiccionales
con competencia en lo contencioso administrativo. Hecho curioso es el que este
mismo magistrado en una sentencia anterior había negado por completo –a través
de un voto salvado– la conformidad de los procedimientos administrativos
cuasijurisdiccionales con el derecho positivo venezolano[19].
Posteriormente este criterio jurisprudencial fue abandonado, volviendo a
permitirse la impugnación de cualquier acto administrativo en sede judicial,
independientemente del tipo de procedimiento que se haya seguido para dictarlo.
Igualmente, solo el concepto ideado por la magistrada Hildegard Rondón de Sansó
sería el acogido por la jurisprudencia (y la doctrina), hecho que analizaremos
en breve.
En
cuanto a los procedimientos recursivos o de segundo grado, hay quienes afirman
que éstos contienen un carácter jurisdiccional debido a que comprenden una
especie de contención entre el particular y la administración. No obstante,
esta disertación no ha sido de mucha aceptación inclusive en el derecho
comparado. Quienes la critican afirman que el derecho de recurrir a los actos
administrativos constitutivos o de primer grado comprende más que todo una
expresión del ejercicio del derecho a la defensa y al debido proceso reflejado
en los procedimientos administrativos[20] y,
a la vez, una posibilidad para que la administración vuelva a revisar sus actos
(potestad de autotutela) pudiendo revocarlos en su totalidad o parcialmente en
el caso de verificarse algún vicio de nulidad absoluta o relativa, realizar
correcciones en beneficio del particular y hasta considerar nuevamente las
razones de oportunidad y conveniencia que llevaron a dictar el acto original;
lo mismo sucede cuando se ejerce un recurso jerárquico, con la diferencia de
que al ser un superior jerárquico el órgano revisor, se pone en práctica el principio
de jerarquía típico de la administración pública, a través del cual esta no
solo verifica el cumplimiento de los lineamientos establecidos en las políticas
públicas implementadas desde los más altos niveles de su estructura
organizativa, sino que también puede revisar el cumplimiento con la legalidad
de todas sus actuaciones.
Es
por ello que se reafirma, con toda razón, lo que ya habíamos dicho de que el
procedimiento administrativo comprende a la vez una garantía para el
particular, en tanto que sirve para la protección de sus derechos subjetivos
individuales, como para la administración, en el sentido de que está última
puede cumplir sus objetivos eficazmente mediante una mejor técnica.
Observaciones
similares se hacen a la opinión según la cual los procedimientos sancionatorios
poseen alguna cualidad o carácter jurisdiccional, por supuestamente consistir
en una contención o controversia entre la administración y el particular que
sería sancionado o no. El hecho es que estos procedimientos no son sino una
expresión de las potestades de la administración que se concretan en las
llamadas actividades de policía, cuyos fines son los de asegurar el
cumplimiento de disposiciones legales que tutelan de forma directa el interés
general o público. Lógicamente, no pudiera de otra forma entenderse la potestad
de autotutela y los fines a los que está llamada a cumplir la administración,
si ella misma no pudiera sancionar a los particulares y funcionarios públicos
que también infrinjan esas normativas, de no ser así, la administración se
encontraría en la misma situación jurídica de cualquier otro particular. En
resumen, en estos casos de supuestos procedimientos cuasijurisdiccionales, la
administración no posee en la absoluto una controversia con algún particular,
sino que únicamente actúa mediante la imposición de sanciones –que ella misma
puede ejecutar– a aquellos particulares que presuntamente han infringido alguna
disposición legal o reglamentaria, con la finalidad de reforzar su
cumplimiento, en tanto normas legales cuya ejecución directa supone no otro fin
sino aquel de tutelar directa y concretamente un interés general.
En
tiempos más recientes, parte de la doctrina que ha vuelto a estudiar con
profundidad los procedimientos cuasijurisdiccionales, lo ha seguido haciendo de
forma crítica, como por ejemplo lo hace el profesor Luis Pompilio Sánchez en su
obra “La Inconstitucionalidad de los Actos Cuasijurisdiccionales”[21].
De este trabajo en particular, podemos preliminarmente destacar de su título,
que pareciera mantenerse en el mismo hilo de discusión que originalmente se
planteó con la obra original de Rondón de Sansó. Con base a esa premisa,
pasemos ahora a confirmar si la conceptualización de la figura sigue –con los
agregados e interpretaciones que correspondan– más o menos esa misma línea de
pensamiento.
En
efecto, luego de hacer un recuento sobre lo que este autor indica como los
posibles origines o ejemplos más lejanos de actividades jurisdiccionales
realizadas por órganos administrativos en Francia, explicando las razones
históricas para que ese ordenamiento jurídico retuviera en la rama ejecutiva,
el ejercicio de las potestades jurisdiccionales sobre éstos; afirma después que
“El ejercicio de función o Potestad jurisdiccional por parte de la Administración
es admitido actualmente por doctrina calificada y por los propios tribunales,
los cuales dan por cierto y válido que el Ejecutivo pueda dictar actos de
contenido o sustancia jurisdiccional”[22].
Pero
acerca de la naturaleza o esencia de esos actos, dirá también que dicho
reconocimiento por parte de la doctrina y jurisprudencia tienen como de uno de
sus principales basamentos a la posición de Hildegard Rondón de Sansó[23]
y más adelante, al momento de analizar las ideas esbozadas por Grisanti Belandria
quien –tal y como lo acabamos de indicar– niega el carácter jurisdiccional de
estos actos y sus respectivos procedimientos constitutivos, mas no su validez
desde el punto de vista formal en lo que respecta a su situación dentro de las
funciones que constitucional y legamente puede ejercer la administración
pública. Afirma que los argumentos esgrimidos por esa autora no son lo
suficientemente válidos como para soportar que la rama ejecutiva del poder
público pueda decidir o resolver sobre “aquellos conflictos trabados entre
particulares por asuntos propios de la vida civil (comercio, relaciones
laborales, inquilinato)”[24].
De
lo expuesto anteriormente, se verifica fácilmente que este autor identifica
claramente, al menos dentro del contexto venezolano, a los actos cuasijurisdiccionales
como aquellos que se dictan en sede administrativa para la resolución de
ciertos conflictos intersubjetivos entre particulares, en consonancia con lo
que la doctrina y jurisprudencia ya habían más o menos establecido. No obstante,
dada la naturaleza critica de sus opiniones con respecto a estos actos, una por
demás muy acentuada o considerable ya que se refiere nada más y nada menos que
a un vicio de inconstitucionalidad, este autor establece –más allá de las
consideraciones acerca de la existencia o concurrencia de un interés general o
no, capaz de ser tutelado por la administración pública en lo que respecta a
las controversias para las cuales han sido establecidos los procedimientos y
actos cuasijurisdiccionales– que la nota más criticable de estos, es el hecho
de que mediante su imposición legislativa se ha afectado al derecho a una
tutela judicial efectiva consagrada de la forma más plena en la Constitución.
En efecto, al haber establecido las leyes creadoras de la figura en cuestión,
la necesidad de acudir a los procedimientos administrativos para la resolución
de ciertos conflictos intersubjetivos entre particulares, siendo los más
clásicos los relativos a los temas de inquilinato y laborales, como condición
para luego poder acudir a la vía judicial, nos encontraríamos entonces con una
suerte de aplicación de justicia retenida[25] por
parte de la administración. Por lo tanto, la nota de inconstitucionalidad se
limita a reclamar la violación del derecho y correspondiente garantía a una
tutela judicial efectiva, debido a que la obligatoriedad de acudir a la
administración para la resolución de un conflicto intersubjetivo frente a otro
particular negaría la posibilidad de acudir, en todo momento y a voluntad del
accionante, directamente a la vía judicial.
En
ese sentido, la idea principal plasmada por este autor, no es tanto negar el
hecho de que la administración pueda llevar válidamente procedimientos
administrativos que impliquen la resolución de controversia de derechos particulares
que presuntamente involucran o tienen como objetivo primordial la tutela de
interés general, sino que ellos no pueden seguir siendo un obstáculo para el
acceso a la jurisdicción, fase a la que de todas formas llegará el asunto,
debido a la posibilidad de impugnar o recurrir en esta sede los actos
administrativos[26].
Además
de afirmar la inconstitucionalidad de la legislación establecedora de estos
procedimientos, agrega que ellos comprenden también una inconveniencia para los
particulares, desde el punto de vista de su ejecución o de la verdadera
utilidad de las decisiones definitivas en sede administrativa, y debido al
tiempo y recursos que deberá emplear para su iniciación e impulso, tal y como
se tratase de dos procesos judiciales a seguir. Esto último implica el tema de
las consecuencias en la aplicación de los procedimientos cuasijurisdiccionales
en la práctica, muy especialmente en cuanto a su ejecución, entre otros;
igualmente destaca la discusión acerca de su conveniencia para los particulares
desde varias aristas, tema que no dejará de ser analizado en este trabajo por
cuanto consideramos aportará muchas luces a nuestro objetivo principal.
En
cuanto a la obligatoriedad en estos asuntos de cumplir o agotar una fase
previa, situación ésta qué anterior a la Constitución de 1999 representaba
quizás mucho menos controversia que hoy en día, debido a que en ese momento el
no agotamiento de la vía administrativa (incluidos los recursos) era causal de
inadmisibilidad para el ejercicio de las acciones judiciales ante los
tribunales con competencia en lo contencioso administrativo[27],
Pompilio Sánchez propone como solución que se establezcan en su lugar
procedimientos arbitrales, los cuales por definición comprenden una sujeción
voluntaria de las partes para la resolución de conflictos particulares. Además,
destaca que comprende y ve como recomendable la intervención de la
administración pública en aquellos conflictos entre particulares o
intersubjetivos “en los cuales está involucrado un interés general”[28].
Nuevamente
se repite aquella visión de que la administración puede y tiene la justificación suficiente para intervenir en las
contenciones legales que puedan surgir entre los particulares, al igual que lo
hizo Grisanti Belandria. No obstante, no se profundiza en qué casos sería esto
conveniente, más allá de unas meras alusiones a los conocidos principios del
Estado Social y la administración prestacional. En consecuencia, el interés
general, en alguna forma aparece en ese contexto como algo sumamente abstracto,
vagamente relacionado con la idea del Estado social.
Hasta
este punto, se puede afirmar entonces, sin duda alguna, que la doctrina
venezolana ha manejado reiteradamente y pacíficamente el concepto o figura de
los actos cuasijurisdiccionales, como aquellos dictados en sede administrativa
y precedidos por su respectivo procedimiento administrativo, que comprenden la
resolución de un conflicto o controversia entre particulares, y que por esa
razón contienen una mixtura o similitud con los actos propiamente
jurisdiccionales (sentencias). Así pues, aquellas visiones o teorías que
llegaron a incluir los recursos administrativos, los actos o procedimientos
sancionatorios y los de jurisdicción disciplinaria, no han tenido cabida, al
menos entre nosotros.
Por
lo que respecta a la jurisprudencia patria, sucede casi exactamente lo mismo.
En efecto, luego de 1990, prácticamente no ha hecho otra cosa sino
–en primer lugar– aceptar el ejercicio de funciones jurisdiccionales por parte
de la administración pública y –en segundo lugar– citar la doctrina reiterada
cuando entra a analizar los casos relativos a estos procedimientos, reafirmando
en el tiempo ese mismo criterio jurisprudencial. Las primeras sentencias que
hicieron mención expresa a la denominación de “actos cuasijurisdiccionales”
para referirse a estos procedimientos fueron precisamente dictadas con
posterioridad a la publicación homónima de la magistrada Rondón de Sansó. Entre
ellas destaca una citada por el Profesor Luis Pompilio Sánchez en su estudio ya
anteriormente mencionado, que es la sentencia de la Sala Constitucional del
Tribunal Supremo de Justicia, N° 438 del 04-04-2001, con ponencia del
magistrado Jesús Eduardo Cabrera, mediante la cual se reconoció que la
administración pública cumplía funciones jurisdiccionales análogas a las de un
juez para resolver controversias entre dos particulares, y además hace mención
de que por esa razón “se ha denominado a los actos que resultan de dichos
procedimientos como ‘actos cuasijurisdiccionales’”[29].
Más
adelante se dictarían otras sentencias reafirmando dicho criterio, no solamente
en cuanto al concepto como tal, sino sobre su denominación también. Por
ejemplo, la sentencia N° 1036 de 05-05-2003 de la Sala Constitucional del
Tribunal Supremo de Justicia, con ponencia del magistrado Antonio J. García
García, al resolver sobre un recurso de apelación contra una sentencia de la
Corte Primera de la Contencioso Administrativo, incluyó dentro de sus
considerandos lo siguiente:
…es menester indicar que ya esta Sala en anterior oportunidad
se ha pronunciado acerca de la posición procesal que pueden desempeñar, dentro
del proceso contencioso administrativo de nulidad de un acto administrativo
dictado en un procedimiento cuasijurisdiccional (Vid. Sent. N° 438/2001), las
partes y los terceros interesados en el mismo, destacando, como razón
fundamental de ese señalamiento expreso de la Sala, el hecho que en los
procedimientos administrativos cuasijurisdiccionales no se trata de la relación
Administración-administrado clásica, en el que la Administración actúa para
velar un interés propio y en el que los efectos del acto incidirán de forma
directa sólo en el administrado integrante de esa relación, sino que es un
procedimiento en el cual no actúa para tutelar de manera inmediata sus propios
intereses pues funge de órgano decisor en una relación existente entre dos
particulares (en cuya normalidad está inmiscuido el interés público) quienes,
en definitiva, tendrán intereses antagónicos con respecto al acto administrativo
que resulte de ese procedimiento y que como intereses antagónicos serán
defendidos en el procedimiento contencioso administrativo.
Como
claramente se puede observar, la citada decisión no solamente reitera el
criterio de la sentencia N° 438 de esa misma Sala, sino que además agrega un
análisis propio del cual indudablemente se desprende que para la jurisprudencia
venezolana el concepto de acto y procedimiento cuasijurisdiccional se limita a
aquél en el que la administración pública actúa no como parte, sino como órgano
decisor en una controversia que se presenta entre particulares. Resalta en la
argumentación citada, el hecho de que se haga mención de que la administración
no actúa por interés propio inmediato en estos casos. Nótese también que una de
las ideas presentes en el fallo es la de es explicar cómo debe desarrollarse el
procedimiento contencioso administrativo en cuanto a la nulidad de estos actos,
tema éste muy importante para nuestro estudio y que será comentado más adelante
cuando nos toque hablar sobre las consecuencias en la aplicación de estos
actos.
Otra
de las sentencias más recientes que se acogen al mencionado criterio es la N°
1320 del 08-10-2013, con ponencia del magistrado Arcadio Delgado Rosales, de la
cual citamos igualmente un extracto de sus considerandos:
A mayor abundamiento, debe acotarse que en los procedimientos
sustanciados por las autoridades administrativas, a través de los cuales ella
compone los conflictos suscitados entre diversos sujetos (dando lugar a las
providencias conocidas por la doctrina como actos cuasi-jurisdiccionales), a
todos los participantes en sede administrativa debe serles reconocida la
condición de verdaderas partes en el eventual juicio contencioso administrativo
cuyo objeto sea cuestionar la correspondiente providencia administrativa.
Similares
disposiciones podemos encontrar en la decisión N° 368 de 26-04-2013 de la Sala
Constitucional, con ponencia de la magistrada Luisa Estella Morales Lamuño, en
la cual se estableció el siguiente argumento en consonancia con el criterio
jurisprudencial reiterado:
Así, esta Sala Constitucional en anteriores oportunidades ha
establecido que en el marco de la actividad administrativa, hay ciertas
relaciones que no se verifican bajo la bilateralidad estricta entre
Administración-administrado, sino que hay categorías de procedimientos en los
cuales el órgano o ente administrativo tiene una injerencia activa en un
conflicto intersubjetivo, esto es, actúa como decisor en una relación entre
particulares que inmiscuye el interés público y ello cobra especial relevancia
a los fines de precisar, tanto en sede administrativa, como judicial, el
ejercicio del derecho a la defensa de todo sujeto con un interés jurídico en el
acto administrativo resultante bien del procedimiento constitutivo o cuya
legalidad se cuestione ante los órganos de la jurisdicción
contencioso-administrativa –que es el supuesto aquí analizado–.
Y
así también en las decisiones N° 640 de la Sala de Casación Social de 26-05-2014,
con ponencia de la magistrada Carmen Esther Gómez Cabrera, y la N° 1333 de la
Sala Constitucional del 27-10-2015 con ponencia de la magistrada Carmen Zuleta
de Merchán –de entre varias otras que se podrían citar también– se acogen al
mismo criterio, en tanto que aceptan la existencia de los actos y
procedimientos cuasijurisdiccionales, al tiempo que lo conceptualizan de igual
manera, como la resolución por parte de la administración de conflictos
intersubjetivos.
Algunas
decisiones parecieran separarse un poco de esta línea argumentativa, aunque
creemos que únicamente mediante el mero agregado de algunas definiciones o
caracterizaciones que no aparecen en la gran mayoría de ellas, pero que en el
fondo mantienen el mismo criterio desde el punto de vista de la esencia de los
actos, lo cual se desprende del hecho de que vuelven a citar el trabajo de
Rondón de Sansó. Como ejemplo de esto último, destaca la sentencia N° 192 de 28-02-2008
de la Sala Constitucional, con ponencia del magistrado Pedro Rondón Haaz, la
cual hace mención a que la administración pública puede ejercer potestades que
poseen o gozan de la naturaleza de la actividad administrativa de arbitraje,
citando para ello doctrina española:
De esta manera, el Instituto de Defensa y Educación del
Consumidor y Usuario (INDECU) ejerce ciertas potestades que gozan de la
naturaleza de una específica forma de actividad administrativa, como lo es la
actividad administrativa arbitral, que puede definirse como “la potestad de
resolver conflictos entre terceros, entre los administrados sobre derechos
privados o administrativos…” (Parada, Ramón, Derecho Administrativo, I, Parte
General, Marcial Pons, Madrid, 2000, p. 551). Esta forma de actividad
administrativa la cumple la Administración Pública cuando la Ley expresamente
le da competencias para ello, mediante procedimientos arbitrales y actos
arbitrales –o laudos, según la ley en análisis– que en nuestro ordenamiento
jurídico se han considerado tradicionalmente como típicos actos
cuasijurisdiccionales (Rondón de Sansó, Hildegard, Los Actos Cuasi
Jurisdiccionales, Ediciones Centauro, Caracas, 1990).
Consideramos
entonces que, no obstante que la sentencia haya caracterizado ciertos actos de
la administración como arbitrales y cuasijurisdiccionales al mismo tiempo (tal
y como si se tratasen de conceptos sinónimos), al referirse a la actividad in
comento como la potestad de resolver conflictos entre terceros, de todas
formas, sigue manteniendo a misma línea argumentativa que el resto de las
sentencias ya citadas. Sin embargo, es menester aclarar que, según un
importante sector de la doctrina, tanto nacional[30]
como extranjera, en forma alguna la actividad arbitral puede considerarse
análoga o muy similar al ejercicio de verdaderas funciones jurisdiccionales o
cuasijurisdiccionales por parte de la administración pública.
No
solamente la jurisprudencia de fechas recientes o posteriores al año de 1990
reconoció a la administración pública u órganos de la rama ejecutiva del poder
público, el ejercicio de potestades con cierto contenido de carácter jurisdiccional.
En efecto, ello se había venido produciendo desde que comenzaron a aparecer en
nuestra legislación estos muy particulares procedimientos administrativos.
Así
pues, podemos mencionar como una de las decisiones más fundamentales y clásicas
en este aspecto –y que reproduce en manera similar a las más recientes, el
concepto de estos actos– a aquella conocida como “caso Miranda Entidad de
Ahorro y Préstamo”, dictada por la Sala Político Administrativa el 10-01-1979,
con ponencia de la magistrada Josefina Calcaño de Telmetas[31]. En
dicha decisión, mediante la cual se hizo un análisis a la esencia o naturaleza
de los procedimientos llevados a cabo por las Comisiones Tripartitas laborales[32]
para emitir sus pronunciamientos, se afirmó que la administración pública
emitía actos de “sustancia jurisdiccional”, ello en el marco de estos
procedimientos que comprendían conflictos intersubjetivos en relaciones
laborales.
Véase
entonces cómo se reconoce el ejercicio de funciones jurisdiccionales de la
administración frente a dos particulares que son verdaderas partes, en
consonancia con lo que luego sería identificado por la doctrina y
jurisprudencia como procedimientos y actos cuasijurisdiccionales. Es importante
mencionar que anterior a esta sentencia, ya existía cierto criterio
jurisprudencial mediante el cual se le reconoció a la administración potestades
jurisdiccionales[33].
No obstante, estas decisiones antes de 1979 negaban el carácter administrativo
y su correspondiente posibilidad de impugnación a estos particulares actos,
prácticamente equiparándolos casi totalmente a una sentencia con carácter de
cosa juzgada. Es por esa razón que afirmamos que es a partir de 1979 en
adelante (con una ligera excepción ya mencionada) que la jurisprudencia se
acopla al concepto generalmente aceptado de los actos cuasijurisdiccionales que
hemos venido hilvanando hasta el momento.
En
ese mismo sentido, podemos igualmente destacar como decisiones fundamentales y
sustentadoras de las ideas expuestas, aquellas citadas por Rondón de Sansó en
su obra sobre el tema, entre las cuales figuran las del 9 y 21-11-1989[34].
Lo establecido por la jurisprudencia de ese entonces, y que ha sido reiterado y
aceptado pacíficamente hasta nuestros días, tal y como lo acabamos de
demostrar, nos confirman no solo la aceptación y conformidad con la existencia
de los actos y procedimientos en estudio, sino además que tanto la doctrina
como la jurisprudencia han venido manejando un concepto más o menos determinado
sobre la naturaleza jurídica de estos.
Como
agregado a esta sección del trabajo, creemos válido hacer mención de un estudio
que se encuentra subido a internet, de la autoría de Eladio Urbina y titulado
“Los Actos Administrativos Trilaterales, Triangulares o Cuasijurisdiccionales”[35],
el cual quizás esté entre los últimos que se hayan hecho sobre este tema y que,
si bien no pareciera profundizar mucho más, igualmente lo destacamos por su
carácter conciso en lo que respecta al señalamiento del concepto pacíficamente
aceptado, y la singular y novedosa inclusión que hace (en el ámbito venezolano)
de la denominación de “actos triangulares o trilaterales”. Esta novedoso y
singular agregado a la ya muy repetida denominación de “actos
cuasijurisdiccionales”, tal vez tomada del derecho comparado, no hace sino
confirmarnos que esa es la significación que tiene el concepto entre nosotros,
el de una relación administrativa que encierra tres partes, una que no es
verdaderamente parte (en principio, o según el grado de jurisdiccionalidad que
se considere posean estos procedimientos o no), sino el tercero con potestad
suficiente para dirimir un conflicto entre las otras dos que, si lo son; y que
además, el acto producto de esos procedimientos puede ser objeto de impugnación
ante la rama judicial del poder público.
Toda
vez que hemos establecido la conceptualización generalmente aceptada de los
actos o procedimientos cuasijurisdiccionales, por parte de la doctrina y
jurisprudencia venezolana, pasemos ahora a señalar el creciente desarrollo
legislativo que ha tenido durante las últimas décadas.
Tal
y como lo hemos indicado en páginas anteriores, los actos o procedimientos
cuasijurisdiccionales –entendiéndolos conforme a la conceptualización que hemos
determinado– hicieron su aparición legislativa en la década de 1970. En este
contexto, vuelve a surgir el ejemplo más clásico y que hasta el día de hoy, con
todas las reformas legislativas que han tenido lugar, sigue siendo el que más
vemos en la práctica, el cual no es otro que la legislación laboral
establecedora de los procedimientos cuasijurisdiccionales aplicables a las
relaciones entre los trabajadores y patronos. La primera ley que fue promulgada
al respecto fue la Ley Contra Despidos Injustificados, ya mencionada
anteriormente.
En
este texto legislativo en particular, se estableció la creación de las
denominadas comisiones tripartitas, las cuales en resumen eran los órganos
encargados de dirimir las controversias que surgían entre los sujetos de la
relación laboral sobre las causales de despido.
Posteriormente,
esta ley sería derogada por la Ley Orgánica del Trabajo de 1990, promulgada
durante el segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez y publicada en Gaceta
Oficial Extraordinario N° 4240 del 20-12-1990. Al haber sido derogada la Ley de
Despidos Injustificados, de los procedimientos contenciosos laborales que se
encontraban siendo llevados por las suprimidas Comisiones Tripartitas, se
ordenó la continuación de su tramitación ante los Tribunales del Trabajo y
Juzgados de Estabilidad Laboral, con excepción de aquellos que “hayan sido
atribuidos por esta Ley a la conciliación o al arbitraje o a las Inspectorías
del Trabajo” (art. 655).
Con
esta nueva ley del trabajo, la primera en llevar el calificativo de “Orgánica”[36],
hacen entrada las Inspectorías del Trabajo, como los órganos del Ministerio del
Trabajo que en cierta forma heredarían –con las modificaciones de cada caso–
los procedimientos cuasijurisdiccionales en materia laboral que originalmente
habían sido concebidos en la Ley Contra Despidos Injustificados.
Así
se mantuvo también con la entrada en vigencia de la Ley Orgánica del Trabajo
promulgada durante el segundo gobierno de Rafael Caldera y publicada en Gaceta
Oficial Extraordinario N° 5152 del 19-06-1997, con la reforma de ésta (mediante
decreto ley) publicada en Gaceta Oficial Extraordinario N° 6024 del 06-05-2011,
e igualmente en el vigente Decreto con Rango, Valor y Fuerza de Ley Orgánica
del Trabajo, los Trabajadores y las Trabajadoras, publicado en Gaceta Oficial
Extraordinario N° 6076 del 07-05-2012. Este último texto es quizás el que mayor
énfasis le ha dado a los procedimientos contenciosos que llevan las
inspectorías entre los trabajadores y patronos[37],
haciendo la salvedad de que la obligatoriedad de acudir previamente a la vía
administrativa se presenta cuando el trabajador se encuentra protegido por la
figura de la inamovilidad, la cual en la práctica se ha ampliado a todos los
trabajadores a través de los permanentemente prorrogados decretos
presidenciales de inamovilidad laboral[38].
Así pues, se observa como los actos y procedimientos cuasijurisdiccionales se
han venido estableciendo reiterativamente y hasta nuestros días en la
legislación laboral.
No
solo en el campo laboral se ha establecido la figura en estudio, otras de las
áreas o relaciones entre particulares que han sido sujetas a disposiciones
similares son las de carácter arrendaticio, especialmente en lo que al
arrendamiento de viviendas se refiere. Los procedimientos establecidos para
ello son quizás de los más clásicos y observables en la práctica, junto con los
laborales. Veamos brevemente su desarrollo legislativo.
El
contrato de arrendamiento ha encontrado siempre su regulación básica en el
Código Civil, pero desde hace ya mucho tiempo el Estado venezolano ha venido
dictando normativas interventoras y de una regulación mucho más fuerte,
proponiéndose igualar la relación entre arrendador y arrendatario, en un
intento por proteger a este último. De estas normativas, la que primero parece
hacer mención de la intervención administrativa en los casos de conflictos en
relaciones arrendaticias es el Decreto N° 231 del 02-04-1946, mediante el cual
se estableció la creación de un funcionario denominado “Comisionado Nacional de
Abastecimientos” con atribuciones para regular sobre los arrendamientos; y a su
vez éste dictó el 5 de abril de ese mismo año la Resolución N° 100 sobre
arrendamientos urbanos, a través de la cual “reglamentó la desocupación de
inmuebles regulados, estableciendo causales taxativas para la procedencia de la
solicitud o demanda de desocupación y exigiendo autorización previa para
efectuar dicha solicitud o demanda”[39]. Al
exigir una autorización a la autoridad administrativa para poder solicitar o
demandar el desalojo, vemos como ya se configura una especie de procedimiento
cuasijurisdiccional en cabeza de ésta. Posteriormente esta normativa pasaría a
ser incluida dentro del Decreto Legislativo sobre el Desalojo de Viviendas del
25-01-1947, dictado por la Asamblea Nacional Constituyente de ese entonces.
Desde
ese momento y hasta el año 1999 cuando fue dictado el Decreto con Rango y
Fuerza de Ley de Arrendamientos Inmobiliarios, publicado en Gaceta Oficial N°
36.485 del 07-12-1999, se dictaron una gran cantidad de normativas regulatorias
del arrendamiento[40],
dentro de las cuales podemos destacar el Decreto N° 421 del 01-07-1952, por el
cual fue suprimida la Comisión Nacional de Abastecimientos y su comisionado,
por una Oficina de Inquilinato del Ministerio de Fomento. Este órgano regulador
del arrendamiento, conocido después como Dirección de Inquilinato, sería el que
se encargaría de llevar los procedimientos cuasijurisdiccionales entre el
arrendador y arrendatario durante todo ese periodo. Con la entrada en vigencia
del Decreto Ley del año 1999, se mantendría esa misma denominación del órgano
regulador, variando un poco a específicamente “Dirección General de Inquilinato
del Ministerio de Infraestructura” El Decreto Ley del año 1999 no estableció la
obligatoriedad de acudir previamente a la vía administrativa, a los efectos de
poder llevar ante los órganos jurisdiccionales los conflictos entre arrendador
y arrendatario. En cambio, se limitaría al establecimiento de algunos
procedimientos administrativos, siendo uno de ellos, por ejemplo, uno por el
cual se solicitaba la fijación del canon de arrendamiento.
Posteriormente
entrarían en vigencia dos otras normativas que derogarían parcialmente el
Decreto Ley del año 1999, en lo que respecta al arrendamiento de viviendas; y
que en este aspecto reactivarían la obligatoriedad de acudir previamente a la
administración pública para la resolución de los conflictos, en especial el
desalojo, antes de poder ejercer las acciones correspondientes en sede
judicial. Estas son el Decreto con Rango, Valor y Fuerza de Ley Contra el
Desalojo y la Desocupación Arbitraria de Viviendas publicado en la Gaceta Oficial
N° 39.668 del 06-05-2011 y la Ley para la Regularización y Control de los
Arrendamientos de Vivienda promulgada el 12-11-2011 y publicada en la Gaceta
Oficial Extraordinario N° 6.053. Ambos textos legislativos establecen enfática
y expresamente la obligatoriedad de acudir a la vía administrativa previamente
al ejercicio de cualquier acción ante órganos jurisdiccionales, en el caso de
pretensiones relacionadas principalmente con el desalojo y otros conflictos
surgidos de la relación arrendaticia.
El
segundo de los textos legislativos mencionados creó la Superintendencia
Nacional de Arrendamiento de Vivienda, órgano administrativo que, en
sustitución de la Dirección de Inquilinato, pasó a ser el competente para
conocer de estos procedimientos cuasijurisdiccionales en materia arrendaticia
hasta el día de hoy.
No
consideramos necesario hacer alusión a legislación relativa a los
procedimientos[41]
disciplinarios, que fueron en su momento la Ley de Carrera Judicial y Ley
Orgánica del Consejo de la Judicatura[42],
por cuanto ya hemos dicho en el capítulo anterior que la doctrina no llegó a
considerar los actos dictados con base a estos procedimientos, como verdaderos
actos cuasijurisdiccionales, muy a pesar de la jurisprudencia que sí llegó a
calificarlos con ciertas características jurisdiccionales, y que también ya
hemos citado. Por ello, no haremos mención tampoco a la legislación que hoy en
día regula estos procedimientos.
Existen
otros textos legislativos que han establecido procedimientos administrativos
cuya esencia es muy similar a los procedimientos cuasijurisdiccionales
establecidos en materia laboral y arrendaticia. Si bien es cierto que, en el
caso de algunos de ellos, las mismas disposiciones que los consagran los han
querido calificar como “conciliatorios”[43],
consideramos que no dejan de conformar parte del desarrollo legislativo que ha
tenido la figura en Venezuela, por la razón de que en el fondo comprenden la
resolución de conflictos entre particulares por parte de la administración pública.
Estos
son los llamados procedimientos establecidos en la derogada Ley para Promover y
Proteger el Ejercicio de la Libre Competencia, promulgada el 30-12-1991 y
publicada en Gaceta Oficial N° 34.880 del 13-01-1992, hoy en día regulados por
el Decreto con Rango Valor y Fuerza de Ley Antimonopolio publicado en la Gaceta
Oficial N° 40.549 del 26-11-2014; y las derogadas leyes de Protección al
Consumidor y al Usuario promulgada el 16-05-1995 y publicada en Gaceta Oficial Extraordinario
N° 4.898 del 17-05-1995 (con su posterior reforma)[44], y
Decreto con Rango, Valor y Fuerza de Ley para la Defensa de las Personas en el
Acceso a los Bienes y Servicios publicado en la Gaceta Oficial Extraordinario N°
5.889 del 31-07-2008 (con sus respectivas reformas también)[45].
En
cuanto a los procedimientos establecidos por las leyes referidas a la
prohibición de prácticas en contra de la libre competencia, decimos que
conforman parte de este desarrollo legislativo, por cuanto en la práctica se
observó que muchos de estos procedimientos eran iniciados a instancia de una
parte denunciando la práctica prohibida de otra, aludiendo afectaciones por
parte de ésta. En consecuencia, los procedimientos se circunscribían a las
supuestas prácticas realizadas por una parte que afectaban los intereses de
otra en particular, presentándose alegatos, pruebas y contestaciones de la
parte denunciada.
En
definitiva, el órgano regulador era un tercero decidiendo sobre los alegatos de
cada parte. No obstante, es justo mencionar que el interés bajo el cual actúa
la administración en estos casos, debe ser observado o analizado bajo una
óptica muy distinta, lo cual será analizado más adelante. Como indicio de ello,
podemos señalar el hecho de que en la práctica muchos de estos procedimientos
fueron continuados por la administración alegando razones de orden público, muy
a pesar de las intenciones de transar manifestadas por la parte denunciante[46].
Con
respecto a los procedimientos que fueron establecidos por las derogadas leyes
de protección al consumidor, nos encontramos con los llamados procedimientos
conciliatorios previos a la iniciación de los sancionatorios por parte de la
administración. No obstante, el carácter “conciliador” mencionado en los mismos
instrumentos legislativos, consideramos que son otro ejemplo de procedimientos
cuasijurisdiccionales, por nuevamente encontrarse la administración en la
posición de tercero decisor frente a las pretensiones del denunciante
presuntamente agraviado, producto de la realización de prácticas o hechos
violatorios de las disposiciones consagradas en esas leyes[47].
Sobre el particular carácter de estos procedimientos y su relación con el
interés general también nos pronunciaremos más adelante.
Pero
no solo en estas áreas de regulación más generales se ha observado la
proliferación de este tipo de procedimientos. Más recientemente, en el área de
seguros y todas las actividades relacionadas, en el Decreto con Rango, Valor y
Fuerza de la Actividad Aseguradora, publicado en Gaceta Oficial Extraordinario
N° 6.220 del 15-05-2015, también se establece la posibilidad de que el órgano
regulador pueda actuar como conciliador o árbitro en conflictos que surjan
entre los sujetos regulados de la actividad aseguradora.
Los
procedimientos de oposición al registro de marcas, establecido en la Ley de
Propiedad Industrial, es otro de los que la doctrina ha señalado como parte de
este grupo de “cuasijurisdiccionales”, por la razón de que “aun cuando no esté
haciendo valer su mejor derecho a obtener el registro, ya que ello se ventila
por ante los tribunales de la jurisdicción ordinaria; sin embargo, en defensa
de la legalidad o ilegalidad de la concesión se abre un procedimiento contradictorio”[48].
Con
base a los expuesto anteriormente, no queda dudas de que, en nuestro país, la
legislación establecedora de estos particulares procedimientos no es poca ni
aislada o perteneciente a un periodo de tiempo ya finalizado, sino que, muy por
el contrario, ha venido expandiéndose desde que apareció por primera vez, lo
cual es cónsono con la aceptación que se ha observado por parte de la doctrina
y jurisprudencia patria.
Como
figura polémica y debatida entre la doctrina, y muy a pesar de su relativa
aceptación por la generalidad de ésta y por casi la totalidad de la
jurisprudencia, los actos cuasijurisdiccionales no están exentos de críticas
acerca de su verdadera naturaleza jurídica y compatibilidad con el ordenamiento
jurídico, así como tampoco del señalamiento de los problemas e incidencias que
surgen como consecuencia de su implementación en la práctica.
De
la doctrina venezolana que se ha ocupado del caso y que ya hemos mencionado
hasta ahora, podemos inferir que existen dos grandes planteamientos críticos a
la figura del acto cuasijurisdiccional. La primera se refiere a la negación del
carácter jurisdiccional en estos actos, no necesariamente oponiéndose a la
configuración formal de estos tal y como los ha consagrado la legislación. La
segunda niega de plano su conformidad con el marco constitucional venezolano.
Del
primer grupo tenemos como mayor exponente a la ya citada autora Rosibel Grisanti
Belandria. Bajo su visión, tal y como ya lo explicamos anteriormente, los
llamados procedimientos cuasijurisdiccionales no son tales, sino una categoría
o especie particular dentro del género de los procedimientos administrativos,
sobre los cuales –tal vez debido en parte a la juridización que los caracteriza–
la doctrina llego a calificarlos erróneamente así. En consecuencia, estos no
serían sino una expresión de las potestades administrativas que deben ser
ejercidas en el marco de un Estado Social que interviene no para resolver en
favor de una u otra parte, sino para garantizar el interés social en tanto
procuración de unas condiciones mínimas para los particulares protegidos por la
legislación en áreas donde se regulan las relaciones jurídicas con ese fin
(laboral, arrendamiento de viviendas, etc.).
Dentro
de este primer grupo, podemos mencionar a algunos autores y doctrinarios
administrativistas o de derecho público de más reciente data, como lo son: José
Ignacio Hernández, Luis Alberto Petit Guerra, Allan Brewer Carías, José Antonio
Muci Borjas[49],
entre muchos otros. Como se podrá se observar, quizás esta es la opinión
mayormente aceptada dentro de la doctrina, la cual pareciera centrarse en el
problema de la calificación o denominación de estos actos, mas no en su
contenido y finalidades llamadas a cumplir, ni tampoco sobre el problema de su
ejercicio por órganos de la rama ejecutiva del poder público nacional. Algunos
de ellos no estudiaron ni analizaron exhaustivamente el tema, pero los incluimos
de todas formas debido a que son parte del grupo de los que consideran que
cualesquiera de las ramas del poder público pueden ejercer las funciones
principales de las otras[50].
El
segundo planteamiento crítico es más contundente que el primero y no solo niega
de plano cualquier carácter verdaderamente jurisdiccional a los llamados actos
y procedimientos cuasijurisdiccionales, sino que, además, considera que la mera
posibilidad de otorgarle potestades jurisdiccionales a los entes y órganos de
la administración (entendidos desde un punto de vista orgánico o funcional)
significaría una violación a la Constitución y a los principios relacionados
con el debido proceso y el acceso a la justicia.
No
cabe duda de que el más resaltante autor de este más reducido grupo de la
doctrina es el ya muchas veces citado en este trabajo, Luis Pompilio Sánchez,
quien categóricamente niega que la administración pública pueda llevar a cabo
procedimientos de carácter jurisdiccional, no solo por infringir el principio
de separación orgánica de las ramas del poder público, sino también porque ello
significaría ir en contra de todos los principios y garantías relacionadas al
debido proceso, como lo son la imparcialidad, la garantía del juez natural, la
tutela judicial efectiva, entre otras.
Además
de la crítica frontal que hace este autor, podemos agregar a este grupo a otros
autores que sin abocarse al estudio o análisis de los procedimientos y actos
cuasijurisdiccionales, niegan de todas formas la posibilidad de que la
administración pública, en tanto estructura orgánica de la rama ejecutiva,
pueda ejercer potestades de carácter jurisdiccional, por no concebir igualmente
aquella visión de que las distintas ramas del poder público pueden ejercer cada
una de las distintas funciones asignadas principalmente a cada una de ellas[51].
En
forma similar, podríamos incluir a aquellos autores que también se oponen a la
hipertrofia o realización de multiplicidad de actividades realizadas por la
administración pública en ámbitos considerados por ellos del derecho privado,
en los que se ha intervenido por vagas y simples alusiones a razones de interés
general o por interpretación de los fines del Estado Social[52].
Ahora
bien, con respecto a los problemas o incidencias que se producen como
consecuencia de la implementación en la práctica de los procedimientos
cuasijurisdiccionales, tenemos como aspectos más esenciales: (1) la
transformación del procedimiento administrativo clásico u ordinario en otro
mucho más similar al que se sigue en sede judicial, o especie de mixtura entre
las características de un procedimiento judicial y un procedimiento
administrativo; en efecto en estos procedimientos administrativos particulares
nos encontraremos con verdaderas partes en conflicto, con actos análogos a los
de un procedimiento judicial o plenamente jurisdiccional como lo sería la
presentación de alegatos y contestaciones contra una y la otra parte,
solicitudes de medidas cautelares, a la administración como un tercero decisor
y, en general, con una variedad de formalidades adicionales que les restan el
carácter flexible propio de los procedimientos administrativos (ausencia de
preclusividad, posibilidad de convalidación, etc.).
Luego
nos encontramos con la discusión sobre su (2) ejecución, específicamente sobre
si debiera seguirse el principio de la autotutela administrativa, o sí por el
contrario debe dejarse en manos de los órganos jurisdiccionales.
Finalmente
(3) el problema relativo a la fase de impugnación de estos actos, desde la
discusión que se dio sobre la posibilidad de impugnarlos ante los órganos
jurisdiccionales (tema del carácter de cosa juzgada o no), y las
particularidades de los recursos o acciones de nulidad de estos actos ante los
tribunales competentes en lo contencioso administrativo, o los que estén
llamados a conocer de dichas acciones impugnatorias por la ley que regula la
materia.
Acerca
de la particularidad de estos procedimientos llevados en sede administrativa,
pero con caracteres definitorios de unos jurisdiccionales, es claro que esto
afecta o modifica la concepción del procedimiento administrativo ordinario
cuando nos encontramos todavía en la “fase” administrativa, ello implica que el
procedimiento administrativo pierde su carácter no contencioso, y con ello la
flexibilidad que lo caracteriza[53]
frente al estricto carácter preclusivo de los procedimientos judiciales; de
igual forma la esencia del procedimiento cambia de uno inquisitivo a otro mucho
más parecido al dispositivo, observándose en la práctica alegatos y
contestaciones que conllevan la mayoría de las veces a que la administración
actúe como especie de “arbitro” o “juez” limitándose a decidir con base a lo
alegado y probado por cada una de las partes. Aunque siempre advertimos que ello
no se desprende necesariamente o completamente de la ley, sino más bien del
desarrollo del procedimiento en la práctica, por lo que puede suceder también
que la administración decida en algunas oportunidades recobrar su carácter
inquisitivo e intervenir activamente invocando razones de orden o interés
público.
He
ahí la mayor importancia de este problema, por cuanto, en definitiva, los
particulares podrían no saber a qué atenerse ante este tipo de procedimientos,
los cuales podrían parecerse más a uno u otro tipo, dependiendo del accionar de
la administración en determinado momento, hecho que –sin querer adelantar
conclusiones– nos hace reflexionar sobre la posible violación de muchos
principios y mandatos constitucionales en ese sentido[54].
Sin
embargo esta mixtura entre lo administrativo y jurisdiccional, se denota mucho
más cuando estos actos son impugnados ante los órganos jurisdiccionales, la
mayoría de las veces ante los tribunales competentes en lo contencioso
administrativo, lo cual es lógico pues son estos los llamados
constitucionalmente a controlar las actuaciones de la administración pública y,
en algunas ocasiones ante otros tribunales, cuando la jurisprudencia les ha
otorgado la competencia para conocer de las acciones de nulidad de algunos de
estos actos administrativos cuasijurisdiccionales[55].
En
efecto, el problema se viene discutiendo en la jurisprudencia desde que
comenzaron a sucederse las acciones de nulidad contra estos actos, conforme lo
destaca la Dra. Hildegard Rondón de Sansó, la solución que bien tuvo a darle
nuestra jurisprudencia fue la de que, por tratarse de actos con contenido
jurisdiccional, los procedimientos de impugnación llevados posteriormente en
sede judicial (luego de que se aceptará su impugnación)[56],
debían comprender el conflicto intersubjetivo subyacente en el acto administrativo
impugnado, y que por lo tanto se hacía necesario considerar como verdadera
parte al otro particular que no hubiese impugnado el acto. Esto era algo de
cierta importancia, sobre todo tomando en cuenta que en aquel entonces, el
contencioso administrativo era considerado como uno de carácter meramente
revisorio y objetivo, por lo que no se le equiparaba al proceso judicial
subjetivo cuyo finalidad directa es la tutela del derecho del accionante o
demandante, mientras que en el caso de las acciones ante el contencioso
administrativo, la finalidad primordial era el control de la administración con
respecto a la legalidad de sus actuaciones[57].
Tanto
es así, que la gran mayoría –sino toda– de la jurisprudencia más reciente que
ha hecho mención a la figura de los actos y procedimientos
cuasijurisdiccionales, se refiere a casos en los que no se han tomado en cuenta
estas circunstancias, obligando al tribunal que dictó la sentencia recurrida a
reponer las causa en el momento en que se hubiese omitido alguna citación,
notificación o actuación debida, conforme a considerar todas las partes
involucradas en el caso, cuando se hubiese demandado la nulidad de un acto[58].
El
otro problema o incidencia importante que surge como consecuencia de la
implementación de los procedimientos cuasijurisdiccionales, es el de la
ejecución de sus actos. Este tópico en particular fue uno de los más analizados
en la obra de la magistrada Hildegard Rondón de Sansó. En ella le dedica un
aparte completo abocado a tratar de dilucidar este asunto, específicamente el
de la ejecución forzosa, el cual –al igual que con los otros problemas de esta
figura– llegó a tener un tratamiento distinto durante su desarrollo
jurisprudencial. En un principio, la autora se decanta por observar que a los
actos cuasijurisdiccionales, debido a sus propias características, no les era
aplicables el principio de la autotutela administrativa, que implica, en
resumidas cuentas, la potestad de la administración de ejecutar ella misma los
actos que dicte, sin necesidad de acudir a un órgano jurisdiccional, ni
siquiera para darle valor de título ejecutivo a tales actos. La autora
argumenta dicho punto de vista indicando que:
En los casos de ejecuciones forzosas a las cuales alude la
Ley Orgánica de Procedimientos Administrativos, las mismas se originan por
cargas que tiene un administrado frente a la administración, derivado de un
acto dictado por ella que ha causado estado, constituida tanto por una
prestación de dar como por una prestación de hacer o no hacer. (…)
En los procedimientos cuasijurisdiccionales el acto decisorio
consagra o reconoce el derecho de un administrado frente a otro, por lo cual
será a las partes a quienes corresponderá obtener de la otra la ejecución de la
condena a la cual quedará sometida[59].
El punto
de las ejecuciones durante la época en que la Dra. Rondón de Sansó publicó su
trabajo, parecía agotarse en un vacío legal con respecto a su visión y lo que
establecía la legislación vigente, por cuanto si se aceptaba que los actos
administrativos cuasijurisdiccionales no podían ser ejecutados directamente por
la administración, era necesario que una vez dictados por ésta el particular
debía acudir ante los órganos jurisdiccionales para solicitarla. Ello además se
hacía más complicado aún, en el sentido de que la legislación general adjetiva
para el momento, el Código de Procedimiento Civil, no establecía un
procedimiento especial para la ejecución de actos administrativos, con lo cual,
al quedar como única alternativa disponible, el procedimiento ordinario, el
acto administrativo cuasijurisdiccional perdía incluso su carácter de título
ejecutivo o constitutivo, debido a que en dicho procedimiento solo
representaría una mera prueba a los efectos de dictar una sentencia que si
podría finalmente ser ejecutada.
Distinta
situación se presentaba con los actos de la Dirección de Inquilinato, aunque no
menos complicada. Para estos actos que si se contaba con un procedimiento breve
especial establecido en el Código de Procedimiento Civil, además se había
establecido en su legislación la creación de unos Tribunales de Apelaciones de
Inquilinato, instancia a la cual acudían los particulares a los fines de
recurrir las decisiones de la Dirección de Inquilinato, y ello no concluía ahí,
sino que inclusive las sentencias del Tribunal de Apelación podían a su vez ser
apeladas ante la Corte Primera de lo Contencioso Administrativo, con lo cual,
el particular quedaría sujeto a un primer procedimiento administrativo
(contradictorio y cuasijurisdiccional), llamado autorizatorio o declarativo, y
luego a otros dos (en caso de apelaciones) ante dos órganos jurisdiccionales
distintos, para luego finalmente poder acudir a otro órgano jurisdiccional más
que pueda ejecutar una decisión de desalojo. La complicadísima y nada conveniente
situación que se presentó en esos momentos para el particular solicitante, fue
en cierta forma mejorada por una decisión de la Corte Primera de lo Contencioso
Administrativo del 18-10-1982[60].
Este
último criterio jurisprudencial será distinto a uno posterior de la Sala
Político Administrativa de la Corte Suprema de Justicia del 08-11-1989,
mediante la cual se estableció que los actos cuasijurisdiccionales de
inquilinato sí eran verdaderos actos administrativos y, por consiguiente,
susceptibles de ser ejecutados por la propia administración, fallo que estaría
acompañado de dos votos salvados de notable contenido jurídico y que a su vez
reavivaron el debate acerca el problema de la ejecución de los actos
cuasijurisdiccionales[61].
Luis
Pompilio Sánchez, uno de los autores más críticos de la figura de los
procedimientos administrativos cuasijurisdiccionales, también dedica parte de
su trabajo sobre estos a criticar la problemática de ejecución. Especialmente
hace mención de procedimientos relacionados al área laboral (procedimientos de
reenganche principalmente) en los cuales los trabajadores o patronos –dependiendo
del caso– han utilizado la vía del recurso de amparo con la finalidad de poder
hacer valer y ejecutar las decisiones que los favorecen, solo para encontrarse
con aquel criterio jurisprudencial de que es la administración la que debe
ejecutar dichos actos. El problema radica en que, para ello, algunas veces se
les ha emplazado a seguir procedimientos que simplemente buscan sancionar
pecuniariamente a la otra parte, lo cual desvirtúa totalmente la ejecución de
cualquier acto a favor de la parte que reclama la satisfacción de su petición
inicial[62].
Lo
anteriormente descrito se ve reiteradamente en la práctica, al punto de que hoy
en día muchos de los procedimientos llevados ante las Inspectorías del Trabajo,
aunado a la insuficiente capacidad de estos órganos administrativos de llevar a
cabo con la debida eficacia y eficiencia dichos procedimientos, quedan
convertidos la mayoría de las veces en simples mecanismos de presión –frente al
patrono principalmente– que coadyuvan en la terminación de negociaciones
privadas entre las partes. Esto cobra un sentido de mayor gravedad, cuando en
la actualidad la vigente Ley Orgánica del Trabajo, los Trabajadores y las
Trabajadoras ha establecido expresamente la ejecución forzosa de las decisiones
de las Inspectorías del Trabajo en materia de reenganche principalmente y otras
actuaciones similares[63].
En
suma, no es un problema totalmente superado, ni en cuanto a su debate desde el
punto de vista jurídico, ni en lo que a su eficacia en la práctica respecta, el
tema de la ejecutoriedad de los actos cuasijurisdiccionales. Pensamos que ello –en
parte– tiene mucho que ver con la discusión de fondo acerca de su relación con
el concepto de interés general.
Finalmente,
en cuanto al tercer punto de los más discutidos y analizados en el marco de las
consecuencias en la aplicación de los procedimientos cuasijurisdiccionales,
aquel de la problemática sobre la posibilidad de ser impugnados o no ante la
jurisdicción ordinaria, guarda mucha relación con el primero y en parte también
con el segundo punto criticado sobre la ejecución.
En
efecto, si no se admite su impugnación, como de hecho así lo consideró la
jurisprudencia patria[64]
antes de la famosa decisión de “Miranda Entidad de Ahorro y Préstamo”, ello
implica inevitablemente que estos procedimientos se consideren ya no “cuasi”
sino casi totalmente jurisdiccionales. Este criterio también acogería
completamente el aceptar que la rama ejecutiva del poder público, a través de
los órganos de la administración pública, puede con todo ejercer funciones
principales de otra rama, la judicial[65] y,
lo más resaltante, escapar al control posterior de ésta última, configurándose
así una especie de verdadera jurisdicción totalmente separada de la ordinaria.
La
consecuencia lógica de esta visión debería ser la de convertir al procedimiento
en cuestión, en uno totalmente diferenciado del procedimiento ordinario
establecido en la Ley Orgánica de Procedimientos Administrativos, acudiendo
únicamente a ella de forma supletoria y, además, que la autoridad que los
dicte, por ser sus actos no susceptibles de impugnación ante otra jurisdicción,
debiera ser capaz ella misma de ejecutarlos forzosamente.
Como
se podrá observar, la impugnación o no ante los órganos jurisdiccionales (de la
rama judicial del poder público) guarda una muy estrecha relación con los temas
de la naturaleza jurídica de los procedimientos cuasijurisdiccionales y su
ejecución.
Tal
y como ya lo hemos destacado en este trabajo, el criterio jurisprudencial
mediante el cual se estableció que los actos cuasijurisdiccionales sí son
susceptibles de ser impugnados, ahora específicamente ante los órganos
jurisdiccionales competentes en lo contencioso administrativo, en aplicación de
aquel principio de la universalidad del control sobre los actos de la
administración, se ha mantenido hasta la actualidad. No obstante, debemos
recordar también, que aún sigue latente uno de los otros aspectos relativos al
asunto de la impugnación, que es que al igual que sucede con la modificación de
los procedimientos llevados en sede administrativa, cuando de actos
cuasijurisidiccionales se trata, en la fase de impugnación llevada en sede
judicial ello también implica que se abandonen muchas concepciones del
procedimiento de carácter objetivo clásico del contencioso administrativo,
entendiendo que hay dos partes y que por lo tanto se debe cumplir con muchas
formalidades y actos procesales propios de un procedimiento subjetivo y
plenamente contradictorio y productor de verdaderas sentencias condenatorias;
sobre ello, ya hemos visto que es sobre lo que más se ha pronunciado
últimamente nuestra jurisprudencia, por lo que aún no deja de ser un tema que
tal vez no ha impregnado en su totalidad la actuación de los jueces.
El
hecho es que pareciera todavía no estar completamente claras las consecuencias
de la implementación de los procedimientos cuasijurisdiccionales, y es por esto
que se sigue mencionado en este aparte, dedicado a la discusión y críticas que
al respecto han señalado la doctrina principalmente.
Lo
primero que tenemos que decir sobre la figura de los actos y procedimientos
cuasijurisdiccionales en el derecho comparado y doctrina extranjera, es que, si
bien no han dejado de tener presencia o discutirse su naturaleza, la
controversia no se ha centrado tanto en el análisis o reconocimiento de un tipo
de acto especial, mixto, o intermedio entre el acto administrativo y el acto
jurisdiccional (sentencia), lo cual podría explicar la denominación que hemos
concebido y aceptado entre nosotros. En cambio, más bien se ha centrado en la
posibilidad de que la administración pública (entendida como estructura
orgánica de la rama ejecutiva del poder público) pueda o no ejercer función
jurisdiccional.
Sobre
la doctrina extranjera que ha tratado y analizado el caso, podemos mencionar en
primer lugar lo que la propia doctrina nacional ha comentado al respecto. Fue
la autora Rosibel Grisanti Belandria la que originalmente hizo mención de las
consideraciones de autores administrativistas extranjeros, entre ellos citó al
autor argentino Rafael Bielsa[66],
como uno de los más célebres propugnadores de la tesis del ejercicio de
funciones jurisdiccionales por parte de la administración pública; para este
autor en particular, cabía la distinción de las funciones “jurisdiccional
judicial” y “jurisdiccional administrativa”[67],
con lo cual puede afirmarse que este autor apoya la existencia de los actos y
procedimientos cuasijurisidiccionales. Miguel Marienhoff es otro autor
argentino que también admite esta postura[68].
Es
en Argentina donde parece haber tenido cierto desarrollo esta discusión; de hecho,
son argentinos también los autores que vuelve a citar Rosibel Grisanti, pero ya
no para apoyar la visión de que la administración pública puede ejercer función
jurisdiccional, sino para negarla, entre ellos a Bartolomé Fiorini, Roberto
Dromi y Agustín Gordillo. Con respecto al último consideramos importante citar
sus consideraciones críticas a la postura a favor de las funciones
jurisdiccionales de la administración: “En primer lugar, es de señalar que el
procedimiento administrativo no es de naturaleza jurisdiccional,
fundamentalmente porque los actos que tienen por finalidad dictar no tienen el
régimen jurídico propio de los actos de tal función; es decir, que los actos
resultantes de un procedimiento administrativo son simples actos que se rigen
íntegramente por el derecho administrativo”[69].
Este
mismo autor menciona el hecho de que la misma Corte Suprema argentina ha admito
el ejercicio de funciones jurisdiccionales por parte de la administración. Es
por ello que podemos decir que en Argentina se han producido procedimientos
administrativos con estas especiales características, y que tanto un sector o
parte tanto de la doctrina como de la jurisprudencia los han aceptado. No
obstante, otro muy importante sector de la doctrina argentina lo niega, por razones
similares a las que ya hemos mencionado, con lo que podemos igualmente afirmar
que la figura sigue estando impregnada de cierta controversia.
Otro
ordenamiento jurídico en el que la doctrina ha analizado estos actos es el
español. Nuevamente acudimos a nuestra doctrina patria para conocer de las
impresiones de la doctrina extranjera sobre el tema; en este caso es Luis
Pompilio Sánchez quien cita las opiniones de Santamaría Pastor, las cuales
afirman que este tipo de actos y procedimientos suponen una “actividad
arbitral”, definiéndola como “una función decisoria de controversias o
conflictos suscitados entre particulares acerca de la titularidad o el
ejercicio de un derecho subjetivo, tanto de naturaleza pública como privada”[70].
Al mismo tiempo que este autor afirma esto, niega también el carácter
jurisdiccional de estos actos, señalando únicamente que la administración
retiene ciertas competencias para resolver algunos conflictos intersubjetivos
en los que subyace un interés público o general.
Luis
Pompilio Sánchez cita también, como exponente de la doctrina española, al
procesalista Montero Aroca[71],
quien, en forma similar a Santamaría Pastor, identifica los actos y
procedimientos cuasijurisdiccionales, como una especie de actividad arbitral
realizada por la administración pública, por razones de interés general. Con
esto pudiésemos inferir que, en el ordenamiento jurídico español, también
existen procedimientos administrativos que deciden sobre conflictos entre
particulares, con la particularidad de que un sector importante de la doctrina
ha decidido en calificarlos como actividad arbitral de la administración[72],
actividad esta que hoy en día es considerada y estudiada como una de las formas
típicas de actuación de la administración pública, entre las más clásicas de
policía, servicio público y fomento.
En
España pareciera de ser mucha importancia y alcance esta llamada actividad
arbitral, que nosotros observamos que en su contenido resulta muy similar –sino
igual– a la que se ve con la implementación de los procedimientos
cuasijurisdiccionales localmente. Otro doctrinario de ese país, José Ramón
Parada Vásquez nos comenta que una gran variedad de actuaciones de la
administración, implican la resolución de controversias entre particulares, de
entre las cuales algunas no cuentan con ese carácter voluntario que la mayoría
de las veces se tiene como esencial a la figura del arbitraje como tal. Entre
las actividades que menciona este autor, ciertamente encontramos unas que
parecen no escapar al ámbito clásico ordenador de la administración pública,
como lo son la fijación del justiprecio que un particular beneficiario de una
expropiación debe pagar al expropiado, operaciones de compensación urbanística
en razón de derechos reconocidos a un particular, de los cuales un tercero
pretende se le atribuyan mediante un recurso administrativo, y “en general, en
todos aquellos casos en que con carácter obligatorio o por sumisión voluntaria
de las partes, como ahora impone a menudo el legislador, los órganos de la Administración,
calificados o no de arbitrales, resuelven controversias entre los
administrados”[73].
Resalta aquí este aspecto del arbitraje que emana como actividad
administrativa, siendo que puede ser –aunque no exclusivamente– obligatorio
para los particulares constituidos en partes, esto se aproxima al ejercicio de
una verdadera potestad administrativa; de hecho, el mismo autor nos señala que
con este tipo de actividad “se presenta un interés administrativo concurrente
en el seguimiento y resultados de la aplicación generalizada de la norma”[74],
con lo cual parece querer imprimirle un interés que va más allá del de los
particulares y sus derechos subjetivos en conflicto.
Otra
doctrina extranjera a la que también hace referencia Luis Pompilio Sánchez es
la chilena, concretamente la de los autores críticos Bordalí y Ferrada, para
quienes la finalidad de tutelar el interés general sigue presente en este tipo
de procedimientos, con lo cual no habría lugar a una caracterización
jurisdiccional, debido a que en su opinión no existe en ellos el elemento
esencial de esta: “el desinterés objetivo o alienidad, pues la Administración
actúa en defensa de un interés propio: la consecución del interés general”[75].
De
Colombia también podemos obtener la impresión de una parte de la doctrina de
ese país sobre los procedimientos cuasijurisdiccionales. En un trabajo publicado
por los autores colombianos Fabio Amorocho Martínez, Eduardo Fermín, Barrios
Trespalacios e Iván Antonio Villamizar Molina, titulado “La función
jurisdiccional ejercida por autoridades administrativas en el ordenamiento
jurídico colombiano”[76],
podemos verificar que la potestad jurisdiccional de los órganos administrativos
está establecida por la misma constitución colombiana en su artículo 116[77].
No obstante, los autores no dejan de resaltar que esta posibilidad consagrada a
nivel constitucional tiene un carácter excepcional, de interpretación
restrictiva y limitado a todo lo que no sean casos de “de la instrucción de
sumarios y el juzgamiento de delitos”[78],
por lo que la legislación que habrá de otorgarle el ejercicio de esta función a
determinados órganos o autoridades administrativas deberá hacerlo en estricto
cumplimiento de esos lineamientos, y de los principios que rigen la función
jurisdiccional en el ordenamiento jurídico colombiano.
Sin
ánimos de querer adelantar, o de alguna manera matizar las conclusiones de este
trabajo, no compartimos la postura de que la administración pública pueda
ejercer potestades jurisdiccionales, ni siquiera excepcionalmente, ya que ello
implica unos problemas latentes, de demasiada gravedad como para ser ponderados
ligeramente, como si se tratasen de cualesquiera otros propios de cualquier
materia o régimen legislativo excepcional. Tanto es así, que los mismos autores
colombianos no dejan de señalar que: “La atribución de funciones
jurisdiccionales a una autoridad administrativa podría en algunos casos violar
los principios de imparcialidad e independencia de la función judicial, además
el principio de buena fe y el derecho al debido proceso”[79], ya
que como indican más adelante “Las relaciones de dependencia de los funcionarios
que existen dentro de las diferentes entidades administrativas pueden impedir
el desarrollo de los principios de imparcialidad e independencia”[80].
Se observa claramente entonces, que no resulta nada sencillo el otorgar la
potestad jurisdiccional a órganos administrativos.
De
todas formas, sí vemos como positivo que la constitución colombiana haya
reconocido esa realidad, y mediante este reconocimiento haya limitado esa
posibilidad legislativa de otorgar este tipo de potestades a unos órganos que
en principio no están configurados o llamados a ejercerlas como tal.
Ciertamente esta limitación es algo mucho más concreto y verificable, que la
invocación del principio de “colaboración” entre las distintas ramas del poder
público, o la más abstracta aún –así lo creemos– consideración de que todas las
ramas pueden ejercer subsidiariamente una función distinta a la principal que
les es asignada.
Otra
aspecto sobre la regulación por el ordenamiento jurídico colombiano del
ejercicio de funciones jurisdiccionales por parte de autoridades
administrativas que es destacado por los autores citados, es aquel de la
necesidad de que dichos procedimiento deben cumplir con los principios de
imparcialidad e independencia de la función judicial y todos los demás
relativos al debido proceso, para lo cual la misma constitución colombiana
exige que para estos casos sea creada o designada una “autoridad administrativa
determinada”; y a su vez agregan que dentro de esta “debe estar orgánicamente
diferenciado el campo de la función judicial del correspondiente a las
funciones administrativas tal como se deduce de las normas constitucionales”[81].
Adicionalmente, hacen énfasis también en el factor de la excepcionalidad,
señalando que “Por ello, la interpretación del alcance de las facultades
judiciales radicadas en autoridades administrativas debe ser siempre
restrictiva, pues de lo contario se corre el riesgo de convertir la excepción
en regla”[82].
De
lo señalado en los párrafos anteriores, se desprende entonces que, en Colombia,
lo que nosotros llamamos procedimientos cuasijurisdiccionales no solamente ha
tenido cabida en textos legislativos, sino que además ello se encuentra plenamente
regulado por la misma norma fundamental de ese país y, que esa regulación ha
tenido su énfasis en los caracteres de imparcialidad, independencia y
excepcionalidad. Adicionalmente, y de forma similar a lo que en su momento
adujo Hildegard Rondón de Sansó, los autores de esta publicación del vecino
país mencionan el hecho de que fue la congestión del sistema judicial lo que
motivó al Estado colombiano a buscar figuras jurídicas con la finalidad de
entregarles a autoridades distintas a la rama judicial, la posibilidad de
ejercer la función jurisdiccional[83].
Así
pues, hemos visto como se confirma la existencia de procedimientos y actos
administrativos, llevados y dictados por órganos y entes administrativos que
poseen características similares a los localmente conocidos como
“cuasijurisdiccionales”, siendo que, en esos casos de derecho comparado, la
calificación ha estado circunscrita a la mención del ejercicio o no de
potestades jurisdiccionales por autoridades administrativas. Se ha podido
constatar también que la figura no escapa casi nunca de cierta controversia, y
que incluso en el país donde, a pesar de que ya se le ha reconocido
expresamente a nivel constitucional (Colombia), la misma norma lo sigue
considerando como algo “excepcional”, por lo cual pensamos que hasta en esas
circunstancias no escapa de al menos un mínimo de desconfianza o escepticismo,
sobre todo en cuanto a las problemáticas que puedan surgir de su implementación[84].
Una
vez que hemos aprendido el concepto o noción actual de acto y procedimiento
cuasijurisdiccional que deriva de los comentarios tanto de la doctrina como de
la jurisprudencia, la legislación que los han venido consagrando, así como
también una breve aproximación al derecho comparado en torno a la figura; nos
proponemos de seguidas verificar si con base a esas consideraciones, estos
procedimientos cumplen o no con tutelar el interés general en nuestro
ordenamiento jurídico.
En
la consecución de lo anterior, creemos que preliminarmente se debe precisar el
lugar del concepto de interés general en el actuar de la administración
pública, en especial con respecto a la llamada autotutela que implica el
ejercicio de la función administrativa. Pero para obtener un concepto de
interés general más concreto, se hace necesario un análisis a la luz de lo más
importantes preceptos de nuestro ordenamiento jurídico, partiendo del propio
marco constitucional, que es aquel de un Estado Social.
Ya
con una noción mucho menos abstracta del interés general, intentaremos
verificar si tal y como están conformados estos procedimientos y actos
cuasijurisdiccionales, se logra realmente alcanzar o no esa pretensión de
tutelar dicho interés. Lo anterior tomando en cuenta también, la pretendida
eficacia para con los determinados ámbitos que han sido creados.
Es
bien sabido, o por lo menos aceptado en la mayoría de las veces, que el fin
fundamental y anterior a toda actuación de la rama ejecutiva del Poder Púbico,
realizada por órgano de la Administración Pública, es aquel de tutelar el
interés general o interés público. Este elemento esencial ha motivado que las
personas de derecho público cuenten con un régimen jurídico totalmente
diferenciado (sino absolutamente extraño) y posterior al de las personas
físicas o morales del derecho privado. Solo por mencionar una diferencia clave,
cuando nos referimos a la aptitud de hacer o de exteriorizar y producir actos
jurídicos[85]
de las personas en el derecho privado, estaremos hablando de su capacidad,
mientras que en el caso de las personas en el derecho público el concepto
análogo y aplicable a éstas es el de competencia. La razón de ser de que para
ambas capacidades o posibilidades de actuación se hayan establecido conceptos
distintos no radica en la mera diferenciación subjetiva que existe entre las
personas de derecho público y derecho privado, sino más bien en el contenido
teleológico de esas potestades y derechos subjetivos de actuación que poseen
cada una, respectivamente.
Sobre
las potestades con las que cuentan las personas de derecho público, en tanto
verdaderos poderes que colocan a los particulares en una relación de sujeción
(mas no de inferioridad) frente a la Administración, creemos que es
precisamente el interés general el elemento justificativo de ésta, y por ello,
el basamento para todo el entramado de normas legales y estructuras organizativas
que se han dado los distintos ordenamientos jurídicos en los países que cuenten
con un mínimo Estado de Derecho. Los actos jurídicos de esta naturaleza,
mediante los cuales la administración pública formaliza y exterioriza su
voluntad, no son otros que los llamados actos administrativos.
Las
potestades de la Administración Pública, debidamente asignadas a través de
normas establecedoras de competencia, deben en efecto comprender una verdadera
habilitación que permita la afectación de la esfera subjetiva en los derechos
del particular, debido a que ello se hace no en razón de la protección o
salvaguarda de algún derecho concreto, sino del cumplimiento de los fines de un
Estado para la garantía del bienestar y los derechos de toda una colectividad
con sujetos indeterminados, lo cual representa –al menos desde un punto de
vista muy abstracto y general– un interés general. Sin este elemento tan
esencial, no cabría la justificación de una relación de poder, en la cual una
de las partes no necesita acudir a una autoridad o poder público (función
jurisdiccional) para legalmente dictar e inclusive ejecutar sus propias
actuaciones (acto administrativo) con plenos efectos jurídicos.
No
obstante, lo sencillo que a primera vista pareciera ser entender el concepto de
interés general o interés público como lo contrario u opuesto al interés
individualizado, lo cierto es que la doctrina y la jurisprudencia han debatido
en muchas oportunidades su verdadero significado, siendo muchas veces moldeado
por las ideas políticas o sociológicas del momento, así como también por los
principios fundamentales del derecho positivo dados en un contexto determinado.
Esta característica es propia de muchas de las instituciones y figuras del
derecho administrativo en general, en cuya interpretación o discusión está no
pocas veces presente una cierta indeterminación acompañada o influenciada por
una fuerte carga filosófica.
Es
por ello que uno de los mayores consensos que se ha dado en la doctrina en
torno el interés general, ha sido aquel de calificarlo como un concepto
jurídico indeterminado[86],
el cual puede ser definido según Miguel Ángel Torrealba y de conformidad con un
amplio sector de la doctrina iberoamericana como “aquellas figuras jurídicas
que regulan la actividad de la Administración, en los que la indeterminación de
sus enunciados no se traduce en una indefinición de sus aplicaciones, pues solo
se permite una unidad de solución justa”[87].
Pero
es que, además, todavía se discute sobre la misma definición o entendimiento de
lo que es un concepto jurídico indeterminado, ello igualmente puede variar
dependiendo del momento histórico, ordenamiento jurídico, área o disciplina del
derecho en especial dentro de la cual se esté analizando la figura. No
obstante, existen algunas teorías o consideraciones que han resultado de común
aceptación, como la contenida en la definición que ya citamos anteriormente, la
cual implica que, al haber una sola solución justa y apegada a la legalidad, el
control del juez no desaparece, significando esto un control sobre lo que se
considera es una potestad discrecional de la administración cuando actúa con
base a conceptos jurídicos indeterminados.
Adicionalmente
se han desarrollado otras teorías menos conocidas, como la propuesta por el
maestro García de Enterría, la cual propuso que para estos conceptos se debía
hacer una apreciación por juicios disyuntivos[88]
según la cual se entiende que no es que exista una única conducta o hecho
material que pueda ser encuadrado dentro del concepto jurídico indeterminado
que establezca la norma, sino que en cambio habría que analizar y verificar
cuales situaciones de la realidad (pudiendo ser varias) se ajustan a éste,
tomando como referencia cuales no lo hacen, en una especie de visión negativa o
residual. Otra teoría mucho más laxa, sugiere que estos conceptos puedan ser
interpretados no bajo la premisa de una única solución justa, sino bajo la
apreciación o interpretación de ciertos operadores jurídicos, ya sea el
legislador o la administración pública, pero dentro de los límites impuestos
por la norma constitucional[89].
Volviendo
al interés general específicamente, no pocos han sido los intentos de distintos
autores en concretar una aproximación, llegado el momento en que se hace
necesario conocer su concreción en casos específicos. De entre ellos podemos
destacar a los autores o doctrinarios administrativistas italianos desde la
primera mitad del siglo XIX y hasta tiempos más contemporáneos, para quienes el
interés general o público fue para lo que los autores franceses ha sido el
servicio público, en tanto eje central o estructural de esta materia y, en
consecuencia, como concepto delimitador y muy útil para calificar una actividad
propiamente como función pública realizada por órganos administrativos o de la
rama ejecutiva del poder público.
Para
la doctrina italiana lo verdaderamente importante era conocer o precisar los
fines de la Administración Pública y, en resumidas cuentas, en general llegaron
a la conclusión de que el propósito principal de esta era la satisfacción del
interés público. Uno de los mayores exponentes de la doctrina italiana, Guido
Zanobini, manifestó lo siguiente sobre el concepto de administración (pública)
como “la actividad práctica que el Estado desarrolla para atender de manera
inmediata, los intereses públicos que toma a su cargo para el cumplimiento de
sus fines”[90].
Sobre esta definición, destaca el Profesor Eloy Lares Martínez la nota sobre la
satisfacción inmediata y concreta de los intereses públicos, afirmando a
la vez que no podría decirse lo mismo ni de las denominadas funciones de
legislación ni de la jurisdicción[91].
Así pues, tenemos que la escuela italiana señaló como una característica
distintiva del concepto de interés público, desde la óptica de las actividades
de la administración pública, a la inmediatez y que, según afirma Lares
Martínez nuevamente, tal característica hace lógicamente que la administración
venga en ese sentido acompañada de otros caracteres menos esenciales a su
definición, pero inseparables del principal, como lo son la practicidad y los
elementos de voluntad y actuación material.
Otro
autor italiano de renombre, Massimo Severo Gianinni, resalta este hecho de que
se había dado un consenso o doctrina reiterada con respecto a la definición de
función de la administración pública como aquella que buscaba satisfacer
directa o concretamente el interés público. No obstante, rechaza esa percepción
argumentando que la tutela de este interés se distribuye entre las distintas
ramas del poder público, y que además la función administrativa como tal no
perseguía o comprendía únicamente la satisfacción de un interés general o
público objetivamente hablando, sino que más bien se debía comprender su
actuación desde un punto de vista subjetivo como realizada por parte de una
organización (administración pública). Por lo tanto, para este autor la función
administrativa se refiere a la multiplicidad de funciones que cumple la administración
pública en tanto estructura orgánica, incluyendo aquellas que persiguen el fin
de tutelar un interés público que pudiera considerarse en algunas ocasiones no
tan general, sino más o menos individualizado o sectorial. Bajo esta
percepción, sea acertada o no, el concepto de interés público vuelve a
difuminarse un poco dentro de ese contexto de simple oposición al interés
individual o particular.
En
cuanto a otra de las escuelas clásicas del derecho administrativo continental –quizás
la más fundamental o clásica de todas– la francesa, el interés general o
público no significó el concepto más esencial o principal de esta rama del
derecho público. Para muchos de sus autores más reconocidos y citados del siglo
XIX, fue el concepto de servicio público lo que determinaba cuales funciones
públicas se regulaban por el derecho administrativo. En consecuencia, este
concepto no fue objeto de un desarrollo o análisis en los inicios de esta
escuela, del cual pudiésemos obtener algunas luces a los fines de su concreción.
Uno
de los autores que dio inicio a esta corriente particular de la escuela
francesa fue Léon Duguit, quien, tal y como la afirma el profesor Gustavo
Briceño Vivas, “expone que la caracterización de las diferentes funciones del
Estado debe hacerse en atención a la actividad realizada en la prestación de un
determinado servicio público, lo cual implica en todo caso, la materialización
en prerrogativas de poder con la ejecución de actos administrativos y
actividades materiales de la propia administración”[92],
para este autor y sus discípulos, entre los cuales Gastón Jeze y Roger Bonard
están entre los más conocidos, nuevamente lo de mayor importancia va a ser la
esencia de la actividad en sí misma, es decir desde un punto vista más objetivo
o material, que el de la rama o poder público que la realiza (óptica orgánica o
más o menos subjetiva).
A
pesar de que pudiera parecer una obviedad resaltar el hecho de que ambos
conceptos, tanto el servicio público como el de interés público o general,
hacen alusión a lo “público”, creemos que ello no es algo que debe dejase de
lado o ser analizado superficialmente. En el fondo lo que se demuestra es la
intención de resaltar el hecho de que las actividades realizadas por la
administración pública deben ser indefectiblemente dirigidas hacia una
colectividad en general o número indeterminado de particulares. No obstante, si
bien es cierto que el concepto de servicio público ha sido también muchas veces
debatido, tanto así que muchos podrían decir que aún hoy en día no existe un
consenso claro sobre su definición[93],
creemos que aun así no llega al nivel de complejidad o abstracción, del que
puede llegar a tener el interés general, siendo un indicio de ello el que la
doctrina no lo haya querido calificar en ningún momento como un concepto
jurídico determinado; de igual forma, no muy pocas veces observaremos en un
texto legal al servicio público como razón o fundamento a la hora de poder
tomar alguna medida de cierto contenido discrecional. Adicionalmente, el
servicio público es lógicamente una actividad material y directa, más
específicamente una prestación, en consecuencia, los propósitos detrás de estas
actuaciones o prestaciones son en principio directos e inmediatos, en lo que a
sus destinatarios o beneficiarios respecta.
Es
menester destacar también la relación que guarda el servicio público con la
visión de una gran parte de la doctrina acerca de una administración servicial
o de carácter vicarial, muy en boga en los actuales momentos, sobre todo entre
nosotros debido al énfasis que se le ha dado en la vigente Constitución. Dentro
de este parámetro o enfoque particular acerca de los fines fundamentales de la
administración pública, el concepto de interés general pudiera ser moldeado
hacia un ámbito más concreto, sobre lo cual profundizaremos más adelante.
Si
bien la escuela francesa, en especial a lo que sus autores clásicos respectan,
tuvo ese primer enfoque hacia el servicio público, ello no obstó para que en
una época más cercana dedicaran una gran parte de sus análisis y deliberaciones
al concepto de interés general. Así pues, en un artículo del profesor y
catedrático español Jaime Rodríguez-Arana, titulado “El interés general en el
derecho administrativo: Notas Introductorias”[94],
este comenta sobre una disertación del Consejo de Estado francés contenida en
una introducción del rapport de 1999, en la cual dicha institución
estableció que el interés general “es la piedra angular de la acción pública y
admite, fundamentalmente, dos aproximaciones distintas. La versión utilitarista,
del Estado Liberal, y la versión republicana, surgida de la revolución
francesa”[95].
Al respecto, véase como de nuevo el concepto en cuestión intenta ser modelado
con base a los distintos paradigmas macro que existan, relativos a los fines
últimos del Estado moderno y –quizás– hasta desde un punto de vista político-ideológico.
En
el mismo artículo comentado, se indica también que una de las razones para
revisar la concepción de interés general son precisamente aquellos cambios
acerca de lo que se considera deben ser o no los propósitos del Estado en las
sociedades modernas. Pero sobre este punto en particular, reiteramos,
volveremos más tarde, ya que es tema central en uno de los acápites del
presente trabajo.
Lo
que realmente queremos destacar y dejar claro aquí, es la suma importancia de
este concepto para el derecho administrativo en casi todos los ordenamientos
jurídicos modernos, al menos en los que rige el llamado derecho continental;
inclusive en el francés, cuyos autores clásicos tempranos, tal y como lo
mencionamos antes, se habían centrado más en el concepto de servicio público.
No cabe duda entonces de que hoy en día el interés general es ineludiblemente
una parte esencial a la hora de conocer lo que comprende el verdadero actuar de
la función administrativa.
Pero
al mismo tiempo esta idea principal se hace difusa cuando se quiere establecer
también que el interés general o público es la base fundamental de toda
actuación estatal, dicho de otra manera, en principio motivador de todas las funciones
a las cuales cada una de las ramas del poder público está llamada a cumplir,
razón por la cual se hace tan necesario contextualizarlo dentro del campo del
derecho público y más propiamente dentro del derecho administrativo.
Especialmente en cuanto al derecho administrativo se refiere, y más allá de lo
que pueda decirse sobre los fines últimos de uno u otro tipo de Estado –con
todas las implicaciones de ello– creemos desde ya que el interés general
debería cobrar mucho más sentido y concreción en el actuar de las entidades y
órganos públicos regulados por esta disciplina, que en las actuaciones formales
o materiales de todas las otras ramas del poder público. Y esto es así, debido
a que la función administrativa es la que más directa, inmediata y materialmente
puede afectar la esfera jurídica o derechos subjetivos de un particular, lo
cual se desprende claramente de sus potestades de autotutela, en tanto complejo
de entes y órganos públicos capaces de ejecutar sus propios actos.
Sobre
el interés general, como justificativo de la actuación administrativa se ha
pronunciado también la doctrina patria, aunque muy pocas veces se ha referido a
aquél como verdadera esencia de la actividad administrativa o concepto
fundamental de la disciplina del derecho administrativo. A diferencia de lo que
pudimos observar en las escuelas italiana y francesa, la doctrina venezolana
nunca se ha movilizado mayoritariamente hacia un concepto rector para
determinar que es “función administrativa” o actividades administrativas.
Para
analizar bien este punto en lo que a la doctrina patria se refiere, se hace
necesario hacer una breve mención a lo que han sido en general los intentos de
ésta por tratar de ubicar un concepto relativamente unívoco sobre qué es
exactamente el objeto del derecho administrativo. Ello no supone necesariamente
una desviación de la idea principal de este acápite, sino más bien la búsqueda
de las bases o fundamentos principales de una doctrina en particular, los
cuales generalmente señalan los conceptos esenciales de esta ciencia del
derecho administrativo. En efecto, cuando indicamos anteriormente que para la
doctrina clásica italiana el interés público o general llegó a ser el concepto
más fundamental y delimitador, fácilmente puede inferirse que al señalar esto,
los autores pertenecientes a ese movimiento no se encontraban sino tratando de
delimitar que actividades o funciones estatales podían correctamente ser
calificadas como administrativas o sujetas al estudio por parte del derecho
administrativo.
Así
pues, tenemos que, entre los autores venezolanos, tal y como ya lo habíamos
dicho, en principio no preponderó ninguna visión en particular que se enlazara
a algún concepto como lo fuera el servicio público o el interés general o público,
como tampoco predominó una tendencia definitiva sobre la concepción de la
administración pública en ninguna de sus ópticas más discutidas, es decir, ni
bajo la orgánica subjetiva ni bajo la objetiva sustancial o material[96].
No obstante, uno de sus mayores exponentes –sino el más importante– el profesor
Allan Brewer-Carías[97],
mediante el análisis de la jurisprudencia y del derecho positivo venezolano,
llegó a unas conclusiones que lo impulsaron a establecer un criterio para
determinar qué era función administrativa, el cual guardó bastante similitud
con el llamado pandectismo alemán[98],
teoría según la cual las distintas funciones estatales podían explicarse o
diferenciarse según el grado o escalón que ocupasen dentro del proceso de
creación del derecho.
En
ese sentido, la “función administrativa” sería toda aquella creación de
derecho, bien sean de actos de efectos generales (normativos) o de efectos
particulares, que no fuesen actos de gobierno de aplicación inmediata de la
constitución, creación de leyes o sentencias, dictados estos dos últimos –en
principio– por la rama legislativa y judicial, respectivamente. Esta teoría
define entonces a la función administrativa y sus correspondientes actividades
administrativas de manera residual y negativa, siendo que todo lo que no sea
una sentencia o creación de normas en aplicación inmediata de la constitución,
correspondía al ámbito administrativo, y sería por ende parte del objeto de
estudio del derecho administrativo.
Decimos
que esto es así, por cuanto el profesor Brewer-Carías rechazó[99]
de plano la visión orgánico-subjetiva de la administración pública como
respuesta única y definitiva para su delimitación como objeto de estudio,
proponiendo que la función administrativa como tal no era la que realizaban
únicamente los órganos de la rama ejecutiva del poder público (denominados
generalmente “Administración Pública”, como conjunto), en ejecución de la ley,
sino que conforme a lo que se desprendía del ordenamiento jurídico positivizado
venezolano (legislación vigente), las otras ramas del poder público también
contaban con potestades legalmente otorgadas para dictar ciertos actos
jurídicos que, si bien formalmente se definían acorde a la función principal de
la rama del poder público que los dictase[100],
sustancial u objetivamente no podían considerarse sino de naturaleza
administrativa. En consecuencia, este autor propuso que cada rama del poder
público estaba llamada a ejercer su función principal, pero a que a su vez –y
en segundo lugar– cada una de estas podía también cumplir funciones principales
de otras ramas; un ejemplo importantísimo –el cual sirve de motivación y parte
del objeto principal de este trabajo– eran los actos de contenido
jurisdiccional, categorizados luego como “actos cuasijurisdiccionales”, de los
cuales se afirmó que a pesar de ser dictados por la administración pública en
sentido orgánico (órganos de la rama ejecutiva) y contar con las formalidades
de un acto administrativo, sustancialmente decidían sobre conflictos
intersubjetivos, ejerciendo de esa forma una función jurisdiccional.
Si
bien la doctrina acerca de la esencia de la administración pública, entendida
ésta como actividad o función objeto de estudio del derecho administrativo, del
profesor Brewer-Carías tuvo mucha recepción, sobre todo tomando en cuenta que
esta tuvo como basamento un exhaustivo estudio de la jurisprudencia de los
tribunales con competencia contencioso administrativa realizado por él[101],
otros autores venezolanos posteriormente discreparían de tal teoría, unos
inclusive totalmente, tal y como lo haría el profesor Gonzalo Pérez Luciani,
quien afirmó tajantemente que:
Hoy puede observarse que tal planteamiento envuelve una
tautología: decir que un acto era orgánicamente legislativo, formalmente
administrativo y substancialmente administrativo, etc., no venía a crear una
nueva categoría de acto, o un acto que constituyera un género o una especie, o
que pudiera ser definido de ninguna otra forma sino afirmando que había emanado
del Poder Legislativo, no tenía forma de Ley o de sentencia y su contenido no
era normativo o un acto que resolviera un conflicto con fuerza de cosa juzgada,
lo que evidentemente constituye una petición de principio o, más exactamente,
una tautología[102].
Mientras
que otros, como José Peña Solís disentirá solo parcialmente, indicando que
tanto la óptica objetiva material como la orgánica subjetiva habían tenido
cabida dentro de la doctrina y jurisprudencia venezolana, pero que en la
actualidad el enfoque predominante sería definitivamente el orgánico, producto
de las críticas e inconvenientes de intentar encontrar un concepto
absolutamente objetivo de función administrativa[103], y
también en parte por reproducirse algunas de las mismas críticas que se
formularon en su momento al pandectismo alemán. Algunos autores de más reciente
época, como por ejemplo el profesor José Ignacio Hernández, acuerdan igualmente
que al momento de ubicar lo que la doctrina venezolana ha dicho sobre la
conceptos más fundamentales y esenciales a la hora de entender lo que es la
administración, se observa una fluctuación entre la visión subjetiva y la
objetiva, aludiendo a que dicha situación revela además las dificultades
propias del estudio de esta disciplina y otra de sus características, la cual
es su condicionamiento al poder político estatal, junto con el dinamismo y
comportamiento cambiante típico de éste[104].
Pero
volviendo a la idea principal, y habiendo señalado someramente algunas
consideraciones de autores venezolanos de importancia sobre los intentos de
definir la administración pública (en sus dos acepciones como estructura
orgánica, y como actividad material) es menester verificar qué posición ha
ocupado el concepto de interés general o público en éstas, y más importante
aún, si dicho concepto es relacionado directamente con las muy clásicas y
conocidas características de ejecutividad y ejecutoriedad reconocidas desde los
inicios de la historia del derecho administrativo a los órganos que
tradicionalmente se consideran parte del objeto de estudio de éste.
Pues
bien, la respuesta a este planteamiento es que efectivamente el interés general
no solo siempre ha sido mencionado como un elemento indispensable al momento de
definir la función administrativa por parte de casi todos los autores
venezolanos, sino que, y adicional a ello, en lo que respecta a la conocida
potestad de autotutela, el interés general sirve como fundamento y razón de ser
de esta, no pudiendo entenderse su existencia sin la presencia o antecedente de
aquel concepto, como la motivación para dictar actos administrativos que
contienen un pleno carácter ejecutivo y ejecutorio.
En
ese orden de ideas, tenemos que el profesor José Peña Solís, al realizar una
disertación sobre las diferencias entre la administración pública y privada[105],
y encontrándose en el análisis o fundamento del privilegio de ejecutoriedad y
ejecutividad de los actos administrativos, afirma tajantemente lo siguiente:
De manera pues, que, conforme a la mayoría de los
Ordenamientos Jurídicos, así como a la doctrina, también mayoritaria, la
Administración Pública está legitimada para utilizar procedimientos
autoritarios a los fines de tutelar el interés general, o sea, para lograr la
satisfacción de las necesidades vitales de la colectividad, a los cuales, en
términos generales no tienen acceso las administraciones privadas para el logro
de sus fines[106].
De
lo citado anteriormente, podemos claramente ir infiriendo que no queda duda
alguna de que, a primera vista, el rasgo más resaltante y delimitador de la
figura de la autotutela de la administración pública, en tanto potestad de
dictar actos ejecutivos y ejecutorios por sí misma, es la búsqueda de tutelar
un interés general o de satisfacer necesidades vitales de la colectividad[107].
Otros
autores de importancia, entre ellos el más prolífico de todos los venezolanos,
Allan Brewer-Carías, no dejan tampoco de mencionar al interés general al
momento de intentar definir a la administración o función pública; así pues,
siendo citado por el mismo profesor José Peña Solís, el mencionado autor llegó
a definirla “como la gestión, en concreto, del interés público por el Estado
como sujeto de Derecho que se relaciona con los administrados”[108]
Ahora bien, en cuanto a las notas específicas de la ejecutividad y
ejecutoriedad, el profesor Brewer-Carías no señala en principio a la tutela del
interés general como trasfondo sustentador de estas potestades que implican tan
grandes poderes y una condición “exorbitante” frente al derecho común aplicable
a los particulares, en cambio, explica que estás deben su razón de ser
principalmente a la idea de la presunción de legitimidad de los actos
administrativos, principio muy criticado hoy en día por alguna parte de la
doctrina[109].
En ese sentido, podríamos deducir que, para el citado autor, la autotutela se
entiende más como una extensión de las llamadas prerrogativas de la
administración pública heredadas del antiguo régimen[110].
No obstante, sobre este tema cita una jurisprudencia clásica de la extinta
Corte Federal del 29-07-1959, la cual estableció lo siguiente:
El interés público en que se inspiran las normas del Derecho
Administrativo, justifica ciertos privilegios de que goza la Administración
para el cumplimiento de sus fines. Entre tales privilegios, que exceden de los
moldes clásicos del Derecho común, se encuentra el de la inmediata ejecución de
sus actos. Este carácter de ejecutoriedad permite darles cumplimiento material
incluso contra la voluntad de los propios interesados, por existir en ellos una
presunción de legitimidad que no se destruye por la mera impugnación siquiera[111].
Se
puede claramente apreciar o deducir que, previo a la prerrogativa de la
presunción de legitimidad como justificación de estas potestades, subyace
previamente el concepto de interés público como justificador a su vez de estos
poderes.
Entonces,
vemos así que a pesar de que el profesor Allan Brewer-Carías no circunscribió
los fundamentos del derecho administrativo, o el principio de la autotutela,
con todo lo que ello implica, al interés general o público (tal y como lo ha
hecho la mayoría de la doctrina venezolana, diferenciándose de la escuela
clásica italiana), si forma parte indispensable de la construcción teórica de
todos esos fundamentos y principios de la administración pública o el derecho
administrativo, incluyendo por supuesto al venezolano.
Hemos
visto como dos importantes exponentes de nuestra doctrina reafirman la idea que
hemos estado hilvanando en cuanto al interés general como elemento esencial e
infaltable para comprender el actuar de la administración pública frente al
particular. Al respecto, otro autor de más reciente época, Gustavo Briceño
Vivas, al momento de definir la función administrativa, no sin antes –claro
está– comentar sobre la reiterada dificultad de lograr alcanzar esa meta, dice
que:
El ejercicio de la función
administrativa es claramente diferente (frente a las otras funciones
estatales). La Administración Pública se extiende en el colectivo de una manera
directa e inmediata, concreta, de ordenación de conducta o actuación del
ciudadano en su vida personal. Por esta razón, se hace referencia a una
obligación particular, a una incidencia personal, la obligación jurídico–administrativa,
cuyas características la diferencian de otras obligaciones contraídas entre los
particulares o ciudadano.
Y
más adelante, sobre la formalización de esa actuación de la administración
frente a los particulares, que no es otra que el acto administrativo señala
que:
El acto administrativo es desde luego, un clásico instrumento
de acción, en el cual el órgano habilitado por la norma jurídica actúa sobre
los derechos del concreto administrado e impone una conducta determinada por
consecuencia. Actuación directa e inmediata que refleja la voluntad de la
Administración, motivado a que ésta no debe perseguir ciertamente un interés
individual o concreto, sino general y abstracto[112].
Sobre
las notas de este autor, nótese como, además de imprimir la importancia
comentada del interés general tanto a la función administrativa en su
teorización sustancial, como a la formalización de ésta a través del acto
administrativo, resalta también las características de inmediatez, incidencia
directa y hasta personal sobre los particulares, dándole nuevamente un
particular modelaje al interés general de la forma como lo habíamos comentado
anteriormente al momento de describir la visión de la escuela clásica italiana.
Pero
además de eso, queremos también señalar el hecho de que, muy a pesar de que en
los textos citados este autor no hace referencia o mención expresa a la
autotutela, la ejecutividad o ejecutoriedad de ciertos actos administrativos,
ello de todas formas se desprende cuando señala que impone conductas y
obligaciones a los particulares directamente, lo cual puede ser
inequívocamente identificado como la posibilidad de dictar actos ejecutivos y
en algunos casos ejecutarlos también, sin la necesidad de acudir a ninguna otra
autoridad (jurisdiccionales) antes de hacerlo, lo que sí tendría lugar
obligatoriamente en el caso de “otras obligaciones contraídas entre los
particulares o ciudadanos”[113].
Siguiendo
dentro del ámbito de la doctrina venezolana, Claudia Nikken, expresa, en una
forma quizás un poco vehemente, lo siguiente:
Y es que, universalmente, el Estado tiene por fin, dar
satisfacción al interés general, siempre. Sus medios siguen siendo el
servicio público, si se quiere entendido bajo parámetros del libre mercado; la
policía, que cada día más interviene para garantizar precisamente la libertad
del mercado; el fomento para apuntalar el libre mercado; la gestión económica,
hoy especialmente, para mantener el libre mercado[114].
Sobre
esta afirmación, a pesar de que la autora no se refiere exactamente a la
administración pública, tácitamente queda muy claro que está hablando de ésta
cuando señala casi todas las actividades administrativas que se estudian en la
actualidad. De ahí que podamos afirmar nosotros a su vez, nuevamente, que la
doctrina venezolana considera al interés general como un concepto absolutamente
necesario para justificar y entender a la función y actuaciones
administrativas.
Y es
que, no solamente para cualquier tipo de actuación administrativa debe
tomársele en cuenta (a la presencia del interés general) en un mismo grado de
importancia o relevancia, sino que creemos además, que mientras más amplia sea
la potestad de intervenir en la esfera jurídica de un particular mediante la
concreción de cualesquiera de las actividades de la administración
(tradicionalmente la de policía), mayor será su importancia y necesidad al
momento de justificar esas actuaciones que de manera tan directa e inmediata
puedan afectar los derechos de las personas.
Se
trataría entonces de un interés general, que sí –valga la redundancia– es general
porque no puede obviamente concretizarse en el interés de un individuo en
particular, pero que no por ello debe ser entendido tampoco como algo en
demasía abstracto o absolutamente indeterminado dentro del contexto de la
teoría del acto administrativo y el procedimiento correlativo que se sigue para
su formalización en cumplimiento con la ley.
Así
pues, una vez establecida la esencialidad el interés general en casi todas las
visiones que se han tenido sobre el objeto de estudio del derecho administrativo,
ya sea expresa o tácitamente, el objetivo en los siguientes acápites será
verificar su concreción en los actos muy particulares de la administración
pública venezolana que serán analizados en este trabajo.
En
el aparte anterior, ya habíamos dicho lo clave que es el concepto de interés
general en el sentido de su utilidad para justificar las potestades de
intervención de la administración pública en la esfera jurídica de los
particulares, y en especial en cuanto a la noción o principio de autotutela.
En
ese primer enfoque, pudimos observar al mismo tiempo la dificultad de definir
concretamente al interés general, junto con su muy clara aproximación –y en
parte como consecuencia de la referida dificultad– al ámbito de los conceptos
jurídicos indeterminados. De igual forma, mientras hacíamos el análisis del
concepto dentro del contexto de esa primera parte, hicimos algunas menciones en
torno a que su definición podía de alguna forma concretarse o abstraerse más,
según la doctrina dominante en un momento y lugares determinados[115].
Tomando
en cuenta aquellos particulares que ya pudimos deducir de ese primer enfoque en
torno al concepto de interés general, pasaremos ahora a tratar de desarrollarlo
dentro del contexto del marco constitucional y del ordenamiento jurídico
venezolano, incluyendo las disertaciones de la doctrina más calificada que
logremos ubicar; de igual forma tomaremos en cuenta nuevamente –aunque en
segundo lugar– lo que al respecto ha dicho parte del derecho comparado, con
preferencia de los ordenamientos jurídicos pertenecientes al llamado derecho
continental, que es al que pertenece el nuestro.
El
propósito específico que nos hemos trazado en esta fase, es aquel de hacer todo
los esfuerzos para tratar de ubicar un concepto de interés general que nuestro
ordenamiento jurídico conciba –en todas sus fuentes de derecho– actualmente y
que sea lo más concreto posible; de esta manera podremos contar con una base
para luego proponernos verificar si esa noción de interés general que nuestro
ordenamiento jurídico establece, se encuentra realmente tutelada o no, en los
supuestos de implementación de los procedimientos que nuestra doctrina y
jurisprudencia ha decidido en calificar como “cuasijurisdiccionales”.
Así
pues, a la primera fuente que debemos recurrir es a la Constitución de la
República Bolivariana de Venezuela[116],
de su articulado intentaremos inferir los fines primordiales de la
administración pública; una vez precisados estos fines –de haberlos en una
forma relativamente concreta y no tan abstracta– haremos el ejercicio de
equipararlos o hacerlos parte del contenido de un concepto de interés general
que pueda ser asimilado como el aplicable al resto de nuestro ordenamiento
jurídico.
De
tal manera que, si como lo ha afirmado gran parte de la doctrina, la
administración pública está antes que nada llamada a tutelar el interés
general, los propósitos bien definidos por las leyes que le son encomendados a
ésta deberían poder traducirse o fácilmente equiparse con la satisfacción de
ese primordial fin.
En
la Constitución vigente, encontramos que en el Título IV, capítulo I, sección
segunda se regula lo relativo a la administración pública, y más
específicamente en el artículo 141 se establece lo siguiente: “La
Administración Pública está al servicio de los ciudadanos y ciudadanas y se
fundamenta en los principios de honestidad, participación, celeridad, eficacia,
eficiencia, transparencia, rendición de cuentas y responsabilidad en el
ejercicio de la función pública, con sometimiento pleno a la ley y al derecho”.
Del
artículo transcrito, no es mucho lo que a primera vista podemos inferir acerca
del objeto o razón de ser de la administración pública en Venezuela. No
obstante, no deja de ser el artículo que más se relaciona al asunto que estamos
tratando, en toda la Constitución, y por esa razón, uno de los que más ha sido
estudiado[117].
Lo
que podemos resaltar en una primera revisión del artículo, es la noción de
“servicio” a los ciudadanos. Pareciera entonces que el fin primordial es aquel
de cumplir o dar unas determinadas prestaciones a la colectividad, dentro del
marco de los otros principios también establecidos en la citada disposición. Es
por ello que muchos autores han dicho que el tipo de administración pública que
consagra nuestra constitución es una del tipo “vicarial”[118].
Cuando
hablamos de una administración pública de ese tipo o matiz en particular, nos
referimos a una que no se limita únicamente a reglar o regular[119]
determinado sector del actuar de los particulares, y de las relaciones entre
éstos y la administración, imponiendo limitaciones de algunas libertades, para
así acometer sus fines. Este tipo de administración no agota sus actuaciones en
lo anterior, sino que las expande a otro tipo de actividades relacionadas con
ese carácter servicial.
Al
hablar de una administración pública vicarial o al servicio de los ciudadanos,
se ha afirmado la mayoría de las veces que los órganos y entes que la componen
tienen como propósito no solo la ordenación y correlativa limitación de un
cúmulo de actividades económicas o sociales, por mandato legal, sino que además
debe procurar que toda la colectividad cuente con un mínimo de condiciones
vitales[120],
que le permitan a la mayor cantidad de individuos poder satisfacer las más
básicas necesidades.
Así
pues, tenemos una estructura orgánica, para algunos una institucionalidad[121]
o una determinada función pública que actúa positivamente, que busca no solo
intervenir en la esfera jurídica del particular cuando este ejerza o realice
actividades reguladas y limitadas por la ley, sino también procurar que éste –o
mejor dicho los particulares que así lo requieran o mejor dicho lo necesiten–
tenga a su disposición los medios y herramientas necesarias para poder
satisfacer las más básicas o vitales necesidades. Pero ¿Cómo se aprecia en esta
particular visión de lo que es la finalidad primordial de la administración
pública, el concepto de interés general? ¿Se mantiene más o menos parecido que
en el caso de que no fuese una que deba realizar este tipo de intervenciones, o
nos encontramos con un concepto mucho más abarcador o –quizás– más concreto?
Veamos si de la lectura de los artículos que hace mención expresamente al
interés público o al interés general podemos deducir alguna idea al respecto
que nos pueda dar algunas luces.
El
concepto de interés general (o público) solo aparece mencionado como tal en la
CRBV en su artículo 115[122],
como un justificativo para la limitación del derecho de propiedad (privada);
mientras que el de interés público aparece muchísimo más, por lo que podemos
deducir que el constituyente prefirió esta denominación, que es generalmente
aceptada como expresión sinonímica del concepto de interés general.
Varios
de los artículos donde aparece el término “interés público” se refieren a los
llamados contratos de interés público[123];
otros lo incluyen a los fines de pronunciarse a favor del fomento e
intervención en determinados sectores, como lo son la ciencia y tecnología y
los que por razones de “conveniencia nacional” sean reservados al Estado
mediante Ley Orgánica[124];
el resto hace mención de este concepto como supuesto de hecho o condición
suficiente para acordar la asociación de municipios, y como factor a tomar en
cuenta a los fines del establecimiento de las contrapartidas correspondientes
al Estado en los casos de otorgamiento de concesiones sobre bienes de dominio
público o servicios públicos reservados al Estado[125].
En
los casos citados anteriormente, consideramos que resulta difícil extraer un
concepto de interés general o público más concreto o encaminado hacia una
concepción particular o especial de administración pública, en el marco de
nuestro ordenamiento jurídico. Decimos esto, por cuanto la utilización de este
concepto en los referidos artículos es también la típica que encontramos en una
gran variedad de instrumentos de rango legal, que no es otra (principalmente)
que la de servir como sustento para justificar la intervención estatal (y no
tanto para el ejercicio de funciones administrativas clásicas) en determinados
sectores de la economía nacional, hasta llegar al punto de resolver sobre su
reserva[126]
o bien para –y en menor medida– guiar las actuaciones de los entes públicos en
aspectos ya evidentemente circunscritos al ámbito exclusivamente interno de
éstos, más bien como principio rector en lo que a aspectos organizacionales, o
de decisiones administrativas basadas en razones de conveniencia y oportunidad
se refiere.
En
cualquier caso, la abstracción del concepto sigue siendo el carácter más
distintivo, manteniéndolo en el contexto de los conceptos jurídicos
indeterminados. Por tanto, no logramos del todo –a través de estas
disposiciones– acércanos a lo que nos hemos propuesto en el presente capitulo.
En
los instrumentos de rango legal podemos encontrar también disposiciones
relativas a los fines o principios informadores de la administración pública.
Acudimos en consecuencia a nuestra segunda fuente, comenzando por lo que
establece el Decreto con Rango, Valor y Fuerza de Ley Orgánica de la
Administración Pública[127]
en sus artículos 3 y 5 principalmente:
Artículo 3: La Administración Pública tendrá como objetivo de
su organización y funcionamiento hacer efectivos los principios, valores y
normas consagrados en la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela
y en especial, garantizar a todas las personas, el goce y ejercicio de los
derechos humanos.
Artículo 5: La Administración Pública está al servicio de las
personas, y su actuación estará dirigida a la atención de sus requerimientos y
la satisfacción de sus necesidades, brindando especial atención a las de
carácter social.
La Administración Pública debe asegurar a todas las personas
la efectividad de sus derechos cuando se relacionen con ella.
Además, tendrá entre sus objetivos la continua mejora de los
procedimientos, servicios y prestaciones públicas, de acuerdo con las políticas
que se dicten.
Dos
ideas resaltan de la redacción de los artículos recién citados; la primera que
se refiere a una de las funciones clásicas y primigenias de la administración
pública en tanto estructura de órganos y entes pertenecientes a la rama
ejecutiva del poder público, que no es otra que la ejecución de la normativa
establecida en determinado ordenamiento jurídico; y la segunda viene a reiterar
lo que ya se ha venido diciendo acerca del propósito de satisfacer las
necesidades de las personas, pero haciendo énfasis ahora en el “carácter
social”.
De
las fuentes que hemos analizado hasta ahora, podemos inferir entonces que el
interés general en el marco de las normas que informan nuestro ordenamiento
jurídico –en atención a los fines propuestos por éste a la administración
pública– se encuentra matizado o influenciado quizás por una idea o
característica de servir como medio para la satisfacción de las necesidades
sociales de las personas, ciudadanos, colectividad en general, o como quiera
que se les quiera denominar.
Ahora
bien, toda vez que no parecen haber normas de rango constitucional ni legal que
procuren concretizar o –si se nos permite decirlo– positivizar lo que a primera
vista parece ser un principio programático[128],
consideramos que lo conveniente aquí será acudir a lo que ha dicho la doctrina
venezolana acerca de los fines de nuestra administración pública, con base a
las disposiciones que hemos comentado.
Uno
de los temas más analizados y estudiados, sobre todo en los últimos tiempos,
por la doctrina patria, ha sido aquel de definir el verdadero objeto del
derecho administrativo, lo cual lleva a su vez, al estudio especializado de ese
objeto. En vista de que, a primera vista, dicho objeto comprende a la
administración pública como complejo o estructura de entes y órganos llamados a
cumplir determinados fines del Estado, lo cual por sí solo no parecía ser
suficiente para poder delimitar el objeto de estudio de esta disciplina
jurídica, se hizo necesario que la óptica o punto de vista desde el que se le
ve pasara de ser uno meramente formal o quizás subjetivo, a uno más material o
sustantivo[129].
Ese
aspecto material u objetivo de la administración o de las administraciones
públicas, se desprende o deduce indudablemente de los fines que esta estructura
de entes y órganos están llamados a cumplir o lograr; en consecuencia, gran
parte de la doctrina ha entendido que para poder conocer exactamente cuál es el
objeto estudio del derecho administrativo, se hace necesario primero ubicar y
comprender cuales son los fines de la llamada administración pública, desde sus
dos perspectivas, ya sea como entramado o estructura orgánica (subjetiva) o
como el ejercicio de una función administrativa (objetiva). Así lo ha
considerado al menos una parte importante de la doctrina, a pesar de las
opiniones contrarias ya mencionadas más arriba[130].
Uno
de los autores venezolanos que más se ha dedicado al propósito de ubicar o
aproximarse a una verdadera definición de administración pública
–y consecuentemente a una aprehensión del objeto del derecho administrativo– en
el contexto venezolano, basándose en su esencia y naturaleza teleológica, ha
sido el profesor José Ignacio Hernández. Al respecto, el intento más acabado y
completo de este reputado autor lo encontramos en la obra titulada
“Introducción al concepto constitucional de Administración Pública en
Venezuela”[131],
el cual ya hemos citado en este mismo acápite y es quizás –en nuestra humilde opinión–
uno de los mejores estudios, sino el mejor, sobre el concepto de administración
pública que se haya publicado en Venezuela hasta los momentos.
En
la referida obra, el profesor José Ignacio Hernández, dedica las primeras
páginas a mencionar y analizar los distintos acercamientos que llegó a tener
nuestra doctrina en este aspecto, llegando de esa forma a una de sus primeras
conclusiones, en la que establece que en nuestro país no ha habido una
sistematización del estudio del derecho administrativo, debido a que la
doctrina se había dedicado en su gran mayoría a estudiar y analizar la parte
especial y las distintas figuras presentes en esta disciplina, como por ejemplo
el acto administrativo, el procedimiento administrativo y el llamado contrato
administrativo, entre otras[132].
Esto
es coherente con lo que ya habíamos dicho anteriormente, al resaltar el hecho
de que la doctrina venezolana, a diferencia de las de otras latitudes como la
francesa o la italiana, no había centrado o colocado como factor determinante a
algún concepto o idea principal (interés general, servicio público, potestades
públicas, entre otros) que contribuyera a aprehender una noción general de
administración pública o derecho administrativo, que fuese aceptada
mayoritariamente y pacíficamente, ni siquiera en un periodo determinado.
Luego
de verificar la situación en el contexto venezolano, el autor propone que, para
llegar a un concepto de administración pública en Venezuela, se debía acudir
directamente a la fuente constitucional, más específicamente al ya citado por
nosotros artículo 141, aclarando que:
No se trata solo de trazar las bases constitucionales del
Derecho administrativo. El esfuerzo va más allá: es tratar de aprehender el
concepto de administración que emerge de la Constitución al margen de las
construcciones teóricas abstractamente formuladas. Pues de lo contrario, como
ha observado S. Martínez Retortillo Baquer, podrá hacerse coincidir, incluso a
la fuerza, esta construcción dogmática con la Constitución[133].
Siendo
cónsono con ese propósito, y luego de un profundo análisis del referido
artículo, el autor llega a una conclusión que ya hemos asomado anteriormente y
que parece ser la de mayor aceptación actualmente. Dicha conclusión es aquella
en la que conforme a nuestro texto constitucional “la Administración es, ante
todo, una institución constitucionalmente garantizada, que se caracteriza por
tres notas materiales o sustanciales (carácter vicarial; sujeción a principios
superiores y subordinación plena a la Ley y al Derecho) y necesariamente
ahormada por los valores superiores del ordenamiento jurídico y por la cláusula
del Estado social y democrático de Derecho del artículo 2 constitucional”[134].
Luego, sobre el carácter vicarial ya había hecho la siguiente descripción: “Estimamos
que el constituyente de 1999 se decantó por una especial noción de
administración, concebida como una institución que obra subordinada a todo el
ordenamiento jurídico, a fin de servir con objetividad a los ciudadanos”[135].
Todo
esto reafirma lo que habíamos dicho inicialmente, en cuanto a que la
administración pública venezolana tiene entonces, según un sector muy
calificado de la doctrina patria, un carácter vicarial, el cual se traduce en
la finalidad de satisfacer las necesidades de los ciudadanos, personas o cúmulo
de particulares que hacen vida en el territorio nacional. Esto también se
encuentra respaldado por la jurisprudencia reciente, aunque con un matiz
político ideológico determinado que se desprende inequívocamente de la
redacción de muchas de las más recientes decisiones relacionadas al tema, como
bien lo señala el profesor José Ignacio Hernández[136].
Sobre
el tema que nos ocupa, que es la aproximación a un concepto de interés general,
aproximación que nos hemos propuesto como ya dijimos mediante un método similar
al que utilizó José Ignacio Hernández para hacer lo propio con el concepto de
administración pública. Esto es, tratando de aprehender dicho concepto en el
marco de nuestro texto constitucional y ordenamiento jurídico en general, habíamos
dicho que antes se hacía necesario conocer los fines de la administración
pública, lo cual hemos igualmente extraído –con base a la misma premisa– de la
interpretación del artículo 141 de la Constitución y de las mismas reflexiones
del citado autor acerca del concepto de administración pública y derecho
administrativo hilvanadas en los párrafos anteriores.
Ya
pudiendo entonces partir de una noción acerca de los fines que nuestro
ordenamiento jurídico ha impuesto a la administración pública, dados por su
carácter vicarial, trataremos entonces de emprender o tratar de aproximarnos a
una noción particular y más concreta de interés general. Por lo tanto, si la
administración pública está –tal y como lo hemos establecido anteriormente–
íntimamente imbricada y relacionada a este concepto (indeterminado la mayoría
de las veces) de interés general, a tal punto que se considera parte
importantísima de la esencia y justificación su actuación, entonces éste –en
Venezuela– debe entenderse como aquel que supone el efectivo cumplimiento de
ese servicio objetivo a los ciudadanos.
Esta
temprana conclusión, por demás insuficiente, nos impulsa a conocer entonces a
qué se refiere exactamente la doctrina con este carácter servicial, más allá de
lo que ya mencionamos sobre la procura de un “mínimo de condiciones vitales”.
Pero antes, debemos advertir que en la misma obra que hemos venido citando
reiteradamente en estos últimos párrafos, se menciona al concepto de interés
general, y en relación a la satisfacción de los fines de la administración.
Veamos brevemente algunas de esas menciones y lo que podrían implicar.
En
efecto, dentro del extenso análisis que hace el autor sobre el carácter o
noción vicarial de nuestra administración pública, en un determinado momento lo
relaciona íntimamente a la “gestión concreta del interés público”, indicando
sobre ello lo siguiente: “debemos señalar que ésta (la administración) también
se ha asumido deslastrada del concepto de servicio público y asociada a la
gestión o tutela de los intereses colectivos, con fundamento principalmente en
la doctrina italiana”[137];
este fundamento en la doctrina italiana no supone otra cosa que la tutela
directa del interés público o general.
Pareciera
entonces que, llegados a este punto, según el profesor José Ignacio Hernández,
la noción de administración servicial o vicarial se podría identificar a
plenitud con la tutela directa de los intereses públicos, y al mismo tiempo de
los fines esenciales del Estado[138],
y que además la forma en que la administración logra esa tutela es mediante
“una acción volcada a la gestión concreta del interés público” lo cual es una
“noción eminentemente material”[139].
Así
pues, la tutela directa o material del interés general es una aproximación a
ese concepto que, conforme a las reflexiones de este autor parece ir de la mano
con esta administración de estilo vicarial. Pero, más allá de reiterar una vez
más que el concepto de interés general o público no parece escapar nunca a
ningún estudio general sobre el objeto del derecho administrativo, lo
importante aquí es que vuelve aparecer una cierta concreción, una nota que
nuevamente da luces a una determinación quizás parcial de este concepto, con el
muy importante agregado de que ello se estaría dando con base a la definición
de administración pública establecida o querida por nuestro constituyente.
No
olvidemos que ese particular matiz tiene un elemento que moldea aún más los
conceptos de administración pública e interés general, y puede que los concrete
aún más también, este elemento no es otro que el factor de la satisfacción de
las “mínimas condiciones vitales”. Esto último implicaría que el interés
general que la administración venezolana está llamada a tutelar no es solo uno
de afectación directa o concretamente material, sino que además tiende a la
satisfacción de ciertas necesidades básicas o vitales, dentro de lo que la
doctrina y jurisprudencia han calificado reiteradamente como el “Estado
social”, algo que como todos sabemos, se han consagrado en nuestros textos
constitucionales desde ya hace un tiempo considerable[140],
punto este que analizaremos con exhaustividad más adelante.
Lo
importante aquí es dejar claro entonces que esa impronta del carácter servicial
o vicarial es apoyada por un importante sector de nuestra doctrina y de casi
toda la jurisprudencia igualmente, al momento de considerar los fines u objetos
de la administración pública que derivan o pueden ser interpretados
directamente de nuestro texto constitucional; de ahí que señalemos el hecho de
que el concepto de interés general o público se va concretizando –entre
nosotros– hacia ese determinado ámbito. En efecto, el profesor José Ignacio
Hernández, si bien es el que más recientemente y con mayor profundidad ha
estudiado al asunto, una serie de autores ha suscrito opiniones parecidas a las
de él, como se demostrará de seguidas.
Entre
los autores que también se han encargado de aproximarse al establecimiento de
los fines de la administración pública en nuestro ordenamiento, está José
Araujo Juárez. El referido autor menciona el tema brevemente en su tratado de
Derecho Administrativo General, Administración Pública al afirmar que “la
Administración Pública es un Poder servicial por determinación constitucional,
cuando la Constitución la aborda desde una perspectiva funcional u objetiva, en
el artículo 141 de la C (CRBV), al prescribir que ‘La Administración
Pública está al servicio de los ciudadanos’”, agrega también que “Lo peculiar
de la función administrativa se encierra en la consideración de que ‘está al
servicio de los ciudadanos y ciudadanas’, con lo que destaca un aspecto
cualitativo que debe dominar toda la actividad de la Administración Pública
como nota esencial de su régimen jurídico”[141].
Esta
premisa fundamental sobre el carácter y fines de la administración pública
devenidos del texto constitucional, los resalta aún más este autor al concluir
que “Por lo tanto, el artículo 141 de la C destaca el aspecto servicial
de la Administración Pública caracterizándola de una forma singular, no
aplicable por tanto en un sentido institucional a las otras organizaciones que
ejercen el Poder Público”[142].
Así pues, es claro que José Araujo Juárez concuerda con José Ignacio Hernández
en el hecho de que nuestro texto constitucional ha imprimido un cierto matiz,
en lo que podría ser considerado como las ideas que moldean los fines que debe
cumplir la administración pública venezolana[143].
Otra
exponente de la doctrina administrativista venezolana, la ex magistrada y ya
varias veces citada, Hildegard Rondón de Sansó, pareciera convenir en el hecho
de que la Constitución impone ese carácter servicial a la administración
pública. No obstante, curiosamente se separa de los demás autores en cuanto a
la adecuación de esta característica con la verdadera forma de actuar de ésta.
En efecto, al haberse propuesto la definición de administración pública en el
marco de la Constitución vigente, luego de establecer que esa noción servicial
a los ciudadanos fue la que quiso el constituyente, de inmediato afirma que:
“Tal determinación nos parece completamente equivocada por cuanto la
Administración Pública, está indirectamente al servicio de los administrados,
ya que la relación directa de éstos es con el Poder Ejecutivo o con el núcleo
organizativo del cual ella forma parte”[144].
Si
bien es cierto que sus conclusiones sobre el destinatario inmediato y mediato
de ese carácter servicial difieren con el del resto de los autores, de todas
formas, lo reconoce como principio rector contenido en el articulado del Título
IV de la Constitución.
Por
su parte, Allan Brewer-Carías también se ha adherido a la misma corriente que
reconoce estos principios rectores que establecen los fines de la
administración pública venezolana. Tanto es así, que él mismo se encargó de
prologar la obra que hemos analizado del profesor José Ignacio Hernández. En
dicho prologó afirmó que:
Pero independientemente del origen y la topografía de la
norma del artículo 141 de la Constitución sobre la Administración Pública, lo
que más importa de la misma, como lo destaca repetidamente José Ignacio
Hernández en su libro, es que conforme a ella, la Administración Pública,
siendo un instrumento del Estado, no está al servicio de éste y menos del Poder
Ejecutivo, como según nos indica el autor lo ha propuesto la profesora
Hildegard Rondón de Sansó, sino al contrario, lo que está es al servicio de los
ciudadanos–administrados, siendo por tanto una Administración prestacional[145].
Sobre
la visión particular del profesor Brewer-Carías, podemos inclusive identificar
algunas otras estimaciones sobre los fines del Estado y la administración
pública en general que refuerzan lo que ya citamos, que de hecho son anteriores
a la entrada en vigencia de la Constitución vigente, pero que guardan mucha
similitud. Ello se evidencia de las afirmaciones de Brewer-Carías citadas por
el autor Luis Alfonso Herrera Orellana, en un artículo suyo que analiza las
bases filosóficas de la enseñanza del derecho administrativo en Venezuela, en
una de ellas establece que:
Pero, por supuesto, el papel y la importancia de la
Administración Pública dependerá de cuales sean los intereses públicos que le
corresponde gestionar; en definitiva, como antes se ha dicho, dependerá de la
amplitud de los fines del Estado. En Venezuela, precisados estos fines como los
de un Estado Democrático y Social de Derecho, la Administración que ha de
realizarlos no puede ser otra que una Administración conformadora del orden
económico y social, cuyas funciones no son sólo reguladoras y de fomento, como
la Administración liberal tradicional, y ni siquiera prestadoras o
prestacionales como la Administración de carácter social, sino más aún,
planificadoras y empresariales, en suma, conformadoras (Cfr. Enest Forsthoff,
Tratado de Derecho Administrativo. Madrid, 1958, p. 116)[146].
Véase
como además de resaltar el hecho sobre los fines de la administración pública,
como una que va más allá de la simple actividad reguladora, de fomento en
inclusive prestacional de carácter social, que es la que va más relacionada con
ese carácter servicial, el profesor Brewer-Carías añade que también que la
administración pública es planificadora y conformadora. Todo ello lo relaciona
con el marco del llamado “Estado social”, noción que se estableció en la
Constitución de 1961 y que sigue estándolo en la vigente, por lo que los
comentarios conservan su validez al respecto. Resulta importante resaltar
también que el autor hace depender el papel y la importancia de la
administración, del tipo de interés público que le corresponda gestionar, lo
cual dice también se relaciona con los fines del Estado; de ahí se desprende
que el profesor Brewer-Carías también se propuso la concretización del interés
general, mediante la deducción de los fines llamados a cumplir por la
Constitución, en forma similar a como nos lo hemos propuesto en este trabajo.
La
noción del Estado social parece ir de la mano entonces con este carácter
servicial instrumental, que a la vez va de la mano con la noción de
administración prestacional. Por ello, los fines de la administración pública
(y por ende el interés general que se busque tutelar), enmarcados en ese
contexto, pueden ser también concretizados o modelados aún más, si tratamos de
entender un poco más lo que significa que nuestra Constitución haya establecido
un Estado Social de Derecho (y de Justicia), tema que abordaremos en el
capítulo siguiente.
Por
otro lado, en el derecho comparado podemos encontrar varios ejemplos de fines
prestablecidos para las administraciones públicas, directamente en las
constituciones de esos países.
En
Colombia, la Constitución de ese país –relativamente reciente– establece en su
artículo 209 lo siguiente: “La función administrativa está al servicio de los
intereses generales y se desarrolla con fundamento en los principios de
igualdad, moralidad, eficacia, economía, celeridad, imparcialidad y publicidad,
mediante la descentralización, la delegación y la desconcentración de
funciones”[147].
Lo
más resaltante de la citada disposición, es el hecho de que la Constitución colombiana
–en forma similar a la venezolana– se propuso imprimirle cierto contenido a los
fines de la administración pública, en este caso vista desde una óptica
predominantemente material (función administrativa); a la par que también
establece principios que regularían su funcionamiento y organización.
Otro
detalle a resaltar, es la mención al “servicio” que se repite también con
respecto a la venezolana, solo que esta vez no dirige ese servicio a los ciudadanos
específicamente, sino a los “intereses generales” con lo cual quizás –y con
base a la línea argumentativa que nos hemos trazado– este artículo en
particular no ayude tanto a concretizar esos intereses generales como si lo
pudiera hacer el artículo 141 de la Constitución de la República Bolivariana de
Venezuela, ello –claro está– sin perjuicio del resto del articulado de la Constitución
colombiana que si pudiera dar más luces al respecto.
Otro
ejemplo a resaltar es el de la constitución del Reino de España, la cual
establece en su artículo 102 lo siguiente: “La Administración Pública sirve con
objetividad los intereses generales y actúa de acuerdo con los principios de
eficacia, jerarquía, descentralización, desconcentración y coordinación, con
sometimiento pleno a la ley y al Derecho…”.
Véase
que la redacción es en efecto sumamente parecida a las de las Constituciones venezolana
y colombiana, con algunas ligeras diferencias, principalmente que tanto la
venezolana como española reiteran el principio de legalidad, mientras que la
colombiana y española dirigen esa finalidad de servicio a los intereses
generales y no directamente hacia a los ciudadanos como lo es en el caso de la Constitución
venezolana.
Hemos
visto como al menos dos ordenamientos jurídicos del sistema continental
consagran disposiciones constitucionales relativas a los fines de la
administración pública muy parecidas al nuestro. En principio el factor común
es la noción de servicio; pero hay otro igualmente común, que si bien es cierto
no se menciona en los artículos comentados, se consagra en las tres
constituciones, y además ha sido relacionado con ese carácter servicial por
parte de la doctrina, tal y como lo hemos asomado ya en este capítulo. Ese
factor, elemento o noción en común es el llamado Estado Social.
Los
tres países, Venezuela, España y Colombia consagran en sus Constituciones que
sus Estados, además de constituirse en Estados de derecho, son también Estados
sociales[148].
Esto es algo a tomar en cuenta de cara a los fines de la administración
pública, que deberán ser congruentes con los fines del Estado, tal y como lo
afirmó por ejemplo Brewer-Carías en la cita que hiciéramos de él anteriormente.
Hasta
este punto hemos destacado como los fines constitucionalmente impuestos a la
administración pública, modelan y concretan en cierta forma el interés general –que
es el fin abstracto y justificador de toda actuación de la administración o
función administrativa– hacia ese aspecto servicial, y que esto además implica
una actuación que va más allá de la clásicas actividades de limitación u
ordenación que ejercían las administraciones públicas desde un principio; esto
con miras a satisfacer necesidades básicas, garantizar un mínimo de condiciones
o inclusive una “igualdad material”.
Todas
esas consideraciones, se encuentran fuertemente imbricadas, conforme a la
doctrina que hemos revisado, con la noción del Estado social. Por lo tanto,
creemos que se hace necesario y conveniente, profundizar un poco más sobre esta
figura jurídico-política en particular.
Más
allá del hecho de conocer sobre ese carácter vicarial o servicial que en
principio está llamado a hacer de nuestra administración pública una
garantizadora de condiciones materiales a los ciudadanos, y por lo tanto una
administración prestacional, se hace importante verificar cual es el sustento o
basamento primordial de ese tipo de administración, que no es otro que el
Estado Social, para de esa manera verificar hasta qué punto y bajo qué
modalidades de actuación o intervención, la administración pública estaría
tutelando o –dentro del contexto que hemos analizado– o sirviendo al interés
general en ese Estado en particular. Todo ello en procura de concretizar aún
más el interés general consagrado actualmente en nuestro ordenamiento jurídico.
Venezuela
se constituye en un Estado Social Democrático y de Derecho, según lo establece
el artículo 2 constitucional. Ello supone unas implicaciones de importancia en
nuestro ordenamiento jurídico, en el sentido de que la finalidad del Estado y
su ordenamiento jurídico parecieran ir más allá de hacer cumplir las leyes y de
garantizar que el poder solo actúe de conformidad a éstas. En principio, se
procura no solo garantizar una igualdad formal sino también una igualdad
material. Es menester desarrollar un poco más estos postulados generales.
El
Estado Social tuvo su origen histórico en una especie de reacción a lo que se
conoció como el Estado de Derecho liberal o “liberal burgués”, el cual a su vez
tuvo su origen en la ideología liberal burguesa que tuvo su auge con las
revoluciones norteamericana y francesa, sin perjuicio de los antecedentes
ingleses.
El
Estado liberal de derecho surgió como una reacción al Estado absolutista de
finales del siglo XVIII, por ello, sus valores fundamentales consisten en garantizar
la libertad e igualdad de los hombres frente a cualquier poder arbitrario; este
poder arbitrario no solo alude al poder del Estado en general, sino también al
de otros individuos o grupos que, en el ejercicio de su propia libertad,
perjudican o reducen la de los demás[149].
Para
proteger esos valores de igualdad y libertad comentados, el Estado liberal se
configura también como un Estado de Derecho, en tanto que la ley –entendida
ésta como expresión de la voluntad general y garantizadora de esos valores
liberales– debe prevalecer sobre la voluntad de los hombres, y en especial ante
la voluntad del Estado o de quienes ejercen el poder en nombre de éste (poder
público), estableciéndose de esa forma el llamado imperio de la ley.
Para
Manuel García–Pelayo, esa finalidad se lleva a cabo mediante tres caminos:
a) El reconocimiento patente y solemne de un grupo de
derechos individuales que acotan una esfera de libertad personal frente al
poder del Estado.
b) Un principio de organización de su poder de manera que se
limite a sí mismo y garantice la vigencia de tales derechos (división de
poderes y otros métodos).
c) La sumisión de la actividad del Estado a unas normas
jurídicas precisas mediante las cuales quede eliminado todo arbitrio peligroso
para la seguridad de la esfera jurídica individual y contrario a la dignidad e
igualdad sustancial de los sometidos (Estado de Derecho)[150].
El
Estado liberal o Estado liberal de Derecho, no solo propone entonces el imperio
de la ley como garantía de los derechos individuales, a la vez establece
también que el poder político deberá organizarse de manera tal que existan
contra pesos y limitaciones con miras a ese fin primordial de garantizar esos
derechos. Esto último no es otra cosa que el principio de separación orgánica de
las ramas del poder público (separación de poderes), vigente hasta nuestros
días en casi todos los ordenamientos jurídicos occidentales.
Son
estos los antecedentes y las bases a partir de las cuales surge posteriormente
la idea del Estado Social entre finales del siglo XIX y comienzos de siglo XX.
Gran parte de la doctrina es conteste en afirmar que el Estado social surge
como reacción, complementación y quizás hasta como un perfeccionamiento del
Estado liberal de Derecho. Sobre esto nos dice José Peña Solís que:
Efectivamente, la dinámica histórica y social ha conducido a
que las sociedades superen el estadio correspondiente al Estado liberal de
derecho, que durante mucho tiempo predominó en Europa, y de alguna manera, en
Venezuela. Esa dinámica condujo a que un país como Alemania, debido a las
condiciones económico-sociales, que caracterizaban a esa nación después de la
primera guerra mundial, en la búsqueda de una solución al potencial conflicto
que vivía, intentase transitar mediante la interpretación de la Constitución de
Weimar 1919 el estado superior del Estado social, que implicaba la consagración
de derechos económicos y sociales que hasta entonces, debido a la influencia de
la doctrina liberal, no habían encontrado recepción en casi ninguna Constitución
europea[151].
Véase
cómo de la cita anterior ya podemos observar alguno de los contenidos del
Estado social, y como pareciera ver cierta dicotomía y contrariedad entre los
postulados de este y de las doctrinas del Estado liberal.
El
Estado social se relaciona entonces con lo que muchas veces se han denominado
los derechos de “segunda generación” y luego como “derechos sociales”, los
cuales van más allá de las libertades civiles y políticas y comprenden el
derecho a la satisfacción de necesidades económico-sociales, o al menos al
acceso de medios para poder satisfacerlas. A los fines de poder llevar a cabo
el disfrute real de esos derechos o de garantizarlos, el Estado social deberá
intervenir y actuar positiva y materialmente en la sociedad, lo cual supone
para el recién citado autor un “rompimiento” con la idea básica del liberalismo
de “dejar hacer, dejar pasar”[152].
Así
pues, este rompimiento o superación del Estado liberal supone en principio que
el Estado ya no se abstendrá de intervenir y actuar positivamente para
satisfacer necesidades de carácter económico o social. Este tipo de
intervención se conoce típicamente como actividades prestacionales, las cuales
ya hemos mencionado anteriormente y que, de hecho, han sido señaladas por la
doctrina como algo íntimamente relacionado con la noción servicial o vicarial
de la administración pública que se desprende de nuestro texto constitucional.
Pero ¿Cuál sería el contenido de estas prestaciones, a quienes estarían
dirigidas y como se materializan? Al respecto José Peña Solís nos da algunas
luces sobre el contenido de éstas cuando nos dice que el Estado apuntaría a “la
satisfacción de las necesidades colectivas primarias, tales como: educación,
salud, vivienda, empleo y seguridad social, sin que en la satisfacción de esas
necesidades la variable posición económica de los ciudadanos juegue un papel
determinante”[153].
Estas
prestaciones entonces irían dirigidas a la satisfacción de las necesidades más
básicas, que en efecto son de contenido social y económico, y además estarían
dirigidas a cualquier persona sin distinción de su posición económica, aunque
este factor de no distinción pareciera ser algo obvio dentro de los postulados
del Estado liberal, que ya de por sí garantizaba la igualdad de todos los
ciudadanos.
Para
profundizar sobre los fines, contenidos y demás consideraciones de importancia
sobre la noción del Estado Social y la cláusula que encontramos en nuestra
Constitución, veamos lo que al respecto tiene que decir el autor Luis Alberto
Petit Guerra en su obra titulada “El Estado Social”, quizás el más acabado,
detallado y completo estudio que se le haya hecho al Estado social en el ámbito
venezolano.
El
objeto principal de esta obra es principalmente precisar cuáles son los
contenidos del Estado social, si son de un carácter programático que
funcionaría como una especie de guía para que el legislador los desarrolle, o –como
lo apoya el autor– si en verdad suponen verdaderos derechos subjetivos para los
particulares necesitados, con su correspondiente deber de prestación por parte
del Estado a través de la administración pública.
Pasemos
entonces a revisar los más importantes postulados e ideas que se expresan en la
referida obra, a los fines de dar aún más luces sobre las implicaciones del Estado
Social para con los fines de nuestro Estado y, en consecuencia, los fines de la
administración pública venezolana, todo lo cual contribuirá a encontrar una
noción o concepto de interés general más concreto entre nosotros.
Siguiendo
una forma de pensamiento similar a la de José Peña Solís, Petit Guerra propone
que el Estado Social nace[154]
para de cierta forma corregir los desbalances y desequilibrios que
supuestamente imperaron o no fue posible su corrección, en el régimen del
Estado liberal de Derecho. De nuevo el Estado social aparece en reacción o
contraposición al liberal, aunque –y como veremos más tarde– tanto éste como
otros autores afirman al mismo tiempo que es posible la complementación o
readaptación de este último al social, sin necesidad de abandonar los
postulados originales –al menos no completamente– de libertad e igualdad.
Sobre
ello, Petit Guerra establece que: “El Estado social justamente está para
activar sus mecanismos prestacionales en aquellas áreas donde el mercado no
alcanza (ni debe agregamos); y para evitar abusos de posiciones de dominio que
puedan afectar gravemente los derechos ciudadanos más débiles”[155].
Seguidamente
y para profundizar en la idea, añade que el Estado Social “Representa, en
nuestro criterio, un estadio ‘avanzado’ del desgastado Estado Liberal (formal)
de Derecho en virtud de ciertos (múltiples) acontecimientos que marcaron la
evolución del Estado mismo y ajeno también a los regímenes antidemocráticos”[156].
Nótese
en esta segunda cita que el autor agrega el hecho de que el Estado social
también surge en reacción y es “ajeno” a los regímenes antidemocráticos. Esta
idea o premisa de que lo social supone un desarrollo de la democracia o del
concepto de democrático con respecto al Estado Liberal, es también mencionada por
otros autores, de entre los que resaltan el propio Manuel García Pelayo[157].
Pero
para no desviarnos mucho del objeto que nos hemos propuesto, algo que es
menester destacar dentro de la visión de este autor, es la importancia de la
actividad prestacional, como una de las “características esenciales” del Estado
Social[158].
De hecho, de entre sus más importantes intenciones, está la de encontrarle un
contenido cierto a esas actividades prestacionales –desde un punto de vista
constitucional– a los fines de que sean entendidas como derechos fundamentales
(con pleno valor de derechos subjetivos susceptibles de ser demandados ante la
Jurisdicción), indisponibles por el legislador, los cuales a su vez se
traducirían en verdaderos deberes de actuación material para la administración
pública.
Encontrar
contenido cierto a los derechos sociales o prestacionales que se sustentan en
la noción o figura del Estado social ha sido uno de los temas más centrales y
estudiados en torno a éste, quizás mucho más estudiados que el asunto de su
dicotomía u oposición con el Estado liberal de Derecho.
Básicamente
esta problemática ha dividido a quienes afirman que ésta dificultad lleva a la
ineludible conclusión de que los fines del Estado social solo pueden entenderse
como unos del tipo programático[159],
mientras que por el otro lado están quienes consideran que su sola ubicación en
el texto constitucional implica que tienen pleno carácter de norma jurídica[160],
que impone deberes prestacionales al Estado (o de igualación material como en
forma más general y abstracta se dice también) con sus correlativos derechos
subjetivos a recibirlos por parte de los particulares (haciendo énfasis en los
débiles jurídicos o más necesitados)[161].
No
en balde, nos dice Luis Alberto Petit –con base a una cita del autor Rodolfo
Arango– lo siguiente:
Ya que no están respondidos por la doctrina (o al menos no es
unánime) sobre cuáles son los contenidos de los derechos sociales y cuáles
serían las obligaciones que asumen los órganos del poder público en proveerlos;
intentamos hacerlo desde acá. Esta situación ha llevado a uno de los teóricos
más completos en esta materia –como Arango– a decir, que si bien con el
reconocimiento que “el Estado es el principal obligado de los derechos sociales
fundamentales se aclara mucho”, también reconoce que no estarían aclarados “todos
los aspectos relacionados con la estructura de los derechos sociales
fundamentales”[162].
Vemos
pues que a través de este fin que se propone el autor de precisar los
contenidos ciertos de los derechos sociales o prestacionales –habiendo
previamente señalado la ausencia o falta de criterio unánime al respecto– en
cierta forma intenta hacer algo parecido a lo que nos hemos propuesto nosotros,
en el sentido de que pareciera querer concretizar (o al menos develar lo que en
su opinión ya es algo implícito) la noción de Estado social, a los fines de
materializarlo directamente desde la Constitución sin la necesidad de depender
de la disposición o desarrollo del concepto, por parte del poder político,
principalmente del legislador.
Por
nuestra parte, creemos que lo que en definitiva tenga que decir al respecto
este autor, nos dará un panorama muy amplio sobre lo que podría implicar la
noción del Estado social, sin necesidad de entrar en la diatriba sobre su
contenido programático o normativo. Veamos entonces brevemente el desarrollo de
sus ideas.
Una
manera de precisar lo que serían los derechos prestacionales, es mediante su
diferenciación de otro género de derechos sociales, los cuales el autor identifica
como “derechos sociales de libertad”[163].
Estos serían aquellos relacionados a las libertades laborales de sindicación,
huelga y cualquier otro derecho relativo a la seguridad social. Para Petit
Guerra, lo fundamental de esta distinción es la posibilidad de dedicarse al
estudio de los derechos sociales prestacionales, lo cuales considera como “las
finalidades básicas del Estado Social”[164].
Sobre
el contenido específico de estas prestaciones o derechos prestacionales nos
dirá –citando a José Ramón Cossio– que: “de la variedad de los elementos que
contienen los derechos sociales, es posible separar los más resaltantes: el reconocimiento
de prestaciones a cargo del Estado y la aceptación del valor de la igualdad”[165].
Más
concreta y detallada aún, es la definición que se cita de la autora española
Encarnación Carmona, según la cual, la comprensión de estos derechos
prestacionales se debe a los autores Mazzioti en Italia y a Cascajo Castro en
España, e indica que estos son “los derechos de cualquier ciudadano a una
directa e indirecta prestación positiva de los poderes públicos en función de
la participación de los beneficios de la vida en sociedad, o de la actuación
del principio de igualdad”[166].
Esta visión en particular, junto con la anteriormente citada, nos revela
elementos esenciales sobre el contenido cierto de estas prestaciones estatales,
en tanto actividades encaminadas a satisfacer necesidades básicas de la
población con miras a garantizar la igualdad. De considerarse estos derechos
prestacionales, sustentados directamente en el texto constitucional en calidad
de normas jurídicas, estos pasan a convertirse en verdaderos derechos
subjetivos para los particulares que sean sus destinatarios.
El
principal obstáculo con que se encuentra la postura normativista de los
derechos sociales prestacionales, más allá de la visión contraria programática,
es el hecho de que la Constitución no establece expresa o específicamente cuál
sería el contenido mínimo de esas prestaciones que no podría ser dispuesto por
el legislador. Este es de hecho uno de los principales puntos objetados y
señalados por Petit Guerra, quien sin embargo se propone sortearlo y ubicar
unos contenidos mínimos con base a la cláusula del Estado social y el resto del
articulado de nuestra Constitución[167].
En
este sentido, el valor de igualdad material y lo que este implica exactamente
(de mucha importancia para nuestro objeto principal de verificar las
disposiciones constitucionales que modelarían la noción de interés general
entre nosotros), se vuelve de una vital importancia a los fines de precisamente
detallar cuales serían los contenidos mínimos de las prestaciones a cargo del
Estado (social). En este punto se indica que “hay una diferencia entre la
sensibilidad del Estado social de procurar a todos (sobre todo a los más
débiles, basándose en criterios de solidaridad) frente a la perspectiva de ‘igualdad’
y ‘libertad’ del Estado liberal (pero en lo formal, no en lo material)”[168].
Tenemos
entonces que, según los defensores del Estado social y sus consecuencias en la
medida que éste sea como norma jurídica con plena validez desde el texto
constitucional, no solo implica el deber de llevar a cabo ciertas prestaciones
dirigidas a satisfacer unos contenidos mínimos vitales, sino que además existe
una preferencia por cierto sector de la población –los más débiles– en recibir
los beneficios de estas actuaciones materiales que serían cumplidas por el
aparato de la administración pública[169].
El
mismo García-Pelayo insiste en esta idea al señalar que “el fin que parece
perseguirse es la realización de una idea de igualdad, en ocasiones llamada
real, a partir de la asignación estatal de mínimos materiales a favor de grupos
sociales”[170].
Luego
de resaltar ampliamente todos los comentarios que se han hecho a lo largo de
los últimos años en relación a las implicaciones de la cláusula del Estado
social, en especial sobre su carácter de norma jurídica en vez de principio
programático, relaciones y diferencias con otros conceptos (Estado liberal,
Estado de Bienestar, Estado totalitario, etc.), contenido y alcance verdadero
de los derechos sociales, específicamente de los prestacionales, y el
desarrollo y disposición o no de éstos por el legislador, Luis Alberto Petit
Guerra llega a identificar varias prestaciones como las más “resaltantes” en
nuestro texto constitucional. Pero al mismo tiempo, no deja de hacer la
salvedad de que tal y como están establecidas en la Constitución, no es posible
derivar de éstas unos contenidos mínimos indisponibles por el legislador, tarea
ésta que relega al constituyente para una eventual modificación[171].
Estas
prestaciones destacadas por el autor son: El derecho a una vivienda digna (art.
82 CRBV), el derecho a la salud gratuita (art. 83 CRBV), el derecho a la
seguridad social (art. 86 CRBV), y el derecho a la educación gratuita (art. 102
CRBV)[172].
Inobjetablemente cada uno de estos derechos implican una actuación material y
positiva por parte del poder público, específica e idóneamente de parte de su
rama ejecutiva a través de los distintos entes y órganos de la administración
pública, en cualquiera de sus niveles nacional, estadal y municipal o de
conformidad con las competencias asignadas por la norma fundamental.
Tenemos
pues que, esta sería una aproximación más concreta y especificada, a los fines
que el Estado social imprime –en tanto cláusula de carácter constitucional– a
la administración pública venezolana. Independientemente de la postura que se
fije al respecto, bien sea la que considere esta cláusula como una de
consecuencias programáticas o con carácter pleno de norma jurídica[173]
–lo cual obviamente escapa de los objetivos de este trabajo– consideramos que
ha todo evento la concreción de los fines de la administración pública bajo
esta óptica, modelará y concretará igualmente el interés general en tanto fin
abstracto e ineludible a toda función y actuación administrativa.
De
tal manera que, todo lo que sea con miras a llevar a cabo esos fines del Estado
social, que ya hemos señalado citando a la doctrina que se ha dedicado al
estudio del tema, deberá ser considerado del interés general en nuestro
ordenamiento jurídico. En otras palabras, toda función administrativa de
carácter prestacional, de contenido social y que implique actuaciones positivas
y materiales que sean dirigidas a cierto sector “débil” de la población con la
finalidad de lograr una igualación “material”, será una función que tutela el
interés general de una manera directa.
Otros
autores también se han dedicado al estudio y precisión de la noción o cláusula
del Estado social en nuestra Constitución. Entre ellos, el mismo José Ignacio
Hernández, quien la considera de una importancia tal que se decanta por la
postura normativista al afirmar que: “Basta con señalar que la conclusión que
se ha aceptado es que esa cláusula es una norma jurídica constitucional
vinculante”[174].
En cuanto al contenido de los fines del Estado social en nuestra Constitución,
nos dice el recién citado autor que “postula la participación del Estado
regulando la economía para promover la justa distribución de riqueza, lo cual
le permite desde reservarse áreas del quehacer económico hasta fundar empresas
públicas”[175],
lo cual resalta nuevamente el fin de lograr la igualdad material.
La
importancia del Estado social ha sido un tema igualmente analizado en varias
oportunidades por nuestra jurisprudencia –con algunas ligeras variantes– pero
al final siempre haciendo énfasis en el carácter que le imprime al Estado y a
la administración pública de actuar positivamente en pro de la igualación
material; aunque más de las veces lo ha hecho para justificar la intervención
del Estado en la economía, o para limitar derechos individuales, que en el
sentido o desarrollo de la naturaleza de los derechos prestacionales. Una de
las más analizadas y célebres sentencias que analizan al Estado Social en
nuestro contexto, es la del 24-01-2002, caso ASODEVIPRILARA[176] de
la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia.
El
interés general en nuestro ordenamiento jurídico se concreta y modela entonces
a partir de los fines del Estado que aquél establece. Estos fines son los de un
Estado social, en los términos que acabamos de señalar (obviando los debates
sobre su verdadera naturaleza). En efecto, gran parte de la doctrina es
conteste con aquella noción servicial o vicarial de la administración al
servicio de los ciudadanos, es decir, con las actividades prestacionales
propias del Estado social, lo cual en principio resulta completamente lógico,
en vista de que ese es el tipo de Estado que se ha establecido en nuestra
Constitución.
Ahora
bien, ¿Cómo pretenden los procedimientos cuasijurisdiccionales tutelar este
interés general ya un poco más particularizado entre nosotros?, se hace
entonces necesario verificar si los resultados que producen estos
procedimientos materializan (o tienden a o no) a esas prestaciones que tanto
hemos mencionado a lo largo de este capítulo.
Ya
en este punto hemos desarrollado o nos hemos aproximado, si bien no a un
concepto totalmente delimitado y concretizado[177],
sí a una noción de lo que significa el interés general en nuestro ordenamiento
jurídico, enmarcada desde un punto de vista teleológico, y que en cierta forma
condiciona la función administrativa, sobre la cual sí existe un consenso casi
unánime en la doctrina, en torno a que es esencial e ineludible a ésta, su
objeto de tutelar el interés general.
Bajo
esa premisa, y tomando en cuenta que los procedimientos cuasijurisdiccionales
son –cómo ya lo hemos venido indicado al momento de estudiarlos– una figura
fuertemente vinculada e imbricada con la teoría general del procedimiento
administrativo, debido principalmente a que son procedimientos llevados en sede
administrativa, debería entonces surgir una consecuencia obvia a partir de
ello, y es que esos procedimientos deben ser llevados de tal forma que sea para
tutelar el interés general.
Nótese
que destacamos como esta finalidad de tutelar el interés general debe estar
presente no solo en el sentido de los efectos y eficacia del acto
administrativo en particular que se dicte, sino también en cada acto de
trámite, fase y formas y características del procedimiento que se inicie,
sustancie y culmine con la emisión de tal acto, es decir, del procedimiento
administrativo[178].
Antes
de entrar a analizar si los procedimientos cuasijurisdiccionales cumplen con
tutelar el interés general en los términos de nuestro ordenamiento jurídico,
hay dos ideas principales que antes consideramos necesario aclarar y que
servirán de base al análisis que vendrá de seguidas.
Estas
ideas son (i) nuestro apego a la postura de que la administración pública
tutela dicho interés solo de forma directa o inmediata; y (ii), nuestro rechazo
al planteamiento de que todas las distintas ramas del poder público pueden
perfectamente, y sin ninguna limitación más que la determinada por ley, ejercer
subsidiariamente las demás funciones principales de cada una de las otras
ramas.
Con
respecto a la primera de las ideas, nos acogemos entonces a la postura de la
doctrina clásica italiana, en tanto que uno de los factores más definitorios y
que separan tajantemente a la función administrativa de las otras funciones a
cargo de las demás ramas del poder público, es la tutela directa del interés
general. No lo concebimos de otra manera, por cuanto creemos que sin excepción
todas las funciones públicas cumplen ulteriormente unos fines de interés
general o público (vistos desde la perspectiva más simple en tanto contrarios o
más amplios al puro interés particular e individual), con la gran diferencia de
que el resto de las funciones no administrativas, lo hacen para tutelar el
interés general de forma mediata o mucho más abstracta; en especial la función
judicial lo hace de manera mediata o indirecta.
La
función judicial particularmente, que en principio se encarga de decidir sobre
conflictos intersubjetivos entre particulares, quienes demandan pretensiones
con base a normas de derecho privado, tutela directamente los derechos
subjetivos de éstos. Pero es obvio que el Estado se ha abrogado este poder o
función en particular a los fines no solamente de garantizar la validez y
eficacia de las leyes (en las cuales deberá estar implícita la noción de
justicia que se haya dado cada Estado en particular a través de sus legisladores),
sino también a efectos de procurar la paz pública mediante la resolución de los
conflictos que surjan entre sus individuos o grupos, de una manera pacífica y
menos gravosa posible para la sociedad[179].
Sobre
la segunda idea que sirve de premisa al resto de nuestro análisis, rechazamos
la postura de que todas las ramas del poder público puedan ejercer
subsidiariamente las funciones de las demás, reivindicando en cierta forma la
predica de uno de los pilares o principios más comentados y resaltantes del Estado
de derecho –es decir– la separación orgánica de las distintas ramas del poder
público.
Es
importante mencionar que esta postura puede parecer hoy en día muy
conservadora, debido principalmente a que gran parte de la doctrina[180]
acepta el ejercicio de las distintas funciones de forma indistinta por cada
rama del poder público, como una realidad inobjetable, y además como expresión
del principio de “colaboración”[181]
establecido en nuestra Constitución. De hecho, creemos que por ello la teoría
de los actos o procedimientos cuasijurisdiccionales ha sido aceptada sin mayor
polémica (lo cual no quiere decir que haya habido ausencia total de ésta) entre
nosotros, precisamente por considerarse como algo que no resulta contrario con
las bases de nuestro ordenamiento, el hecho de que una rama determinada del
poder público pueda llevar a cabo la función principal encomendada a otra.
En
esto punto apoyamos la muy particular y ya citada visión del maestro Gonzalo
Pérez Luciani, quien califica esta visión que rechazamos, como parte de la
teoría “formal-substancial” alemana, y a su vez no la acepta por considerarla
una tautología, tal y como lo indicáramos anteriormente en la primera parte de
este capítulo. En efecto, y reiterando lo dicho por Pérez Luciani, lo
verdaderamente importante aquí, es ubicar aquellas funciones que se encuentran
procedimentalizadas, que no son otras que la función legislativa,
jurisdiccional y administrativa propiamente dichas, excluyendo las actividades
organizativas como algo exclusivo de la función administrativa (propiamente
dicha), y como parte de esa supuesta participación de las ramas judicial y
legislativa en funciones que no le son principales o subsidiarias[182].
Siendo ello así, pierde sustento aquella idea de que una rama del poder público
pueda ejercer plena y ordinariamente la función principal de otra.
En
ese sentido, creemos que solo los entes y órganos pertenecientes a las ramas
legislativa, judicial y administrativa del poder público, dictan actos
legislativos, jurisdiccionales y administrativos propiamente dichos,
respectivamente. Para ello, nuestro ordenamiento establece los procedimientos
de creación de estos actos, y cada procedimiento dictamina la función como tal,
así el procedimiento de formación de ley que establece nuestra Constitución
dictamina cuando un acto emana de la función legislativa[183]
propiamente dicha, por ejemplo.
Por
lo tanto, creemos que no es admisible, que las ramas judicial y legislativa
dicten actos verdaderamente administrativos, tanto por el hecho de que los
procedimientos que estas llevan a cabo no encuadran en la producción de éstos,
como también por la afirmación de que los actos organizativos (nombramiento de
personal, presupuestarios, creación de dependencias), no deberían considerarse
como actos que emanen de la función administrativa como tal, lo cuales –y en
concatenación con las ideas que hemos venido plasmando– deberían ser los únicos
que tutelen de una forma directa el interés general.
De
igual forma, y como consecuencia lógica de lo recién afirmado, no creemos que
sea admisible que la rama del poder público encargada de dictar actos
administrativos o ejercer la función administrativa –es decir la rama ejecutiva–
pueda dictar actos propiamente jurisdiccionales o legislativos, o que resulten
de algún tipo de mixtura entre dos funciones. Esto es así, debido
principalmente a la tipología de procedimiento que los órganos y entes
pertenecientes a esta rama están llamados a seguir, y también por la naturaleza
de estos en vista de su origen político y conformación sustentada en el
principio de jerarquía, amén de otras razones comentadas a lo largo de este
estudio[184].
Así
pues, tomemos como base para la verificación de la tutela o no del interés
general, mediante la producción de los llamados actos cuasi jurisdiccionales,
la idea de que dicho interés general no puede ser otro que no sea o produzca
sus efectos de manera directa e inmediata, es decir, mediante el ejercicio de
la función administrativa.
En
segundo lugar, creemos que la administración pública –en tanto conjunto
orgánico enmarcado dentro de la rama ejecutiva del poder público– no debiera de
poder dictar indistintamente actos jurisdiccionales ni legislativos propiamente
dichos y, por lo tanto, sería muy cuesta arriba admitir que, de permitírsele
ejercer esas otras funciones, pueda a través de ellas lograr los mismos fines
que se propone cuando ejerce verdadera función administrativa.
Ya
habiendo aportado algunas ideas preliminares claves, nos toca ahora subsumir no
solo las consecuencias o producto que resulta de la aplicación de los
procedimientos cuasijurisdiccionales –es decir– el acto cuasijurisdiccional
como tal, sino también la esencia de esos procedimientos, dentro del supuesto
de hecho de tutela del interés general que hemos concretizado de cierta forma
en este trabajo.
Para
ello, será necesario volver a hacer mención de algunos de los principales
procedimientos de este tipo que nuestra legislación establece, analizar las
características más resaltantes de cada uno y luego el contenido sustantivo y
material de los actos que se dictan en razón de estos. Todos estos
procedimientos poseen un factor en común, la resolución de conflictos
intersubjetivos.
De
entre los procedimientos mencionados en la primera parte de este trabajo, los
dos que más resaltan en la práctica son los de naturaleza laboral, en especial
los relacionados al despido que llevan actualmente las Inspectorías del
Trabajo, y los de desalojo en el caso de arrendamientos de viviendas. Veamos
acerca del primero, en qué consisten los actos que se dictan con base al
procedimiento determinado, y además qué características tienen estos
procedimientos.
En
cuanto a los procedimientos cuasijurisdiccionales llevados por las Inspectorías
del Trabajo, analicemos en primer lugar el fin específico que persiguen los
actos que se dictan como producto de éstos. Especialmente nos enfocaremos en
los relativos la procedencia de los despidos y las reclamaciones por diferencias
en las estimaciones de las prestaciones sociales que les corresponden a los
trabajadores al finalizar la relación laboral.
Como
todo procedimiento cuasijurisdiccional, estos de naturaleza laboral no escapan
el hecho de que en ellos subyace un conflicto intersubjetivo entre dos partes,
el patrono y el trabajador, siendo la administración ese tercero que actúa como
“árbitro” supuestamente imparcial o desinteresado que decide conforme a lo
establecido en la ley. Pero más allá de todo eso, nos interesa verificar que
efectos o consecuencias producen en la realidad estos actos
cuasijurisdiccionales, con la finalidad de verificar si estos cumplen con el
mandato de tutelar el interés general.
De
los procedimientos cuasijurisdiccionales en materia laboral que hemos señalado –los
relativos al despido y reclamaciones por prestaciones sociales– tendríamos que
estos culminarían en unos actos que acordasen la autorización para el despido[185]
–en el caso de que el patrono sea favorecido en la decisión– o el reenganche
del trabajador –en el caso contrario–; y en forma similar, en actos que
acordasen el pago del monto en prestaciones sociales alegado por el patrono, o
el reclamado por el trabajador. En términos más prácticos, estos actos deciden
sobre la situación de un trabajador en particular, en el sentido de si
mantendrá su condición de empleado o no, frente su patrono; o en el
reconocimiento o no de los montos que hubiese reclamado como justos y
procedentes de recibir en pago, una vez finalizada la relación laboral[186].
Ahora
bien, lo primero que resalta de estos actos, no es la simple individualización
o particularización de éstos, algo que es harto reconocido o definido como
actos administrativos de efectos particulares, sino la significación o efectos
que parecieran no tener en forma directa con respecto al resto de la
ciudadanía. En efecto, cuando hablamos de interés general, y a pesar de ser un
concepto jurídico indeterminado con una alta abstracción, de todas formas, no
consideramos admisible que sea posible extraerle ese carácter de generalidad,
de superación de ese puro interés individual o particular, y por ende de
importancia directa para con todos los demás miembros de una sociedad.
Cabe
cuestionarse entonces cuál sería la importancia, beneficio o conveniencia que
obtendrían en forma directa las personas ajenas a la relación laboral
controvertida, cuyo conflicto intersubjetivo sirve de basamento a la iniciación
de los procedimientos comentados.
Recuérdese
que hemos acogido la postura de que la administración persigue el interés
general en forma directa, y por lo tanto los efectos de sus actuaciones
deberían poder observarse de forma inmediata para la ciudadanía en general, o
al menos para un conjunto de individuos más o menos determinados (personas que
habiten en una determinada localidad, municipio, estado o que pertenezcan a
algún gremio en particular, por ejemplo).
En
el caso de los procedimientos que hemos venido analizando, no vemos esa
afectación directa a la generalidad; ni siquiera lo vemos con respecto a un
cúmulo determinado de particulares, que en este caso podrían ser los trabadores
en general, por la razón de que no observamos el beneficio, afectación,
significación, o mejor dicho, tutela inmediata de algún derecho o necesidad en
particular que pudiera recibir otro trabajador (ajeno al conflicto que da
nacimiento al procedimiento) en particular. Tampoco vemos que haya efectos para
con los trabajadores en general, producto de que otro haya sido reenganchado en
su empleo, o por haber recibido éste una justa retribución en sus prestaciones
sociales.
Por
otra parte, de conformidad a lo que establecimos previamente sobre el contenido
o concreción del interés general en nuestro ordenamiento jurídico, este se
desenvuelve en un Estado Social de Derecho y de Justicia; y habíamos dicho que,
como consecuencia de ello, toda actividad prestacional de la administración
dirigida a satisfacer las necesidades sociales más básicas que se desprendan
del mismo texto constitucional, a los fines de lograr una igualdad material, y
en procura de los sectores más débiles de la población, tutelan en forma
directa el interés general.
Bajo
esa premisa, no observamos cual sería la prestación que estaría recibiendo un
trabajador al obtener una decisión favorable por parte de un Inspector del
Trabajo; si bien es cierto que mediante este tipo de actos bien pudiera
reconocérsele la titularidad de un derecho que pudiera ser catalogado por la
mayoría de la doctrina como un derecho de naturaleza social, ello no implica la
recepción o satisfacción directa de una necesidad producto de la implementación
de alguna actividad prestacional dirigida a un grupo indeterminado de
particulares. Tanto es así, que muchas veces olvidamos que estos procedimientos
administrativos tan particulares, pueden resultar en actos que favorezcan al patrono,
con lo cual habría que cuestionarse cuál sería la prestación realizada o
satisfacción de una necesidad social a un sector débil de la población en esos
casos, por muy poco probable que sea su producción en la práctica.
No
creemos posible que sea admisible el argumento de que por tratarse los
trabajadores (o los inquilinos, por ejemplo) de un sector que muchos afirman
debe considerarse como de débiles jurídicos[187] o
sector débil de la población, ya automáticamente queda autorizada la
administración para llevar procedimientos que resuelvan sobre los conflictos
intersubjetivos que surjan de las relaciones entre éstos y los patronos, o los
“fuertes” de la relación en cada caso. Afirmar eso equivaldría a aceptar
también el establecimiento de órganos administrativos que decidan y lleven
procedimientos para tal fin, sobre conflictos entre particulares surgidos de
relaciones en las que estén implicados menores de edad, considerados igualmente
por la legislación y el pensamiento socio político de nuestro país como débiles
jurídicos o de interés social para la colectividad[188],
para los cuales no provee nuestra legislación sino órganos jurisdiccionales
como los únicos competentes para resolver sobre esos casos.
Aquí
cabe destacar lo que al respecto dijera Luis Alberto Petit Guerra sobre los
derechos sociales de libertad, los cuales se referirían –a manera de ejemplo– a
los derechos de huelga y sindicación en el campo del derecho laboral (y otros
muchos más), “para diferenciarlos de los derechos sociales de prestación”[189],
para el ejercicio este tipo de derechos basta su consagración mediante ley, por
lo que es válido afirmar que la misión igualadora del Estado social se agota en
esta instancia o función específica del Estado, así sea en forma mediata o
indirecta; mientras que las actividades prestacionales que no buscan resolver
conflictos, sí están llamadas a satisfacer en forma directa e inmediata
necesidades básicas o de contenido social, a lo cual debiera dar cumplimiento
la administración pública, en tanto institución (tal y como la caracteriza José
Ignacio Hernández) o conjunto de entes y órganos de la rama ejecutiva del poder
público, que están al servicio de los ciudadanos (todos y no de particulares).
Es
posible afirmar inclusive, que algunos particulares estarían obligados por ley
a satisfacer necesidades sociales mediante actividades prestacionales, en este
caso los patronos que están obligados a pagar las debidas prestaciones
sociales. Pero ello –reiteramos– se agotaría nuevamente mediante el
establecimiento legal de dicha obligación (la actividad prestacional, o por lo
menos afín con los fines del Estado Social), y no a través de la resolución de
un reclamo intersubjetivo por un incumplimiento en particular hacia un
trabajador, llevado por la administración pública, siendo que esto último no
puede ser tenido como parte de la actividad prestacional misma.
Similar
situación se presenta en el caso de los procedimientos administrativos
cuasijurisdiccionales que recaen sobre las solicitudes de desalojo en los casos
de arrendamientos de vivienda principalmente. Los efectos de los actos en ese
caso sería la autorización o no del desalojo del inmueble. De salir favorecido
el arrendatario por la decisión que tome la administración, que sería en estos
casos el “débil jurídico”, no vemos que efectos directos tendría eso sobre la
colectividad general indeterminada, ni tampoco sobre un relativamente
determinado sector o grupo dentro de la sociedad (arrendatarios). Por lo tanto,
consideramos que estos actos tampoco logran tutelar en forma directa un interés
general, menos aún si las decisiones son favorables al arrendador, posibilidad
siempre existente, por muy poco que se observe en la práctica.
En
cuanto al contenido o sustancia de actividad prestacional que puedan tener los
actos producto de estos procedimientos obligatorios en los casos de estos
arrendamientos en particular (sobre viviendas), no logramos ubicar tampoco cual
sería la satisfacción de la necesidad básica que estaría recibiendo particular
alguno con la culminación de éstos o por efectos de los actos que se dictan en
razón de los mismos. Dicho de otra manera, no concebimos que el favorecer a un
arrendatario mediante estos procedimientos, sea equiparable a satisfacer la
necesidad social de una vivienda, por cuanto en definitiva nunca se le estará
reconociendo la titularidad sobre inmueble alguno, o recibiendo alguna otra
prestación similar.
A
pesar de que el derecho a la vivienda –cuya importancia es la que se ha tratado
de utilizar como justificación para la intervención del poder público en
muchísimas modalidades– ha sido catalogado como uno de contenido social[190],
la administración pública enmarcada en los fines de un Estado social, debe
procurar la satisfacción de éste a través de las tantas veces mencionadas actividades
prestacionales, que se traducirían en estos casos en la construcción y entrega
de viviendas accesibles a los sectores de la población con menos recursos, ya
sea mediante la gestión económica directa de empresas públicas constituidas
para tales efectos, o bien por medio de la clásica actividad de fomento. En
esos casos sí nos encontraríamos innegablemente con la satisfacción directa e
inmediata de una necesidad, y por ende se cumpliría con la tutela del interés
general en el marco de un Estado social.
Pasemos
ahora a verificar este punto en algunos otros de los procedimientos
cuasijurisdiccionales mencionados en la primera parte del trabajo, con la
advertencia de que ya en estos el carácter jurisdiccional se encuentra quizás
un poco menos claro que en los dos recién señalados.
Otro
de los procedimientos cuasijurisdiccionales mencionados por la doctrina, es el
de las llamadas oposiciones a los registros de marcas. En esos casos –y aunque
el conflicto no es tan evidente, por representar ésta una posibilidad y no la
razón como tal de la iniciación del procedimiento– se le ha identificado el
elemento cuasijurisdiccional por la razón de que nuevamente la administración
estaría decidiendo entre dos pretensiones particulares contrarias. En efecto,
al presentarse una oposición a la solicitud del registro de determinada marca,
el solicitante original es obligado por ley a contestarla, como si de la
contestación de una demanda en un juicio ordinario se tratase.
Curiosamente,
una norma de más reciente data[191]
que la Ley de Propiedad Industrial, aplicable a los registros marcarios y que
tuvo vigencia en nuestro ordenamiento hasta hace algunos años, había eliminado
ese requerimiento de contestar las oposiciones de los terceros, lo cual creemos
correcto y cónsono con la naturaleza verdadera de un procedimiento
administrativo. En efecto, en estos casos el solicitante no debería estar
obligado a contestar objeciones o reclamaciones de terceros, so pena de que
ello sea considerado como un desistimiento o falta de interés que conlleve una
decisión denegatoria de su solicitud, sino únicamente a cumplir con los
requerimientos de ley, siempre manteniendo su derecho a la defensa.
Desafortunadamente,
con la derogación de la comentada normativa vigente durante el tiempo en que Venezuela
formó parte de la Comunidad Andina, las disposiciones de la Ley de Propiedad
Industrial recobraron su total vigencia, y con ello estos procedimientos
volvieron a reafirmar su carácter cuasijurisdiccional. Pero con respecto a lo
que nos ocupa sobre la tutela o no del interés general, los actos de registros
de marcas, ya sea que se hayan presentado oposiciones o no, y a pesar del
carácter semi jurisdiccional de la necesidad de que los solicitantes contesten,
o que incluso los opositores ratifiquen[192] su
interés en hacerlo en algunas ocasiones, siguen persiguiendo a todo evento su
finalidad muy particular, que es la de proteger la propiedad intelectual, y a
la colectividad en general, específicamente con respecto al objetivo de proveer
la certeza y confianza sobre las marcas comerciales existentes en nuestro país.
En consecuencia, nos encontramos aquí con que un particular agregado del
procedimiento ha hecho que parte de la doctrina lo considere como
“cuasijurisdiccional”, pero ello no obsta para que los actos administrativos
que se dictan en su razón mantengan su cualidad de tutelar el interés general.
De
entre los procedimientos que comentamos, está también aquel que establecía la
legislación de protección al consumidor sobre las fases o procedimientos
conciliatorios en los casos de denuncias de particulares. Creemos importante
comentarlos, ya que a pesar de que la disposición que los consagraba de forma
expresa fue derogada por la legislación vigente, hemos observado que en la
práctica (sin formalidad alguna), algunos funcionarios siguen tratando de
lograr la conciliación entre el denunciante y el particular prestador del
servicio, o comercializador de los bienes objeto de la denuncia.
Sobre
estos procedimientos, nuevamente no vemos como sus resultados lograrían tutelar
el interés general de una forma inmediata y directa. Podría alguien alegar que
procurar la mediación entre denunciante y denunciado, lograría quizás un efecto
disuasorio similar al de una sanción administrativa, en lo que respecta al objetivo
de lograr que se reduzcan las prácticas prohibidas por la ley. Siendo ello así,
muchos concluirán en que la tutela directa del interés general se lograría en
ambos casos.
Al
respecto, creemos que es conveniente mantener una postura tal vez conservadora,
pero más apegada a lo que consideramos son los fines de la administración
pública. La conciliación en principio parece una forma flexible y no tan
necesariamente imbricada con la noción de un procedimiento jurisdiccional, aun
tomando en cuenta el conflicto intersubjetivo subyacente. No obstante, estas
conciliaciones resultan directamente en la satisfacción de la petición de un
individuo en particular, y no en la sanción de la supuesta práctica o actividad
prohibida, lo cual sí indudablemente reprimiría eficazmente la situación no
deseada y atentatoria contra el interés general, de una forma mucho más directa
y concreta con respecto a la colectividad en general, sin mencionar que
refuerza la vigencia y validez de la norma que establece dicha sanción. Similares
apreciaciones recaerían sobre los procedimientos conciliatorios observables en
otras recientes legislaciones, como lo es en materia de seguros.
No
solo las denuncias por presuntas violaciones de normas o leyes de protección al
consumidor han sido estudiadas por contener procedimientos de aspecto
cuasijurisdiccional. También hicimos breve mención a las normas de protección
de la libre competencia, cuyos procedimientos de denuncia de prácticas
prohibidas han devenido algunas veces en procedimientos cuasijurisdiccionales,
pero no por el acto que en definitiva debiera dictarse, el cual sería la
sanción administrativa correspondiente y prohibición de la práctica u operación
prohibida (lo cual innegablemente resultaría en tutelar el interés general de
forma directa, por cuanto el mercado y todos los ciudadanos consumidores o
usuarios de servicios en general, se benefician de la ausencia de prácticas atentatorias
contra la libre competencia), sino, y de nuevo, por las características propias
de los procedimientos que se han llevado en estos casos, que a veces se han
equiparado más a un juicio, que a un procedimiento administrativo como tal.
Ilustrativo
es el caso que ya citamos anteriormente, referente a la llamada “guerra de las
colas”, en el cual se pudo observar contestaciones y demás actos propios de un
litigio ordinario. Sobre ese caso, Gustavo Linares Benzo[193]
llegaría a afirmar que dicho procedimiento iniciado por la denuncia de una de
las partes se fue convirtiendo más en un debate sobre los compromisos u
obligaciones previamente adquiridos entre las partes en conflicto que, en la
verificación de la presunta violación de las normas de protección a la libre
competencia, situación ésta última que es la única para lo que la
administración pública sería competente en estos casos, por representar la
tutela directa del interés general. Es por ello que creemos que en estos casos
no nos encontramos con verdaderos procedimientos cuasijurisdiccionales.
Lo
que sucede es que en ciertas ocasiones el desarrollo de estos procedimientos de
denuncia de un particular sobre las presuntas violaciones a la ley en las que
estarían incursos otros, crean un conflicto intersubjetivo entre ambas partes,
llegando la administración a comportarse como un “arbitro” entre ambas, lo cual
–con base a la línea argumental que hemos venido llevando– no cumple con
tutelar en forma directa el interés general en el ordenamiento jurídico venezolano,
ni siquiera bajo el contexto de un Estado social.
De
lo anterior, surge la cuestión de que del carácter de cuasijurisdiccional, no
se agote necesariamente su análisis en la situación de un conflicto
intersubjetivo subyacente, o en la sustancia del acto que se dicte para
resolver dicho conflicto, sino que se requiere también volver sobre las
características propias que la doctrina ha establecido sobre los procedimientos
administrativos y su razón de ser, con base a ese tantas veces mencionado fin
de amparar el interés general. Lo que se quiere confirmar aquí, es si esas
características tan distintivas de los procedimientos administrativos son
compatibles o no con la resolución de tales conflictos.
La
teoría general de los procedimientos administrativos nos explica cuáles son los
conceptos, elementos y principios que informan los procedimientos
administrativos en el ordenamiento jurídico venezolano. En otras palabras, nos
da luces sobre la esencia de éstos, de tal manera que podamos diferenciarlos de
los otros tantos que establece nuestro ordenamiento, con el objeto no solo de
salvaguardar los principios generales de aquél, al igual que los derechos de
los particulares, sino también para procurar que la actuación de la
administración pública sea la más eficaz y eficiente posible, de cara a los
fines del Estado que ésta está llamada a cumplir de una forma más directa e
inmediata que cualquier otra rama o manifestación del poder público en que se
pueda pensar.
De
esa teoría general, son dos principios o caracteres esencialísimos al
procedimiento administrativo que resaltan con respecto al elemento central del
interés general. Estos son –en nuestro criterio– el principio de flexibilidad y
no preclusión[194]
y el principio de impulso (por la administración), entre otros que la doctrina
ha señalado como distintivos de este tipo de procedimientos[195].
El
Principio de flexibilidad junto con su correlativo carácter de no preclusividad[196],
es quizás el que más se desmarca o diferencia a los procedimientos
administrativos de los procedimientos jurisdiccionales. Pudiera decirse que
aquel consiste básicamente en que los procedimientos administrativos no
debieran de contener lapsos preclusivos de impretermitible y obligatorio
cumplimiento, cuyo vencimiento convirtiese en absolutamente extemporánea y a
todo evento desestimada cualquier tipo de actuación que estuviese en principio
llamada a cumplirse dentro de un lapso o fase determinada, pero que en la
práctica se hubiese cumplido o llevado a cabo en otro momento; lo anterior ya
sea producto de la prórroga de algún lapso libremente concedida por la
administración, o debido a la importancia de que determinadas actuaciones
puedan siempre ser tomadas en cuenta en cualquier fase del iter
procedimental, para así lograr los fines que se deben conseguir al llevar
determinado procedimiento, dicho de otra manera, los fines del acto que se
dictaría en razón de éste.
En
efecto, como quiera que en los procedimientos administrativos no existen
verdaderas partes –en el sentido jurisdiccional– y no así al menos en lo que a
la relación particular-administración se entiende; los lapsos y fases de éstos
deben considerarse flexibles y no preclusivos, en el sentido de que la
administración tiene la potestad de admitir y considerar la realización de
algunas actividades requeridas en ciertos lapsos legalmente establecidos,
durante otras fases del procedimiento, e inclusive conceder libremente
prórrogas a los particulares para el cumplimiento de requerimientos y cargas en
cabeza de éstos, que de conformidad a las disposiciones legales aplicables del
caso en concreto deban cumplirse dentro de un lapso determinado, sin requerir
que una ley especial lo permita[197].
Tal
situación no podría ser nunca asimilable en el caso de los procedimientos
jurisdiccionales, en razón de que en éstos sí existen verdaderas partes, por lo
que los lapsos del procedimiento jurisdiccional son estrictamente preclusivos,
y no podría permitirse que una parte pueda ejercer su defensa y alegatos fuera
de los lapsos legalmente establecidos y correspondientes a cada fase del
proceso, cuando la otra si lo hubiere hecho, o menos aún podría el juez acordar
la prórroga de una fase por solicitud de la parte que hubiere faltado en actuar
debidamente dentro del lapso correspondiente, con la excepción de que ambas
partes así lo acordasen, de acuerdo con el principio dispositivo que rige en
los procedimientos jurisdiccionales[198].
Quizás
una de las figuras legales mediante las cuales se puede apreciar más la
vigencia de este principio, es la de la perención. Establecida en el artículo
64 de la Ley Orgánica de los Procedimientos Administrativos, la perención de un
procedimiento iniciado a instancia de parte opera cuando éste se encuentra
paralizado por causa imputable al solicitante, es decir, en el caso de
habérsele requerido el cumplimiento de alguna actuación especifica o carga a
éste. De no verificarse el cumplimiento dentro del lapso que le hubiese sido
requerido originalmente, la administración notifica al particular para que
cumpla con lo exigido, y de no ser así, operaría la perención del
procedimiento. De ahí que la perención no opera de manera automática en el
momento que un particular incumple con cierta exigencia dentro del lapso
procedimental establecido para ello, sino que la administración deberá
notificarle de tal situación, y será a partir de ese preciso momento en que
comienza a correr el lapso del artículo 64 de dos meses, para que proceda la
declaratoria de perención.
Así
pues, se denota en la figura recién comentada, la flexibilidad en torno a los
lapsos y actuaciones que deben cumplirse dentro de éstos o por requerimiento de
la misma administración, para lo cual no aplican disposiciones restrictivas que
persigan la estricta imparcialidad e igualdad entre unas partes que se
encuentren en litigio o con intereses claramente contrapuestos. Muy muy por el
contrario, lo que se persigue es lograr el fin que establece determinada ley
para cada caso en concreto, con lo cual, en teoría, tanto el particular como la
administración persiguen este mismo fin que –en definitiva– comprende la tutela
del interés general, en tanto actividad enmarcada como función administrativa.
El
principio de obligatoriedad o deber de impulsar en cabeza de la administración
es –como mencionamos– otro de los más importantes en torno a la imbricación de
la noción de interés general en los procedimientos administrativos en
Venezuela. Este principio significa que la administración debe impulsar el
procedimiento administrativo en todas sus fases, nótese que, de forma
obligatoria y no optativa, para así llevarlo a buen término, produciendo el
respectivo acto administrativo.
Este
principio aplica inclusive en los casos de los procedimientos iniciados a
instancia de parte; y tanto es así, que de desistir o perder el interés el
particular que haya solicitado la iniciación del procedimiento, la
administración cuenta con la potestad de poder continuarlo por razones de orden
público[199].
La obligación de impulsar el procedimiento se hace aún más notaria en los
procedimientos iniciados de oficio.
La
necesidad de impulsar los procedimientos viene relacionada con la noción de las
instituciones de la potestad y la competencia, vitales en los estudios del derecho
administrativo. Bien es sabido que la potestad y competencia, a diferencia de
la capacidad en el derecho privado, no son de un carácter optativo. Al ser
establecidas por ley, le imprimen un carácter de obligatoriedad y no
relajamiento o desistimiento en su ejecución o implementación de parte de las
entidades a las que se les ha otorgado.
Por
ello, toda vez que un determinado ente u órgano solo puede llevar los
procedimientos administrativos para los cuales es competente y tiene la
potestad de iniciarlos, o de continuarlos en el caso de aquellos que son
iniciados a instancia de parte, al mismo tiempo está obligado a terminarlos[200]
o finalizarlos, para lo cual debe imprimirles todo el impulso que sea necesario
u obligatorio, de conformidad con la ley.
Ahora
bien, cabe preguntarse cómo estos principios se reflejan en la práctica de los
llamados procedimientos cuasijurisdiccionales, pero antes, y ateniéndonos al
objeto principal de este trabajo, resaltaremos como aquellos tienen su razón de
ser también en la procura del interés general.
Se
ha dicho en reiteradas oportunidades que la administración no actúa en interés
propio o del poder público[201]
y ello es perfectamente así, en el sentido de que no actúa por un interés
particularizado, circunscrito a un sector de la sociedad o estructura de poder
alguna en momento determinado, sino
–como tantas veces lo hemos señalado ya– por el interés general. Esto implica,
en pocas palabras que, a diferencia del juez, la administración no está para
decir el derecho únicamente y aplicar las disposiciones legales en cada caso en
concreto de forma autómata. También deberá decidir conforme al fin implícito de
la ley que le otorgó la competencia para decidir y dictar el respectivo acto.
Este fin implícito en cada ley, es la tutela del interés general, por supuesto
enmarcado dentro del contexto de la determinada área de regulación que le
corresponda.
Toda
vez que la administración actúa con base a ese interés general, los
procedimientos que ella lleva rompen con ese carácter de imparcialidad
absoluta, que se abstrae de toda intencionalidad y persigue solo la
verificación del encuadramiento en los supuestos de hecho de una ley. Al haber
ese interés, la administración no debe ser incólume o de una formalidad
absoluta en su actuación, aplicando estrictamente y sin excepción alguna, las
disposiciones relativas a las fases y lapsos de los procedimientos, hacia al
interesado o particular; en cambio debe en cierta forma acompañarlo a través
del procedimiento en cuestión, con la finalidad de no solamente cumplir
objetivamente con las disposiciones expresas de la ley, sino también con los
fines implícitos en ésta, que son los fines que el Estado le ha encomendado a
cumplir, los cuales son del interés general de toda la colectividad y, por tanto,
no ajenos al particular individualizable en cada procedimiento. De ahí el
carácter flexible y no preclusivo de los procedimientos administrativos que
hemos venido resaltando.
Similar
explicación merece el principio de impulso. Debido al interés que motiva las
actuaciones de la administración pública, es lógico que ésta deba ejercer sin
relajo alguno todo el impulso procedimental que sea necesario a los fines de
que se produzca el respectivo acto administrativo. Por ello, no es admisible
hacer depender exclusivamente del particular, la continuación y terminación de
los procedimientos administrativos, inclusive en los casos en que éstos hayan
sido iniciados a instancia de parte.
Todo
ello evidencia claramente que la administración no es en absoluto un sujeto
desinteresado, que actúa de forma inercial de acuerdo a las actuaciones de los
particulares. La administración pública es un sujeto que cuenta con total
intencionalidad en la prosecución de los procedimientos administrativos, y es
de su máximo interés que estos lleguen a su término, de conformidad por
supuesto con la ley (principio de legalidad) y actuando objetivamente en
función del interés general que le corresponde tutelar.
Llegados
a este punto, nos toca ahora constatar si estos principios se toman en cuenta
cuando se llevan a cabo estos llamados procedimientos cuasijurisdiccionales. A
pesar de que las leyes y normas que los establecen no disponen expresamente la
obligación de llevar un procedimiento del tipo dispositivo, propio de nuestro
Código de Procedimiento Civil[202],
de todas formas, aún podemos encontrar algunos aspectos que sí pertenecen a ese
ámbito. Esto se evidencia sobre todo en los procedimientos de este tipo, cuando
las disposiciones que los establecen demandan de las partes, las alegaciones y
pruebas debidas dentro de determinados lapsos de naturaleza preclusiva, en el
marco de una controversia, dejando de lado a la administración –en principio y
aparentemente– como un mero arbitro con respecto a ésta.
Es
este tipo de disposiciones las que un principio dieron nacimiento al concepto
de “cuasijurisdiccional” por representar esa mixtura entre procedimiento
administrativo y jurisdiccional, que no llega ser en definitiva ninguna de las
dos; no obstante que, bajo nuestro criterio, la cualidad de administrativo
mantiene su preponderancia por cuanto son dictados por órganos o entes
pertenecientes a la administración pública.
Más
recientemente, es en la práctica que hemos venido observando, como estos
procedimientos se han venido “judicializando” o “jurisdiccionalizando” cada vez
más. En efecto, es normal oír hablar a los funcionarios competentes que las
oficinas a sus cargos están “dando despacho”, término que hace referencia a los
días en que los órganos jurisdiccionales –juzgados o tribunales– no solamente
reciben actuaciones de las partes y atienden al público, sino que también se
cuentan a efectos del transcurso y cómputo de los lapsos y términos legales
correspondientes. En forma similar, los mismos funcionarios utilizan otro
término de indudable origen judicial, como es el de las llamadas “diligencias”
cuando se refieren a comunicaciones, solicitudes o actuaciones por escrito de
cualquier índole, consignadas por los particulares en cualquier fase de estos
procedimientos, como si de juicios se tratase.
Aunado
a todo lo anterior, y aunque en menor proporción, no es poco común encontrarse
con la opinión de funcionarios que comparan –por ejemplo– la actividad del
inspector del trabajo con la de un juez, cuando se trata de estos
procedimientos. Otro aspecto que se presenta muchísimo en la práctica y que es
totalmente contrario a uno de los principios que hemos resaltado, es aquél de
los funcionarios dejando en manos de los particulares el impulso del
procedimiento en alguna de sus fases, casi que dejando a disposición total de
estos la paralización o continuación de éste; esto se observa particularmente
en los casos de los procedimientos relativos al desalojo de viviendas dadas en
arrendamiento, lo cual sería lógicamente aceptado en los procedimientos
jurisdiccionales llevados en sede judicial, pero nunca en el ámbito de un
procedimiento administrativo.
Pero
la problemática no se agota en las recién mencionadas apreciaciones. Pasa que,
con estos procedimientos, sigue latente la verdadera esencia y formas de
actuación de la función administrativa. Es por ello que a veces en la práctica
observamos también situaciones en las que ésta latente posibilidad resurge y
choca con la aparente “cuasijurisdiccionalidad” que la mayoría de las veces
impera, como consecuencia tanto de las mismas disposiciones legales, como de
las actuaciones de los funcionarios competentes, dando lugar a situaciones en
las que las partes deciden transar y llegar a acuerdos que obviamente modifican
las pretensiones iniciales, pero el funcionario decisor
–supuestamente tercero imparcial– impide que estas actuaciones se formalicen y
den lugar a la terminación del procedimiento, alegando razones de “orden público”.
Lo que cabría afirmar, o mejor dicho cuestionarse en esos casos, es cómo pueden
los funcionarios alegar el impedimento para que las partes acuerden
transacciones, si no hay razones de interés general de por medio tal y como lo
hemos demostrado en casi todos estos procedimientos.
De
ahí la problemática que se produce cuando a aquellos que han sido llamados
originalmente a ejercer la función administrativa, se les ha encomendado al
mismo tiempo ejercer funciones jurisdiccionales o cuasijurisdiccionales, las
cuales en esencia no tutelan los mismos intereses y de la misma forma. Una de
las consecuencias de esto, es la de que al final se pudiera complicar y
dificultar la satisfacción de las pretensiones de una o de ambas partes, en
lugar de servir como una vía más expedita y sencilla para la obtención de éstas[203].
Así
pues, en vista de las consideraciones expuestas, somos de la postura que de los
llamados procedimientos cuasijurisdiccionales que hemos analizado, no se
desprende la protección o procura directa del interés general en lo que a la
sustancia o efectos de los actos que se dictan en razón de estos procedimientos
se refiere (con la excepción del procedimiento de registro de marcas, y lo que
establece la legislación de protección a la libre competencia, en el caso de
que el procedimiento se hubiese llevado correctamente y ajustado con los fines
de interés general). Tampoco pareciera desprenderse dicha tutela, de la esencia
del iter procedimental que se implementa, tanto por las disposiciones de la norma
o legislación que los consagra, como de la actuación de los funcionarios que
los llevan en la práctica, la mayoría de las veces en contravención de los
principios del procedimiento administrativo.
Creemos
que la pretendida finalidad de tutelar el interés general en los procedimientos
cuasijurisdiccionales, es solo eso, una pretensión, mas no una situación que se
pueda verificar en la realidad, de cara con la noción de interés general
implícita en nuestro ordenamiento jurídico, menos aun cuando –así lo entendemos–
la administración pública debe cumplir con la referida finalidad en forma
directa exclusivamente.
Ante
este escenario, no queremos dejar de mencionar un procedimiento arbitral en
particular, que sí creemos apunta a proteger o satisfacer el interés general de
una manera directa e inmediata, muy a pesar de que a primera vista es
observable una aparente situación de posiciones contrapuestas entre dos
particulares. Este procedimiento en particular se encuentra establecido en la
Ley Orgánica de Telecomunicaciones[204], y
se trata de un procedimiento mediante el cual la administración actúa como
árbitro entre dos particulares
–prestadores de servicios de telecomunicaciones– en el supuesto de que estos no
lleguen a un acuerdo para el establecimiento de la llamada relación de
“interconexión”[205]
necesaria para la eficaz y eficiente implementación de los servicios de
telecomunicación que estas proveen.
Nos
encontramos aquí con un caso en particular en el cual la administración, si
bien es cierto actúa de árbitro entre dos particulares con pretensiones en
principio contrapuestas o en desacuerdo, la solución que ésta resuelva dictar
sí tendría efectos que cumplen con la tutela directa del interés general,
debido a que el propósito aquí sería aquél de asegurar el buen funcionamiento
de un servicio con marcado interés general como lo es el de las
telecomunicaciones[206],
y no la protección o satisfacción directa del interés subjetivo de ninguno de
los particulares involucrados, obviamente sin perjuicio de los derechos y
garantías que a cada uno le correspondería, incluyendo la garantía a un debido
proceso.
En
otras palabras, cuando la administración pública acelera la solución o solventa
las diferencias que puedan existir entre dos particulares, siempre y cuando de
ello dependa la correcta y eficiente prestación de un servicio o actividad de
marcado interés general; el acto administrativo que resulta de ese procedimiento
de mediación o de arbitraje, indudablemente producirá efectos inmediatos con
respecto a todos los ciudadanos o colectividad en general que fungen como
beneficiarios o usuarios del servicio en cuestión. Se verifica entonces, la
necesidad de preservar el interés general, con independencia de los intereses
que puedan tener los particulares.
Un
aspecto importante que resalta en toda la línea argumental que hemos manejado,
es el del interés general, como interés que hace suyo la administración
pública. Una de las consecuencias de esto, es que ésta actúa no como un sujeto
desprovisto completamente de intencionalidad o como mero operador –sin más– de
lo que establezca la ley. Tal y como se puede inferir del procedimiento
arbitral establecido para asegurar la interconexión entre las empresas
prestadoras de servicios de telefonía móvil, la administración actúa para la
consecución de los fines de interés general que establece todo nuestro
ordenamiento jurídico, y de éste se desprende que ello incluye no única y exclusivamente
lo que establezca expresamente la norma legal que la hace competente para
actuar en determinados momentos y supuestos, sino que también es admisible
tomar en cuenta, el momento histórico, sociológico y político del momento, lo
cual viene de la mano con la noción de potestad discrecional de la
administración[207],
y el origen democrático, a través del sufragio, de los funcionarios a cargo de
ésta, hecho éste que legitima a toda esa institucionalidad a actuar de esa
forma. Pasemos a explorar en forma breve ese otro particular aspecto que
imprime la noción de interés general en la función administrativa.
En
lo que a la teoría general y principios que rigen los procedimientos
administrativos respecta, la doctrina venezolana ha señalado de entre estos, al
de imparcialidad y objetividad; precitados principios que aplican también en
cierta forma a los procedimientos jurisdiccionales, y a la teoría general del
proceso. Ello es lógico, por cuanto todos los principios y garantías que giran
en torno al derecho al debido proceso –consagrado expresamente en la
Constitución– deben ser tomados en cuenta para el desarrollo de cualquier procedimiento
o actuación del poder público que se relacione o afecte la esfera jurídica de
los particulares.
Sin
perjuicio de lo anterior, no debe olvidarse tampoco que cada rama del poder
público nacional tiene su razón de ser, además de orígenes político-jurídicos
distintos, en lo que a las autoridades o miembros que las conforman se refiere.
Esas diferencias van matizando algunos de esos principios y garantías
relacionadas al debido proceso, de tal manera que la imparcialidad en un tipo
de procedimiento en particular no podría considerarse absolutamente idéntica en
procedimientos de distinta categoría, llevados por distintas autoridades que
además ejercen sus funciones con un enfoque también diferenciado.
Toda
actuación del poder público persigue un interés general, de otra forma no se
entiende lógicamente el objeto y razón de ser del poder público, y del
entramado jurídico que formaliza esas actuaciones, mucho más riguroso y
formalizado que el actuar de los individuos físicos y personas morales. Pero la
dinámica histórica y el devenir o desarrollo político de los pueblos, ha
dictaminado que, con la finalidad de reducir la arbitrariedad, asegurar el
imperio de la ley, y en definitiva equilibrar y controlar el poder tan inmenso
que supone el ejercicio de gobernar, se haya implantado la necesidad de acoger
el principio de la separación de poderes; acompañado ese devenir con el
establecimiento en los pueblos del origen democrático de las personas llamadas
a cumplir ciertos fines estatales, una vez que fueron superados los modelos
monárquicos absolutos en occidente.
El
principio de separación orgánica de las ramas del poder público, refleja
entonces como a cada una de esas ramas no solo se le adjudican determinadas
funciones, sino que también sus funcionarios poseen orígenes distintos, de
conformidad y para que sean los más ajustados posibles para el ejercicio de
esas funciones.
Así,
en el caso de las ramas legislativa y ejecutiva, quienes están llamados a la
redacción de las normas o reglas que regirán una sociedad, y para ejecutar esas
normas, administrar los recursos que se requieran para ello y así poder lograr
los fines públicos que de éstas deriven, respectivamente, tenemos que sus
autoridades resultan del sufragio, y por ello son legítimos representantes de
la voluntad popular, políticamente autorizados para ejercer esas funciones en
representación de la colectividad en general.
En
cambio, en el caso de la rama judicial, sus autoridades no son electas o
designadas por sufragio, ya que lógicamente su función no es la de dictaminar
las normas ni las formas en cómo han de administrarse los recursos para lograr
los fines implícitos en ellas; estas autoridades –los jueces– deben estar
calificadas y contar con la debida experticia para reafirmar la validez y
vigencia de esas normas entre los particulares y también frente al resto del
poder público, declarando lo que sea legal y anulando lo que no sea en cada
caso, a la vez haciendo ejecutar las pretensiones con asidero legal. Por lo
tanto, podemos decir que los jueces actúan única y exclusivamente conforme a lo
que dictamine la ley, son los primeros, más importantes y objetivos
garantizadores de su validez y vigencia, y los órganos a su cargo –los
jurisdiccionales– los únicos (en principio) autorizados a conceder la
titularidad y correspondiente ejecución[208] a
las pretensiones de los particulares cuyo basamento sea de conformidad a la
ley.
Lógicamente,
conforme a esa función, los jueces están obligados a actuar con total
imparcialidad y objetividad, ya que de otra manera no estarían haciendo valer
el contenido de la respectiva ley. No otra motivación que esa debe regir en sus
actuaciones; de ello se desprenden todos los principios procesales[209]
que nuestra doctrina y jurisprudencia han tenido a bien en inferir de nuestro
ordenamiento jurídico, y bajo esa óptica en particular creemos que debe
interpretarse la noción del debido proceso a tomar en cuenta para el ejercicio
de la función jurisdiccional.
No
vemos que resulte exactamente igual en el caso de las actuaciones y
procedimientos que llevan los entes y órganos de la administración pública. En
vista de la función que están llamados a ejercer y cumplir –la tutela del
interés general– y el origen democrático representativo que los legitima para
actuar no exclusivamente desde un punto de vista jurídico, sino más bien desde
uno político también (siempre encarrilado en los debidos canales formarles-jurídicos),
la imparcialidad y objetivad con la que actúen necesariamente debe entenderse
en forma distinta a la de los jueces.
En
ese sentido lo afirma el catedrático Luciano Parejo Alfonso, para quien:
…la Administración pública está en estrecho contacto con la
vida social, se involucra en ella, adhiriéndose (por ser ésta su razón de ser y
su legitimación) a uno de los intereses que se hacen presentes en dicha vida
social, en tanto que la organiza políticamente: el interés general. De esta
elemental comprobación se sigue que no es un sujeto neutral, ni siquiera
políticamente (al estar bajo la dirección del correspondiente Gobierno) y desde
luego no en el sentido que lo es un Juez (cuya independencia es la que
posibilita la dependencia exclusiva de la Ley)[210].
Y en
desarrollo de esa misma idea, agrega más adelante que: “En otras palabras y
estableciendo un cierto paralelismo con la posición institucional del Juez: si
la independencia de éste es presupuesto de su vinculación exclusiva a la Ley y
al Derecho, la objetivad de la Administración pública lo es de su servicialidad
en exclusiva al interés general”[211];
razonamiento éste que suscribimos totalmente.
De
tal manera que, la objetividad a la que alude la doctrina en lo que a los
procedimientos administrativos se refiere, no resulta en una ausencia de
intencionalidad en la administración, en cambio debe entenderse como una
actuación que responda objetivamente al interés general implícito tanto en la
ley aplicable a cada caso, como en el resto de nuestro ordenamiento jurídico.
De
ese ordenamiento jurídico se desprende una noción de interés general más o
menos concretizada, conforme a lo que hemos establecido a lo largo de este
trabajo. Además, de ese mismo ordenamiento se infiere también que la
administración pública posee cierto margen de discrecionalidad –que no
arbitrariedad– para lograr esos fines estatales. Y ello resulta así, debido a
que los funcionarios que conforman esa institucionalidad que es la
administración pública, responden a motivaciones políticas, en razón del origen
democrático o por sufragio de su autoridad, pero también –reiteramos– por la
noción de interés general que ubicamos entre nosotros, la cual, quiérase o no,
no es ajena a cierto contenido político.
De
todo ello resulta que la administración pública actúa con determinada
parcialidad en los procedimientos administrativos, a causa de sus ineludibles
motivaciones políticas, pero con actuación objetiva con respecto al interés
general implícito en la ley. Su peculiar imparcialidad vendría dada quizás por
la reiteración de los mismos criterios en la resolución de similares asuntos
frente a distintos particulares[212],
pero no como ausencia absoluta de interés hacia una determinada resolución de
los procedimientos que estén a su cargo, y de los efectos que se quieran
producir con ello.
Si
la objetividad e imparcialidad de la administración, son de una naturaleza
claramente distinta a la de un juez, resultando en que está actuará como un
sujeto con claro interés (que en puridad de conceptos no es el suyo propio,
pero que de todas formas se encuentra obligada, o mejor dicho estructurada para
actuar conforme a aquél) e intencionalidad, deslastrándose así de ese carácter
de “tercero” imparcial de juez que es idóneo y necesario al procedimiento
jurisdiccional ¿Cómo puede la administración servir de tercero imparcial en
procedimientos que han sido calificados de un carácter jurisdiccional, como si
de jueces o árbitros se tratase? Encontrar la respuesta a tal cuestionamiento
nunca ha sido fácil para la doctrina, y creemos que –aunque no se discuta tan
abiertamente– en parte ha sido la causa de las críticas y polémicas
relacionadas al concepto de acto cuasijurisdiccional.
Ahora
bien, hemos dicho que la administración está obligada y conformada para
directamente procurar y satisfacer el interés general, por lo que dos
alternativas se presentan al momento de impulsar los procedimientos
administrativos cuasijurisdiccionales; o bien la administración abandona toda
noción de interés general, y las motivaciones políticas que ello implica, o las
mantiene y se convierte en un tercero decisor que ni es imparcial, ni actúa
objetivamente respecto a la letra de la ley, en los mismos términos que lo
haría un juez o árbitro. En cualquier de esos casos, no podrá al final lograr
la tutela directa del interés general, ya que como hemos señalado más arriba,
los actos que se dictan en razón de esos procedimientos no parecen producir
efectos que puedan ser subsumidos en la consecución directa a inmediata de ese
fin.
Si
actuase como un verdadero tercero imparcial, quizás no estaría afectando a
ninguno de los particulares o “partes” del procedimiento, en el sentido de que
serán tratados como iguales y la decisión se basará únicamente en declarar lo
que dictamine la ley, algo que pareciera resguardar en mejor forma las
garantías del debido proceso; sin embargo, al mismo tiempo pudiera estar
obviando o evadiendo el que hemos señalado como más fundamental fin de la
administración pública, que es tutelar el interés general.
De
mantener la administración pública las motivaciones e intenciones propias de un
sujeto interesado en lograr determinados fines estatales, que son superiores a
las disposiciones concretas de la ley para determinados casos, se corre el
riesgo de encontrarse violando algunas garantías constitucionales, amén de
otros principios como el de igualdad. No hay forma de no cuestionarse como es
que se puede garantizar que el patrono será considerado en forma igual al
trabajador, cuando es obvio que el interés general que emana de la legislación
laboral es la de proteger al segundo frente al primero; y que, además, casi la
mayoría de las veces las políticas públicas (más aún dentro del contexto de un
Estado social), van encaminadas a priorizar la estabilidad del empleo.
En
suma, con lo recién expuesto consideramos que se vuelve a demostrar que los
denominados procedimientos cuasijurisdiccionales, más allá de las discusiones
sobre si en verdad pueden ser calificados como tales, o si contravienen
claramente la norma constitucional, yerran en el objetivo de contribuir al
interés general en forma directa. Apartando el hecho de que los actos dictados
al culminar estos procedimientos no surten los efectos propios de la función
administrativa, la conformación de un procedimiento en el cual se considere que
la administración deba actuar como un “tercero imparcial” contravendría su
razón de ser[213],
y por lo tanto se convierte en un elemento más para reiterar –desde un punto de
vista procedimental– nuestras conclusiones al respecto.
A lo
largo de este trabajo nos hemos puesto como objetivo principal el verificar si
los procedimientos y actos cuasijurisdiccionales cumplen con el propósito
primordial que ha sido encomendado a la administración pública, que es el de
tutelar el interés general. Hasta este punto, hemos dicho que tal fin o
propósito principal no es acometido mediante la implementación de estos
procedimientos[214],
toda vez que su naturaleza, así como los actos dictados en razón de éstos, no
protegen, satisfacen o procuran de manera directa e inmediata el interés
general, ni siquiera dentro del contexto de Estado social que dictamina nuestro
ordenamiento jurídico.
Esto
es lo que hemos dicho de una manera general, pero haciendo también mención a la
práctica, especialmente en lo que se refiere a los procedimientos en materia
laboral y arrendaticia, sobre los cuales hemos hablado acerca de los efectos
directos o no, con respecto a los trabajadores y arrendatarios en general. Y es
sobre éstos que más nos hemos enfocado, ya que además de que son los que más se
observan en la práctica, corresponden a sectores o aspectos de vital
importancia dentro de la vida socio económica de nuestro país, quizás la
materia laboral con mayor preponderancia.
Estos
procedimientos cuasijurisdiccionales fueron establecidos mediante legislación
con la pretensión de cumplir objetivos determinados y supuestamente dentro del
ámbito del interés general. Así, la primera vez que se establecieron las
llamadas comisiones tripartitas, se llegó a afirmar que aquello iba más allá de
la mera verificación en la justificación del despido o no de un trabajador, y
que mediante su actividad el Estado garantizaría el empleo y estabilidad de los
trabajadores[215].
En forma similar, de los fines supremos que se establecen en Ley para la Regularización y Control de los Arrendamientos
de Vivienda, que fue la última norma dictada en este ámbito que reafirmó la
obligación de llevar a cabo el procedimiento administrativo previo, antes de
acudir a la vía judicial para demandar desalojos, se infiere que el más
fundamental de sus fines es aquél de proteger al arrendatario, mediante la
promoción de lo que en este texto legal se considera un “arrendamiento
socialmente responsable”[216].
Al
respecto de estas consideraciones, cabe preguntarse –y sin perjuicio de que
creamos que no corresponden con la función administrativa verdadera– si en
efecto han llegado a tener un efecto positivo, negativo o hasta inocuo, en
relación a las metas trazadas por el legislador.
En
el caso de los procedimientos cuasijurisdiccionales en materia laboral, resulta
interesante la revisión de las cifras de desempleo durante los primeros años de
vigencia de la primera norma que los estableció. Según la en aquel tiempo
Oficina Central de Estadística e Informática OCEI (hoy en día Instituto
Nacional de Estadística), la tasa de desempleo pasó de un 6.3% en el año 1974
(año de promulgación de la Ley Contra Despidos Injustificados) a 6.6% en el año
1975, posteriormente tuvo un leve descenso y relativa estabilidad, hasta que en
el año 1982 vuelve a subir a 7.1%, para luego dispararse hasta el 10.1% en el
siguiente año de 1983[217].
A
pesar de que la legislación comentada mantuvo su vigencia durante todo ese
periodo, es clara la tendencia al aumento de la tasa de desempleo, lo cual
dicho sea de paso guarda perfecta relación con la crisis económica que comenzó
a sufrir nuestro país a principios de la década de 1980[218].
Visto lo anterior, no sería nada descabellado concluir que el establecimiento
de estos procedimientos no fue suficiente para asegurar la estabilidad laboral,
y que las fluctuaciones en la tasa de desempleo han respondido más bien a las
condiciones económicas desfavorables del momento. Podríamos decir al respecto,
que la incidencia de estos procedimientos ha sido casi inocua[219],
para con los fines que fueron creados, no resultando en un factor definitorio
para la estabilidad del empleo, y el favorecimiento del trabajo como proceso
social en general.
En
cuanto a los arrendamientos de viviendas, quizás no haya tenido un mayor
impacto desde el primer momento en el que se establecieron los procedimientos
relativos al desalojo, incluso siendo abandonada su obligatoriedad previa a la
demanda judicial durante algún tiempo, por lo que la afectación o falta de ésta
no fue en principio determinante en esa área de la economía en particular. Pero
con la entrada en vigencia de la Ley para la Regularización y Control de los
Arrendamientos de Vivienda, son muchos los que han reclamado la grave
disminución de la oferta en el mercado de arrendamiento de viviendas, debido a
las muy bajas o casi nulas posibilidades no de ni siquiera lograr una decisión
favorable –para el desalojo de una vivienda– en un tiempo adecuado, sino hasta
de poder ejecutar esas decisiones.
Entre
los que han señalado esta situación, se encuentra el presidente de la Cámara
Inmobiliaria de Venezuela –Aquiles Martini Pietri– quien en 2014 declaró a la
prensa que la aplicación de dicho texto legal había conllevado “a la anarquía y
a un mercado arrendaticio prácticamente nulo”[220].
Inclusive el propio Ministro de Vivienda y Hábitat en una oportunidad llegó a
plantear la reforma de dicha ley, según declaraciones a la prensa, realizadas
por el diputado perteneciente al partido de gobierno Claudio Farías[221].
Todo
lo anterior, ha sido la consecuencia de que los arrendatarios antes de la
entrada en vigencia de la referida ley se han visto en exceso beneficiados,
sabiéndose que el riesgo de ser desalojados de un inmueble –cualquier que sea
la causal o incumplimiento– son altamente improbables, no debiendo
–además– tener que pagar cánones de arrendamientos mayores, o siquiera tener
que pagarlos. Como consecuencia de ello, y en aras de evitar dicha situación,
los propietarios han reducido la oferta de viviendas dadas en arrendamiento a
su mínima expresión. Al final, se ha presentado la situación de que un grupo
“afortunado” de arrendatarios se ha beneficiado injustamente en total
detrimento de los derechos de los arrendadores. Pero más allá de eso, todo ello
ha sido en total sacrificio de los futuros o eventuales arrendatarios, quienes
se han visto totalmente privados del acceso al disfrute de una vivienda,
mediante esa modalidad.
En
definitiva, podemos decir no solo que los actos relativos al desalojo no
tutelan directamente ningún interés general, sino que además la implementación
de la obligatoriedad de llevar esos procedimientos administrativos
cuasijurisdiccionales en particular, ha tenido un efecto tan nocivo en el
mercado de arrendamiento de viviendas que lo ha llevado a su casi extinción.
Aquí el efecto ha sido entonces no inocuo o intrascendente para con los fines
particulares que motivaron la creación de estos procedimientos, pero en cambio
pernicioso al interés general.
Como
agregado a las percepciones generales señaladas, queremos también agregar la
nuestra propia sobre lo que la doctrina ha dicho en torno al tema. De lo que
mencionamos en el primer capítulo, es posible inferir que la doctrina patria se
ha dividido entre los que apenas reconocen la figura y sus características
distintivas[222],
mientras que, por el otro lado, están quienes la critican fuertemente, ya sea
por considerar que debe entendérsele desde otro enfoque (como un mero
procedimiento administrativo más)[223] o
por su incompatibilidad con nuestro ordenamiento jurídico, desde el punto de
vista de su constitucionalidad[224].
En efecto, resalta que es poca la doctrina –sino existente– que se ha ocupado
especialmente de estudiar el concepto con miras a resaltar sus bondades y
completa compatibilidad con nuestro ordenamiento jurídico.
Esta
particular observación que hacemos, creemos que guarda relación con todo lo que
hemos venido hilvanando en el presente trabajo, en el sentido de que esta
noción de los actos cuasijurisdiccionales no encuadra con los fines propios de
la función administrativa.
Por
ello es que creemos que la doctrina, más que realizar análisis profundos o
desarrollar una teoría en torno a estos actos, ha optado entre simplemente
reconocerlos, en forma similar a lo que ha hecho también la mayoría de la
jurisprudencia (con sus importantes excepciones); o –dado su carácter polémico
y de difícil ubicación en el ámbito del derecho administrativo– proceder
únicamente con la crítica de su conceptualización.
Como
quiera que se le vea, reafirmamos nuestra postura de que los procedimientos y
actos cuasijurisdiccionales no son verdadera función administrativa, por la
razón de que no logran contribuir al interés general en la forma en que esta
función del poder público está llamada a hacerlo.
Aun
cuando se sabe que el derecho administrativo es una de las disciplinas o ramas
del derecho que menos ha contado entre nosotros con una sistemática de estudio
bien estructurada o centralizada en torno a conceptos esenciales plenamente
aceptados por la doctrina, es posible admitir que el interés general resalta
hoy en día como uno de los de mayor importancia y utilidad, en cuanto a tratar
de identificar la función administrativa se refiere, para así poder
diferenciarla de entre las otras funciones estatales.
Esta
circunstancia, se debe a la influencia política que recibe constantemente el
derecho administrativo, lo cual hace que éste sea impregnado de una constante
de cambio, producto del propio dinamismo de las sociedades y el devenir de su
historia política.
Esa
misma dinámica, ha hecho del concepto de interés general, uno igualmente
cambiante y modelado por las determinadas circunstancias, aunado a su
ineludible calificación de concepto jurídico indeterminado. No obstante,
nuestro ordenamiento jurídico actual y vigente, nos ayuda a ubicar ese concepto
de interés general más o menos concretizado, lo cual a su vez nos provee de las
herramientas necesarias para identificar qué actividades son función
administrativa y cuáles no. Conforme a nuestra Constitución, el Estado venezolano
es uno Social de Derecho y de Justicia, cuya consecuencia para con la
administración pública, es la de establecerle unos fines que se traducen en el
carácter servicial y vicarial hacia los ciudadanos, y en el acometimiento de
actividades de contenido prestacional. Ese contexto es el que modela y
concretiza la noción de interés general entre nosotros.
Ahora
bien, no necesariamente todas las actividades que nuestros legisladores le han
encomendado a la administración pública, cumplen adecuadamente con ese fin
primordial en forma general, ni tampoco con los fines concretos y específicos
que supuestamente establece cada una de esas normas, para con las áreas o
sectores de la vida socio económica de nuestro país. Tal es el caso de los
llamados procedimientos cuasijurisdiccionales, sobre los cuales hemos señalado
que conforme a lo noción implícita de interés general que emana de nuestro
ordenamiento jurídico, no creemos que logren tutelarlo en forma directa e
inmediata.
Más
allá de su polémica mixtura entre lo administrativo y jurisdiccional, y todo lo
que ello pueda implicar con respecto al principio de la separación orgánica de
las ramas del poder público y demás disposiciones de la Constitución –lo cual
ya ha sido objeto de un estudio crítico por parte de la doctrina– hemos hecho
este señalamiento cuyo desenvolvimiento se relacionó con la vuelta hacia algunos
de los temas más generales y sustanciales del derecho administrativo, y a la
vez con lo observable en la práctica acerca de los efectos para con los
particulares y colectividad de estos tan particulares procedimientos y actos.
Frente
a todo esto, surge la pregunta del porqué nuestro legislador pensó que
otorgarle competencias con cierto contenido jurisdiccional a la administración
pública, haría más eficaz y eficiente la protección de ciertos sectores de la
población. Se afirma que una de las motivaciones fue la de proveer de una mayor
rapidez y menor costo (no obligatoriedad de asistencia por abogado como sí lo
es en el caso de los procedimientos jurisdiccionales), a los particulares
considerados “débiles jurídicos” en áreas de la economía con una alta importancia
pública y social, que tuviesen la necesidad de hacer valer sus derechos frente
a su contraparte de la relación jurídica. Pero lo que creemos que siempre
olvidó nuestro legislador en todo esto, es que la administración pública actúa
no para satisfacer el interés general de cualquier forma o manera, siendo que
eso es en definitiva el fin del poder público todo; en cambio, la
administración pública está ahí para tutelarlo, protegerlo o satisfacerlo de
una manera inmediata y directa. Es por ello que los entes y órganos que
pertenecen a ese complejo orgánico o institución llamada administración
pública, son los únicos que cuentan con la potestad de poder dictar actos y
hacerlos ejecutar ellos mismos sin la necesidad de acudir a un juez, la llamada
ejecutividad y ejecutoriedad de los actos administrativos.
Quizás
la alternativa en estos casos hubiese podido ser la de crear órganos
jurisdiccionales que llevasen procedimientos un poco más flexibles desde el
punto de vista de la preclusión de los lapsos, de carácter mediador
principalmente y sin la exigencia de asistencia por abogado; siempre como una
vía optativa, para que no resulte tampoco en un nuevo obstáculo para acudir a
la vía jurisdiccional ordinaria. Además, de esa forma sí se aseguraría la total
imparcialidad y objetividad total con respecto a la ley de los funcionarios
decisores, no dependientes de la influencia de un criterio administrativo que
siempre contendrá un grado de discrecionalidad, del principio de jerarquía, ni
demás elementos procedimentales o factores que son ineludibles en el ejercicio
de la función administrativa.
Cabe
preguntarse si más bien la motivación de nuestro legislador ha podido ser una
relacionada con los índices de aceptación popular o de índole electoralista,
para los cuales el inmediatismo y el control directo del aparato gubernamental,
son muchas veces pensados como los medios más eficaces para lograr fines de esa
índole.
La
reflexión que debemos hacernos es que ese complejo de órganos y entes que es
nuestra administración pública se encuentra siempre afectado por lo establecido
en nuestro texto constitucional y demás principios e ideas fundamentales que
derivan de todo el resto de nuestro ordenamiento jurídico, que además han sido
resaltados por nuestra doctrina y reconocidos por la jurisprudencia. Ello trae
como consecuencia que la administración pública debe estar llamada a ejercer
una determinada función, que es la función administrativa, concebida para
cumplir los fines estatales, en la forma que no es posible lograrlos a través
del ejercicio de otras funciones.
El
procedimiento administrativo, es la formalización del ejercicio de la función y
realización de la actividad administrativa, de conformidad con el principio de
legalidad que rige estrictamente a la rama ejecutiva del poder público. Así
pues, somos de la postura de que cuando un procedimiento llevado por la
administración se ha establecido de una manera tal que contiene aspectos de
carácter jurisdiccional, que en definitiva lleven a la producción de un acto que
no surte efectos directos de satisfacción al interés general, nos encontraremos
con que no habrá un verdadero ejercicio de la función administrativa.
[1] Abogado
y especialista en Derecho Administrativo por la Universidad Central de
Venezuela. Abogado en la firma LEĜA Abogados. Actualmente cursando
Especialización en Propiedad Intelectual en la Universidad Monteávila.
[2] Allan Brewer-Carías es quizás
el primer exponente de este planteamiento entre nosotros, así lo afirma en su
tratado de derecho administrativo: Allan Brewer-Carías: Tratado de Derecho
Administrativo Tomo I: El Derecho Administrativo y sus principios fundamentales,
EJV, Caracas, 2013.
[3] La Doctrina ha sido uniforme
en calificar que los actos de la administración pública de la rama ejecutiva
del poder público se distinguen de los de gobierno, por cuanto estos últimos
son en ejecución directa de la Constitución, mientras que los que dicta la administración
pública son en ejecución de la Ley.
[4] Así opinan José Antonio
García-Trevijano Fos: Principios jurídicos de la organización
administrativa, p. 191; Miguel Marienhof: Tratado de Derecho
Administrativo, t. I, p. 86, y Rafael Bielsa: “El acto Jurisdiccional
de la Administración Pública” en Estudios de Derecho Público, t.
II, p. 426 y ss. Todos citados en Rosibel Grisanti Belandria: Inexistencia
de los Actos Cuasijurisdiccionales. Editorial Vadell Hermanos, Caracas,
1994, p. 31.
[5] Tal y como lo indicó José
Araujo Juárez mediante el siguiente planteamiento: “Como resumen de lo
señalado, mediante el procedimiento administrativo se trata de conseguir, a
modo de ecuación procedimental, dos finalidades que no excluyen ni colisionan:
a) La garantía del interés público, concretada en la legalidad y en la
oportunidad y conveniencia de la actividad administrativa; y b) la garantía de
los derechos e intereses legítimos de los administrados”. José Araujo Juárez: Principios Generales del Derecho
Administrativo Formal, Vadell Hermanos Editores, Caracas, 1993, p. 48.
[6] Publicada en la Gaceta
Oficial N° 30.604 de 08-08-1974.
[7] Hildegard
Rondón de Sansó: Los actos cuasijurisdiccionales, Ediciones Centauro,
Caracas, 1990.
[8] Ibid., p. 5.
[10] Publicada en la Gaceta Oficial Extraordinario
N° 2.818 de 17-07-1981. De este texto legal, cuya larga vigencia confirma las
bondades de su articulado, se desprenden los principios y características que
hacen que los procedimientos administrativos ordinarios sean totalmente ajenos
a unos de carácter jurisdiccional. Como ejemplo de esto último, podemos decir
que los procedimientos administrativos no cuentan con el mismo nivel de
formalismo que si es ineludible en los de naturaleza jurisdiccional. Al
respecto, véase: Allan Brewer-Carías: El Derecho Administrativo y la Ley
Orgánica de Procedimientos Administrativos. Principios del Procedimiento
Administrativo, 9° ed., EJV, Caracas, 2010, p. 532.
[11] El prefijo “cuasi” significa “casi”
y se antepone a adjetivos y sustantivos para indicar semejanza o parecido con
lo denotado por ellos, aunque sin llegar a tener todas sus características,
según el Diccionario de la Real Academia Española. http://dle.rae.es/?id=BTuFHV3
[12] Rosibel
Grisanti Belandria: ob. cit.
[13] Ibid., p. 60.
[14] Ibid.
[15] Para la fecha de publicación de
la obra citada, seguía vigente la Constitución de la República de Venezuela de
1961, la de más larga duración en nuestra historia republicana. No obstante, a
pesar del hecho de que esa constitución no estableciera expresamente a la
República como un “Estado Social de Derecho y de Justicia”, como si lo hiciera
la hoy en día vigente, parte de la doctrina de ese momento llegó a un consenso
para afirmar que de los principios que la informaban y su contenido material,
se podía inferir o interpretar que el régimen era uno del tipo de un Estado
Social. Dicha afirmación fue apoyada por Rosibel Grisanti Belandria cuando
afirma lo siguiente: “Uno de los aspectos fundamentales que consagra nuestro
ordenamiento jurídico, así como el de muchos otros países que adoptan la figura
del Estado Social de Derecho, es que la actividad de la Administración Pública
se encuentre indisolublemente vinculada al interés general”. Ibid., p. 57.
[16] El carácter de cosa juzgada ha
sido desde siempre esencial al concepto de jurisdicción: “La irreversibilidad
de las decisiones amparadas en la cosa juzgada, que da a las sentencias la
autoridad de la cosa juzgada, no aparece en ninguno de los otros modos de actuación
del poder público”. Enrique Véscovi, citado por Ricardo Henríquez La
Roche en Instituciones del Derecho Procesal, 2° ed., Centro de Estudios
Jurídicos de Venezuela, Caracas, 2010, p. 56.
[17] También conocida como la “cosa
juzgada administrativa” se refiere a los actos que han quedado definitivamente
firmes, no solo por el hecho de haberse agotado y resuelto todos los recursos
administrativos que sobre el acto dictado en el procedimiento de primer grado
pudieron haberse interpuesto, sino por el hecho de que dicho acto haya surtido
efectos creadores de derechos a favor de particulares, situación ésta que
plantea una excepción a la potestad revocatoria de la administración pública,
salvo que el acto este viciado de nulidad absoluta. Allan Brewer-Carías:
“Introducción al Régimen de la Ley Orgánica” en Ley Orgánica de
Procedimientos Administrativos y Legislación Complementaria, 16° ed., EJV,
Caracas, 2015, p. 41.
[18] Sentencia del 09-11-1989 de la
Sala Político Administrativa de la Corte Suprema de Justicia. De esta sentencia
se dieron dos votos salvados, el del Magistrado Luis Henrique Farías Mata, el
cual, a pesar de diferir del criterio del ponente sobre la posibilidad de
impugnación, afirma que los actos disciplinarios del Consejo de la Judicatura
son actos administrativos de “índole jurisdiccional”; el otro voto salvado de
la Magistrada Josefina Calcaño de Telmetas difirió indicado que dichos actos
disciplinarios eran de naturaleza administrativa y no jurisdiccional y que por
ello sería un contrasentido extraerlos de la posibilidad de ser objeto de un
recurso contencioso-administrativo. Sentencia citada y analizada en: Hildegard
Rondón de Sansó: ob. cit., p. 66.
[19] El mencionado voto salvado se
produjo en la clásica sentencia ya mencionada en este trabajo denominada
“Miranda Entidad de Ahorro y Préstamo”. Sobre la postura del magistrado René de
Sola, consideramos de gran importancia hacer mención aquí del excelente
discurso inaugural en el Congreso International de Derecho Administrativo el 19-04-2006,
mediante la cual defendió de forma magistral su punto de vista acerca de la
improcedencia de los actos cuasijurisdiccionales llevados por las
administración pública en las materias laboral y arrendaticia, y la afirmación
de que los actos de la jurisdicción disciplinaria dictados por el Consejo de la
Judicatura si eran verdaderamente actos dictados por una jurisdicción especial –de
rango constitucional– exentos de cualquier impugnación ante la jurisdicción
ordinaria. René de Sola: “Actos disciplinarios jurisdiccionales”, Revista de
Derecho, N° 22, TSJ, Caracas, 2006. pp. 37-53.
[20] Dado que todos los derechos y
garantías relacionados al debido proceso y tutela judicial efectiva, aplican no
solo en los procesos o procedimientos judiciales, sino también en los
procedimientos administrativos (justicia administrativa), los recursos administrativos
pueden fácilmente ser explicados como una expresión de esos principios
presentes en sede administrativa, lo cual incluye por supuesto el derecho a la
defensa, –¿por qué no?-- y el principio de la doble instancia. Así pues, la
posibilidad que tienen los particulares de volver alegar hechos y aportar
pruebas en los procedimientos administrativos de segundo grado, sobre todo
cuando lo son ante un superior jerárquico, nos resulta una gran ventaja en lo
que al ejercicio del derecho a la defensa se refiere. Entre la doctrina
nacional, Alejandro Gallotti considera que los recursos administrativos son un
ejemplo del establecimiento de “medios alternativos para la solución de
conflictos” en sede administrativa, la premisa de esto es la misma que ya señalamos,
el hecho de que los procedimientos administrativos no escapan de los postulados
constitucionalmente establecidos sobre el debido proceso y la tutela judicial
efectiva. Alejandro Gallotti: El derecho a la defensa en sede administrativa.
Un estudio sobre los límites de la potestad administrativa en la salvaguarda de
los derechos de los particulares, FUNEDA, Caracas, 2013, p. 244.
[21] Luis
Pompilio Sánchez: “La Inconstitucionalidad de los Actos Cuasijurisdiccionales” Boletín de Derecho Administrativo, UCAB,
Caracas, 2011, http://w2.ucab.edu.ve/tl_files/POSTGRADO/boletines/derecho-admin/2_boletin/SANCHEZ%20La_Inconstitucionalidad_de_los_Actos_Cuasijurisdiccionales.pdf
[22] Ibid., p. 6.
[23] Ibid., p. 7.
[24] Ibid., p. 11.
[25] Dicha expresión tiene como el
más clásico exponente al sistema que imperó en el ordenamiento jurídico francés
después de la revolución francesa, sobre ello comenta Miguel Ángel Torrealba
que “salvo breves intervalos, entre 1799 y 1872, se establece un régimen de ‘justicia
retenida’, en el sentido de que la justicia es ejercida por el Jefe de Estado,
quien la delega en los tribunales judiciales, salvo en lo concerniente a los
litigios administrativos, en los cuales ‘retiene’ la jurisdicción”. Miguel
Ángel Torrealba Sánchez: Manual de Contencioso Administrativo, Editorial
Texto, Caracas, 2009, p. 42.
[26] Establecido en el artículo 259
de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela. Sobre este
principio queremos citar algunos comentarios de Brewer-Carías, quien afirma que
“de acuerdo con la intención de la Constitución, toda actuación administrativa
y, en particular, los actos administrativos emanados de cualquier ente u órgano
de la Administración Pública o de cualquier otra persona o entidad actuando en
función administrativa, por cualquier motivo de contrariedad a derecho, pueden
ser controlados por los Tribunales que conforman la jurisdicción
contencioso-administrativa” y también que “la universalidad del control no sólo
radica en que todos los actos administrativos cualquiera sea el órgano, ente o
entidad que los dicte están sometidos a control judicial, sino que los son por
cualquier motivo de contrariedad al derecho, es decir, por razones de
inconstitucionalidad como ilegalidad propiamente dicha”. Allan Brewer-Carías:
“Introducción General al Régimen de la Jurisdicción Contencioso Administrativa”
en Ley Orgánica de la Jurisdicción Contencioso Administrativa, 2° ed., EJV,
Caracas, 2014, pp. 27 y 29.
[27] La preceptividad de los
recursos administrativos tuvo plena vigencia y aceptación por parte de la
jurisprudencia hasta que entró en vigencia la actual Constitución. En efecto,
la legislación que anteriormente regulaba los procesos contencioso
administrativos establecía como causal de inadmisibilidad para el ejercicio del
recurso contencioso de nulidad, el no haber agotado la vía administrativa, esto
era, el no haber ejercido previamente todos los recursos administrativos
establecidos en la Ley Orgánica de Procedimientos Administrativos y demás
legislación especial que aplicara al caso, contra el acto impugnado. Conforme
indica Miguel Ángel Torrealba “Esta causal tiene su origen en la interpretación
que la antigua Corte Federal y de Casación hacía al artículo 123 numeral 11 de
la Constitución de 1936, en el sentido de entender que el recurso contencioso
administrativo había causado estado. Es decir, agotado el recurso jerárquico,
no era posible su revisión en sede administrativa, criterio confirmado en
sentencia de la Corte Federal del 24 de noviembre de 1953”. Otro dato de
importancia que nos aporta este doctrinario, es el señalamiento del contenido
de una sentencia de la Sala Político Administrativa del Tribunal Supremo de
Justicia (N° 489 del 27-03-2001) cuyas consideraciones apoyan la preceptividad
de la vía administrativa, y señaló expresamente lo siguiente: “En este orden de
ideas, el administrado, al tener acceso a los recursos administrativos, puede
resolver la controversia planteada en la misma vía administrativa, es decir, se
busca con el ejercicio de estos recursos una pronta conciliación, si ello es
posible, entre el afectado por el acto y la administración”. Citada por Miguel
Ángel Torrealba Sánchez: ob. cit., pp. 222 y 226.
[29] Citada por ibid., p. 7.
[30] Como bien lo señalara Luis
Pompilio Sánchez en su trabajo que ya hemos citado anteriormente.
[31] Citada por ibid., p. 12.
[32] Las Comisiones Tripartitas eran
unos órganos administrativos que se encontraban establecidos en la Ley contra
Despidos Injustificados promulgada el 08-08-1974, las cuales tenían el objetivo
de calificar los despidos. Dichas Comisiones se encontraban conformadas por un
representante del Ministerio del Trabajo, uno de los trabajadores y otro de los
patronos, escogidos por el Ministerio del Trabajo de entre ternas presentadas
por organizaciones sindicales y gremios empresariales.
[33] Sentencias de la Sala Político
Administrativa de la Corte Suprema de Justicia de 18-07-1963, 26-05-1968 y 02-06-1977.
Citadas por Luis Pompilio Sánchez: ob. cit., p. 12.
[34] Citadas por Hildegard Rondón de Sansó: ob. cit., pp. 61 y ss.
[35] Eladio Román Urbina Tortolero: Los
actos administrativos trilaterales, triangulares o cuasijurisdiccionales.
Universidad Fermín Toro, Cabudare, 2016,
https://es.slideshare.net/elurbina/los-actos-administrativos-trilaterales-triangulares-o-cuasijurisdiccionales
[36] Hasta ese entonces, se había
mantenido la denominación de “Ley del Trabajo” desde la primera ley reguladora
de esa materia del año 1936, con sus posteriores reformas parciales de los años
1945, 1947, 1966, 1974, 1975 y 1983.
[37] La última ley del trabajo que
se ha dictado en el país, que al igual que mucha de la legislación vigente hoy
en día, fue producto de un decreto ley en el marco nuevamente de una amplísima
e ilimitada ley habilitante. Además de lo polémico de su nombre, entre otras
particularidades, mediante su entrada en vigencia se cumplió tardíamente con
una de las disposiciones transitorias de la Constitución que exigían el
restablecimiento de las prestaciones sociales retroactivas para los
trabajadores.
[38] A la fecha, el último decreto
vigente es el N° 3.718 publicado en Gaceta Oficial Extraordinario N° 6.419 de
28-12-2018. La inamovilidad laboral, consagrada hoy en día en el artículo 94 de
la Ley Orgánica del Trabajo, Las Trabajadoras y los Trabajadores, ha sido
decretada y prorrogada por vía de decreto desde al menos el año 2002.
[39] Comentada por José Luis Aguilar
Gorrondona: Derecho Civil IV Contratos y Garantías, 22° ed., UCAB,
Caracas, 2017, p. 415.
[40] Ley de Regulación de
Alquileres, publicada en la Gaceta Oficial N° 26.319 del 01-08-1960, Ley de
Reforma Parcial de la Ley de Regulación de Alquileres, en N° 3.950
Extraordinario del 02-01-1987, Decreto Legislativo sobre Desalojo de Viviendas,
en N° 22.424 del 27-09-1947, Reglamento de la Ley de Regulación de Alquileres y
del Decreto Legislativo sobre Desalojo de Vivienda, en N° 29.727 del 05-02-1972,
Resolución N° 3.729 del Ministerio de Fomento de 01-07-1976, en N° 31.025 del
19-07-1976, Decreto N° 513 de 06-01-1971, en N° 29.410 de 07-01-1971, Decreto N°
576 de 14-04-1971, en N° 29.489 del 21-04-1971, Decreto N° 298, de 15-06-1989, en
N° 34.262 del 14-07-1989, Decreto N° 1.493 del 18-03-1987, en N° 33.683 del 23-03-1987
y todas las demás disposiciones contrarias a la presente Ley.
[41] En la tantas veces citada obra
de la Dra. Hildegard Rondón de Sansó, la autora llega a la conclusión de que
estos procedimientos no poseen ese carácter cuasijurisdiccional, sino que
encuadran perfectamente en la caracterización del ejercicio de potestades
típicamente administrativas. Hildegard Rondón de Sansó: ob. cit., p. 58.
[42] Gaceta Oficial N° 34.068 del 07-10-1988.
[43] Los procedimientos
conciliatorios deberán ser promovidos por la ley según se establece en el
artículo 268 de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela.
[44] Ley de Protección al Consumidor
y al Usuario, publicada en Gaceta Oficial N° 37.930 del 04-05-2004.
[45] Ley para la Defensa de las
Personas en el Acceso a los Bienes y Servicios, publicada en Gaceta Oficial N° 39.165
del 24-04-2009; Ley para la Defensa de las Personas en el Acceso a los Bienes y
Servicios, en N° 39.358 del 01-02-2010.
[46] Un ejemplo de este tipo de
procedimientos que resalta mucho es el conocido caso del conflicto que se dio
entre las reconocidísimas compañías trasnacionales productoras de refrescos y
colas, Pepsi y Coca Cola, a finales de la década de 1990 en nuestro país, el
cual se inició como un procedimiento a instancia de parte ante la extinta
Superintendencia Procompetencia. Para conocer más sobre este interesantísimo
caso y constatar al mismo tiempo los elementos cuasijurisdiccionales del
procedimiento administrativo por el cual las partes ventilaron sus alegatos
véase: Gustavo Linares Benzo: La Guerra de las Colas en Venezuela, EJV,
Caracas, 2000. De hecho, en la misma introducción de la obra el autor indica
curiosamente –y a efectos del tema principal planteado en este trabajo– lo
siguiente: “De allí que lo que ocurrió en este famoso caso sea la imposición de
cargas sin base legal suficiente y una desviación de poder al usar sus poderes
para proteger a un actor del mercado y no a los consumidores. Porque uno de los
núcleos de este debate fue que Pepsicola acudió para invocar en su favor la
protección que no merece, sino que se ha montado para el consumidor. Repetimos
dada su fundamentalidad: el Derecho de la competencia no es para proteger a
empresas, gremios o sindicatos: es para proteger al mercado, al consumidor. Si
en una negociación completamente lícita Pepsicola sufre los errores de su
propia mala gerencia, ello nada tiene que ver con el presente juicio”, p. 12.
[47] Luis Pompilio Sánchez destaca
el carácter conciliador o de medio alternativo y facultativo (no preceptivo o
de necesario agotamiento para poder acudir a la vía judicial) de estos
procedimientos consagrados en la legislación pro-competencia, para la
resolución de conflictos intersubjetivos entre particulares. Luis Pompilio
Sánchez: ob. cit., p. 26.
[48] Hildegard Rondón de Sansó: ob.
cit., p. 7.
[49] Véase las impresiones de este
autor al respecto en: José A. Muci Borjas: “Procedimientos y Administración
Pública. Algunas reflexiones en torno al procedimiento administrativo venezolano
de ayer y hoy al trasluz de las enseñanzas de la doctrina y jurisprudencia
comparadas”, en Boletín de la Academia de Ciencias Políticas y Sociales, N°.
147, ACIENPOL, Caracas, 2009, pp. 73-112.
[50] Brewer-Carías es un claro
ejemplo de esto, autor que en casi todos sus tratados y estudios del derecho
administrativo y constitucional ha apoyado dicha doctrina, tal y como veremos
más adelante en este trabajo.
[51] El magistrado René de Sola fue
reconocido exponente de esta postura, para ello véase la ponencia cuyo enlace
citamos más arriba.
[52] Representantes destacados esta
corriente son los profesores Luis A. Herrera Orellana, Tomás A Arias Castillo y
Andrea I. Rondón García. Para examinar sus disertaciones al respecto véase –entre
muchísimas otras obras y publicaciones–, la crítica conjunta que hicieran a una
sentencia de la Sala Constitucional que declaró sin lugar un recurso de nulidad
contra varios artículos de la Ley de Protección al Consumidor y al Usuario, el
cual precisamente discutió el hecho de que la administración pública se estuviese
entrometiendo en relaciones de derecho privado y violando –entre otros
principios y garantías– el derecho al juez natural por tener ésta la potestad
de decidir cuestiones que comprenden según los recurrentes, conflictos
intersubjetivos de carácter privado a ser resueltos por la jurisdicción
ordinaria. De ese punto en particular la profesora Andrea Rondón le dedica
parte de su crítica. Luis A. Herrera Orellana, Tomás A. Arias Castillo y Andrea
I. Rondón García: Del Estado Social de Derecho al Estado Total (Crítica
filosófica-jurídica a la sentencia de la Sala Constitucional No. 1.049 de 23 de
julio de 2009), FUNEDA, Caracas, 2010.
[53] El reputado autor José Araujo
Juárez dice sobre las diferencias entre los procedimientos jurisdiccionales
(proceso) y procedimientos administrativos que “el ‘proceso’ se caracteriza por
su finalidad jurisdiccional compositiva del litigio; mientras que el ‘procedimiento’
(que puede manifestarse fuera del campo jurisdiccional), se reduce a ser una
coordinación de actos en marcha, relacionados o ligados entre sí por la unidad
del efecto jurídico final”, José Araujo Juárez: ob. cit., p. 44.
[54] En este caso, no solamente
podríamos estar hablando de la violación –por citar una de gran importancia–
del derecho o garantía al juez natural; sino que además podría estarse
contraviniendo las disposiciones relativas a los fines de la administración
pública, en el sentido de que según lo establecido en el artículo 141 de la
Constitución, “está al servicio de los ciudadanos” lo cual se traduce en la
colectividad en general, por lo que mal podría aceptar ésta el desistimiento de
una las partes en un procedimiento cuasijurisdiccional, o no darle el impulso o
carácter inquisidor requerido, de encontrarse en juego un interés general
subyacente en el procedimiento o conflicto particular.
[55] El ejemplo más típico en estos
casos es (de nuevo) el de los actos dictados por la autoridad administrativa en
materia laboral, es decir, las inspectorías del trabajo. Debido a que ninguna
legislación, ni la laboral ni la procesal administrativa ha dado una respuesta
clara acerca cuáles tribunales serían los competentes para conocer de la
nulidad de los actos administrativos dictados por las Inspectorías del Trabajo,
ha sido la jurisprudencia del Tribunal Supremo de Justicia la que ha
dictaminado cuales son. No obstante, el criterio no ha sido reiterado ni
siquiera en los últimos veinte años. Actualmente el último criterio
jurisprudencial vinculante lo estableció la Sala Constitucional del Tribunal
Supremo de Justicia N° 955 del 23-09-2010, mediante la cual se asignó a los
tribunales competentes en materia laboral la competencia para conocer de la
nulidad de los actos administrativos dictados por las Inspectorías del Trabajo
con base –entre otros– al siguiente argumento principalmente: “De lo anterior
se colige que aun cuando las Inspectorías del Trabajo sean órganos
administrativos dependientes
–aunque desconcentrados– de la Administración Pública Nacional, sus decisiones
se producen en el contexto de una relación laboral, regida por la Ley Orgánica
del Trabajo, razón por la cual debe atenerse al contenido de la relación, más
que a la naturaleza del órgano que la dicta, para determinar que el juez
natural en este caso no es el contencioso administrativo, sino el laboral. Una
relación jurídica denominada relación de trabajo, expresada y manifestada por
la fuerza de trabajo desplegada por los trabajadores, que exige un juez natural
y especial, para proteger la propia persona de los trabajadores. En fin, la
parte humana y social de la relación”. Al respecto, véase cómo la Sala
argumenta que debido a que el fondo de estas actuaciones hay una “relación
laboral” ello es razón suficiente para asignar la competencia a los tribunales
laborales, de nuevo vemos como la mixtura o carácter cuasijurisdiccional de
algunos actos administrativos produce discusiones y problemáticas en cuanto a
su impugnación, precisamente por su no completa adecuación al concepto de acto
administrativo, a pesar de provenir de un órgano indudablemente administrativo.
Para un estudio más detallado de este asunto en particular, véase el trabajo
publicado por Alejando Canónico Sarabia, en el cual se cita y analiza la
referida sentencia. Alejandro Canónico Sarabia: “La competencia para el control
judicial de los actos administrativos de las autoridades del trabajo luego de
la vigencia de la Ley Orgánica de la Jurisdicción Contencioso Administrativa”
en Anuario de Derecho Público IV-V 2011-2012, Universidad Monteávila,
Caracas, 2013, pp. 135-156.
[56] Lo cual sucedió a partir de la
sentencia líder en la materia conocida como “Miranda entidad de ahorro y
préstamo” ya citada.
[57] La mayoría de la doctrina
venezolana siempre se inclinó a afirmar que los recursos o acciones del
contencioso administrativo que se encontraban vigentes antes de la entrada en
vigencia de la Ley Orgánica de la Jurisdicción Contencioso Administrativa, eran
de un indudable carácter objetivo, lo cual significaba –en palabras de Miguel
Ángel Torrealba– un “modelo revisor y objetivo que entiende el contencioso
administrativo básicamente como un medio de reexamen de la controversia
originalmente planteada en sede administrativa (…) De allí que en la
tramitación del mismo (el recurso) no se previera una citación propiamente
dicha, ni mucho menos un emplazamiento, pues no se entendía que la
Administración autora del acto fuera realmente una parte demandada”. Miguel
Ángel Torrealba: “Algunos problemas fundamentales del contencioso-administrativo
venezolano en la actualidad. Una aproximación crítica a la Ley Orgánica de la
Jurisdicción Contencioso Administrativa” en Actualidad del Contencioso
Administrativo y otros Mecanismos de Control del Poder Público, EJV,
Caracas, 2013. pp. 168 y 170.
[58] Punto clave resaltado por casi
la totalidad de la jurisprudencia más reciente que ha analizado los actos
cuasijurisdiccionales, tal y como lo mencionáramos más arriba.
[59] Consideramos importante
resaltar aquí, como una noción implícita del interés general es resaltado por
la autora al hacer referencia a los actos dictados en el marco del
procedimiento administrativo de la Ley Orgánica de Procedimientos
Administrativos. Hildegard Rondón de Sansó: ob. cit., p. 34.
[60] Citada por ibid., pp. 35 y ss.
[61] La sentencia fue con ponencia
de Luis Henrique Farías Mata y con votos salvado de los ilustres juristas Román
Duque Corredor y Pedro Alid Zoppi. Ibid. pp. 41 y ss.
[62] Tal y como se evidencia en uno
de los casos comentados por Luis Pompilio Sánchez: ob. cit., p. 22.
[63] Así lo establece el artículo
512 de la Ley Orgánica del Trabajo, de los Trabajadores y Trabajadoras en su
artículo 512: “Cada Inspectoría del Trabajo tendrá Inspectores o Inspectoras de
Ejecución con la suficiente jerarquía, facultad y competencia para ejecutar y
hacer cumplir todos los actos administrativos de efectos particulares, que
hayan quedado firmes y que requieran medios y procedimientos para hacer cumplir
el contenido de las mimas, que garanticen la aplicación de las normas de orden
público del trabajo como hecho social y protejan el proceso social del trabajo…”.
[64] Algunas de las decisiones que
acogieron este criterio ya fueron citadas anteriormente.
[65] Esto seguramente resultaría en
que el sector de la doctrina critico o contrario a la caracterización de
jurisdiccional o “cuasijurisdiccional” terminase por rechazar por completo la
figura.
[66] Rosibel Grisanti Belandria: ob.
cit., p. 36.
[67] Ibid., 37.
[68] Miguel Marienhoff: “Actividad ‘jurisdiccional’
de la administración”, citado por Agustín Gordillo en: Tratado de Derecho
Administrativo y Obras Selectas Tomo 4 Primeras Obras. Libro III
Procedimientos y recursos administrativo, Fundación de Derecho
Administrativo, Buenos Aires, 2016, p. PRA-I-7.
[69] Ibid., p. PRA-I-7.
[70] Luis
Pompilio Sánchez: ob. cit., p. 7.
[71] Ibid., p. 9.
[72] Definida por el catedrático
español José Ramón Parada Vásquez como: “aquella que realiza la Administración
Pública cuando ejercita la potestad de decidir unilateralmente conflictos entre
los administrados sobre derechos privados o administrativos bajo el control de
la Jurisdicción contencioso-administrativa o civil”; más adelante afirma sobre
ella que “la actividad arbitral no tiene su razón de ser únicamente en el
interés público, ni en un beneficio directo de la Administración como sujeto,
sino que en ella es predominante el interés o derecho de los particulares con
derechos en conflicto; por ello, la Administración asume o debe asumir en el
cumplimiento de esta actividad una actitud de rigurosa neutralidad, exactamente
la misma que han de adoptar los órganos jurisdiccionales en los procesos
civiles”. De las ideas citadas anteriormente, resalta claramente cómo la
actividad administrativa arbitral se confunde con los procedimientos
cuasijurisdiccionales al punto de parecer totalmente análogos. La nota distintiva
entre una u otra actividad pareciera ser el carácter “voluntario” del
arbitraje, al menos entre nosotros (Pompilio Sánchez); no así en España, en
donde el carácter obligatorio o voluntario de esta actividad, cuando es
realizada por la administración, supone entre sus doctrinarios únicamente
variantes de la misma. José Ramón Parada Vásquez: “Arbitraje y derecho
administrativo. La actividad arbitral de la Administración” en Revista
galega de administración pública, N° 23, Escuela Gallega de Administración
Pública, 1999, pp. 16 y 17.
[73] Ibid.
[74] Ibid., 19.
[75] Luis Pompilio Sánchez: ob.
cit., p. 8.
[76] Fabio Amorocho Mart. Eduardo
Ferm, Iv Antonio Villamizar Molina, Barios Trespalacios: “La función
jurisdiccional ejercida por autoridades administrativas en el ordenamiento
jurídico Colombia” en Revista Justicia, Vol. 14 N° 15, Ediciones
Universidad Simón Bolívar, Barranquilla, 2009.
[77] Artículo 116 de la Constitución
Política de Colombia: “La Corte Constitucional, la Corte Suprema de Justicia,
el Consejo de Estado, Comisión Nacional de Disciplina, la Fiscalía General de
la Nación, los Tribunales y los Jueces, administran Justicia. También lo hace
la Justicia Penal Militar. El Congreso ejercerá determinadas funciones
judiciales. Excepcionalmente la ley podrá atribuir función jurisdiccional en
materias precisas a determinadas autoridades administrativas. Sin embargo, no
les será permitido adelantar la instrucción de sumarios ni juzgar delitos. Los particulares
pueden ser investidos transitoriamente de la función de administrar justicia en
la condición de jurados en las causas criminales, conciliadores o en la de árbitros
habilitados por las partes para proferir fallos en derecho o en equidad, en los
términos que determine la ley…”.
[78] Fabio Amorocho Mart. Eduardo
Ferm, Iv Antonio Villamizar Molina, Barios Trespalacios: ob. cit., p. 98.
[79] Ibid.
[80] Ibid., p. 99.
[81] Ibid., p. 98.
[82] Ibid., p. 97.
[83] Es importante recordar en este
punto que Colombia ha establecido un sistema similar al francés de “doble
jurisdicción”, que implica la existencia de una jurisdicción contencioso
administrativa llevada por el Consejo de Estado, y la ordinaria por otros órganos
jurisdiccionales autónomos entre sí. Pareciera que la excepcionalidad recién
comentada en el artículo 116, debería excluir no solo la posibilidad de otorgar
potestades jurisdiccionales de carácter penal a las autoridades
administrativas, sino también las de carácter o contenido contencioso
administrativo, para evitar el riesgo de que la administración pudiera llegar a
ser juez y parte al mismo tiempo, desvirtuando por completo el principio de
imparcialidad y del juez natural.
[84] Artículo 116 de la Constitución
Política de la República de Colombia: “La Corte Constitucional, la Corte
Suprema de Justicia, el Consejo de Estado, Comisión Nacional de Disciplina, la
Fiscalía General de la Nación, los Tribunales y los Jueces, administran
Justicia. También lo hace la Justicia Penal Militar. // El Congreso ejercerá
determinadas funciones judiciales. // Excepcionalmente la ley podrá atribuir
función jurisdiccional en materias precisas a determinadas autoridades
administrativas. Sin embargo, no les será permitido adelantar la instrucción de
sumarios ni juzgar delitos. // Los particulares pueden ser investidos
transitoriamente de la función de administrar justicia en la condición de
jurados en las causas criminales, conciliadores o en la de árbitros habilitados
por las partes para proferir fallos en derecho o en equidad, en los términos
que determine la ley”.
[85] Definidos por el maestro Lares
Martínez como “aquellos actos voluntarios, autorizados por la ley, productores
de efectos de derecho”. Eloy Lares Martínez: Manual de Derecho
Administrativo, 13° ed., UCV, Caracas, 2008, p. 129.
[86] Así lo describe el autor
español Nicolás López Calera cuando establece que: “el gran ‘defecto’ del
interés público es su indeterminación. En esto existe unanimidad: es un
concepto jurídico indeterminado”. Nicolás López Calera: “El interés público:
entre la ideología y el derecho”, Anales de la cátedra Francisco Suarez, N°
44, Universidad de Granada, Granada, 2000, p. 133.
[87] Miguel Ángel Torrealba Sánchez:
“Discrecionalidad administrativa y conceptos jurídicos indeterminados:
¿Nociones totalmente diversas o dos niveles dentro de una misma categoría?
García de Enterría y las posiciones de la doctrina venezolana”, Revista
Electrónica de Derecho Administrativo Venezolano, N° 8, 2016, p. 227.
[88] Eduardo García de Enterría y
Tomás Ramón Fernández: Curso de Derecho Administrativo, Vol. I, 9° ed.,
Civitas, Madrid, 1999, p. 452. Citado por Yolanda Fernández García: “El
concepto jurídico indeterminado de ‘servicio esencial’ en la Constitución
española”, Revista de Administración Pública, N° 170, 2006, p. 332.
[89] Yolanda Fernández García: ob. cit.
[90] Eloy Lares Martínez: ob. cit.,
p. 32.
[91] Ibid.
[92] Gustavo Briceño Vivas: Manual
de Derecho Administrativo Especial. EJV, Caracas, 2014, p. 41.
[93] Acerca de la dificultad de
llegar a una definición más o menos estable y uniforme en la doctrina nacional
e internacional sobre el concepto de servicio público –situación que se repite
no pocas veces en nuestra disciplina con otros conceptos o principios– Miguel
Mónaco concluye lo siguiente: “Aun cuando pudiera llamar la atención de
cualquier especialista en Derecho Administrativo, todavía no existe en el
ámbito jurídico venezolano una definición uniforme y pacíficamente aceptada de ‘Servicio
Público’. Ciertamente, a pesar de que aparecen algunos elementos coincidentes
en las distintas definiciones que la doctrina venezolana ha elaborado sobre el
particular, resulta evidente que no se ha logrado una concepción unánimemente
aceptada sobre el mismo. De allí que, se encuentre opiniones –en nuestro
criterio y con el debido respeto equivocadas– que califican a la Justicia o la
actividad bancaria como servicio público. Si a todo lo anterior sumamos el
hecho que en la doctrina española, de amplia y profunda influencia en el
Derecho Administrativo venezolano, ha surgido una discusión sobre la necesidad
de redefinir el servicio público, nos encontramos con que en la actualidad,
lejos de estar más cerca de una definición única del mismo, nos encontramos –quizás–
en medio de múltiples interpretaciones disímiles sobre el tema”. Miguel Mónaco:
“El concepto de servicio público en la actualidad en el derecho administrativo
venezolano”. VI Jornadas Internacionales de Derecho Administrativo Allan
Randolph Brewer-Carías. El Nuevo Servicio Público Actividades Reservadas y
Regulación de Actividades de Interés General, t. I, FUNEDA, Caracas, 2002,
p. 97.
[94] Jaime Rodríguez-Arana: “El
interés general en el Derecho Administrativo: notas introductorias”. Aída
Opera Prima de Derecho Administrativo Revista de la Asociación Internacional de
Derecho Administrativo, año 6, N° 11, 2012.
[96] No fue así al menos hasta que
el reputado autor Brewer-Carías entrara en escena para influenciar
considerablemente dentro la doctrina venezolana hacia la aceptación del
concepto de función administrativa (visión objetiva sustancial) como factor
principal para conocer el objeto de estudio del derecho administrativo. Al
respecto véase: Miguel Ángel Torrealba Sánchez: “Sobre los conceptos de Derecho
Administrativo y Administración Pública en Venezuela”, 100 Años de la
Enseñanza Del Derecho Administrativo en Venezuela 1909-2009, t. I, UCV y
FUNEDA, Caracas, 2011, pp.
867-870.
[97] Allan Brewer-Carías: Fundamentos
de la Administración Pública Tomo I, EJV, Caracas, 1984.
[98] Doctrina que tuvo su auge en la
escuela alemana a finales del siglo XIX y que –en el mismo sentido de la visión
u óptica objetivo material de la administración pública– postuló que en los
estados contemporáneos no podía afirmarse que existieran tres poderes separados
e independientes, sino por el contrario, tres funciones: legislativa, ejecutiva
y judicial.
[99] Allan Brewer-Carías: Tratado
de Derecho Administrativo Tomo I: El Derecho Administrativo y sus principios
fundamentales, EJV, Caracas, 2013, pp. 342 y ss.
[100] Sobre la idea de que las
distintas ramas del poder público pueden dictar actos cuyo contenido sustancial
es de la función principal de otra véase también los comentarios del profesor
José Peña Solís en: Manual de Derecho Administrativo, t. I. 6° reimp.,
TSJ, Caracas, 2009, pp. 67 y ss.
[101] Allan Brewer-Carías: Las
Instituciones Fundamentales del Derecho Administrativo y la Jurisprudencia
venezolana, UCV, Caracas, 1964.
[102] Gonzalo Pérez Luciani:
“Funciones del Estado y actividades de la Administración” Revista de Derecho
Público, N° 13, 1983, p. 24.
[103] José
Peña Solís: ob. cit., pp. 60-62.
[104] José Ignacio Hernández:
Repensando al Derecho Administrativo venezolano. Texto de la intervención en la
Lección Inaugural del curso de Derecho Administrativo, impartida conjuntamente
con los profesores José Antonio Muci y José Valentín González, el 12-09-2013 en
la Universidad Católica Andrés Bello. https://www.uma.edu.ve/admini/ckfinder/userfiles/files/Entendiendo%20al%20Derecho%20administrativo%20JIHG.pdf
[105] José
Peña Solís: ob. cit.
[106] Ibid., p. 49.
[107] Aquí podemos observar cómo este
autor no solamente se refiere al interés general en su forma más pura y
abstracta, sino que además intenta moldearlo, en nuestra opinión, hacia una
finalidad prestacional-servicial más concreta, que tiene que ver con los fines
del Estado, tema que pudiese ser analizado desde un punto de vista quizás más
político que jurídico. Sobre esto ya hemos dicho que profundizaremos más
adelante, por cuanto es de mucha importancia a los propósitos de este trabajo.
[108] José Peña Solís: ob. cit.
[109] Al respecto, véase Serviliano
Abache Carvajal: “La presunción de legitimidad del acto administrativo.
Resumiendo nuestra (atípica) propuesta”. Luis. A Herrera Orellana: “Estado de
Derecho, potestades de la administración y presunción de legitimidad del acto
administrativo”. Tomás A. Arias Castillo: “Breves reflexiones sobre la llamada ‘presunción
de legitimidad de los actos administrativos’”. Jesús María Alvarado Andrade:
“Sobre la incompatibilidad del Estado de Derecho (Rule of Law) con la presunción
de legitimidad del acto administrativo”. Todas en la obra colectiva El Mito
de la Presunción de Legitimidad del Acto Administrativo y la Tutela Judicial
Efectiva en el Contencioso Tributario, EJV, Caracas, 2016.
[110] Término utilizado la mayoría de
las veces –en especial por la doctrina o literatura administrativista– para
referirse al régimen de gobierno que imperó en el Estado monárquico absolutista
francés previo al advenimiento de la Revolución acaecida en ese país a partir
de 1789.
[111] Así lo estableció un criterio
jurisprudencial clásico de la antigua Corte Federal del 29-07-1959 en Gaceta
Forense N° 25, p. 99, citada por Allan Brewer-Carías: Tratado de Derecho
Administrativo Tomo III: Los Actos Administrativos y los Contratos
Administrativos, EJV, Caracas, 2013, p. 515.
[112] Gustavo Briceño Vivas: Manual
de Derecho Administrativo Especial, EJV, Caracas, 2014, pp. 54 y 57.
[113] Ibid., p. 54.
[114] Claudia Nikken: “Reflexiones
sobre el ‘concepto’, a 100 años de la creación de la Cátedra de Derecho
Administrativo en Venezuela”, 100 Años de la Enseñanza Del Derecho Administrativo
en Venezuela 1909-2009, t. I, UCV y FUNEDA, Caracas, 2011, p. 330.
[115] Tal es el caso que llegó a darse
en la doctrina italiana, en la cual el concepto de interés público –muy similar
o equivalente al de interés general– llegó a ser considerado factor definitorio
de la función administrativa, con el muy importante agregado de que aquel debía
ser tutelado de forma directa.
[116] Publicada en Gaceta Oficial Extraordinario
N° 5.463 del 24-03-2000.
[117] De entre los autores que lo han
hecho, podemos mencionar a José Ignacio Hernández, José Peña Solís y José
Araujo Juárez, entre otros, siendo que el primero incluso le dedicó un estudio
a la definición constitucional de la administración pública, el cual citaremos
de seguidas.
[118] Noción que hace alusión a la
persona o entidad que ejerce todas o parte de las funciones de otra. En este
caso, el Profesor José Ignacio Hernández la ha equiparado con el carácter
servicial que este destaca de nuestro texto constitucional y que analizaremos
con mayor profundidad más adelante. José Ignacio Hernández: Introducción al
concepto constitucional de Administración Pública en Venezuela, EJV,
Caracas, 2011.
[119] Actividad esta cuya calificación
es de origen norteamericano, y que recientemente se ha tenido como equivalente
a la clásica de policía, refiriéndose en términos generales a la ordenación de
la economía por el poder público, especialmente con respecto a los actores
privados y diferenciándose de la gestión pública directa, ya sea a través del
clásico servicio público o la llamada actividad de gestión económica. El autor
colombiano Juan José Montero Pascual la ha definido “como la actividad de la
administración consistente en el control continuo de un mercado mediante la imposición
a sus operadores de obligaciones jurídicas proporcionales a propósitos de
interés general objetivamente determinadas según la valoración que en un ámbito
de extraordinaria discrecionalidad realiza la administración”. Juan José
Montero Pascual: ”La actividad administrativa de regulación: definición y
régimen jurídico“. Revista Digital de Derecho Administrativo, N° 12,
Universidad Externado de Colombia, Bogotá, 2014.
[120] Estas condiciones comprenden
generalmente la posibilidad de tener acceso a los medios requeridos para poder
subsistir de una manera digna, dentro de los estándares modernos. En otras
palabras, el acceso a los bienes materiales e inmateriales, en la mínima
proporción que sea necesaria para poder subsistir, llevar una vida decorosa y poder
ejercer los derechos más fundamentales. La jurisprudencia de la Corte
Constitucional de Colombia ha desarrollado este concepto o noción y lo
estableció como el “derecho al mínimo vital” indicando que su objeto “no es
otro distinto del de garantizar las condiciones materiales más elementales, sin
las cuales la persona arriesga perecer y quedar convertida en ser que sucumbe
ante la imposibilidad de asegurar autónomamente su propia subsistencia”.
Extraído de la Sentencia N° T-518A del 25-07-2011.
[121] Para José Ignacio Hernández, la
administración pública es conforme al artículo 141 constitucional “una
institución constitucionalmente garantizada, con un preciso contenido”. Esta
definición la toma del derecho comparado, específicamente de los doctrinarios
Maurice Hauriou y Santi Romano; del primero nos dice que definió a la
administración como “una institución, una organización social cuyo poder de
ejercicio o actuación está imbuido, en cierta medida, en la idea misma de la
propia organización”. José Ignacio Hernández: Introducción…, ob. cit., p.
139.
[122] Artículo 115 CRBV: “Se garantiza
el derecho de propiedad. Toda persona tiene el derecho al uso, goce, disfrute y
disposición de sus bienes. La propiedad estará sometida a las contribuciones,
restricciones y obligaciones que establezca la ley con fines de utilidad
pública o de interés general. Solo por causa de utilidad pública o interés
social, mediante sentencia firme y pago oportuno de justa indemnización, podrá
ser declarada la expropiación de cualquier clase de bienes”.
[123] Artículo 150 CRBV: “La
celebración de los contratos de interés público nacional requerirá la
aprobación de la Asamblea Nacional en los casos que determine la ley. // No
podrá celebrarse contrato alguno de interés público municipal, estadal o
nacional, o con Estados o entidades oficiales extranjeras o con sociedades no
domiciliadas en Venezuela, ni traspasarse a ellos sin la aprobación de la
Asamblea Nacional. // La ley puede exigir en los contratos de interés público
determinadas condiciones de nacionalidad, domicilio o de otro orden, o requerir
especiales garantías”.
[124] Articulo 110 CRBV: “El Estado
reconocerá el interés público de la ciencia, la tecnología, el conocimiento, la
innovación y sus aplicaciones y los servicios de información necesarios por ser
instrumentos fundamentales para el desarrollo económico, social y político del
país, así como para la seguridad y soberanía nacional. Para el fomento y desarrollo
de esas actividades, el Estado destinará recursos suficientes y creará el
sistema nacional de ciencia y tecnología de acuerdo con la ley. El sector
privado deberá aportar recursos para los mismos. El Estado garantizará el
cumplimiento de los principios éticos y legales que deben regir las actividades
de investigación científica, humanística y tecnológica. La ley determinará los
modos y medios para dar cumplimiento a esta garantía.; y Artículo 302 CRBV: El
Estado se reserva, mediante la ley orgánica respectiva, y por razones de
conveniencia nacional, la actividad petrolera y otras industrias,
explotaciones, servicios y bienes de interés público y de carácter estratégico.
El Estado promoverá la manufactura nacional de materias primas provenientes de
la explotación de los recursos naturales no renovables, con el fin de asimilar,
crear e innovar tecnologías, generar empleo y crecimiento económico, y crear
riqueza y bienestar para el pueblo”.
[125] Artículo 113 CRBV: “No se
permitirán monopolios. Se declaran contrarios a los principios fundamentales de
esta Constitución cualquier acto, actividad, conducta o acuerdo de los y las
particulares que tengan por objeto el establecimiento de un monopolio o que
conduzcan, por sus efectos reales e independientemente de la voluntad de
aquellos, a su existencia, cualquiera que fuere la forma que adoptare en la
realidad. También es contraria a dichos principios el abuso de la posición de
dominio que un particular, un conjunto de ellos o una empresa o conjunto de
empresas, adquiera o haya adquirido en un determinado mercado de bienes o de
servicios, con independencia de la causa determinante de tal posición de
dominio, así como cuando se trate de una demanda concentrada. En todos los
casos antes indicados, el Estado adoptará las medidas que fueren necesarias
para evitar los efectos nocivos y restrictivos del monopolio, del abuso de la
posición de dominio y de las demandas concentradas, teniendo como finalidad la
protección del público consumidor, los productores y productoras y el
aseguramiento de condiciones efectivas de competencia en la economía. // Cuando
se trate de explotación de recursos naturales propiedad de la Nación o de la
prestación de servicios de naturaleza pública con exclusividad o sin ella, el
Estado podrá otorgar concesiones por tiempo determinado, asegurando siempre la
existencia de contraprestaciones o contrapartidas adecuadas al interés público;
y Artículo 170 CRBV: Los Municipios podrán asociarse en mancomunidades o
acordar entre sí o con los demás entes públicos territoriales, la creación de
modalidades asociativas intergubernamentales para fines de interés público
relativos a materias de su competencia. Por ley se determinarán las normas
concernientes a la agrupación de dos o más Municipios en distritos”.
[126] La reserva, es una técnica o
modalidad de intervención del Estado en la economía, encuadrada dentro de las
llamadas actividades de gestión económica, y que comprende la titularidad
exclusiva del sector público en determinadas industrias o sectores de la
economía. José Ignacio Hernández la define como “la potestad que
constitucionalmente se atribuye al Estado para asumir la titularidad de
actividades o servicios, excluyendo la libre iniciativa privada”. José Ignacio
Hernández: ”Reflexiones sobre la nueva ordenación de las telecomunicaciones en
Venezuela” en Derecho y Sociedad, N° 2, 2001, p. 153.
[127] Publicada en Gaceta Oficial Extraordinario
N° 6.147 de 17-11-2014.
[128] Acerca de las diferencias entre
“principios programáticos” y normas de pleno carácter jurídico establecidos en
la constitución nos dice el autor patrio Luis Alberto Petit Guerra –con ocasión
precisamente de un análisis de los derechos sociales prestaciones en el marco
de un Estado Social– que: “Básicamente surgen dos sectores sobre la eficacia de
los derechos sociales de prestación. Los que alegan que se trata de unos ‘principios
programáticos’ con eficacia ético-política (Schmitt), y los que opinan a favor
del carácter jurídico de dichos derechos, pero sin desconocer las
dificultades”. Luis Alberto Petit Guerra: El Estado Social Los contenidos
mínimos constitucionales de los derechos sociales, EJV, Caracas, 2015, p.
132.
[129] Ya en la primera parte de este capítulo
hicimos referencia a las distintas posturas sobre el objeto de estudio del
derecho administrativo y su relación con el concepto de interés general. Una de
las posturas que más aceptación ha tenido ha sido aquella de la visión
sustancial material, la cual tiene que ver más con la noción de función
administrativa, que con la de órgano administrativo (visión subjetiva,) y viene
acompañada generalmente con una flexibilización o reinterpretación del
principio de separación orgánica de las ramas del Poder Público (Brewer-Carías).
[130] Entre los críticos de esta
postura, resalta José Peña Solís, quien termina de decantarse por la visión
orgánica, tal y como lo hemos mencionado más arriba.
[131] José
Ignacio Hernández: Introducción…, ob. cit.
[132] No obstante, el autor menciona
como una excepción los estudios del profesor Allan Brewer-Carías sobre el tema,
los cuales, si bien no lograron totalmente la aceptación de un concepto
general, quizás por el hecho de que muchas veces no se deslastraban aún del análisis
de figuras clásicas, como por el ejemplo el acto administrativo, si comenzaron
a contribuir con ello. Al respecto señala que: “Entre nosotros no sucedió así.
El Derecho administrativo se forma primero en la parte especial (las leyes
administrativas) y luego se ensaya su sistematización, principalmente en la
obra de Brewer-Carías. Con lo cual, la parte especial no derivo de la general,
y de allí la ausencia de criterios sistemáticos de las distintas figuras del
Derecho administrativo”. Ibid., p. 48.
[133] Ibid., p. 48.
[134] Ibid., p. 92.
[135] Ibid., p. 49.
[136] En el marco de las consecuencias
que tiene la cláusula de Estado social, de entre las cuales destaca los fines
de la administración pública en tanto herramienta para llevar a cabo los fines
de éste, el profesor José Ignacio Hernández destaca cierta jurisprudencia
(Sentencia de la Sala Constitucional del 29-07-2009) que ha interpretado la
referida cláusula en una forma que concibe un Estado donde la libertad
económica sufre una “socialización” y la “relatividad es guía rector
existencial”, todo lo cual hace concluir a éste autor que bajo esa
interpretación, el Estado social sería concebido como un “Estado total”. José
Ignacio Hernández: Estado Social y Libertad de Empresa en Venezuela:
Consecuencias prácticas de un debate teórico https://www.uma.edu.ve/admini/ckfinder/userfiles/files/Libertad_economica_seminario.pdf
[137] En este punto, el autor hace
referencia expresa a uno de los representantes de esa doctrina italiana Guido
Zanobini, indicando que éste “alude a la actividad para la actuación inmediata
de los intereses públicos. Sobre la particular visión de la doctrina italiana
ya habíamos hablado anteriormente, vemos como es la única de las (por decirlo
de alguna manera y si se nos permite) de las clásicas que trata de determinar
este concepto, atándolo a los fines esenciales del Estado, que se espera sean ‘generales’
a toda la colectividad”; de hecho el mismo autor lo relaciona con ello al
afirmar de seguidas lo siguiente “Administración como la actividad del Estado
para la consecución de sus fines”. Ibid., p. 82.
[138] Esto lo sustenta además citando
a una serie de doctrinarios de distintas latitudes y ordenamientos jurídicos,
entre ellos a F. Fleiner, Martín-Retortillo Baquer, Rafael Bielsa, Pierre Wigny
y Miguel Marienfoff; aquí deseamos mencionar una de esas citas, por
considerarla de mucha importancia de cara al tema principal de este trabajo, la
del doctrinario Fleiner, que reza así ”el elemento vital de la Administración
es la actividad, la intervención activa, la obtención inmediata de determinados
resultados materiales”. F. Fleiner: citado por José Ignacio Hernández: Introducción…,
ob. cit., p. 83.
[139] Ibid.
[140] Desde la Constitución de los Estados
Unidos de Venezuela, sancionada el 05-07-1947, cuyos principios rectores fueron
retomados después por la Constitución de la República de Venezuela, sancionada
el 23-01-1961, la de más larga duración en nuestra historia republicana.
[142] Ibid., p. 20.
[143] En otro tomo de la ya citada obra sobre Derecho Administrativo General,
Araujo Juárez suma más aportes a este señalamiento, al indicar que “es un
postulado constitucional que la Administración Pública esté al servicio de los
intereses públicos, o como reza el Art. 141 de la C que ‘la Administración
Pública está al servicio de los ciudadanos y ciudadanas’ en cuyo núcleo se
encuentran los derechos fundamentales; es la misión del ejercicio de las
potestades por parte de la Administración Pública que es servidora y no dominus
del interés general o público” y también que: “Junto al catálogo de
derechos fundamentales debe señalarse también dentro del Título IV, sobre el
Poder Público, y dentro del mismo la ‘Sección Segunda: de la Administración
Pública’, se establecieron unas normas expresas que han de regir la actividad
de la Administración Pública, lo cual no tiene precedente en el
constitucionalismo previo, así: los Arts. 141 sobre los principios
organizativos y funcionales de la Administración Pública”. José Araujo Juárez: Derecho
Administrativo General. Concepto y Fuentes. Ediciones Paredes, Caracas,
2011, pp. 43 y 89.
[144] Hildegard Rondón de Sansó: “El concepto
del Derecho Administrativo en Venezuela y las administraciones públicas” en 100
Años de la Enseñanza Del Derecho Administrativo en Venezuela 1909-2009, t.
I, UCV y FUNEDA, Caracas, 2011, p. 356.
[145] Allan Brewer-Carías: Tratado
de Derecho Administrativo Tomo II: La Administración Pública. Caracas, EJV,
2013, p. 59.
[146] Allan Brewer-Carías: Derecho
Administrativo, t. I, UCV, Caracas, 1975, p. 352. Citado por Luis Alfonso
Herrera Orellana: “Bases Filosóficas del estudio y la enseñanza del Derecho
Administrativo en Venezuela (1909-2009)” en 100 Años de la Enseñanza Del
Derecho Administrativo en Venezuela 1909-2009, t. I, UCV y FUNEDA, Caracas,
2011, p. 80.
[147] Constitución Política de
Colombia promulgada el 04-07-1991.
[148] En efecto, ello se evidencia de
la redacción de los artículos 2, 1 y 1, respectivamente, de las Constituciones de
esos países.
[149] En efecto, ello es parte de la
tendencia individualista que sirvió de basamento al Estado liberal de derecho,
“de lo cual deduce su igualdad y homogeneidad sustanciales, y,
consecuentemente, llega a la conclusión (la tendencia) de que cada individuo
tiene igual pretensión al despliegue de su existencia y, por ende, el deber de respetar
esta pretensión en los demás”. Manuel García-Pelayo: Derecho Constitucional
Comparado, Fundación Manuel García-Pelayo, Caracas, 2010, p. 143.
[151] José Peña Solís: Lecciones de
Derecho Constitucional General, t. I, UCV, Caracas, 2008, p. 122.
[152] Sobre ello afirma José Peña
Solís que: “Ese rompimiento comportaba añadir a los derechos de libertad
(individuales), que eran los únicos consagrados en las Constituciones, los
derechos sociales y económicos, que a diferencia de los anteriores, cuyo
ejercicio se perfeccionaba con la abstención del Estado, implicaban para su
satisfacción el deber de una actuación, una prestación por parte de las
autoridades públicas (educación, salud, transporte, electricidad, etc.”. Ibid.,
p. 123.
[153] Ibid., p. 124.
[154] Mediante un recuento histórico,
el autor nos explica que los más importantes antecedentes constitucionales del
Estado social fueron las constituciones de México (Querétaro) de 1917 y la de
Weimar (Alemania) de 1919.
[155] Ibid., pp. 48-49.
[156] Ibid., p. 49.
[157] García-Pelayo: Derecho
Constitucional Comparado…, ob. cit., pp. 198-204.
[158] Esto se desprende cuando afirma
que: “No está de más subrayar, que una de las características esenciales de ese
Estado social lo constituye su ‘dimensión prestacional’; aspecto en el que se
distingue del Estado Liberal que sugiere un Estado mínimo, entendiendo a esa
mínima intervención estatal en asuntos ‘privados’, sobre todo en materia
económica según la (fala) premisa que el mercado lo ‘resuelve’ todo” Petit
Guerra: ob. cit., p. 50.
[159] Así por ejemplo lo estima Tomás
Arias Castillo en Vendiendo utopías una respuesta al profesor José Ignacio
Hernández
https://www.uma.edu.ve/admini/ckfinder/userfiles/files/VENDIENDO%20UTOPIAS.pdf
[160] José Ignacio Hernández: Estado
Social y libertad de empresa en Venezuela: Consecuencias prácticas de un debate
teórico. https://www.uma.edu.ve/admini/ckfinder/userfiles/files/Libertad_economica_seminario.pdf
[161] Es lo que el autor Luis Alberto
Petit Guerra califica como discriminaciones “positivas” que implican el
reconocimiento de “ciertas diferencias especiales para darle tratamiento ‘preferente’
a ciertos sectores que requieren también prestaciones especiales (niños,
ancianos, enfermos crónicos, etc.)”. Petit Guerra: ob. cit., p. 131.
[162] Ibid., p. 52.
[163] Ibid., p. 130.
[164] Ibid.
[165] La cita textual del autor Juan
Ramón Cossio Díaz reza así: “podemos concluir diciendo que los derechos
sociales se resuelven en prestaciones a cargo del Estado encaminadas a
satisfacer los llamados mínimos vitales”. Ibid., p. 130.
[166] Ibid., pp. 130 y 131.
[167] Al respecto afirma que: “Acá se
defiende, que a falta de prescripción expresa –como preferimos– esos (supuestos)
contenidos mínimos se consiguen en la interpretación de la cláusula que
contiene el respectivo Estado social junto con el resto de los principios y
valores que les son ínsitos. Si por ejemplo, en el caso de Alemania la interpretación
de la cláusula del Estado social junto a la dignidad, ha servido para construir
un rico constitucionalismo social a cargo de los poderes públicos (impulsados
primordialmente por el poder judicial); con ese mismo argumento, es posible
desde esos mismos elementos (junto a otros adelante enunciados) puedan
concretizarse los contenidos prestacionales generales y luego los contenidos
prestacionales mínimos del Estado social”. Ibid., p. 179.
[168] Ibid., 197.
[169] En el ámbito procesal y
contractual, la noción de Estado social ha originado a su vez la noción de
“débil jurídico”, la cual implica que la ley deberá favorecer al sujeto que se
encuentra en una posición de inferioridad económica o de subordinación, frente
a otra parte en una relación jurídica. Típico es el caso del trabajador frente
al patrono, para el cual la legislación laboral le ha otorgado al primero una
serie de ventajas, a los fines de lograr una igualación en la relación. Varios
de los procedimientos cuasijurisidiccionales consagrados en nuestro
ordenamiento jurídico son aplicables a los conflictos que surgen entre partes,
de las cuales una es considerada “débil jurídico” (laboral y arrendatario).
[170] Citado por Cossio y éste a su
vez por Luis Alberto Petit Guerra. Ibid., p. 198.
[171] Ibid., p. 253.
[172] Ibid., pp. 254-256.
[173] Sobre este punto en particular,
nuestra postura se asemeja a la de Tomás Arias Castillo, en el sentido de que
la cláusula de Estado social resulta en la práctica un principio programático,
más que una norma jurídica. Por lo tanto, creemos que las políticas sociales
serán algo sobre lo que dispondría el legislador e incluso la administración
pública, dentro los fines y funciones que están llamados a cumplir; y que
debido a las particularidades de éste tipo de actuaciones, es difícil su acometimiento
solo por disposición de una norma en concreto, cuando bien se sabe que ello
dependerá también de la disposición de recursos, amén de elementos de
oportunidad y conveniencia, que son de imposible apreciación por el legislador,
menos aún por el constituyente.
[174] Este punto de vista es reiterado
cuando añade que “Tal es el dato objetivo primero del cual debe partir nuestro
análisis. El conjunto de normas citadas forma parte de la Constitución y por
ello, tienen carácter normativo con la supremacía que el artículo 7 del Texto
de 1999 estipula. La cláusula del Estado social es, por ello, antes que nada,
una norma jurídica vinculante, que produce, debe producir concretas
consecuencias sobre el ordenamiento jurídico”. Hernández:
Estado Social…,
ob. cit., pp. 2 y 8.
[175] Ibid., p. 8.
[176] Quizás el asunto debatido con
ocasión de esa sentencia –créditos bancarios– fue lo que hizo que el juzgador
se afincara más en el punto de la intervención en la economía para lograr la
igualdad, más que en las actividades prestacionales como tal. En efecto, en uno
de los extractos de la sentencia se dice que: “Es de la esencia del Estado
Social de Derecho dictar medidas legales para planificar, racionalizar y
regular la economía (artículo 112 constitucional), restringir la propiedad con
fines de utilidad pública o interés general (artículo 115 eiusdem), o limitar
legalmente la libertad económica por razones de desarrollo humano, seguridad,
sanidad, protección del ambiente u otros de interés social (artículo 112
constitucional)”.
[177] Sobre esto consideramos que el
concepto de interés general difícilmente dejará de ser uno del tipo de
“concepto jurídico indeterminado” no solamente por la comprobada dificultad de
su definición o alto nivel de abstracción, sino más aún por el hecho de que los
paradigmas u ópticas bajos los que se le concibe son generalmente cambiantes y
adaptables en cada ordenamiento jurídico (muy a pesar de la estabilidad de las
normas de más alta jerarquía), momento histórico, político y sociológico, en
todo caso esto es algo que escaba del objeto de este trabajo. De nuevo aquí
resalta una de las características más comentadas del derecho administrativo,
como rama o disciplina del derecho que más se ve afectada por los cambios
volátiles en una sociedad política. Véase Miguel Ángel Torrealba Sánchez:
“Sobre los conceptos de Derecho Administrativo y de Administración Pública en
Venezuela”, 100 Años de la Enseñanza Del Derecho Administrativo en Venezuela
1909-2009, t. I, UCV y FUNEDA, Caracas, 2011, pp. 398-403.
[178] Como bien lo señala José Araujo
Juárez cuando afirma sobre el procedimiento administrativo que parte de su
objeto radica en “Racionalizar conforme a los principios de economía, eficacia
y celeridad, la actuación de aquella (la administración pública), exige que
cada uno de sus pasos se engarce coherentemente en una cadena, a través de la
cual se llegue a su finalidad, esto es, la exigencia de satisfacer en forma
inmediata y directa el interés público”. José Araujo Juárez: Principios
Generales del Derecho Administrativo Formal, Vadell Hermanos Editores, Caracas,
1993, pp. 47-48.
[179] Sobre la vital importancia de la
justicia en todas las sociedades y en todos los tiempos, desde las antiguas
civilizaciones; resultan elocuentes y sumamente enriquecedoras las ideas
encontradas sobre la naturaleza de la función jurisdiccional, en los textos
seleccionados y comentados por Francisco J. Delgado en su obra titulada “Textos
clásicos sobre la Naturaleza de la Función Judicial”. Específicamente en lo que
nos atañe sobre los mediatos y ulteriores efectos de interés general que
resultan del ejercicio de esta función, podemos mencionar una de las ideas que
se derivan de uno de los textos que se citan del sofista Protágoras, en uno de
los diálogos de Platón. En efecto, según el autor una de las ideas esenciales
del discurso de Protágoras se resume en que “la ciudad no podría subsistir si
la justicia fuese asunto de unos pocos” lo cual refleja ese carácter público y
de virtud política de la función judicial o jurisdiccional, y su necesidad para
la buena marcha de las sociedades. Del resto de los textos comentados, surge
igualmente esa idea de que la virtud de la justicia transciende de las meras
relaciones entre los individuos, y por ende su ejercicio termina de generar
efectos para con toda la colectividad civilizada. Francisco J. Delgado: Textos
clásicos sobre la Naturaleza de la Función Judicial, Editorial Galipán,
Caracas, 2014, p. 39.
[180] Promovida y sustentada
ampliamente por Brewer-Carías, quizás el mayor exponente de la doctrina
venezolana, lo cual fue desarrollado también más arriba.
[181] Artículo 136 CRBV: El Poder
Público se distribuye entre el Poder Municipal, el Poder Estadal y el Poder
Nacional. El Poder Público Nacional se divide en Legislativo, Ejecutivo,
Judicial, Ciudadano y Electoral. // Cada una de las ramas del Poder Público
tiene sus funciones propias, pero los órganos a los que incumbe su ejercicio
colaborarán entre sí en la realización de los fines del Estado.
[182] Pérez Luciani: ob. cit.
[183] Nótese que no hacemos alusión a
una función “normativa” expresión que consideramos sería demasiado genérica y
abstracta a la hora de delimitar las distintas funciones estatales, por la
razón de que lógica y eventualmente, cualquier estructura jurídico política
tendrá la potestad de desarrollar (dentro de los límites legales y con base a
estos) algún tipo de norma o acto de efectos generales, inclusive para su
organización interna (potestad ésta que dentro de la función administrativa es
generalmente conocida como de ordenación o normativa). Lo anterior, es
generalmente utilizado como argumento adicional para afirmar la posibilidad del
ejercicio subsidiario de una función principal (legislativa) de una rama por
otra (la administración dictando reglamentos), lo cual rechazamos en forma
análoga a como Pérez Luciani rechaza el hecho que se admita el ejercicio de
verdadera función administrativa en otras ramas, solo por el hecho de que estas
dicten actos que son solo en apariencia administrativa (organizativos).
[184] Dicha disertación no debe
considerarse en absoluto como una temprana o adelantada conclusión, por cuanto
el objeto de este trabajo no es el de confirmar o no el carácter jurisdiccional
o no de los actos y procedimientos cuasijurisdiccionales; ni siquiera sobre las
implicaciones de ello, en el sentido de su conformidad con el texto
constitucional en lo que al reparto y distribución de funciones se refiere. En
cambio, nuestro fin es otro, relativo a un aspecto mucho más practico que
dogmático (aunque no deja de estar nunca imbricado de este, tanto para el
análisis como para las conclusiones), que es el de verificar si en la realidad,
estos procedimientos cumplen con tutelar el interés general, dentro del
contexto de nuestro ordenamiento jurídico.
[185] Inamovilidad Artículo 94 de la LOTTT: “Los trabajadores y trabajadoras protegidos
de inamovilidad no podrán ser despedidos, ni trasladados, ni desmejorados sin
una causa justificada la cual deberá ser previamente calificada por el
inspector o inspectora del trabajo. El despido, traslado o desmejora de un
trabajador o trabajadora protegido de inamovilidad son contrarios a lo previsto
en la Constitución y en esta Ley. // El Ejecutivo Nacional podrá ampliar la
inamovilidad laboral prevista en esta Ley como medida de protección de los
trabajadores y trabajadoras, en el proceso social de trabajo. // La protección
de la garantía de inamovilidad de los trabajadores y trabajadoras amparados por
ella, se realizará mediante el procedimiento contenido en esta Ley, que es gratuito,
accesible, transparente, expedito, sin dilaciones indebidas y sin formalismos o
reposiciones inútiles. El mismo expresa la autoridad del poder popular en
materia del trabajo y seguridad social, y sus actos, resoluciones o
providencias se ejecutarán efectivamente y no serán objeto de impugnación en
vía jurisdiccional, sin previo cumplimiento del acto administrativo”.
[186] Funciones de las Inspectorías
del Trabajo: Artículo 507 de la LOTTT: “Las Inspectorías del Trabajo tendrán
las siguientes funciones: (…) 3. Mediar en la solución de los reclamos
individuales de trabajadores y trabajadoras y ordenar el cumplimiento de la ley
o la normativa correspondiente cuando se trate de reclamos sobre obligaciones
taxativas de la ley (…)”.
[187] El argumento o razonamiento del
débil jurídico como justificación de este tipo de procedimientos ha sido uno de
los más utilizados para su explicación. Así se ha desprendido de la misma
jurisprudencia patria, tal y como consta en la sentencia de la Corte Primera de
lo Contencioso Administrativo de fecha 18-10-1982, mediante la cual se señaló
con respecto a los procedimientos relativos al desalojo de viviendas dadas en
arrendamiento que: “Se estima que fue para mantener esta posición que
históricamente fue sentida, que el procedimiento administrativo estableció una
tutela especial del inquilino –débil jurídico en la relación arrendaticia– que
protegiera mejor sus derechos e intereses”, citada en Rondón
de Sansó: ob. cit., p. 36.
[188] Así es en el caso de los niños y
adolescentes, quienes cuentan con una especial legislación que los ampara
(LOPNNA), y tribunales con competencia especial para conocer de las acciones
relacionadas con los derechos de éstos.
[189] Petit Guerra: ob. cit., p. 130.
[190] Articulo 82 CRBV (contenido en
el Título III: Derechos sociales): “Toda persona tiene derecho a una vivienda
adecuada, segura, cómoda, higiénicas, con servicios básicos esenciales que
incluyan un hábitat que humanice las relaciones familiares, vecinales y comunitarias.
La satisfacción progresiva de este derecho es obligación compartida entre los
ciudadanos y el Estado en todos sus ámbitos. // El Estado dará prioridad a las
familias y garantizará los medios para que éstas y especialmente las de escasos
recursos, puedan acceder a las políticas sociales y al crédito para la
construcción, adquisición o ampliación de viviendas”.
[191] Decisiones 344 y 486 dictadas
por la Comisión de la Comunidad Andina sobre el Régimen Común de Propiedad
Industrial.
[192] Tal y como consta en uno de
varios Anuncios Oficiales emitidos por Registrador de la Propiedad Industrial,
publicados en el Boletín de la Propiedad Industrial que emite el Servicio
Autónomo de Propiedad Intelectual (SAPI):
http://sapi.gob.ve/wp-content/uploads/2016/09/Avisooficial_otro.pdf
[193] Linares Benzo: ob. cit.
[194] Principio este cardinal en lo
que respecta al Procedimiento administrativo consagrada por nuestro
ordenamiento jurídico. Al respecto véase Allan Brewer-Carías: El Derecho
Administrativo y la Ley Orgánica de Procedimientos Administrativos Principios
del Procedimiento Administrativo. Colección Estudios Jurídicos No. 16.
Novena Edición. EJV, Caracas, 2010. pp. 251-252.
[195] Otros de los principios que
rigen al Procedimiento Administrativo, generalmente afirmados por la doctrina y
jurisprudencia son el principio inquisitivo, de obligatoriedad, de orden
público, entre otros; y lo que se derivan directamente de lo establecido en la
Ley Orgánica de Procedimientos Administrativos: de economía, eficacia, celeridad
e imparcialidad (Art. 30 LOPA). Al respecto véase: Allan Brewer-Carías,
Hildegard Rondón de Sansó, Gustavo Urdaneta Troconis y José Ignacio Hernández:
Ley Orgánica de Procedimientos Administrativos y Legislación Complementaria:
Introducción, Estudio Preliminar, Guía de Lectura, Sistemática General e Índice
Alfabético. Colección Estudios Legislativos No. 1, 16va Edición. EJV,
Caracas, 2015. Allan Brewer-Carías: El Derecho Administrativo y la Ley
Orgánica de Procedimientos Administrativos Principios del Procedimiento
Administrativo. Colección Estudios Jurídicos No. 16. Novena Edición. EJV,
Caracas, 2010. José Araujo Juárez: Principios
Generales del Derecho Administrativo Formal. Caracas. Vadell Hermanos
Editores 1993.
[196] Al respecto, el autor José
Araujo Juárez señala lo siguiente: “podemos señalar que el procedimiento
administrativo es esencialmente un medio de acción de la Administración
Pública, la LOPA atempera el rigor del principio de actuación formal, a tal
punto que puede afirmarse la existencia de un principio de flexibilidad (por
ejemplo: el principio de no preclusividad y adaptabilidad de fases, la
convalidación, etc.)”. Araujo Juárez: ob. cit., p. 68.
[197] Una de las maneras en las que
creemos se refleja este principio que consideramos de flexibilidad, dentro del
principio de formalidad del Procedimiento Administrativo, es mediante el
ejercicio del derecho de petición y su correlativo a una oportuna y adecuada
respuesta, garantizado tanto por el texto constitucional (Art. 51 CRBV) como por
la Ley Orgánica de Procedimiento Administrativos (Art. 2). En efecto, mediante
este derecho, las particulares pueden instar o solicitar a la administración
para que les otorgue prórrogas de lapsos o la realización de cualquier
actuación adicional, cuyos supuestos y procedencia no necesariamente deben
estar previamente establecidos o determinados en texto legal alguno, como si lo
sería -con toda lógica- en el caso de los procedimientos jurisdiccionales. Para
un estudio detallado de este derecho en Venezuela, véase: José Rafael Belandria
García: El Derecho de Petición en España y Venezuela. Fundación De
Estudios de Derecho Administrativo (FUNEDA), Caracas, 2013.
[198] Sobre el principio dispositivo
que acoge nuestra legislación procesal se afirma que: “Los litigantes disponen
libremente del proceso mediante los actos de autocomposición procesal
(desistimiento, convenimiento, transacción). El acuerdo de los litigantes
-característico en los procesos arbitrales- impide al juez o magistrado tomar
providencias que lo contradigan: ubi partes sunt concordes, nihil ab
iudicem.” Ricardo Henríquez La Roche en Instituciones del Derecho
Procesal. Segunda Edición ampliado. Centro de Estudios Jurídicos de
Venezuela, Caracas, 2010, p. 106.
[199] Artículo 66 LOPA: “No obstante
el desistimiento o perención, la administración podrá continuar la tramitación
del procedimiento, si razones de interés público lo justifican”.
[200] No solo por lo que impone el
principio de orden público, el carácter obligacional de las potestades y las
competencias que impregnan a la actividad administrativa (principio de
obligatoriedad, deber de tramitar establecido en el artículo 53 LOPA), sino
también a los fines de dar cumplimiento al derecho de petición, a través de una
respuesta oportuna y adecuada.
[201] Aunque, algún sector de la
Doctrina sí lo considera así, como es el caso de la profesora y ex Magistrada
Hildegard Rondón de Sansó: “El concepto del Derecho Administrativo en Venezuela
y de las administraciones públicas” en 100 Años de la Enseñanza Del Derecho
Administrativo en Venezuela 1909-2009, t. I, UCV y FUNEDA, Caracas, 2011,
p. 356.
[202] Publicado en Gaceta Oficial
Extraordinario del 18-09-1990. El principio dispositivo se desprende de –entre
otros– del artículo 12, el cual reza así: “Los jueces tendrán por parte de sus
actos la verdad, que procurarán conocer en los límites de su oficio. En sus
decisiones el Juez debe atenerse a las normas del derecho a menos que la Ley lo
faculte para decidir con arreglo a la equidad. Debe atenerse a lo alegado y
probado en autos, sin poder sacar elementos de convicción fuera de éstos ni
suplir excepciones o argumentos de hecho no alegados ni probados, El Juez puede
fundar su decisión en los conocimientos de hecho que se encuentren comprendidos
en la experiencia común o máximas de experiencia. // En la interpretación de
contratos o actos que presenten oscuridad, ambigüedad o deficiencia, los jueces
se atendrán al propósito y a la intención de las partes o de los otorgantes,
teniendo en mira las exigencias de la ley, de la verdad y de la buena fe”
(subrayado nuestro).
[203] Hildegard Rondón de Sansón
menciona a esta razón como una de las justificaciones de creación de estos
procedimientos, señalando que “el legislador siempre ha creído que crear
procedimientos administrativos contradictorios, sustitutivos de la vía
judicial, haría más expedita la solución del conflicto que en ellos se debate
y, al mismo tiempo flexibilizaría el trámite, lo cual se corresponde con la
naturaleza de orden público que todas las instituciones sometidas a tal régimen
poseen”. Rondón de Sansó: ob. cit., p. 6.
[204] Ley de Reforma de la Ley
Orgánica de Telecomunicaciones, publicada en Gaceta Oficial N° 39.610 del 07-02-2011.
La disposición comentada se encuentra consagrada en el artículo 132: “Las
partes fijarán de común acuerdo los cargos de interconexión en los contratos
que al efecto celebren, orientándolos a costos que incluyan un margen de
beneficio razonable. Cuando las partes no logren acuerdo en el plazo previsto
para ello, la Comisión Nacional de Telecomunicaciones dispondrá de un lapso no
mayor de treinta días continuos prorrogables por igual tiempo, para ordenar que
se haga efectiva la interconexión solicitada, y establecer las condiciones
técnicas y económicas de la misma. // La actuación de dicha Comisión, en este
caso, deberá ser la estrictamente necesaria para proteger los intereses de los
usuarios y se realizará de oficio, o a instancia de ambos interesados o de uno
de ellos y su decisión será dictada previa audiencia de las partes afectadas”.
[205] Según Víctor Rafael
Hernández-Mendible, “el término interconexión suele significar diferentes cosas
para diferentes personas, pero fundamentalmente significa la unión física de
dos redes para el mutuo intercambio del tráfico”. Luego, el mismo autor cita la
definición que establece el Reglamento de Interconexión (Publicado en Gaceta
Oficial Extraordinario N° 3.275 del 29-01-1999) en su Artículo 2: “es la
conexión, a través de medios físicos o inalámbricos, de equipos, redes y
sistemas entre operadores que tiene por objeto, que los usuarios de los
servicios de telecomunicaciones prestados por un operador puedan comunicarse
con los usuarios de servicios de telecomunicaciones prestados por otro operador”.
Víctor Rafael Hernández-Medible: Telecomunicaciones, Regulación y
Competencia, EJV y FUNEDA, Caracas, 2009, p. 442.
[206] Lo cual se desprende
inequívocamente del artículo 5 de la Ley Orgánica de Telecomunicaciones, el
cual reza así: “Se declaran como de servicio e interés público el
establecimiento o explotación de redes de telecomunicaciones y la prestación de
servicios de telecomunicaciones, entre ellos radio, televisión y producción
nacional audiovisual, para cuyo ejercicio se requerirá la obtención previa de
la correspondiente habilitación administrativa, concesión o permiso, de ser
necesario, en los casos y condiciones que establece esta Ley, sus reglamentos y
las condiciones generales que al efecto establezca la Comisión Nacional de
Telecomunicaciones. // En su condición de servicio e interés público, las
actividades y servicios de telecomunicaciones, entre ellos radio, televisión y
producción nacional audiovisual, podrán someterse a parámetros de calidad y
metas especiales de cobertura mínima uniforme, así como a la prestación de
servicios bajo condiciones preferenciales de acceso y precios a escuelas,
universidades, bibliotecas y centros asistenciales de carácter público. Así
mismo, por su condición de servicio e interés público el contenido de las
transmisiones o comunicaciones cursadas a través de los distintos medios de
telecomunicaciones entre ellos radio, televisión y producción nacional
audiovisual podrán someterse a las limitaciones y restricciones que por razones
de interés público establezca la ley y la Constitución de la República”.
[207] Dicha potestad discrecional, o
quizás dicho de una mejora manera, el elemento discrecional de la potestad
administrativa se basa generalmente en los llamados criterios de oportunidad y
conveniencia, los cuales comprenden únicamente la apreciación y valoración
subjetiva de la administración, y no podrían en principio ser controlados por
el Juez Contencioso Administrativo, salvo que se verifique un vicio de
desviación de poder.
[208] Siendo la excepción a esto, la
potestad de autotutela de la administración pública, consagrada por nuestro
ordenamiento jurídico.
[209] Algunos de los más importantes o
resaltantes principios procesales que informa nuestra legislación procesal son:
principio de contradicción, principio de celeridad, principio de economía
procesal, principios de preclusión y de eventualidad, principio de que las
partes están a derecho, principio de inmediación, entre otros. La Roche: ob. cit.,
pp. 89-113.
[210] Sobre el mismo principio de
objetividad, afirma el citado autor que: “no parece que pueda calificarse la
Administración Pública, en efecto, de ‘desinteresada’ o ‘desapasionada’ (una de
las acepciones que el Diccionario de la Real Academia da a la voz ‘objetivo’),
en tanto que carente de interés o intereses propios. La Administración pública
se define precisamente por el servicio al interés general, lo que significa su
íntima vinculación a tal interés. Tiene, pues y por definición, ‘interés’ en la
realización del mismo” y sobre el principio de imparcialidad que no es
”carencia de todo interés, neutralidad propia del Juez, sino cabalmente
exigencia de no infición o contaminación por intereses particulares y, en todo
caso, distintos al general” Luciano Parejo Alfonso: “La objetividad y la
imparcialidad como predicados de la Administración Pública” en IV Jornadas
Internacionales de Derecho Administrativo en Allan Randolph Brewer-Carías: La Relación Jurídico-Administrativa
y el Procedimiento Administrativo, Vol. II, FUNEDA, Caracas, 2006,
pp. 576-578.
[211] Ibid., p. 577.
[212] No obstante, los criterios
pueden ser modificados de un momento a otro, salvo las limitaciones
establecidas en el artículo 11 de la LOPA. En tal caso, se haría necesario
demostrar que el cambio de criterio resulta en un vicio de desviación de poder,
en tanto que la imparcialidad de la administración se estaría violando por ésta
atender a un interés particular, en lugar de atender al general, al verificarse
un mismo supuesto de hecho en dos actos administrativos, siendo que en la
resolución de uno de ellos fue aplicado un criterio claramente favorecedor de
un interés particular concreto.
[213] Y es que, de actuar en
correspondencia con su razón de ser, es decir, sirviendo al interés general en
forma directa, ello no sería sin ningún riesgo de violación del derecho a la
igualdad de alguna de las partes en controversia, o en un obstáculo para lograr
algún tipo de transacción o acuerdo entre éstas; ya que al invocar su fin
último, la administración bien podría o favorecer deliberadamente la posición
de una determinada parte (generalmente el débil jurídico, y tomando en
consideración razones que van más allá del texto expreso de una Ley), o evitar
que ambas lleguen a un acuerdo para terminar la controversia.
[214] Con la excepción del
procedimiento de naturaleza arbitral llevado por la Comisión Nacional de
Telecomunicaciones –y que hasta ahora hemos considerado como única excepción–
relativo a la figura de la interconexión entre los operadores de servicios de
telecomunicaciones, el cual hemos explicado más arriba.
[215] Así se desprende de un extracto
de sentencia de la Sala Político Administrativa de la Corte Suprema de Justicia
del 10 -01-1980, el cual reza que: “Como puede apreciarse, la actividad de las
Comisiones Tripartitas de origen legal, no se circunscribe a la determinación
circunstancial e individual de la justificación o no del despido de un
trabajador, sino que, a través de ellas, el Estado cumple una función pública
de más amplias proporciones y de innegable interés colectivo, cual es la de
garantizar la política de pleno empleo o el mantenimiento del volumen de empleo
existentes, mediante la consagración del principio de la estabilidad numérica
de los trabajadores en las empresas, así como el control estatal de la
incidencia laboral de los planes de las empresas en el proceso de
automatización, tecnología y productividad de las mismas, que se deriva de la
aplicación de los artículos” .
[216] Ley para la Regularización y
Control de los Arrendamientos de Vivienda promulgada el 12-11-2011 y publicada
en la Gaceta Oficial Extraordinario N° 6.053. Específicamente su artículo 5
(Fines supremos en materia de arrendamiento), numeral 4 establece lo siguiente:
“4. Brindar protección especial por parte del Estado, con la corresponsabilidad
de la sociedad, a las familias y personas que viven en condición de
arrendatarios o arrendatarias, siendo considerado un sector vulnerable en tanto
no tenga acceso a la propiedad de la vivienda; especialmente cuando sea
manifiesta la condición de débil económico y por ende jurídico; susceptible de
soportar relaciones de explotación, discriminación o sometimiento para acceder
a una vivienda transitoria” .
[217] Norelis Betancourt: ”Empleo y salario
en Venezuela” en Revista SIC N° 475, Fundación Centro Gumilla, Caracas,
1985.
[218] El evento que quizás fue el
desencadenante (o revelador) de la crisis económica que inició en esa década,
es el tristemente memorable “viernes negro” de 1983, fecha en la cual nuestra
moneda sufrió una devaluación. Al respecto véase:
https://es.panampost.com/aurelio-concheso/2018/02/12/la-historia-del-viernes-negro-que-nos-trajo-hasta-aqui/
[219] No obstante, bien podría
afirmarse que ellos podrían haberle causado un obstáculo al patrono, en lo que
a la contratación laboral formal se refiere, resultando quizás en la
proliferación de empleos no formales, o llevados a través de otras formas
legales (contratos de servicios, de sociedad, etc.), con la finalidad de evitar
el reconocimiento de la relación laboral, y así huirles a los efectos que ello
conlleva.
[220] http://www.noticias-ahora.com/camara-inmobiliaria-aspiramos-ley-equilibrada/
[221] https://www.noticias24.com/venezuela/noticia/243237/cronica-efe-alquilar-viviendas-en-venezuela-se-ha-vuelto-dificil/
[222] Rondón de Sansó: ob. cit.
[223] Grisanti Belandria: ob. cit.
[224] Pompilio Sánchez: ob. cit.