EL
DERECHO A LA BUENA ADMINISTRACIÓN
Y AL BUEN GOBIERNO
Moisés Enrique Martínez Silva[1]
Resumen: El propósito
de este trabajo es analizar que se ha entendido en la doctrina nacional e
internacional por derecho a la buena Administración y derecho al buen gobierno,
estudiando además aquellas normas de la Unión Europea e Iberoamérica que los
consagran expresamente como derechos y compararlas con el ordenamiento jurídico
venezolano vigente.
Palabras clave: Buena
administración – Gobierno – Derecho comparado.
SUMARIO. Introducción I.
Preliminar. Diferencias entre administración y gobierno. II. Derecho a
la buena administración. 1. Antecedentes. 2. Naturaleza, concepto
y características. III. Derecho al buen gobierno. 1.
Antecedentes.
2. Naturaleza, concepto y características. IV. Buena
administración y buen gobierno en el derecho comparado. 1. La Unión
Europea. 2. Estados Iberoamericanos. V. Derecho a la buena
administración y al buen gobierno en Venezuela. 1. Constitución de la
República Bolivariana de Venezuela. 2. Ley Orgánica de Procedimientos
Administrativos. 3. Ley Orgánica de Simplificación de Trámites
Administrativos. 4. Ley Orgánica de la Administración Pública.
5. Ley Contra la Corrupción. 6. Código de Ética de las Servidoras
y los Servidores Públicos. Conclusiones.
No
son pocas las consideraciones que se han escrito sobre el derecho al buen
gobierno y a la buena Administración en la Europa Continental, con mayor
preminencia desde la consagración de ese último derecho en la Carta de los
Derechos Fundamentales de la Unión Europea, donde se estableció un compendio de
principios y normas que buscan la protección de los ciudadanos; los cuales
fueron posteriormente recogidos por el Tratado de Lisboa, en el cual se
establecieron elementos de buen gobierno y de la buena gobernanza europea.
Asimismo, en varias de las constituciones de los países miembros de la Unión
Europea se establecen agrupados o disgregados estos derechos ciudadanos.
En
ese orden de ideas, en la literatura americana, se discute ampliamente desde
finales del siglo pasado los principios y contenido del good government y sus posibilidades de exigibilidad. A nivel
regional, se han suscrito frente organizaciones intergubernamentales, diversos
compromisos y acuerdos, tendientes a la consecución de una buena Administración
y buen gobierno, entre los que podemos resaltar, la Carta Iberoamericana de los
Derechos y Deberes del Ciudadano en Relación con la Administración Pública y el
Código Iberoamericano de Buen Gobierno.
De
igual manera, en Venezuela, contamos en nuestra Constitución y leyes con
diversas disposiciones normativas de la cuales parecen derivarse verdaderos
elementos del derecho al buen gobierno y a la buena Administración, asimismo,
existen significativos estudios patrios sobre este punto, que han realizado
variedad de prestigiosos autores, cuyas teorías utilizaremos para desarrollar
el presente trabajo; no obstante lo anterior, lo cierto es que, en la
instituciones del país, pareciera no haber permeado tal principio. Es por ello
que, nuestro objetivo consiste en describir la noción, naturaleza,
características y contenido de estos derechos que deben formar parte de
nuestras instituciones, a los fines de profundizar en su aplicación y
determinar los factores que pueden estar influyendo en su eficacia, para
alcanzar un verdadero cumplimiento, independientemente de los operarios que
detenten el poder.
Siendo
el Derecho Administrativo historicista por definición, remitirnos a los
planteamientos y fuentes originales del contenido del derecho a la buena
Administración y al buen gobierno, con
base en la doctrina y experiencias del derecho comparado, permitirá determinar
y contrastar las virtudes, desviaciones y carencias de nuestro ordenamiento
jurídico, en cuanto a la consagración del referido derecho. Igualmente, se
pretende que este trabajo sea objeto de debates, críticas y discusiones, que
encaminen a formular y fomentar la creación de propuestas de diversos sectores
de la sociedad, con miras a que sean presentadas a los distintos factores de
poder, para lograr consensos y buscar soluciones viables, que permitan la
reestructuración de nuestra Administración Pública.
A
primera vista resulta ambicioso el objetivo final de este trabajo, no obstante,
la pretensión no es dar respuesta o todos los problemas de los cuales adolece
nuestra Administración y nuestros Gobiernos –quizás no se logre darle respuesta
a ninguno–, por el contrario, la intención es exponer algunos conceptos y
teorías, que incentiven la investigación sobre el tema, para que de esa manera
el derecho a una buena Administración y un buen gobierno forme parte de nuestra
idiosincrasia, que lo exijamos y hagamos valer como cualquier otro derecho.
Quizás
resulte cuestionable e incluso paradójico, escribir sobre el Derecho a una
buena Administración y a un buen gobierno, en el marco de la realidad social,
económica, jurídico y política de la Venezuela actual, circunstancias que lejos
de estar limitadas a una coyuntura temporal, parecen estar creando –o ya haber
creado– un paradigma intrínseco a la clase política y e intelectual de nuestro
país. Pero es precisamente allí donde radica la importancia y el impulso para
desarrollar el presente tema, mostrar una nueva visión, mayormente desarrollada
en otras latitudes, según la cual, como ciudadanos, tenemos el derecho a exigir
de nuestros servidores públicos, estándares de servicio e irrestricto respeto y
sometimiento de esos, en el ejercicio de sus funciones, a la Constitución y las
leyes y no a intereses personales o una parcialidad política, para ello, tal
como señalara el Profesor Armando Rodríguez, la academia juega un rol
imprescindible: “convocando a las unidades de administración académica a
sumergirse plenamente en la cultura del Derecho, procurando alcanzar el
paradigma de la Buena Administración, –consagrado hoy día como un derecho
fundamental de las personas–, mediante el respeto absoluto a las pautas
jurídicas, como manifestación de pleno apego al Principio de Legalidad”[2].
Antes
de referirnos al contenido y naturaleza de los derechos del buen gobierno y la
buena Administración, debemos establecer una división conceptual básica entre
Administración y Gobierno, ya que solo de esa manera será posible adentrarnos a
las especificidades que el trabajo de investigación supone. Aunque la línea
divisoria entre uno y otro resulta muy tenue, y en ocasiones bastantes
frecuentes se trastocan y confunden, cada una de estas instituciones tiene una
significación propia, de la cual se derivan derechos diferentes con respecto a
los ciudadanos, siendo que, una Administración inmersa en el burocratismo,
ineficaz y desordenada, es el caldo de cultivo para gobiernos corruptos,
negligentes e improvisados, es por ello que, partimos de la premisa que como
antesala al buen gobierno, se requiere una buena Administración.
La
confusión radica básicamente en que el presupuesto indispensable para que haya
Administración Pública es que esta se encuentre en el seno de un Estado
moderno, cuyo elemento existencial, además del pueblo y el territorio, es el
Poder Político o Poder Público, que en su distribución tradicional se ejerce a
través de los órganos de las ramas Ejecutiva, Legislativa y Judicial; donde los
máximos jerarcas de esos órganos, en especial –como se verá más adelante–, los
de la rama ejecutiva central, se encargan del Gobierno o dirección política. Es
decir, por antonomasia, a la rama ejecutiva del Poder Público, se le atribuyen
las funciones administrativas y de gobierno, aunque estás puedan y de hecho
sean ser ejercidas también por otras ramas.
Por
lo planteado precedentemente, resulta evidente la dificultad, o más bien la
imposibilidad, de separar absolutamente los conceptos de Administración y
Gobierno, no obstante, cada uno de ellos tiene sus propios elementos.
Así,
como primera distinción, la Administración Pública desde su óptica cultural, es
“definida como una organización permanente destinada a prestar servicios”[3],
siendo imperativo el elemento de la permanencia, a diferencia de los Gobiernos,
cuya naturaleza es, en principio, transitoria.
Por
otra parte, la Administración desde el punto de vista orgánico o subjetivo, ha
sido entendida como el conjunto de órganos y entes que conforman la rama
ejecutiva del Poder Público.
El Gobierno por su parte, para el profesor
Sánchez Falcón: “está constituido por el conjunto de los individuos o, más
exactamente, por el conjunto de las instituciones, o de los órganos, que rigen
el Estado. El Gobierno es, por tanto, necesariamente autoritario, en el sentido
(amplísimo) que su voluntad –aunque se haya formado democráticamente– vincula y
dirige coercitivamente las múltiples voluntades sometidas”[4].
En
esa misma línea, el maestro Peña Solís, sustentado en la doctrina italiana de
Chelli, afirma que el gobierno en sentido estricto:
[E]s el órgano colocado al vértice del Poder Ejecutivo, o de
la estructura administrativa estatal; en sentido amplio, el gobierno es el
conjunto de órganos que constituyen el vértice del Poder Central, o sea, los
órganos constitucionales que realizan las funciones estatales, de tal suerte
que en esta acepción formarán parte del gobierno no sólo el Poder Ejecutivo,
sino también el Parlamento y el Poder Judicial, y en el marco de esa tesis, en
el ordenamiento venezolano, integrarían al gobierno el Poder Electoral y el
Poder Ciudadano[5].
Así
las cosas, a diferencia de la Administración, el Gobierno no es concebido como
la totalidad de órganos y entes que conforman la rama ejecutiva del Poder
Público, ni mucho menos se identifica con aquellos órganos que ejercen la
función administrativa, sino que desde el punto de vista orgánico se entiende
conformado por aquellos órganos que ejercen la dirección, más concretamente
suele referirse a los órganos que se hallan en la cúspide de cada uno de los
niveles políticos-administrativos (en el caso de los Estados federales) y que
expresan o ejecutan la voluntad del órgano institución.
En
Venezuela, se ha intentado, a través del Decreto Sobre la Organización General
de la Administración Pública publicado en Gaceta Oficial Extraordinario N°
6.238 de 13-07-2016, entre otras cosas, discernir desde el punto de vista
orgánico entre Gobierno y Administración, al establecer que los órganos que
conforman el Nivel Central de la Administración Pública está integrado por la
Presidencia, la Vicepresidencia, las Vicepresidencias sectoriales, el Consejo
de Ministros, los Ministerios y demás órganos creados por la ley; mientras que
a los órganos encargados de la dirección de la acción de Gobierno, de
conformidad con el artículo 4 de dicho decreto es “a quienes les corresponde la
coordinación general de los demás órganos superiores de dirección, así como la
definición de las líneas elementales en la formulación de políticas públicas,
su ejecución y control” y estará a cargo de la Presidencia, la Vicepresidencia,
las Vicepresidencias sectoriales y el Consejo de Ministros, existiendo una
coincidencia parcial con algunos de los órganos centrales de la Administración
y los de Gobierno, excluyendo los últimos a los Ministerios y a otros órganos
creados por vía legal.
A
pesar de los intentos esbozados en párrafos precedentes para diferenciar
Administración y Gobierno, lo cierto es que, desde el punto de vista orgánico y
circunscribiéndonos a los órganos que típicamente desarrollan esas funciones
administrativa y política, es decir, a los órganos de la rama Ejecutiva del
Poder Público, coinciden, al menos parcialmente, los máximos órganos de la
Administración Pública, con los del Gobierno, siendo necesario plantear la
diferencia desde la perspectiva funcional.
Desde
el punto de vista funcional, no obstante identificarse en principio a la
Administración con la rama ejecutiva del Poder Público; desde el punto de vista
formal-sustancial y del principio del ejercicio interorgánico de las funciones
del Estado, expuesto por el profesor Allan Brewer-Carías[6], se
prevé que otros órganos y entes, independientemente de la rama del Poder
Público a la que pertenezcan, realicen la función administrativa del Estado;
entendiendo ese último por función administrativa, aquella donde la Administración
“entra en relación con los particulares, como sujeto de derecho, gestor del
interés público”[7].
Mientras que, la concepción del gobierno generalmente es limitada a los máximos
jerarcas de la rama ejecutiva del Poder Público, no obstante, desde el punto de
vista funcional, el órgano representativo de la rama legislativa también
realiza funciones típicamente de Gobierno.
Plantea
el autor patrio Peña Solís[8],
con base en la tesis de Muñoz Machado (2005), que la función de Gobierno,
también denominada de indirizzo político
o de dirección política, fue concebida como una cuarta rama o función del Poder
Público durante la época del fascismo italiano, y que buscaba, separar
tajantemente al ejecutivo, del Gobierno, con la intención de que ese último
escapara del control administrativo y judicial de sus actos. En la actualidad,
esa función de gobierno o política no escapa del control jurisdiccional, al
contrario, debe pleno sometimiento a las disposiciones constitucionales de las
cuales dimanan sus potestades y límites.
La
característica principal de la función política para el Dr. Brewer, es que “está
atribuida en la Constitución directamente al Presidente de la República, es
decir, al nivel superior de los órganos que ejercen el Poder Ejecutivo, no
pudiendo otros órganos ejecutivos ejercerla”[9];
continúa el mismo autor señalando que “se ejerce en ejecución directa de
atribuciones constitucionales, en general sin condicionamiento legal alguno”[10],
para terminar diferenciando la función política de la administrativa señalando
que, “[l]a función política, por tanto, se traduce en actos estatales de rango
legal, en tanto que la función administrativa se traduce en actos estatales de
rango sublegal”[11].
En esa misma línea de ideas, el precitado autor plantea una diferencia entre
las funciones que ejerce el presidente de la República al señalar que “en
general, el presidente de la República ejerce sus atribuciones de jefe del
Estado en ejercicio de la función política, y de jefe del Ejecutivo Nacional,
en ejercicio de la función administrativa”[12],
sin excluir, la posibilidad de que la Asamblea Nacional pueda realizar la
función de gobierno mediante leyes (amnistía) o actos parlamentarios sin forma
de ley.
Otra
definición de dirección política del Estado,
de conformidad con Mortati, citado por Peña, la traduce en: “el conjunto de
manifestaciones de voluntad en función del logro de un fin único, las cuales
comportan la determinación de un impulso unitario y de coordinación a los
efectos de que los múltiples cometidos estatales se desarrollen en modo
armónico”[13].
En suma, desde la óptica funcional, tal como lo afirma Peña Solís, el gobierno
en sentido amplio no es otra cosa que “el conjunto de autoridades encargadas de
ejercer el poder político”[14],
poder que, a pesar de estar dotado de una nota de supremacía, es un poder
jurídico debidamente tipificado y en ese sentido debe ser ejercido.
A
pesar de los diferentes intentos doctrinales por demarcar la distinción entre
Administración y Gobierno, en la práctica, resulta engorroso dilucidar cuando
se está en ejercicio de la función política o de la administrativa; es por ello
que, para el análisis y determinación de cuando un órgano realiza una u otra
función, en especial aquellos del vértice o cúspide de la rama ejecutiva del
Poder Público, debemos realizar un análisis pormenorizado de cada situación.
Para
Peña, el único método para determinar lo anterior, es realizar el análisis
individualizado de cada norma atributiva de competencia tal como lo establece
en los siguientes términos:
El único método para intentar lograr el referido
esclarecimiento radica en el análisis de la norma constitucional atributiva de
competencia, la cual en casi la totalidad de los casos alude a competencias
políticas y administrativas conjuntamente. De modo, pues, que corresponde al
intérprete, y en última instancia a los órganos jurisdiccionales competentes,
realizar la mencionada determinación, siempre orientados por las variables que
la doctrina denomina dirección política del Estado, y dirección administrativa,
o ejecución de la política general formulada por el Gobierno[15].
Concretamente,
referido al tema del buen gobierno y la buena Administración, el autor Ponce
Solé distingue ambas acepciones, afirmando que: “[l]a idea de buen gobierno se refiere al modo cómo
una parte del Poder Ejecutivo, el gobierno, desarrolla sus funciones, mientras
la buena administración hace
referencia al modo cómo el Poder Ejecutivo desarrolla sus tareas administrativas,
siendo los conceptos de mala administración (negligente) y corrupción (mala
administración dolosa) sus opuestos”[16].
Asimismo,
Rodríguez-Arana, establece con relación a la diferencia entre Administración y
Gobierno lo siguiente:
Es verdad que con frecuencia se confunde gobierno con gestión
o administración, pero en realidad el complejo gobierno-administración,
indisolublemente unido, hace referencia a la cabeza y al cuerpo. La cabeza
manda y el cuerpo concreta sus dictados. Unos dictados, insisto, que no son, no
deben ser, caprichosos o arbitrarios, sino proyección del programa electoral
que concitó la mayoría en las elecciones. La administración, pues, está bajo la
dirección del gobierno, pero ni se confunde ni con ella se identifica. Por eso,
cuándo tratemos de buen gobierno o de buena administración o gestión pública,
queremos decir que ambas actividades, distintas, pero íntimamente unidas, deben
confeccionarse con arreglo a los postulados que las conforman en el marco del
sistema político, fundamentalmente en forma de materializaciones concretas que
son trasunto de los valores o vectores marcados por el gobierno de turno.
Por tanto, buen gobierno y buena administración o gestión
pública están relacionados como la cabeza y el cuerpo, como la materia y la
forma, como la potencia o el acto. Hay, debe haber, una perfecta sintonía en
las materializaciones concretas, las políticas públicas con lineamientos
superiores establecidos. Por ejemplo, un mal gobierno es el que invade la
esfera de la administración o gestión. Igualmente, una mala administración o
gestión es la que se inmiscuye en valoraciones o parámetros políticos[17].
En
definitiva, el reconocimiento de las diferencias entre Gobierno y
Administración, nos facilitará comprender cabalmente la instituciones y
disposiciones del Derecho Comparado, que a su vez nos permitirán determinar
cuál es el contenido del derecho al buen gobierno y cuáles son las exigencias
de una buena Administración, y de esa forma esclarecer sí, de conformidad con
nuestro ordenamiento jurídico, es exigible el cumplimiento de dichos
principios.
Podemos
señalar con respecto al derecho a la buena administración que, al menos en el
Derecho Comunitario Europeo, tiene su origen en las decisiones del Tribunal de
Justicia de la Unión Europea de comienzos de la década de los noventa, en donde
surgen referencias a la necesidad de instaurar buenas prácticas administrativas
y mantener una sana Administración, haciendo hincapié en la pretensión de
proteger a los ciudadanos frente a la actuación de las Instituciones de la
Comunidad Europea. Esas decisiones del Tribunal de Justicia de la Unión Europea
fueron dotando de imperatividad y delimitando el contenido del principio de
buena Administración, al establecer que las normas internas de la Comisión de
la Comunidad Europea, relacionadas a principios de buena y sana administración,
son imperativas y no meramente interpretativas[18].
En
el año 2000, la buena Administración es consagrada como un derecho fundamental
en la Carta de los Derechos
Fundamentales de la Unión Europea, aprobada por el Parlamento
Europeo el 07-12-2000 en Niza y adaptada el 12-12-2007 en Estrasburgo. Al
respecto, Jacob Söderman, el primer
Ombudsman europeo, señaló que el siglo XXI sería el siglo de la buena
Administración[19].
Posteriormente,
ese Derecho será consagrado en el Tratado que Establece una Constitución para
Europa en el 2004, y formará parte del Tratado de Lisboa de 2007.
En
Iberoamérica, el derecho a la buena Administración aparece consagrado en
diversos ordenamientos jurídicos y en normas del Derecho Administrativo Global,
dentro de la que cabe resaltar la Carta Iberoamericana de los Derechos y
Deberes del Ciudadano en Relación con la Administración Pública aprobada por el
Consejo Directivo del Centro Latinoamericano de Administración para el
Desarrollo (CLAD) –del cual forma parte Venezuela– en Caracas el 10-10-2013 y
adoptada por la Organización de Estados Iberoamericanos en XXIII Cumbre
Iberoamericana de Jefes de Estado y de Gobierno celebrada en la Ciudad de Panamá
los días 18 y 19-10-2013.
En
un primer momento, a pesar de que nominalmente nos referimos a la buena
Administración como un derecho, debemos examinar su contenido, para
aproximarnos a su naturaleza jurídica y de esa manera determinar si se trata de
un derecho, de un deber o de un principio del ordenamiento jurídico. Duque
Corredor, establece que son fuentes del Derecho Constitucional, los valores,
los principios y las normas, distinguiéndolos por el grado de abstracción de
cada uno de ellos y refiriéndose a los principios constitucionales como
aquellos que “desarrollan los valores superiores, y por eso, operan en un
segundo nivel, de menos abstracción”[20];
por su parte, con respecto a las reglas o normas constitucionales consagra el
referido autor, que se hallan en un tercer nivel o plano material y son la que “aplican
esos valores y principios, como cualesquiera norma jurídica, dotadas, por
tanto, en su estructura de un presupuesto abstracto de Derecho, de un supuesto
de hecho concreto y de una consecuencia jurídica, en un perfecto silogismo”[21].
Analizando
la Carta Iberoamericana de los Derechos y Deberes del Ciudadano en Relación con
la Administración Pública, el autor José Antonio Muci[22],
sobre la naturaleza jurídica del Derecho a la buena Administración, establece
que la buena Administración es al mismo tiempo un principio general, una
obligación de todas las Administraciones Públicas y un Derecho Fundamental. En
ese mismo sentido, Ponce Solé, reitera que en algunos ordenamientos jurídicos
es posible apreciar la triple naturaleza de la buena Administración, mientras
que, en otros está concebida o consagrada solo como un principio, derecho o
deber, según sea el caso:
Dado que la configuración del derecho a una buena
administración dependerá de cada ordenamiento jurídico concreto (de sus normas
constitucionales, en su caso, y de la legislación) es difícil intentar ofrecer
un análisis de tal derecho. En todo caso, podemos intentar avanzar algunas
cuestiones relevantes. Así, la buena administración puede tener en un
ordenamiento jurídico dado una triple vertiente. De un lado, puede ser un
principio general del Derecho, constitucionalizado, integrado por diversos
subprincipios (caso de la Constitución española, como veremos). A la vez, puede
ser un deber jurídico constitucional, que aparezca, en su caso, como en España
y Costa Rica, implícitamente) como suma de todos los deberes jurídicos
derivados de los mencionados principios, configurándose como un auténtico deber
jurídico de hacer, con todas las notas típicas aisladas por la doctrina en
referencia a los deberes jurídicos. Finalmente, cuando así haya sido reconocido
legalmente, será, además, un derecho subjetivo típico o activo, que otorga el
poder a su titular para exigir la realización por parte de las Administraciones
públicas de aquellas actuaciones incluidas en su contenido, pudiéndose
reaccionar jurídicamente contra el incumplimiento de dichas obligaciones
jurídicas públicas[23].
Con
respecto a su definición, no existe un concepto unísono e inequívoco de buena
Administración, sin embargo, es posible hallar que se entiende por mala
Administración. En ese sentido, señala el autor patrio José Ignacio Hernández[24],
que la necesidad de protegerse de mala Administración fue consagrada
tempranamente en el artículo tercero de la Declaración de Virginia en 1776 y
trasladado literalmente al artículo 191 de la Constitución de Venezuela de 1811[25].
Söderman[26],
por su parte, establece que la mala Administración ocurre cuando un organismo
público no actúa de acuerdo con una regla o principio que sea vinculante para
su actuación, presentando como remedio para evitar esa situación, consagrar y
hacer cumplir el derecho fundamental a una Administración abierta, responsable
y orientada al servicio de los ciudadanos.
Desde
esa perspectiva, Rodríguez-Arana, afirma que: “[l]a buena administración de
instituciones públicas parte del derecho ciudadano a que sus asuntos comunes y
colectivos estén ordenados de forma y manera que reine un ambiente de bienestar
general e integral para el pueblo en su conjunto”[27].
Cónsono
con lo anterior, el autor patrio José Ignacio Hernández, afirma que, a partir
de la Segunda Guerra Mundial, con la internacionalización de los Derechos
Humanos, se ha producido un cambio de enfoque del Derecho Administrativo, en
donde la centralidad en el ciudadano y ya no, en la Administración ubicada en
un plano de superioridad frente a los denominados administrados, es
determinante para que se materialice el derecho a una buena Administración.
Así, el carácter vicarial de la Administración Pública se traduce en que: “[l]a
Administración sirve a los ciudadanos con subordinación plena a la ley y al
derecho, siempre con objetividad y como instrumento del gobierno. He aquí una
sana regla constitucional que insiste en el carácter subordinado de la
actuación de la administración, incluso, teleológicamente, lo cual proscribe la
arbitrariedad en el actuar de la administración”[28].
Todo
lo anterior, nos permite definir la buena Administración, como un principio,
derecho y deber jurídico, mediante el cual se establecen una serie de
requisitos mínimos para la actuación de las Administraciones Públicas, cuyo
servicio, debe estar subordinado al cumplimiento de la Ley y orientado al
servicio de los ciudadanos. En atención a esos requisitos mínimos, de
conformidad con el artículo 25 de la Carta Iberoamericana de los Derechos y
Deberes del Ciudadano en Relación con la Administración Pública, la buena
Administración “consiste en que los asuntos de naturaleza pública sean tratados
con equidad, justicia, objetividad, imparcialidad, siendo resueltos en plazo
razonable al servicio de la dignidad humana”.
En
relación a las características de la buena Administración, para Cassese[29],
es un principio administrativo constitucionalizado, cuyo contenido ha
evolucionado y puede ser variable en los distintos ordenamientos jurídicos;
resaltando el referido autor entre algunas de sus características las
siguientes:
i)
Dejó de ser un principio concebido únicamente para optimizar la eficacia en la
gestión de la Administración Pública, para convertirse en un principio de los
derechos ciudadanos, el cual busca la protección y tutela de los intereses de
esos últimos en las relaciones con la Administración.
ii)
Su ámbito o extensión es diverso, siendo en algunos casos un principio general
y en otros, especial y de aplicación preferente.
iii)
De ser un principio programático en sus inicios, en la actualidad es un
verdadero precepto atributivo-imperativo, atribuyendo derechos subjetivos a los
ciudadanos y correlativas obligaciones a la Administración.
iv)
Su contenido es variable en cada ordenamiento, sin embargo, divide su contenido
en dos partes la primera, integrada por los principios centrales, que son el
derecho de acceso a los órganos de la Administración, el derecho a ser
escuchado, el derecho a obtener una decisión motivada y el derecho a la
defensa; y la segunda, conformada por principios como son los de imparcialidad,
razonabilidad, equidad, objetividad, coherencia, proporcionalidad y ausencia de
discriminación.
v)
Asimismo, los destinatarios son diversos, en cuanto a los beneficiarios, pueden
ser tanto la comunidad, entendida como un todo, o los individuos, mientras que
los obligados, pueden ser, tanto autoridades estatales, como supranacionales y
globales.
vi)
En cuanto a su aplicación y eficacia, puede ser implementado como un derecho
político, acarreando una obligación de abstención o de violación por parte de
los órganos del Poder Público, o como un derecho administrativo, exigiendo una
conducta positiva de esos órganos.
vii)
Finalmente, señala que el control de la acción administrativa puede ser
confiada a jueces nacionales o supranacionales o a órganos “semi-contenciosos”,
determinados en leyes globales.
Ahora
bien, habiendo realizado un acercamiento a la noción de buena Administración,
resulta necesario referirnos igualmente al buen gobierno, para luego,
conjuntamente, realizar el análisis de las disposiciones normativas más
importantes que consagran los derechos estudiados.
Tanto
el buen gobierno, como la buena Administración, podemos enmarcarlos en las
nuevas tendencias de la gobernanza moderna, sin confundirlos con esa noción,
que implica, la asunción de acuerdos y compromisos de parte de los Gobiernos,
así como reformas en la Administración Pública, para garantizar una gestión
pública eficiente, capaz de alcanzar resultados y metas previstas. Así, el
diccionario de la Real Academia Española define a la gobernanza como “Arte o
manera de gobernar que se propone como objetivo el logro de un desarrollo
económico, social e institucional duradero, promoviendo un sano equilibrio
entre el Estado, la sociedad civil y el mercado de la economía”[30].
Es
importante acotar que si bien la buena gobernanza es un concepto más amplio,
que puede abarcar al buen Gobierno, generalmente su uso en la literatura es el
de sinónimos, así lo reafirma Ponce al señalar que: “el buen gobierno y la
buena administración son nociones distintas de la buena gobernanza, más
restringidas y concretas, pues no incluyen a actores privados y se distinguen
por la específica función a la que se refieren, aunque en ocasiones, sobre todo
buena gobernanza y buen gobierno, se utilicen de forma indistinta, dependiendo
del contexto y del idioma”[31].
Es
por ello, que nos referiremos a aquellos elementos que comulgan con el origen y
contenido del buen gobierno, independientemente, que en determinados textos
también sean considerados o denominados elementos de la buena gobernanza.
Dicho
lo anterior, el marco general de la buena gobernanza europea, aparece
consagrado tempranamente en “el Libro Blanco sobre la Gobernanza Europea”, el
cual es una comunicación realizada por la Comisión de las Comunidades Europeas
el 25-07-2001, donde se establecen los valores fundamentales que deben imperar
en el Gobierno de la Unión Europea, resaltando y respetando los principios de
apertura, participación, responsabilidad, eficacia y coherencia.
Posteriormente, en el Tratado por el que se modifican el
Tratado de la Unión Europea y el Tratado constitutivo de la Comunidad Europea,
también conocido como el Tratado de Lisboa, el cual fue firmado en Lisboa el 13-12-2007,
consagra como premisa de los Estados miembros de la Unión Europea, fomentar la
buena gobernanza, garantizando la participación de la sociedad civil, a través
de la consagración y respeto de los principios de transparencia, apertura o
publicidad y acceso a la información pública.
Con respecto a Iberoamérica, los representantes
de los gobiernos, que reconocen “la conveniencia de facilitar la unión
de gobierno y ciudadanía en un proyecto mutuamente compartido de desarrollo y
justicia, movidos por el deseo de promover gobiernos sostenidos por la
confianza generalizada y el respeto a las instituciones democráticas”[32]
han suscrito el Código
Iberoamericano de Buen Gobierno, aprobado por el CLAD en la VII Conferencia
Iberoamericana de Ministros de Administración Pública y Reforma del Estado en
Montevideo el 23 -06-2006.
En
cuanto a su naturaleza, es posible realizar las mismas aseveraciones que con
respecto a la buena Administración, es decir, dependiendo de la forma en la que
sea regulado en cada ordenamiento jurídico, el buen gobierno puede aparecer
consagrado como un principio, como un derecho o como un deber jurídico, a lo
que debemos agregar, que también representa un ideal inherente a todo Estado y
por ende, podemos considerarlo como un valor constitucional, entendido como
aquel “que opera en un primer plano abstracto en aquellas Constituciones que
consideran necesaria de una fundamentación ajena a su cuerpo normativo, y
requieren de criterios de legitimación que les sirva precisamente de soporte a
sus reglas”[33].
El
buen gobierno hace referencia a un proceso eficiente de toma de decisiones de
parte de aquellos funcionarios que se encuentran en posiciones de dirección de
política, con los fines de maximizar el bienestar social a través de una
adecuada gestión de los recursos púbicos; específicamente, se entiende que un
buen gobierno es “aquél que busca y
promueve el interés general, la participación ciudadana, la equidad, la
inclusión social y la lucha contra la pobreza, respetando todos los derechos
humanos, los valores y procedimientos de la democracia y el Estado de Derecho”[34].
Desde
un punto de vista jurídico-político; el Banco Mundial ha establecido seis
indicadores para medir el nivel de gobernabilidad de los países, como son: el
control de la corrupción, el imperio de la Ley, la calidad regulatoria, la
efectividad gubernamental, la estabilidad política y la voz y rendición de
cuentas[35].
Mientras
que en el Derecho Administrativo se concretiza en los diferentes ordenamientos
jurídicos a través de la consagración y reconocimiento de diversos derechos y
principios, que aumentan la confianza y bienestar de la ciudadanía en sus
instituciones, el buen gobierno es posible definirlo por sus ocho principales
elementos: debe ser participativo; orientado al consenso; responsable; transparente;
ecuánime e inclusivo; eficaz y eficiente; receptivo y; debe cumplir cabalmente
con el principio de legalidad, para de esta manera, minimizar la corrupción[36].
A la luz de lo establecido anteriormente,
consideramos importante detenernos en los elementos de la participación
ciudadana, la transparencia y la responsabilidad, por su vital importancia para
el Derecho Administrativo y la lucha contra la corrupción.
Entendemos
por participación ciudadana el derecho de los ciudadanos a “intervenir directa
o indirectamente en la gestión pública, y existiendo al mismo tiempo el deber
del Estado de velar por el ejercicio efectivo del mismo y, por último,
estableciéndose como principio rector de la Administración Pública”[37].
Volviendo a la naturaleza jurídica de la buena Administración y el del buen
gobierno, apreciamos como la participación ciudadana se erige igualmente como
un derecho, un deber y un principio.
La
participación ciudadana puede realizarse de forma directa, cuando los
ciudadanos intervienen por sí mismos en el proceso de toma de decisiones sobre
asuntos públicos o indirectamente a través de la elección de representantes,
siendo su nota característica, “que le permite a la sociedad intervenir en la
formulación, manejo y evaluación de las tareas del Estado, generándose así un
nuevo tipo relaciones horizontales entre la sociedad y el Estado”[38].
La participación ciudadana no solo es un elemento fundamental del derecho al
buen gobierno, sino también de las democracias modernas, por lo que, los
gobiernos en todos sus niveles, nacional, estadal y municipal, deben velar por
el establecimiento claro de mecanismos y procedimientos de participación de
todos los ciudadanos sin discriminación de ninguna índole, en especial política
o ideológica.
La
transparencia se refiere a “hacer
público un conjunto de datos sobre las distintas entidades públicas que
permitan a las personas saber dónde buscar con mayor precisión la información
que le sea de interés”[39].
Sin embargo, un buen gobierno no puede limitarse a la publicación de
documentos, sino que: “[i]mplica brindar una información comprensible, oportuna
y verificable libremente, que muestre la capacidad de las autoridades de producir
bienes y servicios de calidad. La gente tiene que poder ver los resultados.
Implica también la promoción de la participación ciudadana en la formulación y
vigilancia de la gestión pública”[40].
Por
lo tanto, la transparencia abarca a su vez un conjunto de derechos y
subprincipios, por lo que haremos referencia, a aquellos, que pueden ser
abordados desde la óptica del Derecho Administrativo:
La
transparencia orientada al presupuesto público es de neurálgica importancia
para la salud de cualquier Administración, y aún más para el fortalecimiento de
la confianza ciudadana y el perfeccionamiento del buen gobierno. El presupuesto
público es la estimación de los ingresos y erogaciones de uno o varios niveles
de las distintas ramas del Poder Público durante un período determinado, y para
considerar verdaderamente que hay claridad en el mismo, debe involucrar “desde
el conocimiento de las políticas públicas proyectadas, los gastos que ellos
demanden y las fuentes de financiamiento que permitirán soportar dichas
derogaciones (sic), hasta su ejecución y posterior rendición de cuentas de
gasto”[41];
es decir, excede de la simple estimación, debiendo mantener del conocimiento
público sus modificaciones y formas de cumplimiento.
En
Venezuela, de conformidad con lo establecido en el artículo 313 constitucional,
el presupuesto de la Administración Pública nacional es realizado por el
Ejecutivo Nacional y debe ser aprobado por la Asamblea Nacional a través de
Ley, cumpliendo con la formalidad de su publicación en la Gaceta Oficial de la
República, establecida en el artículo 215 de la vigente Constitución.
Paradójicamente, los presupuestos de los años 2017 y 2018 dejaron de ser
publicados y fueron aprobados por órganos manifiestamente incompetentes para
ello, en clara contravención con la Constitución y denotando un claro irrespeto
con uno de los principales elementos del buen gobierno.
El
principio de publicidad, también denominado de apertura, representa la
obligación de los órganos y entes del Gobierno y la Administración, de hacer
del conocimiento de la ciudadanía toda la información de carácter público, este
principio se concreta a su vez, a través del derecho al acceso a la
información, que “implica que el funcionamiento, la actuación y la estructura
de la Administración ha de ser accesible a todos los ciudadanos, que estos
puedan conocer la información generada por las Administraciones Públicas y las
instituciones que realicen funciones de interés general”, teniendo en acceso a
la información dos expresiones, la activa; por la cual los gobiernos deben
hacer públicos todos aquellos datos sobre el manejo, políticas y oportunidades
de participación de los órganos de gobierno, sin necesidad que haya sido
solicitada con anterioridad por ningún interesado. Por su parte, el acceso a la
información pasivo, guarda relación con la posibilidad de todos los interesados
de acudir a los órganos de Administración y gobierno a los fines de solicitar y
recibir oportunamente la información que se encuentre en esa oficina pública.
La
consagración de principios y derechos sin establecer las sanciones
correspondientes ante su incumplimiento, hacen nugatorio su contenido, por
ello, es imperativo establecer las responsabilidades correspondientes de los
funcionarios públicos por la contravención de los valores, principios y
derechos integrantes del derecho al buen gobierno.
La
responsabilidad de los funcionarios públicos, es un principio que debe estar
presente si queremos hablar tanto de buena Administración, como de buen
gobierno, ya que, al referirnos a funcionarios, no estamos haciendo referencia
única y exclusivamente a aquellas personas naturales que se encuentran en el
ejercicio de la función administrativa, sino también de los encargados de la
dirección política, incluso aquellos, que son electos por el voto popular. En
ese sentido, “[y]a sea que las designaciones provengan o no del mandato
popular, los servidores deben dar respuestas eficaces e idóneas en el desempeño
del cargo, responder a los compromisos asumidos y hacerse cargo del resultado
de su actividad”[42].
En
ese orden de ideas, no estamos hablando de función administrativa, o de función
política, sino de la responsabilidad que acarrea el ejercicio de la función
pública. Ramón Parada, citado por Álvarez Iragory establece que la función
pública es “tanto el conjunto de hombres a disposición del Estado que tienen a
su cargo las funciones (sic) y servicios públicos, como el régimen jurídico al
que están sometidos y la organización que los encuadra”[43];
por lo que, el abanico de responsabilidades es generalmente atribuido a una
categoría más amplia de personas, denominadas servidores públicos, cuyo
concepto engloba tanto a los funcionarios, como a los empleados públicos. Se
entiende por servidor público: “toda persona investida de funciones públicas,
permanentes o transitorias, remuneradas o gratuitas, originadas por elección,
por nombramiento, designación o contrato, otorgado por la autoridad competente,
que desempeñe actividades o funciones en nombre o al servicio de los entes u
organismos del sector público, aun cuando realice actividades fuera del
territorio de la República”[44].
Ahora
bien, cada servidor público se encuentra en el deber de asumir y responder por
las consecuencias de sus acciones y omisiones; de lo contrario, se harían
nugatorias todas las regulaciones normativas que busquen regular su conducta y
competencias.
Poco
valdría la definición de las atribuciones y deberes de los agentes públicos, si
éstos pudieran impunemente extralimitarse en el ejercicio de las primeras y
dejar de observar el cumplimiento de los segundos. No es suficiente con la
declaración de nulidad de los actos administrativos contrarios a derecho: Es
necesario, además, que mediante sanciones de diverso orden, se mantenga a los
funcionarios dentro del círculo preciso de las atribuciones y deberes que las
normas jurídicas les trazan[45].
La
conducta de los servidores públicos en el ejercicio de sus funciones como
tales, puede ser subsumible en los supuestos generadores de diversos tipos de
responsabilidades, como son la civil, penal, militar, administrativa, política,
moral o disciplinaria por la contravención de los deberes inherentes a su
cargo, o de los derechos e intereses de los administrados. En el espectro del
Derecho Administrativo, nos interesa hacer mención de la responsabilidad
administrativa, moral y disciplinaria, sin embargo, también haremos una breve
referencia a la responsabilidad política, por guardar una clara y estrecha
relación con el principio del buen gobierno.
Es
aplicable al “agente público que, en ejercicio de sus funciones, por acción u
omisión, afecta la disciplina o el buen funcionamiento del servicio”[46].
La sanción administrativa por antonomasia es la multa, sin embargo, es posible
que sean aplicadas sanciones accesorias, como sucede en el caso venezolano con
la suspensión del ejercicio del cargo sin goce de sueldo, la destitución y la
inhabilitación para el ejercicio de funciones públicas[47],
cuyo cuestionamiento sobre si violan o no el principio non bis un ídem excede los límites de este trabajo.
Es
aquella en la cual incurre el servidor público “cuando infrinja, o más bien
cuando su conducta encuadre en alguno de los supuestos que el estatuto de la
función pública establezca como falta”[48] o
cualesquiera otras disposiciones normativas que establezcan deberes y faltas
funcionariales. Las sanciones arquetipo aplicables a aquellos funcionarios que
inciden en responsabilidad disciplinaria son las amonestaciones, verbales o
escritas, y la destitución. La responsabilidad disciplinaria en nuestros días
debe ser vista desde el prisma de la corrección y formación del funcionario y
no desde la óptica de la punición, así:
[L]a actividad disciplinaria basada en la idea de la relación
especial de sujeción, unge u otorga al titular de la potestad disciplinaria de
cierta flexibilidad para elegir soluciones distintas en aras del mejoramiento
del servicio, éstas soluciones siempre deben ser inequívocamente justas, no
discriminatorias y ajustadas a la entidad del deber funcional quebrantado en
atención a la forma en que se dieron los hechos generadores de la falta[49].
Un
tipo muy especial de responsabilidad es la moral, que implica la aplicación de
sanciones como las amonestaciones o la censura a aquellos servidores públicos
que realicen actos contrarios a la ética pública o la moral administrativa, lo
que en el caso venezolano implica la comisión de “hechos contrarios a los
principios de honestidad, equidad, decoro, lealtad, vocación de servicio,
disciplina, eficacia, responsabilidad, puntualidad y transparencia”[50].
Las
sanciones morales afectan la reputación del servidor público y, además pueden
representar una causal de inelegibilidad para el ejercicio de determinados
cargos.
Montero
Gibert y García Morillo, citados por Juan Carlos Márquez establecen que “la
responsabilidad política del Gobierno equivale a su obligación de responder
por, y de soportar las consecuencias de, sus actos ante los ciudadanos o sus
representantes, de quienes en última instancia dependen”[51].
Las sanciones políticas pueden ser difusas, cuando son ejercidas por todos los
ciudadanos, como ejemplo de estas hallamos los referendos revocatorios; o
institucionales, ejercidas por determinada rama del Poder Público, generalmente
la Legislativa, y pueden variar dependiendo si la forma de gobierno es
parlamentarista o presidencialista, por nombrar algunas de ellas encontramos la
cuestión de confianza; la moción de censura y la improbación de la gestión; a
través de las cuales es posible obligar a dimitir o remover de sus cargos a
altos funcionarios que ejercen la función política.
Para
hacer valer el principio de responsabilidad funcionarial, es imprescindible
establecer mecanismos y procedimientos de seguimiento y supervisión rigurosos a
los servidores públicos y perfeccionar los existentes, en aras de materializar
la efectiva rendición de cuentas de todas sus actuaciones y política
implementadas, con especial atención en aquellas emprendidas por funcionarios
que ocupan altos cargos de dirección política.
Asimismo,
es imperativo que existan procedimientos administrativos y procesos judiciales,
tendientes a la determinación de esa responsabilidad funcionarial y aplicación
de las sanciones a que haya lugar, donde se respeten los derechos y garantías
de los funcionarios, partiendo de una óptica correctiva y cuya finalidad sea el
mejoramiento de la gestión púbica, sin que lo anterior implique impunidad ante
la comisión de faltas graves o delitos.
La
lucha contra la corrupción, no constituye per
se un elemento del buen gobierno, sino que puede ser considerado como uno
de los fines principales que con esa disposición se pretende alcanzar. La
Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) define corrupción
como el “abuso de la confianza pública con fines privados”[52],
abuso que, tipificado como un hecho delictivo, implica la comisión u omisión
intencional por parte de funcionarios públicos o autoridades investidas de
poder, de acciones u omisiones para generar un beneficio privado, valiéndose de
su cargo y en abuso o extralimitación de sus competencias y atribuciones. La
corrupción es la antítesis del buen gobierno y la buena Administración y el
cáncer de todo Estado.
Para
Ponce[53],
la corrupción es el resultado de la suma del monopolio del uso del poder por
parte del Estado y el exceso de discrecionalidad administrativa, menos una
exigua exigencia de rendición de cuentas a las autoridades, lo que se traduce
en la siguiente fórmula desarrollada por el precitado autor: C (corrupción) = M
(monopolio) + D (discrecionalidad) – A (accountability[54]).
En consecuencia, propone para reducir la corrupción, disminuir la
discrecionalidad donde sea posible; consagrar y cumplir con los derechos y
deberes inherentes al buen gobierno y la buena Administración; e implementar
instrumentos y políticas que incentiven la participación ciudadana y la
transparencia de las administraciones.
Por
su parte, la Organización para la
Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), reconoce que “[l]a corrupción es uno de los principales
obstáculos para el buen gobierno. Al sesgar las decisiones de los agentes
público y privados, la corrupción debilita la gobernabilidad y socava la
eficiencia gubernamental”[55].
Asimismo, propone esta organización para construir un buen gobierno, fortalecer
el marco jurídico y la integridad pública, entendiendo a esta última como un
requisito indispensable para lograr “una gobernabilidad pública eficiente y
eficaz, capaz de rendir cuentas por sus resultados, así como para garantizar
una formulación de políticas inclusiva y transparente, en la que se escuchen y
se tengan en cuenta las voces de los ciudadanos”[56].
Podemos
apreciar, como la participación ciudadana, la transparencia, la responsabilidad
y rendición de cuentas, así como la oportuna disminución de la discrecionalidad
administrativa, son a su vez elementos del derecho al buen gobierno y
mecanismos reales en la lucha contra la corrupción, lo cual debe ser la premisa
fundamental de todo gobierno y Administración Pública.
En
este punto haremos referencia, a aquellas disposiciones normativas más
importantes, que en el Derecho Comparado han establecido el derecho a la buena
Administración y al buen gobierno o algunos de sus elementos integrantes,
entendiendo que en la actualidad, se habla de un Derecho Administrativo Global,
Mundial o Transnacional (más allá de las diferencias que pueda existir entre
uno y otro vocablo), para referirse a la existencia de un “derecho
administrativo desacoplado del Estado”[57],
que se rige por “normas internacionales, supranacionales y también nacionales,
esto es, por normas de diverso origen, de distinta entidad, de diferente
naturaleza”[58].
Bajo esa concepción, las Administraciones Públicas pueden verse supeditadas por
tratados o normas de derecho comunitario en cuya formación no hubo intervención
estatal, pero que aún sí, resultan de obligatorio cumplimiento. Venezuela, no
escapa de esa cobertura y se rige igualmente por normas del denominado Derecho
Administrativo Global, entre las que podemos citar como ejemplo, la Carta
Iberoamericana de los Derechos y Deberes del Ciudadano en Relación con la
Administración Pública[59],
de la cual hablaremos más adelante.
El
estudio de esas normas de Derecho Administrativo que expresamente establecen el
derecho a la buena Administración y el derecho al buen gobierno, lo
realizaremos en dos grupos, en el primero de ellos haremos referencia a las
normas de la Unión Europea y en el segundo, a aquellas que regulan a los
Estados Iberoamericanos.
La Carta
de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea es una proclamación
adoptada por el Consejo, la Comisión y el Parlamento Europeo; aprobada por ese
último el 07-12-2000 en Niza y adoptada el 12-12-2007 en Estrasburgo. La
Carta enuncia los derechos, libertades y principios que deben regir la
actuación de los órganos de la Unión Europea.
Con
respecto al derecho a la buena Administración, este fue consagrado bajo tal
denominación, en el artículo 41 de la Carta de los Derechos Fundamentales
de la Unión Europea que es del tenor siguiente:
Artículo 41. Derecho a una buena administración:
1. Toda persona tiene derecho a que las instituciones y
órganos de la Unión traten sus asuntos imparcial y equitativamente y dentro de
un plazo razonable.
2. Este derecho incluye en particular:
a) el derecho de toda persona a ser oída antes de que se tome
en contra suya una medida individual que le afecte desfavorablemente;
b) el derecho de toda persona a acceder al expediente que le
afecte, dentro del respeto de los intereses legítimos de la confidencialidad y
del secreto profesional y comercial;
c) la obligación que incumbe a la administración de motivar
sus decisiones.
3. Toda persona tiene derecho a la reparación por la
Comunidad de los daños causados por sus instituciones o sus agentes en el
ejercicio de sus funciones, de conformidad con los principios generales comunes
a los Derechos de los Estados miembros.
4. Toda persona podrá dirigirse a las instituciones de la
Unión en una de las lenguas de los Tratados y deberá recibir una contestación
en esa misma lengua.
Del
análisis exegético de esa norma, Perfetti[60]
establece que el derecho a la buena Administración está contenido por los
siguientes derechos o subprincipios: i) el requisito de la imparcialidad de la
Administración, ii) el derecho a un tratamiento igual ante la Ley, iii) la
garantía de un procedimiento de duración razonable, iv) el derecho a ser
escuchado, v) el derecho a la motivación de las decisiones, vi) el derecho a
ser resarcido por los daños sufridos a causa de la acción ilícita de las
instituciones comunitarias o el principio de responsabilidad patrimonial de la
Administración, y vii) la posibilidad de dirigirse y obtener respuesta de las
instituciones de la Unión.
Asimismo,
señala el precitado autor, que gran parte de esos derechos o subprincipios ya
estaban consagrados en varios de los Estados miembros de la Unión Europea,
aunque no expresamente bajo la categoría del derecho a la buena Administración,
sino como un conjunto de normas que regulaban la actuación de la Administración
Pública en cada uno de esos países.
Podemos
apreciar que el derecho a la buena Administración, tal como aparece consagrado
en la Carta de los Derechos
Fundamentales de la Unión Europea, está conformado por algunos de
los principios de los procedimientos administrativos, que buscaban regular las
relaciones entre los ciudadanos y la Administración y que han sido ampliamente
desarrollados en la doctrina del Derecho Administrativo. Quizás la innovación
más destacable con respecto a estos principios, y el vuelco que pretende
lograrse con su inclusión dentro de los ideales de la buena Administración, es
que no sean concebidos más como simples enunciados o valores abstractos, sino
como verdaderos derechos fundamentales, propios de la nueva gestión pública
orientada al servicio civil y bienestar general.
Así
las cosas, el derecho a la buena Administración concibe unas instituciones más
accesibles para los ciudadanos, donde estos puedan participar sin mayores
restricciones, sin desigualdad, de manera imparcial y con la garantía de que
sus asuntos serán resueltos de manera expedita, velando siempre por el respeto
de sus derechos y con miras al buen servicio que satisfaga el interés general,
y no, la voluntad o ambiciones de los operarios. Esta idea reposa según
Rodríguez-Arana:
[S]obre las más altas argumentaciones del pensamiento
democrático: en la democracia, las instituciones políticas no son de propiedad
de políticos o altos funcionarios, sino que son del dominio popular, son de los
ciudadanos, de las personas de carne y hueso que día a día, con su esfuerzo por
encarnar los valores cívicos y las cualidades democráticas, dan buena cuenta
del temple democrático en la cotidianeidad. Por ello, si las instituciones
públicas son de la soberanía popular, de dónde proceden todos los poderes del
Estado, es claro que han de estar ordenadas al servicio general, y objetivo, de
las necesidades colectivas. Por eso, la función constitucional de la
administración pública, por ejemplo, se centra en el servicio objetivo al
interés general. Así las cosas, si consideramos que el ciudadano ha dejado ser
un sujeto inerte, sin vida, que tenía poco menos que ser enchufado a la vida
social por parte de los poderes públicos, entonces comprenderemos mejor el
alcance de este derecho[61].
La
Carta de los Derechos Fundamentales de
la Unión Europea, también consagra entre sus artículos previsiones
normativas propias del derecho al buen gobierno, entre ellas podemos destacar
el derecho al acceso a los documentos de la Unión Europea, como subprincipio
del elemento de transparencia. El artículo 42 lo regula en los siguientes
términos: “Todo ciudadano de la Unión o toda persona física o jurídica que
resida o tenga su domicilio social en un Estado miembro tiene derecho a acceder
a los documentos del Parlamento Europeo, del Consejo y de la Comisión”.
Es
una propuesta realizada por la Comisión de las Comunidades Europeas a las
instituciones de la Unión y presentada el 25-07-2001, allí se delinean los
principios generales a los cuales debe adecuarse la actuación de los órganos de
gobierno de la Unión Europea, e incluso, los de sus Estados miembros. En esas
recomendaciones, se establecen las bases de la consagración del derecho del
buen gobierno en la Unión Europea.
El
Libro Blanco establece que los cinco principios esenciales para la buena
gobernanza son: “apertura, participación, responsabilidad, eficacia y
coherencia. Cada uno de estos principios resulta esencial para la instauración
de una gobernanza más democrática. No sólo son la base de la democracia y el
Estado de Derecho en los Estados miembros, sino que pueden aplicarse a todos
los niveles de gobierno: mundial, europeo, nacional, regional y local”[62].
Los
tres primeros principios, es decir, apertura, participación y responsabilidad,
fueron abordados cuando hicimos referencia a los elementos del buen gobierno,
por ser aquellos más reiterados en la doctrina y que es posible hallarlos en la
mayoría de los instrumentos normativos que consagran el derecho al buen
gobierno.
La
eficacia, por su parte, es otro principio del buen gobierno contemplado en el
Libro Blanco, e implica que: “Las medidas deben ser eficaces y oportunas, y
producir los resultados buscados sobre la base de unos objetivos claros, de una
evaluación de su futuro impacto y, en su caso, de la experiencia acumulada. La
eficacia requiere también que la aplicación de las políticas de la UE sea
proporcionada y que las decisiones se tomen al nivel más apropiado”[63].
La
eficacia, por su parte, tiene que ver con la obtención de resultados esperados
o cumplimiento de metas del gobierno, comunitario en este caso, la doctrina
sobre el buen gobierno suele añadir en este punto, también la exigencia de
eficiencia, con ello lo que busca es que esos objetivos sean alcanzados con la
menor cantidad de recursos, por lo que podríamos señalar que el principio de
economía procedimental es la expresión tangible que nos permite alcanzar la
eficacia y eficiencia de las Administraciones.
El
último principio que se propone consagrar para la consecución del buen gobierno
europeo, es el de la coherencia, que se encuentra definido con atención al fin
esperado, de la siguiente manera:
Las políticas desarrolladas y las acciones emprendidas deben
ser coherentes y fácilmente comprensibles. La necesidad de coherencia de la
Unión es cada vez mayor: sus tareas son cada vez más complejas y la ampliación
aumentará la diversidad; desafíos tales como el del cambio climático o la
evolución demográfica rebasan las fronteras de las políticas sectoriales que
han cimentado la construcción de la Unión; las autoridades regionales y locales
están cada vez más implicadas en las políticas comunitarias. La coherencia
requiere un liderazgo político y un firme compromiso por parte de las
Instituciones con vistas a garantizar un enfoque coherente dentro de un sistema
complejo[64].
Finalmente,
el Libro Blanco para la Buena Gobernanza Europea, hace particular hincapié en
la necesidad de que la sociedad civil participe activamente en la toma de
decisiones públicas y en el diseño de políticas, que si bien, forma parte del
derecho de participación ciudadana, dicho instrumento recalca su trascendental
importancia para el fortalecimiento de la democracia y del buen gobierno.
El 18-06-2003
es aprobado por el Parlamento Europeo el Tratado por el que se establece una
Constitución para Europa, el cual tenía como finalidad instaurar a través de
una norma de Derecho Internacional Público, las bases que debían regir las
relaciones entre los Estados miembros y las instituciones de la Unión Europea,
y de estos a su vez con los ciudadanos de toda la Unión en su conjunto. Dicho
tratado fue suscrito en Roma el 29-10-2004 por
los representantes de los países que formaban la Unión Europea,
y para entrar en vigencia requería la ratificación de todos los Estados que
formaban parte, lo cual no ocurrió, por ello es común encontrar en la doctrina
que se refieren a ella como la Constitución no nacida.
En
ese tratado se estableció en los artículos II-101 y II-102 del Capítulo V
atinente a la Ciudadanía, de la Parte II denominada Carta de los Derechos
Fundamentales de la Unión, lo respectivo al derecho a la buena Administración y
el acceso a los documentos, respectivamente. Estos artículos son una
reproducción idéntica de los artículos 41 y 42 de la Carta de los Derechos
Fundamentales de la Unión Europea, sin embargo, su consagración en el tratado
evidencia la intención de dotar de imperatividad el contenido de esos
postulados para la buena Administración y el buen gobierno.
El Tratado de Funcionamiento de la Unión
Europea, por el que se modifican el Tratado de la Unión Europea y el Tratado
Constitutivo de la Comunidad Europea, fue firmado en Lisboa el 13-12-2007 y
entró en vigencia el 01-12-2009 al ser ratificado por los representantes de
todos los Estados firmantes. Estableció nuevas competencias, derechos y
obligaciones para los órganos que conforman la Unión, logrando lo que el
fallido Tratado por el que se establece una Constitución para Europa no pudo.
A partir de ese momento, con la modificación
del Tratado de la Unión Europea (TUE), se establece en el ordinal primero de su
artículo 6, que “la Unión reconoce los derechos, libertades y principios
enunciados en la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea (…),
la cual tendrá el mismo valor jurídico que los Tratados”, otorgando carácter normativo y vinculante a las disposiciones de la
Carta y todos los derechos fundamentales establecidos en ella, incluyendo por supuesto, el derecho a la buena Administración y al
acceso a los documentos.
Por otra parte, el artículo 15 del Tratado de
Lisboa, a “fin de fomentar una buena gobernanza”, consagra en los términos
siguientes, varios de los elementos que hemos señalado forman parte del derecho
al buen gobierno:
Artículo 15.
1. A fin de fomentar una buena gobernanza y de garantizar la
participación de la sociedad civil, las instituciones, órganos y organismos de
la Unión actuarán con el mayor respeto posible al principio de apertura.
2. Las sesiones del Parlamento Europeo serán públicas, así
como las del Consejo en las que éste delibere y vote sobre un proyecto de acto
legislativo.
3. Todo ciudadano de la Unión, así como toda persona física o
jurídica que resida o tenga su domicilio social en un Estado miembro, tendrá
derecho a acceder a los documentos de las instituciones, órganos y organismos
de la Unión, cualquiera que sea su soporte, con arreglo a los principios y las
condiciones que se establecerán de conformidad con el presente apartado.
El Parlamento Europeo y Consejo, con arreglo al procedimiento
legislativo ordinario, determinarán mediante reglamentos los principios
generales y los límites, por motivos de interés público o privado, que regulan
el ejercicio de este derecho de acceso a los documentos.
Cada una de las instituciones, órganos u organismos
garantizará la transparencia de sus trabajos y elaborará en su reglamento
interno disposiciones específicas sobre el acceso a sus documentos, de
conformidad con los reglamentos contemplados en el párrafo segundo.
El Tribunal de Justicia de la Unión Europea, el Banco Central
Europeo y el Banco Europeo de Inversiones sólo estarán sujetos al presente
apartado cuando ejerzan funciones administrativas.
El Parlamento Europeo y el Consejo garantizarán la publicidad
de los documentos relativos a los procedimientos legislativos en las
condiciones establecidas por los reglamentos contemplados en el párrafo
segundo.
En el precitado artículo hallamos dos de los
elementos principales del buen gobierno, a saber, la participación ciudadana o
de la sociedad civil y; la transparencia, esa última en sus diferentes
manifestaciones, como acceso a los documentos e instituciones y como principio
de apertura o publicidad. Por su parte, el principio de responsabilidad, tanto
funcionarial, como la responsabilidad patrimonial de la Administración, se
encuentra consagrado en el artículo 340 del Tratado de Lisboa que establece:
Artículo 340. La responsabilidad contractual de la Unión se
regirá por la ley aplicable al contrato de que se trate.
En materia de responsabilidad extracontractual, la Unión
deberá reparar los daños causados por sus instituciones o sus agentes en el
ejercicio de sus funciones, de conformidad con los principios generales comunes
a los Derechos de los Estados miembros.
No obstante lo dispuesto en el párrafo segundo, el Banco
Central Europeo deberá reparar los daños causados por él o por sus agentes en
el ejercicio de sus funciones, de conformidad con los principios generales
comunes a los Derechos de los Estados miembros.
La responsabilidad personal de los agentes ante la Unión se
regirá por las disposiciones de su Estatuto o el régimen que les sea aplicable.
Por su amplitud, podría decirse que, a partir
de la entrada en vigencia del Tratado de Lisboa, los derechos a la buena
Administración y al buen gobierno dejan de ser simples valores o principios y
comienzan a ser verdaderas normas de imperativo cumplimiento para los órganos
de Administración y de gobierno de la Unión Europea y sus Estados miembros.
El
Código Iberoamericano de Buen Gobierno es un documento aprobado por el CLAD en
la VII Conferencia Iberoamericana de Ministros de Administración Pública y
Reforma del Estado en Montevideo el 23-06-2006 y suscrito por los
representantes de los Estados miembros, mediante el cual se procura la
implementación de un código deontológico que rija la conducta de los servidores
públicos, específicamente, de aquellos encargados de la dirección política. En
ese sentido, será aplicable a: “los Presidentes de República, Vicepresidentes,
Presidentes de Gobierno o de Consejo de Ministros, Primeros Ministros, Jefes de
gabinete de ministros, ministros, secretarios de Estado o equivalentes, y, en
general, todos los altos cargos del Poder Ejecutivo tales como viceministros,
subsecretarios, directores de entes públicos o directores generales”[65].
Para
esos gobernantes el Código prescribe una serie de conductas inaceptables para
los gobiernos, como que “ampare y facilite la corrupción”; “que dificulte el
escrutinio público sobre su toma de decisiones”; “que no tome en cuenta las
necesidades de sus ciudadanos” y que sea un gobierno “irresponsable y que no
rinda cuentas”, por lo que, en sentido contrario, el buen gobierno es aquel que
incentive la participación ciudadana; sea transparente con respecto a la
información pública y responsable de sus actos, siempre rindiendo cuentas; todo
lo cual coadyuvará en la lucha contra la corrupción.
El
Código busca homogenizar los valores, principios y normas que establezcan el
buen gobierno en los distintos países de la región, estableciendo como valores
rectores la “objetividad, tolerancia, integridad, responsabilidad,
credibilidad, imparcialidad, dedicación al servicio, transparencia,
ejemplaridad, austeridad, accesibilidad, eficacia, igualdad de género y
protección de la diversidad étnica y cultural, así como del medio ambiente”.
Pero el establecimiento de ese derecho al buen gobierno no se realizará de
forma coactiva, sino que “[l]os Gobiernos firmantes determinarán autónomamente
la forma de incorporación a su práctica y derecho interno del contenido del
presente Código”.
La
Carta Iberoamericana de los Derechos y Deberes del Ciudadano en Relación con la
Administración Pública fue aprobada por el Consejo Directivo del CLAD, del cual
forma parte Venezuela, en Caracas el 10-10-2013 y adoptada por la Organización
de Estados Iberoamericanos en la XXIII Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado
y de Gobierno celebrada en la Ciudad de Panamá los días 18 y 19-10-2013 (En
adelante la Carta). En esa Carta, se consagra el Derecho a la buena
Administración, “como principio general de aplicación a la Administración
Pública y al Derecho Administrativo”[66];
como “una obligación de toda Administración Pública”[67] y; “desde
la perspectiva de la persona, se trata de un genuino y auténtico derecho
fundamental a una buena Administración Pública”[68].
De
conformidad con lo establecido en la Carta, el derecho a la buena
Administración es: “una obligación inherente a los Poderes Públicos en cuya
virtud el quehacer público debe promover los derechos fundamentales de las
personas fomentando la dignidad
humana de forma que las actuaciones administrativas armonicen criterios de objetividad, imparcialidad,
justicia y equidad, y sean prestadas en plazo razonable”[69].
De
ese derecho, derivan a su vez una serie de principios y normas que regulan
todas las relaciones entre los ciudadanos y la Administración Pública,
incluyendo, por supuesto, principios de los procedimientos administrativos.
Esas relaciones según la Carta, deben estar orientadas siempre al servicio de
los ciudadanos que adquieren un rol protagónico y a la satisfacción de las
necesidades públicas, finalidades que cobran mayor relevancia luego del
advenimiento del Estado Social y Democrático de Derecho.
Ese
gran catálogo de principios y derechos contenidos, son ampliamente enunciados y
desarrollados en el capítulo tercero de la Carta Iberoamericana de los Derechos
y Deberes del Ciudadano en Relación con la Administración Pública, de los
cuales haremos unas muy breves precisiones:
i) Derecho a la motivación de las actuaciones
administrativas. Este
elemento de la buena Administración implica que todos los actos emanados de la
Administración Pública deben expresar las razones o motivos que los justifican.
Esa motivación contendrá los elementos fácticos y jurídicos que llevaron al
funcionario público a tomar determinada decisión, los cuales, establece la
Carta, deben ser inteligibles para todos los ciudadanos.
ii) Derecho a la tutela administrativa efectiva. Con respecto a este derecho,
podemos definirlo como la facultad que tienen todos los ciudadanos de acceder a
los órganos de la Administración para hacer valer sus derechos e intereses,
desde la perspectiva de la Carta, también implica que, durante la sustanciación
de procedimientos, se actúe con apego al principio de legalidad, vedando
cualquier acto u omisión que coloque al ciudadano en una situación de
indefensión.
iii) Derecho a una resolución administrativa
amparada en el ordenamiento jurídico, equitativa y justa, de acuerdo con lo
solicitado y dictada en los plazos y términos que el procedimiento señale. Por su contenido, este derecho resulta equiparable al derecho a
la oportuna respuesta, que implica, en primer lugar, que la Administración
dicte sus decisiones conforme a Derecho, dentro de los plazos establecidos para
ello, e incluso si estima: “que no debe decidir, debe decir por qué no lo hace,
en forma motivada”[70]
y; en segundo lugar, que eso plazos sean razonables y permitan el ejercicio de
la defensa de los ciudadanos.
iv) Derecho a presentar por escrito o de palabra
peticiones de acuerdo con lo que se establezca en las legislaciones
administrativas de aplicación, en los registros físicos o informáticos. También conocido como el derecho de
petición, es definido como aquel “derecho de todos a representar y dirigir
peticiones ante cualquier entidad o funcionario público sobre los asuntos que
sean de la competencia de éstos”[71].
La Carta, además consagra que el ciudadano debe poder escoger la forma en la
cual dirigirá esas peticiones, ya sea de manera escrita, oral o digital y la
Administración deberá facilitarlo; las solicitudes deberán ser presentadas en
el idioma o idiomas oficiales y; la Administración deberá propiciar los medios
que permitan la satisfacción de este derecho por parte de las personas con
discapacidad.
v) Derecho a no presentar documentos que ya
obren en poder de la Administración Pública, absteniéndose de hacerlo cuando
estén a disposición de otras Administraciones públicas del propio país. Para hacer efectivo este derecho, la Carta prevé la
implementación y uso de las Tecnologías de la Información y la Comunicación
(TICs), que permitan la intercomunicación entre distintas oficinas públicas y
la transmisión de datos y documentos entre ellas, para de esa manera evitar
solicitar recaudos e información a los ciudadanos que ya reposen en la Administración
Pública.
vi) Derecho a ser oído siempre antes de que se
adopten medidas que les puedan afectar desfavorablemente. Es la posibilidad de todo ciudadano de acudir a la
Administración y presentar sus argumentos en aquellos procedimientos sobre los que
tengan algún interés. Constituye la principal expresión del derecho a la
defensa, ya que “[n]o puede hablarse de posibilidad siquiera de defensa si no
es convocado u oído el particular; es decir, se trata del derecho a la
audiencia que tiene todo interesado”[72].
vii) Derecho de participación en las actuaciones
administrativas en que tengan interés, especialmente a través de audiencias y
de informaciones públicas. La participación ciudadana, como ya
hemos señalado, es consagrada también como uno de los elementos característicos
del derecho al buen gobierno, sin embargo, la Carta Iberoamericana de los
Derechos y Deberes del Ciudadano en Relación con la Administración Pública, nos
remite a su vez para entender a mayor cabalidad este elemento, a la Carta Iberoamericana
de Participación Ciudadana en la Gestión Pública[73]; en
esa última se establecen tres formas, o tres momentos para el ejercicio del
derecho a la participación ciudadana, los cuales son: en la toma de decisiones
públicas, sobre la actividad administrativa o sobre la evaluación de sus
resultados. Consideramos que en la primera oportunidad estamos hablando de
participación en las funciones de gobierno, mientras que la segunda forma se
refiere propiamente a la participación en la función administrativa y, por
ende, es parte integrante del derecho a la buena Administración; finalmente, la
participación ciudadana en el control y evaluación de resultados, puede ser
efectuada sobre cualquiera de las funciones del Estado.
La
Carta prevé como los dos mecanismos neurálgicos de participación de los
ciudadanos en la actividad administrativa a: la presencia de esos en audiencias
y; la solicitud y acceso a la información administrativa, sin embargo, no los
limita a estos, ya que cada ordenamiento jurídico deberá consagrar sus propias
técnicas de participación ciudadana.
viii) Derecho a servicios públicos y de interés
general de calidad. Este derecho implica que los
servicios prestados directa o indirectamente por los órganos de la
Administración Pública, deben cumplir con “determinados patrones o estándares
concretos de calidad, que se medirán periódicamente y se pondrán en
conocimiento de los usuarios para que estos estén lo mejor informados posible y
puedan efectuar los comentarios y sugerencias que estimen pertinentes”[74].
En este caso, la Carta también nos refiere a otro instrumento como es la Carta
Iberoamericana de Calidad en la Gestión Pública[75]
para determinar esos indicadores de calidad de los servicios públicos que debe
establecer cada Estado.
ix) Derecho a conocer y a opinar sobre el
funcionamiento y la calidad de los servicios públicos y de responsabilidad
administrativa para lo cual la administración pública propiciará el uso de las
TICS. Nuevamente las TICs son consagradas
como un instrumento fundamental para la consecución y perfeccionamiento del
derecho a la buena Administración, esta vez, para permitir a los ciudadanos
conocer y opinar sobre el estado de los servicios públicos y procedimientos de
responsabilidad administrativa a que haya lugar.
x) Derecho a formular alegaciones en el marco
del procedimiento administrativo. Igualmente, circunscrito dentro del
derecho a la defensa, los ciudadanos podrán presentar en los procedimientos administrativos
en los cuales sean partes o tengan algún interés, alegatos y defensas en las
oportunidades y cumpliendo las formalidades establecidas en las leyes.
xi) Derecho a presentar quejas y reclamaciones
ante la Administración Pública. También conocido como el derecho a
queja, es un derecho con relación a los procedimientos administrativos, por el
cual los ciudadanos tienen la posibilidad de denunciar el “retardo, omisión,
distorsión o incumplimiento del cualquier procedimiento, trámite o plazo, en
que incurrieren los funcionarios responsables del asunto”[76].
Asimismo,
la Carta, bajo esa denominación incluye el derecho ciudadano a interponer
recursos administrativos y a “denunciar los actos con resultado dañoso que
sufran en cualquiera de sus bienes y derechos producidos por los entes públicos
en el ejercicio de sus funciones”.
xii) Derecho a conocer las evaluaciones de
gestión que hagan los entes públicos y a proponer medidas para su mejora
permanente de acuerdo con el ordenamiento jurídico correspondiente. Consagra la posibilidad de la Administración de consultar a los
ciudadanos sobre los niveles de satisfacción sobre su gestión pública y a su
vez, la facultad de esos últimos de presentar recomendaciones y sugerencias y
conocer los resultados de las evaluaciones.
xiii) Derecho de acceso a la información pública y
de interés general, así como a los expedientes administrativos que les afecten
en el marco del respeto al derecho a la intimidad y a las declaraciones
motivadas de reserva que habrán de concretar el interés general en cada
supuesto en el marco de los correspondientes ordenamientos jurídicos. Dos de las expresiones del principio de transparencia son el
acceso a la información pública, del cual hicimos referencia cuando hablamos
del derecho al buen gobierno y; el acceso al expediente administrativo, que consiste
en que los interesados y sus representantes puedan revisar los expedientes que
se hallen en los archivos públicos, con excepción de aquellos que sean
calificados como confidenciales o secretos. Es esa excepción, la que en
determinados Estados parece ser la regla, ya que el secreto y opacidad en la
actuación administrativa frente a los ciudadanos e incluso con relación a otros
órganos y entes de la propia Administración “sigue siendo una práctica
administrativa en las Administraciones contemporáneas, la mayoría de las veces
para encubrir arbitrariedades, irresponsabilidades e incompetencias de los
funcionarios”[77].
Es
por lo anterior, que el acceso al expediente administrativo se consagra como un
elemento fundamental del derecho a la buena Administración, siendo obligatorio
para las instituciones públicas garantizarlo y facilitarlo a través del uso de
medios electrónicos.
xiv) Derecho a copia sellada de los documentos
que presenten a la Administración Pública. Como
consecuencia del derecho al acceso a la información y a los expedientes
administrativos, se deriva la posibilidad de obtener reproducciones y
certificaciones de los documentos que reposan en los archivos públicos, en
cualquier momento de esos y sin más limitaciones que las establecidas en la Ley,
dichas copias podrán ser facilitadas por medios físicos o digitales.
xv) Derecho de ser informado y asesorado en
asuntos de interés general. Este derecho ciudadano trae consigo
la correspondiente obligación funcionarial de suministrar e informar oportunamente
a los interesados de los procedimientos, trámites, organigramas y cualesquiera
otras informaciones de interés público que puedan requerir.
Por
otra parte, en este apartado se incluye el derecho de los ciudadanos a ser
informados de los recursos o medios de impugnación que procedan contra los
actos administrativos dictados, con indicación de los plazos para su
interposición y los efectos de los mismos.
xvi) Derecho a ser tratado con cortesía y
cordialidad. Además de la obligación funcionarial
de ofrecer un trato digno a todos los ciudadanos, se consagra la obligación de
ofrecer un trato especial y preferente a aquellos que se hallen “en situación
de pobreza, indefensión, debilidad manifiesta, discapacidad, niños, niñas,
adolescentes, mujeres gestantes o adultos mayores”[78].
xvii) Derecho a conocer el responsable de la
tramitación del procedimiento administrativo. Parte de
la idea de que el conocimiento de quien es el funcionario sustanciador ayuda a
reducir la discrecionalidad y la arbitrariedad en el ejercicio de la función
administrativa. De igual manera, en el acto de inicio del procedimiento, además
de la identificación del funcionario responsable, se deberán establecer los
horarios en los cuales podrá ser atendido por ese órgano.
xviii) Derecho a conocer el estado de los
procedimientos administrativos que les afecten. Los
ciudadanos, foco central de la actividad administrativa, deben poder conocer el
estatus de sus solicitudes o procedimientos en los cuales se hallen inmersos o
tengan algún interés directo o indirecto, sin ningún tipo de limitaciones,
salvo que por circunstancias excepcionales sean calificados dichos
procedimientos como confidenciales o secretos y solo las partes y sus
apoderados puedan conocer determinada información.
xix) Derecho a ser notificado por escrito en los
plazos y términos establecidos en las disposiciones correspondientes y con las
mayores garantías, de las resoluciones que les afecten. El derecho a ser notificado de los actos administrativos de
efectos particulares, implica que esa notificación sea de carácter personal y
hasta tanto no sea practicada no comenzarán a surtir efecto los actos. Cuando
se hace referencia a la notificación personal, la doctrina administrativa ha
dejado sentando que “significa que debe realizarse en el domicilio o residencia
del interesado, no necesariamente al interesado personalmente”[79],
los requisitos y condiciones de esas notificaciones deberán ser reguladas por
cada ordenamiento jurídico.
xx) Derecho a participar en asociaciones o
instituciones de usuarios de servicios públicos o de interés general. Como parte del principio de subsidiaridad, el Estado debe
permitir, e incluso incentivar, que la sociedad civil se asocie en
organizaciones orientadas a la satisfacción de sus necesidades, incluyendo,
aquellas destinadas a la prestación de servicios públicos.
xxi) Derecho a exigir el cumplimiento de las
responsabilidades de las personas al servicio de la Administración Pública y de
los particulares que cumplan funciones administrativas de acuerdo con el
ordenamiento jurídico respectivo. Finalmente, la Carta consagra el
derecho de los ciudadanos de exigir tanto las indemnizaciones patrimoniales a
que haya lugar por el funcionamiento normal o anormal de la Administración,
como la responsabilidad funcionarial de aquellos operarios que, en ejercicio de
la función administrativa, por acción u omisión, menoscaben los derechos
ciudadanos.
Podemos
apreciar que la Carta Iberoamericana de
los Derechos y Deberes del Ciudadano en Relación con la Administración Pública,
desarrolla exhaustivamente aquellos que considera los derechos fundamentales
que integran a la buena Administración, aún con más detalle que como aparecen
consagrados en La Carta de los Derechos Fundamentales de
la Unión Europea. Sin embargo, las disposiciones de la Carta no tienen
carácter imperativo, sino que establecen la obligación de cada Estado de
regular lo atinente al derecho a la buena Administración, con la consecuente
obligación de brindar la debida protección administrativa y jurisdiccional
propia de los Derechos Humanos.
Del
estudio de la doctrina sobre el derecho a la buena Administración y el derecho
al bueno gobierno, así como del análisis de aquellos instrumentos normativos de
la Unión Europea e Iberoamérica que los consagran como derechos autónomos,
podemos apreciar con meridiana claridad, como gran parte de los principios y
derechos englobados por la buena Administración y el buen gobierno ya se
encuentran consagrados en nuestro ordenamiento jurídico.
En
primer lugar, de conformidad con lo establecido en nuestro artículo 23
Constitucional y cónsono con las previsiones del Derecho Administrativo Global; “[l]os tratados, pactos y convenciones relativos a
derechos humanos, suscritos y ratificados por Venezuela, tienen jerarquía
constitucional y prevalecen en el orden interno”, por lo que, las disposiciones
del Código Iberoamericano del Buen Gobierno y la Carta Iberoamericana de los
Derechos y Deberes de los Ciudadanos en relación con la Administración Pública,
son de aplicación preferente en nuestro ordenamiento jurídico, sin negar el
reconocimiento de otros principios o derechos no enunciado en la Constitución u
otros instrumentos internacionales en materia de Derechos Humanos, por virtud
de lo establecido en el artículo 22 constitucional.
Al margen de lo anterior, existen en
Venezuela, regulaciones constitucionales y legales que, si bien no bajo la
denominación del derecho a la buena Administración o derecho al buen gobierno,
si consagran sus elementos fundamentales, ya sea como principios informadores
del Derecho Administrativo venezolano o propiamente como derechos
constitucionalizados o de rango legal.
En
nuestra Constitución vigente, se consagran como principios esenciales de la
Administración Pública venezolana: la participación ciudadana, la eficacia y
eficiencia, la transparencia, la responsabilidad y la rendición de cuentas,
todos ellos, elementos que hemos constatado, integran la noción del denominado
derecho al buen gobierno, por lo que, podemos inferir, que si bien no
expresamente bajo esa denominación, la norma fundamental de nuestro
ordenamiento jurídico, consagra el derecho al buen gobierno en su artículo 141
que es del tenor siguiente: “La Administración Pública está al servicio de los
ciudadanos y ciudadanas y se fundamenta en los principios de honestidad,
participación, celeridad, eficacia, eficiencia, transparencia, rendición de
cuentas y responsabilidad en el ejercicio de la función pública, con
sometimiento pleno a la ley y al derecho”.
Tal
como advierte el autor patrio José Ignacio Hernández, “[e]se buen gobierno
requiere de una buena Administración centrada en los ciudadanos”[80]
tal como está planteada en el precitado artículo, pues de lo contrario, se
haría nugatorio cualquier intento de conseguir la materialización de esos
valores, principios y normas constitucionales circunscritos en un Estado
democrático, social y de Derecho, que interactúa con los ciudadanos a través de
sus instituciones, principalmente por los órganos y entes de la Administración
Pública, por lo que la Administración está llamada a ser: “instrumento esencial
del Estado establecido para gerenciar, es su nombre y por su cuenta, la
satisfacción de las necesidades colectivas de la sociedad que constitucional y
legalmente esté obligado a asumir, por lo que como tal instrumento, su misión
esencial es estar al servicio de los ciudadanos o administrados”[81].
Planteado
en esos términos, el artículo 141 de la Constitución venezolana cumple un doble
rol, en primer lugar, establece con carácter imperativo la orientación vicarial
que debe tener nuestra Administración Pública, como antesala al perfeccionamiento
del derecho a la buena Administración y, en segundo lugar, consagra los valores
y principios que sirven de fundamento del derecho al buen gobierno y que deben
regir la actuación de nuestras instituciones, cuando actúen tanto en función de
gobierno, como administrativa.
Ahora
bien, como ya habrán podido notar, el desarrollo de muchos de los elementos que
conforman a la buena Administración, han sido exhaustivamente tratados por la
doctrina administrativa venezolana bajo la denominación de principios del
procedimiento administrativo, con base en la cual hemos en los párrafos
precedentes definido algunos de esos principios y derechos contenidos. Por lo
tanto, nos limitaremos a hacer una breve mención, a cinco normas de derecho
positivo venezolano que explayan y sirven de sustento normativo, para afirmar
que en Venezuela existe una verdadera exigencia del derecho a la buena
Administración.
La
LOPA, publicada en Gaceta Oficial Extraordinaria N° 2.818 de 01-07-1981, es
considerada por muchos “la Ley más importante que se ha dictado en relación a
la Administración Pública Venezolana Contemporánea”[82], en
ella, se establecen las normas que regulan las relaciones entre la
Administración y los ciudadanos, buscando alcanzar un equilibrio entre ambas
partes de la ecuación, estableciendo expresamente derechos y garantías
ciudadanas, frente a amplísimos poderes y potestades que detentaba la
Administración.
En
la LOPA se consagra un amplio catálogo de principios y derechos ciudadanos, que
hoy podríamos considerar, forman parte del concepto del derecho a la
Administración, como son, los derechos de: petición, debida y oportuna
respuesta, publicidad, acceso a la información, ser oído, hacerse parte, queja,
ser notificado, tener acceso al expediente administrativo, alegar y probar, la
motivación de los actos, ser informado de los recursos y recurrir de los actos,
entre otros; con la consecuente obligación de los funcionarios de hacer valer
eso esos derechos, so pena de incurrir en responsabilidad administrativa,
disciplinaria, o de otra índole.
Otro
principio recogido en la LOPA en su artículo 11, y que destaca por la estrecha
vinculación a la buena Administración y la consecuente disminución de la
discrecionalidad y arbitrariedad de la Administración, es el de la confianza
legítima y expectativa plausible de buen derecho, que “es concreta
manifestación del principio de buena fe en el ámbito de la actividad
administrativa (…) cuya finalidad es el otorgamiento a los particulares de
garantía de certidumbre en sus relaciones jurídico-administrativas”[83].
El principio de la confianza legítima
y expectativa plausible de buen derecho
demuestra la centralidad del ciudadano y de conformidad con decisión N°
213 de la Sala Político Administrativa del Tribunal Supremo de Justicia de 18 -02-2009:
[C]onstituye la base de una nueva concepción de los vínculos
que existe entre el poder público y los ciudadanos, cuando a través de su
conducta, revelada en sus declaraciones, actos y doctrina consolidada, se pone
de manifiesto una línea de actuación que la comunidad o sujetos específicos de
ella esperan se mantenga. Este principio alude así a la situación de un sujeto
dotado de una expectativa justificada de obtener una decisión favorable a sus
intereses[84].
Podemos
apreciar, como casi 20 años antes de que en la Unión Europea existiese una
norma de Derecho expresa bajo la denominación de derecho a la buena
Administración y más de 25 años antes de que ocurriera lo propio con la Carta
Iberoamericana de los Derechos y Deberes de los Ciudadanos en relación con la
Administración Pública, ya en Venezuela –como también ocurrió en muchos otros
países– existían una serie de principios y normas orientadoras de la actividad
administrativa, que viraban la tendencia de un Derecho Administrativo dado para
proteger al Estado, hacia uno cuyo foco central era el reconocimiento y respeto
de los derechos ciudadanos.
En
fecha 22-10-1999 fue publicado el Decreto con Rango y Fuerza de Ley Sobre
Simplificación de Trámites Administrativos[85],
posteriormente derogado por los Decretos con Rango, Valor y Fuerza de Ley
Orgánica de Simplificación de Trámites Administrativos en los años 2008[86],
y 2014[87].
Esa Ley
propende a la optimización y eficiencia de las gestiones que deban realizar los
ciudadanos ante los órganos y entes de la Administración Pública, a través de
la supresión, simplificación y concentración de trámites. La simplificación
será posible mediante la reducción de los requisitos, exigencias y pasos o
fases innecesarias; implementando el uso de las TICs en los procedimientos
administrativos; minimizando el uso de la discrecionalidad funcionarial en la
toma de decisiones, y propiciando la participación ciudadana.
Alguna
de las medidas adoptadas por la LSTA son: la prohibición de exigencia de
copias, documentos o requisitos que no se encuentren expresamente establecidos
en la Ley; la prohibición de solicitar recaudos que ya estén o deberían estar
previamente acreditados ante la Administración; simplificación de estructuras
organizativas; obligación de suministrar información oportuna a todos los
interesados; emisión de actos y resultados por medios tecnológicos; además la
Ley establece todo un capítulo denominado “La Administración Pública al
Servicio de los Ciudadanos”, en el cual se consagran deberes de la
Administración como el de capacitar a los funcionarios; de informar y asistir a
los ciudadanos durante la realización de sus diligencias; el derecho de los
administrados de conocer el estatus de sus trámites y el establecimiento de
sistemas electrónicos y automatizados de gestión.
La
LSTA revela el anhelo de tener una Administración Pública más eficiente y
cercana al ciudadano, con procedimientos encaminados a garantizar un verdadero
derecho a la buena Administración.
Con
relación a la LSTA y el derecho a la buena Administración, para el profesor
Araujo Juárez:
[H]oy el procedimiento administrativo no se contempla sólo
desde una perspectiva jurídica, sino que también se considera uno de los
principales mecanismos de realización del principio constitucional de buena
administración, lo que se proyecta en múltiples estudios sobre la agilización,
simplificación y optimización de los procedimientos administrativos, y sobre
todo la calidad en las decisiones administrativas, uno de los objetivos más
perseguidos por la LSTA, y de los temas escasamente tratados por la doctrina
reciente[88].
A
pesar de los importantes avances que en materia legislativa representan para el
Derecho Administrativo la LOPA y la LSTA, en la realidad, estas normas, con
mayor énfasis en la última de ellas, han sido completamente “ignorada[s] en la
generalidad de la práctica administrativa”[89],
evidenciándose la necesidad de que todo cambio normativo vaya acompañado de
políticas solidas que permeen en las bases de la Administración Pública,
erradicando el burocratismo y transitando hacia la senda de un verdadero
servicio civil, en el cual se racionalicen los procedimientos existentes y se
tienda facilitar la participación de los ciudadanos en los procesos de gestión
pública, solo de esa manera, podemos hablar del derecho a la buena
Administración y al buen gobierno.
Esta
Ley rige la organización y funcionamiento de la Administración Pública
venezolana y desde su proclamación en el año 2001[90],
pasando por los Decretos con Rango Valor y Fuerza de Ley Orgánica de la
Administración Pública del año 2008[91] y
del año 2014[92],
ha mantenido en su artículo 5, la concepción de una Administración al servicio
de los ciudadanos, desarrollando el contenido del artículo 141 constitucional.
El artículo 5 de la LOAP vigente amplía su contenido, ya no refiriéndose
exclusivamente a una Administración al servicio de los ciudadanos, sino de
cualquier persona, estableciendo lo siguiente:
Artículo 5°. La Administración Pública está al servicio de
las personas, y su actuación estará dirigida a la atención de sus
requerimientos y la satisfacción de sus necesidades, brindando especial
atención a las de carácter social.
La Administración Pública debe asegurar a todas las personas
la efectividad de sus derechos cuando se relacionen con ella.
Además, tendrá entre sus objetivos la continua mejora de los
procedimientos, servicios y prestaciones públicas, de acuerdo con las políticas
que se dicten.
De
igual manera establece la Ley, que la actividad administrativa estará
sustentada en los principios de “economía, celeridad, simplicidad, rendición de
cuentas, eficacia, eficiencia, proporcionalidad, oportunidad, objetividad,
imparcialidad, participación, honestidad, accesibilidad, uniformidad,
modernidad, transparencia, buena fe, paralelismo de la forma y responsabilidad”[93].
Con
respecto a los derechos consagrados a favor de las persona que se relacionen
con la Administración Pública, hallamos los de: conocer el estado de los
procedimientos en los que tengan interés; obtener copias simples o certificadas
de documentos que no estén calificados como reservados o confidenciales; conocer
la identidad de los funcionarios que tramiten los procedimientos; formular
alegatos y pruebas; presentar solamente los documentos exigidos por las normas
aplicables al procedimiento; obtener información y orientación acerca de los
requisitos jurídicos o técnicos que las disposiciones vigentes impongan a los
proyectos, actuaciones o solicitudes que se propongan realizar; acceder a los
archivos y registros de la Administración Pública; ser tratados con respeto y
deferencia por los funcionarios; agotar potestativamente la vía administrativa
como garantía del derecho a la tutela judicial y administrativa; recurrir;
petición; publicidad; responsabilidad; rendición de cuentas e implementación de
las TICs.
Nuevamente,
nos encontramos en nuestro ordenamiento jurídico, con normas que en su
contenido desarrollan, lo que hoy denominamos derecho a la buena Administración
y al buen gobierno.
Como
hemos venido señalando, la lucha contra la corrupción es el fin último del
establecimiento del derecho al buen gobierno, y en ese sentido, Venezuela en su
ordenamiento jurídico promulgó la Ley Contra la Corrupción publicada en Gaceta
Oficial Extraordinaria N° 5.637 de 07-04-2003 y reformada por Decreto con
Rango, Valor y Fuerza de Ley Contra la Corrupción, publicada en Gaceta Oficial
Extraordinaria N° 6.155 de 19-11-2014, que establece además, la aplicación
supletoria de la Convención Interamericana Contra la Corrupción, principal
instrumento jurídico de la región en la materia, el cual ya había sido suscrito
y ratificado por Venezuela en 1997.
Esa
Ley regula lo atinente al régimen de todas las personas, naturales o jurídicas,
públicas o privadas, que administren bienes o recursos públicos; quienes
deberán ceñirse por los principios de buen gobierno, es decir: “honestidad,
transparencia, participación, eficiencia, eficacia, legalidad, rendición de
cuentas y responsabilidad” (artículo 6); estableciendo sanciones
administrativas y penales en caso de contravención de las disposiciones de la
Ley.
Por
otra parte, la LCC otorga un carácter moral a la función pública, requiriendo
que tanto funcionarios como empleados públicos, administren y custodien el
patrimonio público con “decencia, decoro, probidad y honradez” (artículo 7).
Finalmente,
acentuando ese carácter moral atribuido a la función pública, el Consejo Moral
Republicano a través de la Resolución N° CMR-016-2013 de fecha 01-12-2013,
publicada en Gaceta Oficial N° 40.314 del 12-12-2013, dicta el Código de Ética
de las Servidoras y los Servidores Públicos.
Esta
resolución, se erige como un verdadero código deontológico que debe regir la
actuación de todos los servidores públicos, partiendo de la idea de que ninguna
norma por si sola será suficiente para la modificación de nuestra
Administración Pública, sino que se requiere la colaboración de todos aquellos
que la integran, ejerciendo sus funciones con vocación de servicio y siempre
atendiendo a principios fundamentales como los de la buena Administración y el
buen gobierno, sancionando a aquellos servidores públicos que atenten contra la
ética pública o la moral administrativa, entendiendo por tales, a quienes “cometan
hechos contrarios a los principios de honestidad, equidad, decoro, lealtad,
vocación de servicio, disciplina, eficacia, responsabilidad, puntualidad y
transparencia” (artículo 9).
El
derecho a la buena Administración y el derecho al buen gobierno, a pesar de no
tener una definición universalmente válida, hacen referencia a un conjunto de
valores, principios y normas, que deben estar presentes en los Estados
contemporáneos que procuren garantizar el bienestar ciudadano.
Con
respecto al derecho a la buena Administración, este se traduce en una serie de
principios, derechos y obligaciones que deben regir la actividad y los
procedimientos administrativos, idealizando una Administración Pública que se
encuentre al servicio de los ciudadanos y estableciendo las garantías
suficientes que permitan la eficiencia y afabilidad en las relaciones entre los
ciudadanos y Estado.
Por
su parte, el derecho al buen gobierno, a pesar de que puede hallarse en un
plano de abstracción aún mayor, es posible aterrizar su contenido y definirlo
como un valor que sirve de fundamento de principios y normas con las que se
busca que los ciudadanos participen activamente en la dirección política del
Estado, exigiendo además servidores públicos responsables, que rindan cuentas y
que ejerzan una gestión de los recursos e información pública transparente, con
los fines de maximizar los beneficios sociales y luchar efectivamente contra la
corrupción y la impunidad. Delimitar el alcance del derecho al buen gobierno en
la actualidad permite frenar los abusos y excesos cometidos en alegación del
mismo, ya que su contenido ha sido maleado incluso para justificar, entre otras
cosas, la perpetuación en el poder[94].
Ahora
bien, hemos visto el tratamiento de estos derechos como fundamentales en la
Unión Europea y en Iberoamérica; sin embargo, en Venezuela, a pesar de no
encontrarse regulados bajo esa acepción; durante décadas, han sido desarrollado
y regulados en el ordenamiento positivo muchos de los elementos hoy en día
agrupados bajo el nombre de derecho a la buena Administración y derecho al buen
gobierno, en efecto, “[q]ue en nuestro ordenamiento positivo la buena
Administración no esté reconocida como principio o derecho, de manera expresa,
no impide considerar que la idea de buena Administración forma parte de los
fundamentos del Derecho Administrativo venezolano”[95].
Por
lo tanto, parece innecesario reformar nuestra Constitución y nuestras leyes
para agrupar estos valores, principios, derechos y obligaciones ya vigentes en
nuestro ordenamiento jurídico para encuadrarlos bajo estas nuevas categorías.
No obstante
lo anterior, que existan previsiones normativas que regulen en Venezuela, lo
que hoy se denomina en el mundo como derecho a la buena Administración y al
buen gobierno, no significa que esas normas sean efectivamente cumplidas, de
hecho, gran parte de ellas no lo son. Una previsión normativa, sin un verdadero
cambio político, que implique la reforma de las bases y modelo de gestión de
nuestra Administración, no será más que letra muerta.
Es
por ello que, para alcanzar la eficacia deseada por estos derechos, en un
primer momento es necesario ubicarnos en nuestra realidad y contexto actual
antes de proponer las más innovadoras tendencias de gerencia pública, no sería
responsable proponer la implementación de un gobierno abierto, con datos
abiertos de acceso público para mejorar la transparencia y participación
ciudadana, sin antes procurar erradicar el burocratismo de nuestra
Administración y con ello, las formalidades no esenciales que la vuelven
ineficaz y fomentan la corrupción; una segunda propuesta pasa por el tamiz del
mérito y la integridad de los funcionarios, siendo imperativo retomar los
procesos de ingreso de funcionarios públicos por concursos, considerando
perfiles aptos y que se ajusten a modelos de valores y principios como la
probidad, eficiencia y vocación de servicio que deben estar presentes en
nuestra Administración y; un tercer elemento trascendental, es hacer valer la
responsabilidad individual de los funcionarios de cualquier nivel, que incurran
en violaciones al ordenamiento jurídico y los códigos de conducta.
Con
respecto a la última propuesta, merece la pena añadir que para hacer valer las
responsabilidades de los servidores públicos que incurran en violaciones por
acción u omisión del ordenamiento jurídico, es necesario un sistema de justicia
eficiente, imparcial e independiente, como garantía del derecho a la tutela
judicial y administrativa efectiva y de los derechos de la buena Administración
y del buen gobierno, ya que, en caso contrario, resultaría nugatorio cualquier
intento por parte de los ciudadanos de ver satisfechos esos valores, principios
y derechos.
La
Carta Iberoamericana de los Derechos y Deberes del Ciudadano en Relación con la
Administración Pública, establece que “[e]l derecho fundamental de la persona a
la buena administración pública y sus derechos componentes tendrán la
protección administrativa y jurisdiccional de los derechos humanos previstos en
los diferentes ordenamientos jurídicos”; adquiriendo un rol fundamental en
nuestro país, los Tribunales Contenciosos Administrativos y los órganos
jurisdiccionales internacionales, que son los llamados a velar por el efectivo
cumplimiento de las obligaciones de la Administración y la protección de los
derechos ciudadanos.
Sin
embargo, y sin ahondar en los elementos de eficacia, imparcialidad e
independencia de nuestros Tribunales Contenciosos Administrativos; debemos
llamar la atención sobre el retroceso que en materia de protección
administrativa internacional ha tenido Venezuela en los últimos años, con la
denuncia del Convenio sobre Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones
entre Estados y Nacionales de Otros Estados y; de la Convención Interamericana
de los Derechos Humanos, ambas en el año 2012; restringiendo así la competencia
del Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones
(CIADI) y de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH),
respectivamente, para juzgar la violaciones de derechos perpetradas por el
Estado venezolano a través de su órganos.
Por
lo tanto, antes de procurar cualquier otro cambio, la meta debe ser
materializar el respeto al Estado de Derecho, con un sistema de justicia que
sea garantía plena del respeto a la Constitución y las leyes e instrumento en
la lucha contra la corrupción, solo así podríamos apenas comenzar a hablar de
la aplicación de las TICs para fortalecer la institucionalidad de nuestra
Administración Pública, generar confianza en la ciudadanía e incentivar su
participación.
Por último, debemos señalar que se requiere un verdadero compromiso y voluntad política, tanto de los gobernantes, como de los servidores públicos y de todos los ciudadanos para construir desde cero las bases de un Estado Democrático y Social de Derecho en el cual los derechos a la buena Administración y al buen gobierno no sean simples ideales que parecen inalcanzables, sino verdaderos derechos fundamentales que gocen de la protección administrativa y judicial que merecen, sean inherentes a todas nuestras instituciones y que formen parte de nuestra idiosincrasia.
[1] Abogado.
Especialista en Derecho Administrativo. MSc en Gerencia Pública. Profesor de la
Escuela de Estudios Internacionales y de la Escuela de Derecho de la
Universidad Central de Venezuela. Director General del Institute of Citizen
Studies.
[2] Rodríguez
García, Armando. “Los estudios de postgrado como asunto jurídico-administrativo”.
En: Revista de Derecho Público N° 141. Caracas, 2015, p. 119.
[3] Hernández,
José Ignacio. “Los orígenes de la doctrina
de Derecho Administrativo en Venezuela”. En: Revista Electrónica de Derecho Administrativo Venezolano N° 7.
Caracas, 2015, p. 107. El autor parafrasea a Gianinni, para quién la
“organización administrativa es una organización propia que se interpone entre
la colectividad general y los órganos constitucionales”; puntualizando que el
Estado comienza a formarse entre los Siglos XV y XVII. Para entonces la
Administración era la organización que dictaba actos autoritarios, con lo cual,
la Revolución Francesa fue determinante para la creación del “Estado de Derecho
administrativo”, resultado del acoplamiento de distintas figuras, desde el derecho
constitucional inglés (división de poderes e interdicción a la arbitrariedad,
por ejemplo), como del absolutismo ilustrado (la existencia de normas de derecho
público).
[4] Sánchez
Falcón, Enrique. Derecho Constitucional. UCV. Caracas, 1996, p. 138.
[5] Peña
Solís, José. Manual de Derecho
Administrativo. Tomo II. Ediciones Paredes. 4° reimp. Caracas, 2012, pp.
429-430.
[6] Brewer-Carías,
Allan. Los poderes, órganos y funciones
del Estado y los actos administrativos: A propósito de la publicación de mi
“Derecho Administrativo” por la Universidad Externado De Colombia, Bogotá,
2006, p. 10.
[7] Brewer-Carías,
Allan; Gordillo, Agustín; Ortiz, Eduardo; y Vidal, Jaime. La función administrativa y las funciones del Estado. EJV. Caracas,
2014, p. 218.
[8] Peña
Solís, José. Lecciones de Derecho
Constitucional General. Tomo I. UCV. Caracas, 2008, pp. 102 y ss.
[9] Brewer-Carías,
Gordillo, Ortiz, y Vidal, ob. cit., p. 212.
[10] Ibid.,
pp. 212-213.
[11] Ibid., p. 213.
[12] Ibid., p. 211. Nota al pie 31.
[13] Peña
Solís. Manual…, ob. cit., pp.
430-431.
[14] Peña
Solís. Lecciones…, ob. cit., p. 440.
[15] Peña
Solís. Manual…, ob. cit., p. 431.
[16] Ponce
Solé, Juli. “El derecho a una buena administración y el derecho administrativo
iberoamericano del siglo XXI. Buen gobierno y derecho a una buena
administración contra arbitrariedad y corrupción”. En El control de actividad estatal I. Discrecionalidad, División de
Poderes y Control Extrajudicial. Asociación de Docentes de la Facultad de
Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires. Buenos Aires,
2016, p. 230.
[17] Rodríguez-Arana,
Jaime. “Gobernanza, Buena Administración y Gestión Pública”. En Seminario de Modernización y Apertura de la
Administración Pública. Aragón, 2012, p. 1.
[18] Para
mayor detalle ver nota al pie 42 de Perfetti, Luca. “Diritto ad una Buona
Amministrazione, determinazione dell’interesse Pubblico ed Equità”. En: Rivista italiana di diritto pubblico
comunitario, 2010, p 806.
[19] “Speech of the European
Ombudsman - Public Hearing on the draft Charter of Fundamental Rights of the
European Union, Preliminary remarks”. Brúcelas, Bélgica. 02-02-2000.
[20] Duque
Corredor, Román. Temario de Derecho
Constitucional y de Derecho Público. LEGIS. Bogotá, 2008, p. 24.
[21] Ibid.,
p. 25.
[22] Muci
Borjas, José Antonio. “El derecho fundamental a una buena administración y la
Carta Iberoamericana de los Derechos y Deberes del Ciudadano en Relación con la
Administración Pública”. En: Libro Homenaje a la Academia de Ciencias
Políticas y Sociales en el centenario de su fundación. Tomo II. ACIENPOL.
Caracas, 2015.
[23] Ponce
Solé, Juli. “El derecho a buena administración, la discrecionalidad
administrativa y la mejora de la gestión pública”. En: Revista da Procuradoria-Geral do Município de Juiz de Fora (RPGMJF).
Año 2, N° 2, Belo Horizonte, 2012, p. 310.
[24] Hernández,
José Ignacio. “Eduardo García Enterría y la renovación del Derecho
Administrativo”. En: La Protección de los
derechos frente al poder de la Administración. EJV. Caracas, 2014, p. 58.
[25] Reza
el artículo 191 de la Constitución Federal para los
Estados de Venezuela lo siguiente: “Los
Gobiernos se han constituidos para la felicidad común, para la protección y
seguridad de los Pueblos que los componen y no para el beneficio, honor o privado
interés de algún hombre, de alguna familia; o de alguna clase de hombres en
particular, que sólo son una parte de la comunidad. El mejor de todos los
Gobiernos será el que fuere más propio para producir la mayor suma de bien y de
felicidad y estuviere más a cubierto del peligro de una mala administración; y
cuantas veces se reconociere que un Gobierno es incapaz de llenar estos objetos
o que fuere contrario a ellos la mayoría de la nación, tiene indubitablemente
el derecho inajenable, e imprescriptible de abolirlo, cambiarlo o reformarlo,
del modo que juzgue más propio para procurar el bien público. Para obtener esta
indispensable mayoría, sin daño de la justicia ni de la libertad general, la
Constitución presenta y ordena los medios más razonables, justos y regulares en
el Capítulo de la revisión y las provincias adoptarán otros semejantes o
equivalentes en sus respectivas constituciones”.
[26] “Speech
of the European Ombudsman - Public Hearing on the draft Charter of Fundamental
Rights of the European Union, Preliminary remarks”, ob. cit.
[27] Rodríguez-Arana.
Gobernanza…, ob. cit., p. 17.
[28] Hernández.
Eduardo…, ob. cit., p. 61.
[29] Cassese,
Sabino. “Il diritto alla buona amministrazione”. En: Relazione alla “Giornata sul diritto alla buona amministrazione” per il
25 anniversario della legge sul “Síndic de Greuges“ della Catalogna,
Barcelona, 2009, pp. 6-9.
[30] Diccionario
de la Real Academia Española en línea.
[31] Juli.
El derecho…, ob. cit., p. 230.
[32] Preámbulo
del Código Iberoamericano de Buen Gobierno.
[33] Duque
Corredor, Temario…, ob. cit., p. 22.
[34] Código Iberoamericano de Buen Gobierno.
[35] World
Bank. Indicadores Mundiales de Buen Gobierno. Consultado en: http://databank.bancomundial.org/data/Governance-Indicators/id/2abb48da
[36] “What
is good governance?” United Nations Economic and Social Commission for Asia and
the Pacific.
[37] Araujo
Juárez, José. Derecho Administrativo.
Parte General. Ediciones Paredes. Caracas, 2008, p. 882.
[38] Ibid.,
p. 884.
[39] Spano
Tardivo, Pedro. “El principio de transparencia de la gestión pública en el
marco de la teoría del buen gobierno y la buena administración. La
transformación de la Administración Pública para la tutela de los derechos
fundamentales a propósito de la provincia de Santa Fe”. En: Revista digital de la Asociación Argentina
de Derecho Administrativo, N° 1, 2016, p. 237.
[40] Pfeiffer,
Silke. “Transparencia y participación para generar confianza Evaluación de los
aportes del Sistema Integral de Información Administrativa y Financiera (SIIAF)
y del Presupuesto Participativo (PP) en Colombia”. Deutsche Gesellschaft für
Internationale Zusammenarbeit (GIZ) GmbH. Bogotá, 2014.
[41] Ivanega,
Miriam. “Reflexiones acerca de la transparencia gubernamental. Un verdadero desafío”.
En: Desafíos del Derechos Administrativo
contemporáneo. Ediciones Paredes. Caracas, 2009, p. 223. Por el contexto,
parece que la palabra derogaciones utilizada en el texto citado podría deberse
a un error de transcripción, queriendo referirse la autora a erogaciones.
[42] Ivanega,
Miriam (2009). “Reflexiones acerca de la transparencia gubernamental. Un
verdadero desafío”, ob. cit., p. 226.
[43] Álvarez
Iragory, Andrés. “Comentarios sobre el régimen de la función pública”. En:
Derecho Administrativo Iberoamericano. Tomo I. Ediciones Paredes. Caracas,
2007, p. 875.
[44] Artículo
3 del Código de Ética de las Servidoras y los Servidores Públicos. Publicado en
Gaceta Oficial N° 40.314 de 12-12-2013.
[45] Lares
Martínez, Eloy. Manual de Derecho
Administrativo. UCV. Reimpresión de la 13° ed. Caracas, 2010, p. 419.
[46] Ibid.,
p. 420.
[47] Estas
sanciones accesorias aparecen consagradas en el artículo 105 de la Ley Orgánica
de la Contraloría General de la República y del Sistema Nacional de Control
Fiscal publicada en la Gaceta Oficial N° 6.013 Extraordinario de 23-12-2010.
Sobre la inhabilitación para el ejercicio de los cargos públicos la Corte
Interamericana de los Derechos Humanos resolvió en el Caso López Mendoza contra
Venezuela, que dicha disposición violaba el derecho al sufragio pasivo
consagrado en los artículos 23.1.b y 23.2, en relación con el artículo 1.1 de
la Convención Americana la Convención Americana de los Derechos Humanos y
ordenó adecuar dicho artículo a la Convención, sentencia consultada en:
http://www.corteidh.or.cr/docs/casos/articulos/resumen_233_esp.pdf La Sala Constitucional
del Tribunal Supremo de Justicia, declaró que la sentencia de la Corte
Interamericana de los Derechos Humanos es inejecutable, sentencia consultada
en:
http://historico.tsj.gob.ve/decisiones/scon/octubre/1547-171011-2011-11-1130.HTML
[48] Araujo
Juárez. Derecho…, ob. cit., p. 717.
[49] Carrillo
Artiles, Carlos. Derecho Disciplinario
Judicial. EJV. Caracas, 2012, p. 48.
[50] Artículo
9 del Código de Ética de las Servidoras y los Servidores Públicos.
[51] Márquez
Cabrera, Juan Carlos. “La responsabilidad política de los funcionarios públicos
en la Constitución de 1999”. En: 100 años de la enseñanza del Derecho
Administrativo en Venezuela. Tomo II. FUNEDA. Caracas, 2011, p. 554.
[52] CEPAL.
“La corrupción y la impunidad en el marco del desarrollo en América Latina y el
Caribe: un enfoque centrado en derechos desde la perspectiva de las Naciones
Unidas”. En: Series Políticas Sociales de
la CEPAL. N° 139. Naciones Unidas CEPAL, División de Desarrollo Social.
Santiago de Chile, 2007, p. 33.
[53] Ponce.
El derecho…, ob. cit., p. 227.
[54] Lo que en castellano ha sido tratado
indistintamente como responsabilidad y rendición de cuentas.
[55] OECD, Integridad
para el buen gobierno en América Latina y el Caribe: De los compromisos a
la acción, OECD Publishing. 2018, Paris, p. 23. Consultado
en: https://doi.org/10.1787/9789264307339-es, 22/10/2018
[56] Ibid., p. 15.
[57] Moreira
Neto, Diogo de Figueiredo. “Transadministrativismo. Una Introducción”. En: La Protección de los derechos frente al
poder de la Administración. EJV. Caracas, 2014, p. 183.
[58] Muci
Borjas. El derecho…, ob. cit., p. 913.
[59] Ibid., p.
914.
[60] Perfetti.
Diritto…, ob. cit., pp. 793-802.
[61] Rodríguez-Arana.
Gobernanza…, ob. cit., p. 17.
[62] Libro
Blanco sobre la Buena Gobernanza en la Unión Europea, p. 10.
[63] Ibid., p.
11.
[64] Ibid.
[65] Número
1 de la sección I. Fundamentos, del Código Iberoamericano de Buen Gobierno.
[66] Preámbulo
de la Carta Iberoamericana de los Derechos y Deberes del Ciudadano en Relación
con la Administración Pública, pp. 2-3.
[67] Ibid.
[68] Ibid.
[69] Párrafo
25 de la Carta Iberoamericana de los Derechos y Deberes del Ciudadano en
Relación con la Administración Pública, p. 9.
[70] Brewer-Carías,
Allan. El derecho administrativo y la Ley
Orgánica de Procedimientos Administrativos. EJV. Caracas, 2010, p. 106.
[71] Ibid.
[72] Ibid., p.
113.
[73] Aprobada
por la XI Conferencia Iberoamericana de Ministros de Administración Pública y
Reforma del Estado en Lisboa, Portugal, los días 25 y 26-06-2009 y adoptada por
la XIX Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado y de Gobierno en Estoril,
Portugal, los días 30 de noviembre y 1 de diciembre de 2009.
[74] Párrafo
33 de La Carta Iberoamericana de
los Derechos y Deberes del Ciudadano en Relación con la Administración Pública.
[75] Aprobada
por la X Conferencia Iberoamericana de Ministros de Administración Pública y
Reforma del Estado en San Salvador, El Salvador, los días 26 y 27-06-2008 y
adoptada por la XVIII Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado y de Gobierno en
San Salvador, El Salvador, los días 29 al 31-10-2008.
[76] Brewer-Carías.
El Derecho…, ob. cit., p. 120.
[77] Cárdena
Perdomo, Orlando. “El Derecho de Acceso y
Registros Administrativos y el Régimen de los Secretos de Estado”. EJV.
Caracas, 2006, p. 16.
[78] Párrafo
41 de La Carta Iberoamericana de
los Derechos y Deberes del Ciudadano en Relación con la Administración Pública.
[79] Brewer-Carías.
El Derecho…, ob. cit., p. 123.
[80] Hernández,
José Ignacio. Administración Pública,
desarrollo y libertad en Venezuela. FUNEDA. Caracas, 2012, p. 147.
[81] Brewer-Carías,
Allan. “Los condicionantes políticos de la Administración Pública en la
Venezuela contemporánea”. En: Libro
Homenaje a la Academia de Ciencias Políticas y Sociales en el centenario de su
fundación. Tomo II. ACIENPOL. Caracas, 2015, p. 722.
[82] Brewer-Carías.
El Derecho…, ob. cit., p. 13.
[83] Sala
Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia. N° 405, 30-06-2004. Consultado en: http://historico.tsj.gob.ve/decisiones/scon/junio/1252-300604-02-0405..HTM
[84] Consultado en:
http://historico.tsj.gob.ve/decisiones/spa/febrero/00213-18209-2009-2006-1309.HTML
[85] Gaceta
Oficial Extraordinaria N° 5.393, reimpreso por error material en la Gaceta
Oficial N° 36.845 del 07-12-1999.
[86] Gaceta Oficial
Extraordinaria N° 5.891 de 31-07-2008.
[87] Gaceta Oficial
Extraordinaria N° 6.149 de 18-11-2014, reimpresa por error material en
la Gaceta Oficial N° 40.549 de 26-11-2014.
[88] Araujo-Juárez,
José. “Derecho Administrativo venezolano. Aproximación a su construcción
científica”, 2010, p. 22.
[89] Hernández.
Administración Pública…, ob. cit., p.
185.
[90] Gaceta
Oficial N° 37.305 de 17-10-2001.
[91] Gaceta
Oficial Extraordinaria N° 5.890 de 31-07-2008.
[92] Gaceta
Oficial Extraordinaria N° 6.147 de 17-11-2014.
[93] Artículo
10 del Decreto con Rango, Valor y Fuerza de Ley Orgánica de la Administración
Pública del año 2010.
[94] Descontextualizando
las palabras de Alexander Hamilton en El Federalista con relación a la
reelección – y no reelección sucesiva sin límite temporal–, la Sala
Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia arguye sustentada “en la teoría
del buen gobierno” que: “la eliminación de la
causal de inelegibilidad para el ejercicio de cargos públicos derivada de su
ejercicio previo por parte de cualquier ciudadano, en modo alguno trastoca el
principio de alternabilidad en el ejercicio del poder”. Ver Sentencia de
la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia. N° 53, 03-02-2009. Con voto salvado del Magistrado Pedro Rafael Rondón Haaz. Consultado en:
http://historico.tsj.gob.ve/decisiones/scon/febrero/53-3209-2009-08-1610.HTML
[95] Hernández,
José Ignacio. “La buena Administración en Venezuela: a propósito de los treinta
y cinco años de la Ley Orgánica de Procedimientos Administrativos”. En: Revista Electrónica de Derecho
Administrativo Venezolano. N° 11, 2017, p. 231.